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martes, 10 de septiembre de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14 (Artículo 4º.- El «dejar hacer a Dios» en las vías místicas)

 


«Dejar hacer a Dios», es una expresión muy en boga en la actualidad. Es una parte verdadera, mas no ha de tomarse a la letra, so pena de abrir la puerta al semiquietismo. Al exponer la noción del Santo Abandono, hemos mostrado con profusión de detalle que no excluye ni la previsión ni los esfuerzos personales; no es, pues, un puro «dejar hacer a Dios». Esto que es verdadero en el camino ordinario, lo es no menos en el místico. El uno es activo, y pasivo el otro; la acción divina será, pues, diferente; con todo, la fórmula «dejar hacer a Dios» no responde a todos nuestros deberes, ni en uno, ni en otro. 

En la vía ordinaria la acción divina adáptase a nuestros procedimientos naturales, déjanos la libre elección y dirección de nuestras acciones, y se pone, por decirlo así, a nuestro servicio, ¡que tan maravillosa es la condescendencia de nuestro Padre celestial! No hablemos, por de pronto, sino de la oración y tomemos como ejemplo la meditación. Como se trata de ejecutar una obra sobrenatural, es de toda necesidad que la gracia nos prevenga y ayude; ella ha de presidir todas nuestras acciones, y ninguna se hará sin su intervención. Déjanos, empero, determinar libremente el tiempo, el lugar, la manera y materia de nuestra oración; asimismo nos permite conducirla a nuestro gusto, es decir, que podemos según nos plazca, elegir nuestras consideraciones y nuestros afectos, asignarles su lugar, la extensión, la variedad que queramos, fijar nuestras resoluciones conforme a nuestras preferencias. Dios trabaja en nosotros y con nosotros, mas se acomoda a nuestro modo humano de obrar, y permanece oculto. Es verdad que dispondrá de nosotros según su beneplácito, y como consecuencia estaremos en la sequedad o en la consolación, en la calma o en el combate, en la paz o en las penas interiores. Aquí tiene lugar el «dejar hacer a Dios», quedando empero un campo dilatado a nuestra libre actividad. 

Muy otras son las condiciones al tratarse de las vías místicas. Tomemos como ejemplo la quietud. Dios, al obrar mediante los dones del Espíritu Santo, no se oculta tanto, y por lo regular hace sentir su presencia y su acción. Interviene conforme a su beneplácito, en el coro, en la lectura, en el trabajo, en el tiempo y lugar que juzga oportuno, y no siempre cuando nosotros le esperamos. No se acomoda ya a nuestros procedimientos naturales, y en cierto modo nos impone los suyos. Toma, cuando le place, la iniciativa y dirección de nuestra oración; liga la imaginación, la memoria y el entendimiento para impedir las dilatadas consideraciones, los afectos metódicos y discursivos, variados y complicados, para llevarlos poco a poco a una sencilla atención amorosa. Produce El mismo la luz y el amor, y los derrama a torrentes, como con medida, o gota a gota; los refuerza y los disminuye a su arbitrio. Propone a su consideración sus divinos atributos, la Pasión, la infancia de Nuestro Señor u otra materia que a El le place. Provoca en nosotros un silencio admirativo, transportes amorosos, suaves coloquios, o bien nos reduce a la penosa aridez de un desierto sin fin. No está en nuestro poder hacerle reforzar o modificar su acción, retenerle o hacerle volver contra su voluntad cuando El se quiere retirar. Es el dueño y bien a las claras lo demuestra, mas su intervención será siempre la obra de su amor misericordioso y de su exquisita sabiduría. 

A pesar de esto nos deja, en general, la facilidad de hacer nuestras lecturas piadosas, y aun de hallar abundantes consideraciones para servicio de nuestros hermanos. Si se exceptúa la impotencia para meditar que puede llegar a ser total, la influencia mística no liga aquí enteramente las potencias. Podemos siempre recibirla o rechazarla, aceptar el asunto de la oración que ella nos ofrece o tomar otro, atenernos a los actos que nos brinda, o añadir a ellos cuanto queramos, como afectos, peticiones, etcétera. En una palabra, es la quietud una mezcla de pasivo y de activo, o, como dice Santa Teresa, «lo natural se encuentra allí mezclado a lo sobrenatural»; y por lo mismo tendrán cabida simultáneamente el «dejar hacer a Dios» y nuestra actividad personal. 

La pasividad será mucho más acentuada en la unión plena y el éxtasis. En la primera no hay apenas trabajo alguno, y ninguno en el segundo, cuando están en su punto culminante. Mas cuando se ha llegado a esta edad de la vida espiritual, la oración está muy lejos de lograr siempre este máximum de intensidad; por otra parte, crece y disminuye durante un mismo ejercicio, y permanecerá, pues, la mayor parte del tiempo en la simple quietud o en las purificaciones pasivas. En suma, es muy raro que la contemplación sea completamente pasiva, y en consecuencia, siempre habrá lugar para el «dejar hacer a Dios», y muy comúnmente para nuestra actividad personal con su más y su menos. Siendo empero la acción divina la principal, es preciso que la nuestra le esté subordinada, que se armonice y refunda en ella. 

Este «dejar hacer a Dios», inútil creo decirlo, no es el estado pasivo de un campo que recibe con la misma indiferencia el rocío del cielo o los rayos del sol. Es la actitud de un alma inteligente y libre que, apreciando el beneplácito divino, se presenta toda entera para recibirlo y no perder nada de él. No se limita a dar su consentimiento, a no oponer resistencia, a no hacer nada que sea un obstáculo; presenta su espíritu, su corazón, su voluntad para entregarse toda a la gracia. En consecuencia, por todo el tiempo que se haga sentir la influencia mística, vela el alma para rechazar las distracciones y, si está en su mano, las ocupaciones incompatibles con la oración; evita el buscar y aun aceptar largas consideraciones, afectos variados y complicados: cosas todas más a propósito para ahogar esta pequeña llama que para avivarla. Recibe, sin embargo, la acción divina con reverencia y sumisión, con reconocimiento y confianza, y a ella se adapta de la manera que puede. La acepta tal como le es ofrecida, débil o fuerte, silenciosa o suplicante sin buscar otra materia. Si en lo que recibe cree encontrar ocupación suficiente, limitase a contemplar a Dios en un silencio amoroso, o a excitar piadosos afectos, en conformidad con el movimiento de la gracia. Si esta ocupación es escasa, trata de reforzarla con algunos piadosos afectos, conforme a la acción divina. En una palabra, pónese con una amorosa reverencia a disposición de la gracia. Cuando ha dejado de hacerse sentir la influencia mística, el alma se entrega a la oración por determinación propia conforme a sus deseos, por los procedimientos que le han dado mejor resultado. Suple entonces lo que no pudo hacer en la oración pasiva, y se aplica a las piadosas lecturas, y produce los afectos y peticiones que convienen. Insistía mucho sobre este punto San Francisco de Sales en la dirección que daba a Santa Juana de Chantal y a sus hijas. Después de la oración, aplicase el alma a hacerle producir todos sus frutos y a mantenerse, mediante la mortificación interior, en el fervor y la pureza que la dispongan a nuevas gracias, si a Dios place concedérselas. 

