En la ambigüedad del Vaticano II rondan dos posiciones contrarias. Dos
cartas contradictorias que se exhiben convenientemente según las
circunstancias, presentando una tesis y una antítesis en busca de una síntesis.
Posiciones que se reflejan en el extraño sínodo actual sobre la familia
convocado por Francisco donde él mismo, en vez de condenar las herejías con
energía imponiendo su autoridad y la de la misma Doctrina ya prescrita por
Nuestro Señor, se hace cómplice de sus cardenales herejes no excomulgándolos
sino dándoles juego.
Así, los teólogos modernos se dividen en dos grupos. El primero,
celebra abierta y jubilosamente el llamado “1789 de la Iglesia”, la revolución
del antisyllabus, la destrucción de la teología medieval considerando la
Iglesia anterior al Vaticano II retrógrada o fundamentalista; este espécimen
teológico anda suelto haciendo lo suyo por todos los amplios ámbitos de la Iglesia destruyendo dogmas, comunidades
religiosas y liturgias sin que haya autoridad católica que le ponga freno.
Es que, además, las jerarquías modernas derogaron en la práctica el Santo
Oficio y dejaron sin oficio al “Index librorum prohibitorum”.
El segundo grupo guarda añoranza por la Iglesia católica queriéndole
construir puentes con el Vaticano II. Emplea argumentos sentimentales. Intenta
demostrar que el Vaticano II no hizo ruptura con la Doctrina católica; por
ejemplo, hace increíbles esfuerzos por demostrar lo absurdo: que la condenación
de la libertad religiosa es igual a la aceptación y enseñanza de la misma; que
el dogma “Extra Ecclesiam nulla salus” (“fuera de la Iglesia no hay
salvación”) “evolucionó” haciéndose igual de esta enseñanza: “La
fraternidad universal exige eliminar toda discriminación”; todas las
religiones pueden salvar al hombre teniendo ellas el mismo Dios, o destellos de
Él. Quieren conciliar también la condenación de la separación del Estado
y la Iglesia haciéndola igual a lo contrario o a su aceptación, es decir, a
“la necesidad de una justa separación de los poderes”. También, que
la condenación de los Derechos humanos es igual a su aceptación y promoción.
En fin, todo esto es inaceptable para un hombre cuerdo o medianamente
cuerdo. Sin embargo, a este candoroso intento de llamar indistintamente blanco
al negro, bien al mal, verdad al error, lo llaman muchos y muchos sin ningún
pudor intelectual Hermenéutica de la continuidad para tapar las
vergüenzas y contriciones de la ruptura. El mundo está loco. Irremediablemente
loco y lo estará hasta la esperada llegada de Cristo. Esta teología es tan onírica
como aventurera, incursiona en el terreno del surrealismo y, si no estuviera
cerca la Parusía pasaría a la historia con el nombre de “teología surrealista”.
Ciertamente encanta, fascina a muchos como las coloridas pinturas de Miró, Dalí
o Masson que plasman un mundo absurdo, ilógico, donde la
razón no puede dominar al subconsciente, donde la existencia de "otra
realidad" se recrea en el llamado pensamiento libre.
Parecerá que esto es una exageración o una burla,
pero imaginemos, por ejemplo, la representación de la teología sobre el
infierno de Juan Pablo II, un infierno inmaterial que sólo es un estado del
alma, sin llamas de fuego, sin rechinar de dientes, sin espacio, ni materia, ni
dolores carnales como los descritos en el Evangelio por Nuestro Señor.
Para entenderlo, no podríamos recurrir a la
representación de la teología clásica sobre el infierno como la de Dante en su
Divina Comedia; tampoco, a las imágenes conmovedoras mostradas por la santísima
Virgen María a los pastorcillos de Fátima, un infierno espantoso, un mar de
fuego, nubes de humo, brasas trasparentes y negras “entre gritos y gemidos
de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor”. No,
nada de eso. La teología y el arte tradicional están derogados. Tendríamos
entonces que apelar al surrealismo fantástico.
Por una parte, el infierno como un mero estado
del alma pues, «El infierno no es un lugar físico entre las nubes. Tampoco es un lugar,
sino la situación del alma apartada de Dios» (Juan Pablo II). Por
ello, la teología de ruptura asegura que el fuego descrito en los
Evangelios es metafórico.
Por otra parte, tendríamos que ubicar
metafóricamente en alguna parte los cuerpos de los condenados resucitados el
día del Juicio Final. ¿En dónde?
-Quizá Miró, Dalí o Masson nos ofrezcan una
creativa solución pictórica para plasmar sobre el mismo lienzo teológico imaginativo
de Juan Pablo II estas dos realidades esquizofrénicas, separadas: por una
parte, el alma sin Dios sufriendo en su infierno incorpóreo, etéreo y, por
otra, el cuerpo resucitado de los condenados, repelidos del infierno de Juan
Pablo II, en un jardín sensual lleno de placeres, mujeres y vino.
Y así en
este mundo esquizofrénico de la teología surrealista, de la hermenéutica de la continuidad, encontramos
el verdadero milagro de este singular santo del Vaticano II, Juan Pablo II: el
de conciliar sus extravagantes enseñanzas con las de Nuestro Señor Jesucristo,
o el igualar el evangelio del hombre con el Evangelio de Dios.
"Si tu ojo derecho te
hace pecar, arráncalo y tíralo; porque te es mejor que se pierda uno de tus
miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.” (San Mateo 5,29)
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