Cuando la sumerge una y otra vez hasta la saciedad en las purificaciones pasivas, parécela a esta pobre alma hallarse abandonada del cielo, pero nada está perdido sino para el hombre viejo. El alma está en manos de Dios, ¿a qué fin resistir? El es todopoderoso y el mejor medio de abreviar la prueba es someterse sin queja y sin recriminaciones ni inquietudes. Lejos de mantenernos puramente pasivos, confiemos en Dios, nuestro mejor Amigo, nuestro Padre infinitamente sabio y bueno; démosle, mientras quiera, nuestras manos y nuestros pies y dejémosle crucificarnos a su placer. No huyamos de El cuando la oración se nos vuelve enojosa, sino que vayamos a ella como de costumbre y cumplamos con ánimo nuestro deber. No pongamos causa alguna voluntaria de sequedad, y tengamos delante de Dios una actitud humilde, arrepentida, sumisa y llena de confianza, de suerte que este doloroso estado produzca realmente en nosotros cuanto puede producir en humildad, renuncia y santo abandono, y de este modo habremos hecho negocio de gran ganancia. 

Tal es la conducta que Santa Juana de Chantal observaba y hacia seguir a sus hijas. «En estado pasivo no dejaba de obrar en los momentos en que Dios le retiraba su operación o la excitaba a ello; sus actos, empero, eran siempre cortos, humildes y amorosos.» «Si, hija mía, decía ella, cuando Dios lo quiere y me lo manifiesta por el movimiento de la gracia, hago algunos actos interiores, o pronuncio algunas palabras exteriores, sobre todo cuando he de rechazar las tentaciones. Dios no permite sea tan temeraria que presuma no tener jamás necesidad de hacer acto alguno, y creo que los que dicen que nunca los hacen no lo entienden. Creo que también nuestra hermana Ana María Rosset los hace sin darse cuenta; por lo menos yo se los hago hacer exteriores.» Cuidaba, pues, la santa, añade su historiador, «de no hacer nada sino por impulso de la gracia, a la cual vivía por completo sumisa y obediente, ora la invitase Dios a obrar, ora la dejase como abandonada a sí misma, retirándola su operación». Pasaba así de un estado a otro, alternativamente activo o pasivo, a gusto de Dios: notable vicisitud en la vida de esta gran santa, y que tendía, dice Bossuet, «a hacerla difícil bajo la mano de Dios y a hacer que no cesase de acomodarse al estado en que la ponía, de donde resultaban las virtudes, las sumisiones y resignaciones admirables que se destacan en su vida». «Este extraordinario estado que la Santa sólo al principio había experimentado en la oración, no tardó en saborearlo en la Santa Misa, la Comunión, durante el oficio divino, y con frecuencia durante todo el curso del día. No era ello a veces sino un relámpago durante el cual permanecía en silencio cerrados los ojos, unida a Dios por una simple mirada. Otras veces se prolongaba este estado horas enteras, mas sin hacerle perder su libertad de espíritu, ni su libertad de acción.» 

Esta última reflexión nos lleva a decir que del mismo modo que pueden las almas ser movidas por influjo divino en la oración, pueden serlo también en la acción. Hemos hablado largamente de la oración, porque, a nuestro juicio, allí es sobre todo donde se ejerce la influencia mística, y lo que hemos dicho hará conocer mejor lo que será esta influencia y cómo hemos de corresponder a ella, cuando se deja sentir en otra parte. 

En el camino ordinario, la gracia permanece secreta, hasta para el mismo que la recibe. Déjanos la iniciativa, la elección en las cosas libres, la deliberación, la determinación, la ejecución. En realidad, no hay duda que todo procede del Espíritu Santo, no siendo posible nada sobrenatural sin que El nos sugiera el pensamiento y nos ayude a quererlo y a ejecutarlo. Pero El se oculta y se adapta a nuestros procedimientos naturales, de suerte que todo parece venir de nuestros esfuerzos. La fe es la que nos enseña que nuestra voluntad tuvo que ser ayudada con una gracia secreta y sostenida en determinados momentos por los dones del Espíritu Santo. 

Por el contrario, tanto en la acción mística como en la oración mística también, déjase sentir la acción de Dios y llega a ser, por decirlo así, manifiesta. Aquí ya no se limita a seguir nuestros procedimientos humanos; hállase el alma de repente iluminada y puesta en movimiento, como por un instinto divino, una inspiración particular, una moción especial. Por repentina, por dulce e imperiosa que sea la acción divina, no suprime el ejercicio del libre albedrío, se la consiente con toda el alma, y con gusto se reúnen todas las energías para corresponder a ella. Por eso pudo decir Bossuet: «Tanto más obramos cuanto somos más empujados, más movidos, más animados del Espíritu Santo; este acto por el cual nos entregamos a la acción que El ejecuta en nosotros, nos pone, para así expresarnos, por completo en acción para Dios.» 

Mas bajo otro punto de vista somos tanto menos activos cuanto nuestro estado es más pasivo, y se siente sin poder dudarlo que un poder superior ha tomado la iniciativa, ha hecho la elección del acto, reemplazando la deliberación por un instinto divino y compelido en seguida a la ejecución. Cuando un alma es frecuentemente favorecida con estas influencias místicas, suele decirse que está bajo la dirección del Espíritu Santo. 

¿Puede estarlo siempre y en todas las cosas? San Juan de la Cruz lo juzga así de la Santísima Virgen, y casi exclusivamente de Ella: «Elevada -dice- desde el principio a este altísimo estado -en que es Dios mismo quien dirige las potencias hacia los actos conformes al querer divino-, no tuvo jamás la gloriosa Madre de Dios en el espíritu el recuerdo de criatura alguna capaz de distraerla de Dios y dirigirla en su modo de obrar. Todos sus movimientos fueron siempre producidos por el Espíritu Santo... Por más que sea difícil hallar un alma enteramente conducida por el Señor y enriquecida con la perpetua unión, durante la cual las potencias están divinamente ocupadas, sin embargo, hállanse con bastante frecuencia algunas que son movidas por El en sus acciones y no se mueven por sí mismas.» Bossuet es del mismo parecer cuando dice: «Estos estados imaginarios de nuestros falsos místicos, en que las almas son siempre divinamente movidas por las extraordinarias impresiones de que hablamos, no son conocidos ni del Padre Juan de la Cruz, ni de la Madre Santa Teresa. Por mi parte añado que ni los Ángeles, ni las Catalinas de Sena y de Génova, los Ávilas, los Alcántaras, ni otras almas de la más pura y alta contemplación, jamás han creído ser siempre pasivos, sino a intervalos; y con frecuencia dejados a si mismos han obrado de la manera ordinaria. Otro tanto se manifestaba en la Madre Chantal, una de las personas más experimentadas en esta vía.» ¿Hay o hubo algún corto número de almas escogidas movidas por Dios de esta manera a cada instante? Bossuet «deja la resolución al juicio de Dios y, sin reconocer la existencia de estados semejantes, tan sólo dice que, en la práctica, nada hay tan peligroso ni tan sujeto a ilusión como guiar las almas cual si éstas hubiesen llegado a ellos, y que en todo caso la perfección del cristianismo no consiste en estas prevenciones.» 

A propósito de estos estados pasivos señala Bossuet dos extremos opuestos: el de los quietistas, que hacen a esta pasividad perpetua, muy común y necesaria al menos para la perfección, y el que consiste en tomar por ilusiones sospechosas todos «estos estados en los que almas escogidas reciben pasivamente impresiones divinas tan altas y tan desconocidas, que apenas podemos darnos cuenta de su admirable simplicidad». 

En consecuencia, por todo el tiempo que sintamos en nosotros la acción de Dios, la hemos de seguir con docilidad llena de confianza; cuando aquélla cesa es preciso tornar a los medios ordinarios de huir del pecado, de practicar la virtud, de cumplir los deberes diarios. Y, como el camino nos está ya claramente indicado y la gracia jamás falta a la oración y fidelidad, no hay para qué esperar que Dios nos declare de nuevo su voluntad o nos impela a la acción por una moción especial. O mejor aún, «no es permitido que un cristiano, dice Bossuet- bajo pretexto de oración pasiva u otra extraordinaria, espere en la dirección de la vida, así en lo que mira a lo espiritual como a lo temporal, que nos determine a cada acción por vía e inspiración particular; al contrario, induce a tentar a Dios, a la ilusión y a la negligencia». 

Mas, en estas materias tan delicadas, hay que temer las ilusiones. Se ha de someter nuestra vida mística a un examen serio, según las reglas del discernimiento de los espíritus. Si de ellas resulta una más perfecta observancia de nuestros votos y nuestras Reglas, obediencia a nuestros superiores, vivir en paz con nuestros hermanos, combatir las tentaciones, santificar las pruebas, no se puede sospechar ni de su origen ni del uso que de ellas se hace. Aun en este caso, es necesario imitar a Santa Teresa: «Lo que con mayor ahínco deseó siempre fue adquirir las virtudes; y esto mismo es lo que más dejó encomendado a sus religiosas, acostumbrando decirles que el alma más humilde y más mortificada sería también la más espiritual.» 

Como es tan difícil ser buen juez en propia causa, será de todo punto necesario recurrir a un director experimentado. Por otra parte, ha establecido la Providencia que los hombres sean gobernados por otros hombres. Nuestro Señor aparecióse a Saulo y le envió a Ananías. Santa Teresa, Santa Juana de Chantal, Santa Margarita María tenían el espíritu muy esclarecido y el juicio muy recto y no dejaban, sin embargo, de recurrir a su director, o según el caso, a sus superiores. Hablando Santa Teresa de sí misma, dice «que jamás reguló su conducta por lo que se le había inspirado en la oración, y cuando sus confesores la decían que obrase de otra manera, los obedecía sin la menor repugnancia y les daba cuenta de cuanto le sucedía... Decíala nuestro Señor entonces que hacia bien en obedecer, y que El manifestaría la verdad». Con todo, mostróse irritado contra los que la impedían hacer oración. De igual modo decía Nuestro Señor a Santa Margarita María: «En adelante acomodaré mis gracias al espíritu de la Regla, a la voluntad de tu Superiora, y a tu debilidad, y ten por sospechoso todo lo que pudiera desviarte de su exacto cumplimiento. Deseo que la prefieras a todo lo demás, aun la voluntad de tus superioras a la mía. Cuando ellas te prohíban lo que yo te hubiera ordenado, déjalas hacer, que yo sabré hallar todos los medios de hacer triunfar mis designios por caminos opuestos y contrarios... » Mostró en lo sucesivo los terribles golpes que sabe descargar para echar por tierra las oposiciones. Porque quiere «que se prueben los espíritus para ver si son de Dios»; mas, una vez habidas las suficientes pruebas, no admite que se entre en lucha con El.



miércoles, 28 de agosto de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14 (Artículo 3º.- Progreso en la contemplación y progresos en la virtud)

 


Se abrigaba la esperanza de adelantar, de adelantar más, de adelantar siempre en los caminos místicos, pero pasan los meses, pasan los años y nos encontramos casi en el principio, si es que no tenemos la impresión de haber retrocedido. La prueba es fuerte, y estamos tentados de desaliento y aun tal vez de mirar atrás, pero será ciertamente sin motivo fundado. 

El deseo de avanzar en los caminos místicos es enteramente legítimo en sí, y tenemos derecho a manifestarlo en una oración confiada y filial. ¿No estamos en lo cierto al pensar que nuestras comunicaciones con Dios nos traerán, elevándose, un aumento de luz y de fuerza, que estrecharán la unión de amor y perfeccionarán el ejercicio de las virtudes?

Pero semejante deseo necesita templarse por un fiel abandono. Quiere Dios ser siempre dueño de los dones que se propone comunicarnos; resérvase el tiempo y la medida en que nos los ha de conceder, a fin de conservarnos en la dependencia y la humildad. Una vez que haya comenzado a colmarnos de favores, no sabemos si quiere concedernos mayores, conservarnos los concedidos o retirárnoslos. Hay dones místicos que se conceden por determinado tiempo, después Dios los quita sin que se hayan desmerecido. Otro tanto pudiera hacer con las gracias de oración; se puede con todo esperar que nos las continuará dando, y que irán en aumento si somos fieles. Dios empero, que continúa siendo el dueño, nos deja en la ignorancia de sus intenciones, o más bien nos las oculta con cuidado. ¿Qué hacer en tal caso? Debiéramos no abandonar jamás la quietud y la noche de los sentidos, considerándonos felices por la parte que nos ha correspondido: es en verdad hermosa y envidiable si la comparamos a la de tantos otros. No cesemos de alabar a Dios que se ha dignado prevenimos con las bendiciones de su dulzura, y no tengamos otra preocupación que la de hacer fructificar la preciosa semilla que ha depositado en nosotros. El reconocimiento y la fidelidad no pueden menos de regocijar a este buen Padre y abrirle la mano, en tanto que la ingratitud y la negligencia lastimarían su corazón delicado y le inducirían quizá a arrepentirse de sus dones. 

El deseo de que hablamos ha de ser paciente, y es preciso saber esperar el momento de la gracia. Según todos los autores, los grados de contemplación pasiva son etapas, períodos, edades espirituales; por lo regular es necesario hacer una larga estancia en cada una de ellas, antes de pasar a la siguiente. Dios así lo ha querido para que estos diversos estados de oración tuviesen tiempo de producir su efecto. Seamos mucho más cuidadosos de aprovechamos plenamente del grado presente, que de subir pronto al inmediato. Por otra parte, ¿no es el adelantamiento espiritual el fruto que ante todo se espera de estas gracias, y el medio más seguro, si Dios fuere servido, de preparar nuevas ascensiones? 

Este deseo ha de ser, sobre todo, humilde y vigilante. Si no subimos más aprisa y más alto, proviene esto casi siempre de falta de celo para disponernos y corresponder. Tal es el sentir de Santa Teresa: «Hay, dice, numerosas almas que llegan a este estado -al de la quietud, y habla de sus monasterios muy fervorosos y santamente gobernados-; mas añade la Santa: son muy contadas las que pasan adelante, y no sé yo quién tiene la culpa de ello. Con toda seguridad que no depende de Dios, porque en lo que a El toca, después de haber concedido un tal preciado favor, no cesa, a mi parecer, de otorgar otros nuevos, a menos que nuestra infidelidad no detenga su curso.. Grande es mi dolor cuando entre tantas almas que, a lo que entiendo, llegan hasta ese grado y debieran pasar a otro, veo un tan corto número que lo hagan, que hasta vergüenza me da decirlo.» 

San Francisco de Sales adopta el parecer de Santa Teresa, y añade: «Vigilemos, pues, Teótimo sobre el adelantamiento en el amor que debemos a Dios, porque el amor que nos profesa no nos ha de faltar jamás.» 

Esta doctrina es por demás confortante, mas nos muestra muy a las claras nuestra responsabilidad. Lejos, pues, de enorgullecerse por haber llegado a la quietud, debe, por el contrario, preguntarse con temor por qué no pasa adelante. Y si parece que apenas avanza, una humilde mirada sobre sí mismo es siempre provechosa. 

Si hemos detenido por culpa nuestra el curso de las gracias, quitemos sin demora la causa del mal; si la conciencia en nada nos reprende, adoremos con humilde confianza la santa voluntad de Dios, redoblemos nuestro celo para santificar la prueba, y preparar el alma a nuevas gracias mientras llega la hora de que la Providencia obre en nosotros. Cuando uno es fiel a esta práctica, podrá parecer estacionario el grado de oración, pero en realidad la fe resplandecerá con nuevo brillo, crecerán todas las virtudes, los progresos serán más notables en el amor, la confianza y el abandono. ¿Qué más falta? ¿No es este progreso el único esencial y necesario? He aquí el bien que esperábamos en nuestros progresos en los caminos místicos. Si no conseguimos este fin, ¿de qué nos servirá tener una oración más elevada, aunque fuera llena de luces, de ardores y de transportes? Por el contrario, si llegamos a él, ¿qué importa sea por un camino más ordinario, aun cuando fuese por medio de la privación prolongada de estas luces, de estos ardores y de este júbilo? 

No lo olvidemos jamás: el progreso real y verdadero, el que constituye el blanco de la gracia y de nuestros esfuerzos, el que ha de desearse de modo absoluto, es el progreso en todas las virtudes, particularmente en la caridad que es su reina. Tal vez no será del todo inútil aclarar más nuestro pensamiento. El amor tiene su asiento en la voluntad, y con frecuencia actúa sobre las facultades inferiores, llegando así a hacerse como visible y palpable, dando a veces lugar a verdaderos transportes. Cuanto es más sensible, más nos impresiona y más deseable nos parece; entonces es completo y su fuerza se acrecienta, pues en él concentran nuestras facultades todas sus energías. A pesar de esto, no son estas brillantes luces, ni esta embriaguez piadosa, no es esta especie de efervescencia lo que principalmente ha de desearse; porque puede suceder, y de hecho sucede, que semejante amor sea más sensible que espiritual, y que en definitiva tenga menos valor que brillantez. Al contrario, puede ser el amor espiritual sin acción alguna sobre las facultades sensibles, pasando en tal caso poco menos que inadvertido por más que pueda ser vivísimo y lleno de fuerza. El amor se ha de juzgar por sus frutos y no por sus flores: las obras son la prueba, y ellas dan la verdadera medida. El amor sólido y profundo es el que une fuertemente nuestra voluntad a la de Dios; es perfecto cuando nos lleva a un mismo querer y no querer con Dios, lo cual supone un desasimiento de todas las cosas y la muerte a sí mismo. 

Tal es el fin que hemos de perseguir. El progreso en la contemplación no es sino uno de los caminos para llegar a él, pero no es necesario, y él sólo tampoco bastaría. 

«Algunas religiosas dice San Alfonso- han leído los autores místicos, y helas llenas de ardor por esta unión extraordinaria que los maestros llaman pasiva. Mejor querría yo que deseasen la unión activa, es decir, la perfecta conformidad con la voluntad de Dios», en la que, decía Santa Teresa, «consiste la verdadera unión del alma con Dios». Por esta razón, añade ella dirigiéndose a las almas favorecidas con sólo la unión activa: «Tal vez tengan más mérito, pues les es necesario el trabajo personal, y Dios las trata como a almas fuertes... Nadie duda que, sin la contemplación infusa y con la sola gracia ordinaria, se puede mediante sucesivos esfuerzos destruir la propia voluntad y transformarla toda en Dios; desde luego que únicamente hemos de desear y únicamente hemos de pedir que Dios haga en nosotros su voluntad. He aquí, pues, según San Alfonso la transformación por amor, la perfecta conformidad de nuestra voluntad con la de Dios; hay empero dos caminos, el activo y el pasivo. Es inútil observar que se ha de pedir la perfecta conformidad, el Santo Abandono, y él tan sólo de un modo absoluto, puesto que es el único fin. En cuanto a la elección de caminos y medios, pertenece a Dios hacerlo a su gusto. Sin embargo, nos está muy permitido desear las oraciones místicas y pedir su progreso, si tal es el beneplácito divino; la enseñanza tradicional es categórica sobre el particular, y San Alfonso que se separa algún tanto en este punto, conviene por lo menos en que si se tiene el germen de estas gracias, se puede desear su desenvolvimiento. 

¿Quién no conoce la estima y el amor de Santa Teresa por las oraciones místicas? Cuanto éstas son más elevadas y frecuentes, tanto pondera su poderosa eficacia para darnos de ellas grandiosa idea, haciéndonoslas desear como bienes inestimables, e incitándonos a adquirirlas, si a Dios pluguiese, sin reparar en el precio. En ninguna parte excluye la santa de este deseo y de este empeño de adquisición la unión plena, la unión extática, ni el mismo desposorio espiritual; y en confirmación pueden citarse numerosos pasajes de sus escritos. A pesar de los magníficos elogios que otorga a la oración de unión, prefiere, sin embargo, la unión de voluntad, como se prefiere el término al camino, el fruto a la flor. Es «esta unión de voluntad la que deseó toda su vida y siempre pidió a Nuestro Señor». «La oración de unión es el camino abreviado», el medio más rápido y más poderoso para conducirnos a él. Pero no pasa de ser uno de los caminos y no el término. «Lo repito, añade ella, nuestro verdadero tesoro es una humildad profunda, una gran mortificación y una obediencia que, viendo al mismo Dios en el Superior, se somete a todo lo que manda... Ahí está la señal más cierta del progreso espiritual, y no en las delicias de la oración, en los raptos, en las visiones y otros favores de este género que Dios hace a las almas cuando le place.» 

En idéntico sentido decía San Felipe de Neri: «La obediencia, la paciencia y humildad son de más valor para las religiosas que los éxtasis.» 

Santa Teresa y San Felipe y San Alfonso conocían por una larga experiencia personal el precio inestimable de la unión plena y del éxtasis. Lejos de ellos, por consiguiente, la culpable ingratitud que desconoce los dones de Dios y la aberración no menos culpable que los desprecia, que aparta de ellos a las almas y pretende dar una lección al Espíritu Santo. Intentaban tan sólo poner en guardia contra posibles ilusiones, y la más funesta sería con seguridad la de tomar estos favores por la santidad misma. Es verdad que son gracias muy preciosas por cuanto vienen de Dios, mas resta el sacar de ellas el mejor partido, en orden a conseguir que la conducta se eleve y se coloque al nivel de la oración. 

Por este motivo San Francisco de Sales pudo decir con razón que, si un alma tiene raptos en la oración y no tiene éxtasis en su vida, es decir, si no se eleva por encima de las mundanas concupiscencias de la voluntad e inclinaciones naturales, por la abnegación, la sencillez, la humildad, y sobre todo por una continua caridad, «todos estos raptos son en gran manera dudosos y peligrosos. Son a propósito para atraer la admiración de los hombres, mas no para santificarse; no son otra cosa que entretenimientos y engaños del maligno espíritu. ¡Dichosos los que viven una vida sobrehumana, extática, elevados sobre sí mismos, por más que no sean arrebatados sobre sí mismos en la oración! Muchos santos hay en el cielo que jamás gozaron de raptos o éxtasis de contemplación... Mas nunca ha habido santo que no haya tenido el éxtasis o rapto de la vida y de la operación, levantándose sobre si mismos y sobre sus inclinaciones naturales». 

De aquí podrá juzgarse lo que valen las fórmulas: a tal oración, tal perfección; o bien, a tal perfección, tal oración. Tienen un fondo de verdad, porque de ordinario, la oración se eleva a medida que se eleva la vida espiritual y el progreso en la oración es a su vez causa de nuevos progresos en la virtud. Dase, empero, a estas fórmulas un sentido excesivamente absoluto y muy exagerado, si se supone que las ascensiones de la oración corren parejas siempre y rigurosamente con las ascensiones de la vida espiritual. Esto no es verdad, por lo menos en lo que concierne a la oración mística. Esta es siempre una gracia que Dios no la debe jamás a nadie, ni siquiera al alma más fiel. La da a quien quiere y en la medida que le agrada, y es un magnífico instrumento de trabajo; falta que se sepa hacer uso de él. En la suposición de que varias almas ofrezcan un mismo grado de preparación y de correspondencia, puede Dios no dar estas gracias místicas a unas y dárselas a otras, si tal fuere de su agrado. En tal caso, no hay fundamento para juzgar por sólo esto del grado de su perfección, comparándolas entre sí. San José de Cupertino abundaba en éxtasis, ¿y es por eso mayor que San Francisco de Sales o San Vicente de Paúl, que no fueron tan favorecidos? En nuestros tiempos Dios coima de sus diversos dones místicos a Gemma Galgani, y a muchos otros, mas no los prodiga con tanta profusión a Sor Isabel de la Trinidad, ni a Santa Teresa del Niño Jesús. ¿Queremos con esto decir que las últimas sean menos santas que las primeras? Sólo Dios lo sabe; con todo, nadie ignora que no por eso Santa Teresa del Niño Jesús ha dejado de convertirse en el gran taumaturgo de nuestros días, y que su vida se ofrece como ideal de perfección religiosa. 

Todo cuanto llevamos dicho a propósito de la contemplación mística se resume en estas solas palabras con las que terminábamos Los Caminos de la Oración mental; «La mejor oración no es la más sabrosa, sino la más fructuosa: no es la que nos eleva por las vías comunes o místicas, sino la que nos torna humildes, desasidos, obedientes, generosos y fieles a todos nuestros deberes. Cierto que estimamos en mucho la contemplación, a condición, sin embargo, de que una nuestra voluntad con la de Dios, que transforme nuestra vida, o nos haga a lo menos avanzar en las virtudes. No hemos, pues, de desear los progresos en la oración sino para crecer en perfección, y en vez de escudriñar con curiosidad el grado a que han llegado nuestras comunicaciones con Dios, nos fijaremos más bien en si hemos sacado de ellas todo el provecho posible para morir a nosotros mismos y desarrollar en nuestra alma la vida divina.»



SOBRE LA EXCELENCIA Y FRUTOS DE LA VERDAD REVELADA (Revelaciones a Santa Brígida)

 




Dícele san Juan evangelista a santa Brígida, que ninguna obra buena quedará sin premio. Háblale

también de la excelencia de la Biblia.


LIBRO CUARTO - REVELACIÓN PRIMERA


Aparecióse a santa Brígida un hombre, que parecía tener los cabellos cortados afrentosamente. Su cuerpo estaba untado con aceite y del todo desnudo, aunque nada deshonesto, y dijo a la santa:

 La Escritura que llamáis santa vosotros los que vivís, dice que ninguna obra buena quedará sin premio. Esta es la Escritura llamada por vosotros Biblia, pero nosotros los bienaventurados la llamamos sol más resplandeciente que el oro, que fructifica como la semilla que da ciento por uno. Porque como el oro aventaja a los demás metales, así la Escritura que vosotros llamáis santa, y nosotros en el cielo la llamamos de oro, excede a todas las demás escrituras; porque en ella se honra y predica el verdadero Dios, se recuerdan las obras de los Patriarcas y se explican los vaticinios de los profetas. Y porque ninguna obra ha de quedar sin su debida remuneración, atiende a lo que voy a decirte:

Tú que me estás viendo, prosiguió san Juan Evangelista, ten entendido que yo soy el que de raíz penetró la Escritura de oro, y conociéndola la aumentó, inspirado por Dios. Yo fui afrentosamente desnudado, y porque lo llevé con paciencia, vistió Dios mi alma con vestidura inmortal; fui metido en una caldera de aceite, y por eso gozo ahora del aceite de la alegría sempiterna; soy también el que después de la Madre de Dios pasé del mundo con una muerte más suave, porque fui custodio de esta Señora, y mi cuerpo se halla ahora en lugar muy seguro y tranquilo.



jueves, 22 de agosto de 2024

NECESIDAD DE LA DEVOCION AL CORAZON INMACULADO DE MARIA PARA NUESTRA SALVACION

 


FUENTE

La necesidad de la devoción al Corazón Inmaculado de María está íntimamente relacionada con la necesidad que tenemos cada uno de nosotros del amor y de la misericordia de Dios. Si alguien de nosotros necesita del amor y de la misericordia de Dios, entonces ese tal necesitará de la devoción a la Virgen Santísima. En la proporción en que necesitemos del amor y de la misericordia de Dios, en la misma proporción estamos en la necesidad de la devoción al Corazón Inmaculado de María. Jesucristo le reveló a la Hermana Lucia de Fátima que el último remedio que su Sacratísimo Corazón daría al mundo mediante el cual pudiera salvarse en estos tiempos de apostasía, eran dos cosas: el rezo del Santo Rosario y la Devoción al Corazón Inmaculado de María, que consiste, esencialmente, en su reparación. ¿Y por que? Porque La Virgen santísima tiene la economía de la misericordia y del amor de Dios sobre la tierra como dispensadora Universal de todas las gracias. Ella tiene la misión del Espíritu Santo sobre la tierra. Y del mismo modo que ¨todo pecado comitido contra el Espíritu Santo no será perdonado nunca, ni en esta vida ni en la otra¨, como nos dijera Nuestro Señor muy claramente en los Santos Evangelios. 

También se podrá decir lo mismo con respecto de la Santísima. Virgen: ¨toda ofensa cometida contra el Corazón Inmaculado no será perdonado ni en esta vida ni en la otra¨, ya que la Sma. Virgen tiene toda la economía de la misericordia y del amor de Dios, la misión del Espíritu Santo sobre la tierra. Pero así como los pecados contra el Espíritu Santo y contra la Sma Virgen no se pueden perdonar, se puede decir que lo contrario todo lo alcanza, es decir, que todo lo que se hace por el Amor o por el Corazón Inmaculado de la Santísima Virgen María, todo lo alcanza, la misericordia de Dios se vierte superabundantemente sobre esa persona, es el secreto para abrir el Sagrado Corazón de Jesús. Así como el castísimo Corazón de San José es la clave para accesar al Corazón Inmaculado de María, al mismo tiempo, el corazón Inmaculado de María es la clave para tener acceso al Sagrado Corazón de Jesús. Se accesa a través de San José directamente a los dos corazones, o directamente al Sagrado Corazón de Jesús a través del Corazón Inmaculado de María. De ahí su necesidad MORAL para nuestra salvación. Nadie se salva sino a través del Corazón Inmaculado de María. Ese es el plan de Dios, esa es su voluntad, el no vino a nosotros y nosotros no podremos ir a El sino a través de María, del Corazón Inmaculado de María.

Con mi bendición

Padre Rafael OSB

martes, 20 de agosto de 2024

Cuenta la Virgen María a santa Brígida el descendimiento de la cruz, con muy tiernos pormenores.

  


DE LAS REVELACIONES A SANTA BRIGIDA

LIBRO 2 REVELACION 11

Tres cosas, dijo la Virgen, has de considerar, hija mía, en la muerte de mi Hijo. Lo primero es, que todos sus miembros quedaron yertos y fríos, y estaba cuajada en ellos la sangre que de sus llagas había derramado en toda la Pasión. Segundo, que su corazón estaba tan amarga y cruelmente atravesado, que el que le hirió, le introdujo hasta el costado el hierro de la lanza y le dividió el corazón en dos partes. Lo tercero, has de considerar cómo fué bajado de la cruz. Los dos que lo bajaban pusieron tres escaleras; una a los pies, otra a los brazos, y otra a la mitad del cuerpo. 

Subió el primero, y lo tenía por la mitad del cuerpo, y el otro quitó el clavo de una de las manos, y pasando la escalera al lado opuesto, quitó el de la otra mano; y estos clavos pasaban hasta el lado opuesto de la cruz. Bajóse un paso, lo mejor que pudo, el que sustentaba el cuerpo, y el otro subió por la escalera que estaba a los pies de mi Hijo, y le sacó los clavos de los pies. Y cuando lo tenían cerca del suelo, uno le asió de la cabeza y otro de los pies, y yo, su afligida Madre, lo tomé por medio de su divino cuerpo; y de esta manera los tres lo pusimos sobre una piedra, donde yo había tendido una sábana limpia, y en ella envolvimos su santísimo cuerpo sin coser nada, porque sabía yo con certeza que no se había de pudrir ni corromper en la sepultura. 

Luego se acercaron María Magdalena y las otras santas mujeres, e innumerables ángeles como átomos del sol, a prestar obediencia y obsequio a su Creador. Pero ¿quién te podrá decir la tristeza que yo entonces sentí? Estaba como una mujer que en el trance de dar a luz le tiemblan todos sus miembros, y que aun cuando está llena de dolor y sin poder respirar, al fin se alivia y recibe algún contento viendo en sus brazos al hijo que nació y que no volverá a las estrechuras y peligro de su vientre y a renovar el parto. Así yo, aunque era mucho mayor sin comparación mi tristeza, no obstante, como sabía que no había de morir más, ni padecer más mi Hijo, sino que había de vivir y triunfar eternamente, me alegraba y mezclábase alguna alegría con mi tristeza. Con verdad te podría decir, que cuando dieron sepultura a mi Hijo, sepultaron también mi corazón junto con el suyo, que si se dice: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón, en el sepulcro de mi Hijo tuve yo el mío, y no se apartó de allí un solo punto y junto con él estaba mi pensamiento. 

jueves, 15 de agosto de 2024

El tránsito felicísimo y glorioso de María Santísima (De las Revelaciones a María de Jesús Agreda)

 


15 de Agosto Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María

El tránsito felicísimo y glorioso de María Santísima: Acercábase  ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva arca del Testamento había de ser colocada en el templo de la Celestial Jerusalén. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalén y casa del Cenáculo. El primero que llegó fue San Pedro, porque le trajo un Ángel desde Roma, donde estaba en aquella ocasión. Y allí se le apareció y le dijo cómo se llegaba cerca el tránsito de María Santísima, que el Señor mandaba viniese a Jerusalén para hallarse presente. Y dándole el Ángel este aviso le trajo desde Italia al cenáculo, donde estaba la Reina del mundo retirada en su oratorio, algo rendidas las fuerzas del cuerpo a las del amor divino, porque como estaba tan vecina del último fin, participaba de sus condiciones con más eficacia.

Salió la gran Señora a recibir al Vicario de Cristo nuestro Salvador y puesta de rodillas a sus pies le pidió la bendición y le dijo: Doy gracias y alabo al Todopoderoso porque me ha traído a mi Santo Padre, para que me asista en la hora de mi muerte.—Llegó luego San Pablo, a quien la Reina hizo respectivamente la misma

reverencia con iguales demostraciones del gozo que tenía de verle. Saludáronla los Apóstoles como a Madre del mismo Dios, como a su Reina y propia Señora de todo lo criado, pero con no menos dolor que reverencia, porque sabían venían a su dichoso tránsito. Tras de los Apóstoles llegaron los demás y los discípulos que vivían, de manera que tres días antes estuvieron todos juntos en el Cenáculo, y a todos recibió la divina Madre con profunda humildad, reverencia y caricia, pidiendo a cada uno que la bendijese, y todos lo hicieron y la saludaron con admirable veneración; y por orden de la misma Señora, que dio a San Juan, fueron todos hospedados y acomodados.

Algunos de los apóstoles que fueron traídos por ministerio de los Ángeles y del fin de su venida los habían ya informado, se fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas. Otros lo ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los Ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo hicieron.

"Comunicaron luego con San Pedro la causa de su venida, para que los informase de la novedad que se ofrecía; porque todos convinieron que si no la hubiera no los llamara el Señor con la fuerza que para venir habían sentido. El Apóstol San Pedro, como cabeza de la Iglesia, los juntó a todos para informarlos de la causa de su venida y estando así congregados les dijo: Carísimos hijos y hermanos míos, el Señor nos ha llamado y traído a Jerusalén de partes tan remotas no sin causa grande y de sumo dolor para nosotros.

Su Majestad quiere llevarse luego al trono de la eterna gloria a su beatísima Madre, nuestra maestra, todo nuestro consuelo y amparo. Quiere su disposición divina que todos nos hallemos presentes a su felicísimo y glorioso tránsito. Cuando nuestro Maestro y Redentor se subió a la diestra de su Eterno Padre, aunque nos dejó huérfanos de su deseable vista, teníamos a su Madre Santísima para nuestro refugio y verdadero consuelo en la vida mortal; pero ahora que nuestra Madre y nuestra luz nos deja, ¿Qué haremos? ¿Qué amparo y qué esperanza tendremos que nos aliente en nuestra peregrinación? Ninguna hallo más de que todos la seguiremos con el tiempo.

 No pudo alargarse más San Pedro, porque le atajaron las lágrimas y sollozos que no pudo contener, y tampoco los demás Apóstoles le pudieron responder en grande espacio de tiempo, en que con íntimos suspiros del corazón estuvieron derramando copiosas y tiernas lágrimas; pero después que el Vicario de Cristo se recobró un poco para hablar, añadió y dijo: Hijos míos, vamos a la presencia de nuestra Madre y Señora, acompañémosla lo que tuviere de vida y pidámosla nos deje su santa bendición.—Fueron todos con San Pedro al oratorio de la gran Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco, viéronla todos hermosísima y llena de resplandor celestial y acompañada de los mil ángeles que la asistían. La disposición natural de su sagrado y virginal cuerpo y rostro era la misma que tuvo de treinta y tres años; porque desde aquella edad nunca hizo mudanza del natural estado, ni sintió los efectos de los años ni de la senectud o vejez, ni tuvo arrugas en el rostro ni en el cuerpo, ni se le puso más débil, flaco y magro, como sucede a los demás hijos de Adán, que con la vejez desfallecen y se desfiguran de lo que fueron en la juventud o edad perfecta. La inmutabilidad en esto fue privilegio único de María santísima, así porque correspondiera a la estabilidad de su alma purísima, como porque en ella fue correspondiente y consiguiente a la inmunidad que tuvo de la primera culpa de Adán, cuyos efectos en cuanto a esto no alcanzaron a su sagrado cuerpo ni a su alma purísima

Los Apóstoles y discípulos y algunos otros fieles ocuparon el oratorio de María santísima, estando todos ordenadamente en su presencia, y San Pedro con San Juan Evangelista se pusieron a la cabecera. La gran Señora los miró a todos con la modestia y reverencia que solía y hablando con ellos dijo: Carísimos hijos míos, dad licencia a vuestra sierva para hablar en vuestra presencia y manifestaros mis humildes deseos.—Respondióla San Pedro que todos la oirían con atención y la obedecerían en lo que mandase y la suplicó se asentase par hablarles. Parecióle a San Pedro estaría algo fatigada de haber perseverado tanto de rodillas, y que en aquella postura estaba orando al Señor y para hablar con ellos era justo tomase asiento como Reina de todos.

 Pero la que era maestra de humildad y obediencia hasta la muerte, cumplió con estas virtudes aquella hora y respondió que obedecería en pidiéndoles a todos su bendición y que le permitieran este consuelo. Con el consentimiento de San Pedro se puso de rodillas ante el mismo Apóstol y le dijo: Señor, como Pastor Universal y Cabeza de la Santa Iglesia, os suplico que en vuestro nombre y suyo me deis vuestra santa bendición y perdonéis a esta sierva vuestra lo poco que os he servido en mi vida, para que de ella parta a la eterna. Y si es vuestra  doncellas pobres, que su caridad me ha obligado siempre.—Postróse luego y besó los pies de San Pedro como Vicario de Cristo, con abundantes lágrimas y no menor admiración que llanto del mismo Apóstol y todos los circunstantes. De San Pedro pasó a San Juan y puesta también a sus pies le dijo: Perdonad, hijo mío y mi señor, el no haber hecho con vos el oficio de Madre que debía, como me lo mandó el Señor, cuando de la Cruz os señaló por hijo mío y a mí por madre vuestra (Jn 19, 27). Yo os doy humildes y reconocidas gracias por la piedad con que como hijo me habéis asistido. Dadme vuestra bendición para subir a la compañía y eterna vista del que me crió.

 Prosiguió esta despedida la dulcísima Madre, hablando a todos los Apóstole singularmente y algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos. Hecha esta diligencia se levantó en pie y hablando a toda aquella santa congregación en común dijo: Carísimos hijos míos y mis señores, siempre os he tenido en

mi alma y escritos en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la caridad y amor que me comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en vosotros como en sus escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a las moradas celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes en la clarísima luz de la divinidad, cuya vista espera y desea mi alma con seguridad. La Iglesia mi madre os encomiendo con la exaltación del santo nombre del Altísimo, la dilatación de su Ley evangélica, la estimación y aprecio de las palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte y la ejecución de toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la Santa Iglesia y de todo corazón unos a otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó vuestro Maestro. Y a vos, Pedro, Pontífice Santo, os encomiendo a Juan mi hijo y también a los demás.

 Acabó de  hablar María Santísima, cuyas palabras como flechas de divino fuego penetraron y derritieron los corazones de todos los Apóstoles y circunstantes, y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra, moviéndola y enterneciéndola con gemidos y sollozos; lloraron todos, y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos. 

"Y después de algún espacio les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado en un trono de inefable gloria, acompañado de todos los santos de la humana naturaleza y de innumerables de los coros de los ángeles, y se llenó de gloria la casa del cenáculo. María santísima adoró al Señor y le besó los pies y postrada ante ellos hizo el último y profundísimo acto de reconocimiento y humillación en la vida mortal, y más que todos los hombres después de sus culpas se humillaron, ni jamás se humillarán, se encogió y pegó con el polvo esta purísima criatura y Reina de las alturas. Dióle su Hijo Santísimo la bendición y en presencia de los cortesanos del cielo le dijo estas palabras:

Madre mía carísima, a quien yo escogí para mi habitación, ya es llegada la hora en que habéis de pasar de la vida mortal y del mundo a la gloria de mi Padre y mía, donde tenéis preparado el asiento a mi diestra, que gozaréis por toda la eternidad. Y porque hice que como Madre mía entraseis en el mundo libre y exenta de la culpa, tampoco para salir de él tiene licencia ni derecho de tocaros la muerte. Si no queréis pasar por ella, venid conmigo, para que participéis de mi gloria que tenéis merecida.


"Postróse la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le respondió:

Hijo y Señor mío, yo os suplico que Vuestra Madre y sierva entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir.—Aprobó Cristo nuestro Salvador el sacrificio y voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. Luego todos los Ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos de los cánticos de Salomón y otros nuevos. Y aunque de la presencia de Cristo nuestro Salvador solos algunos Apóstoles con San Juan Evangelista tuvieron especial ilustración y los demás sintieron en su interior, divinos y poderosos efectos, pero la música de los Ángeles la percibieron con los sentidos así los Apóstoles y discípulos, como otros muchos fieles que allí estaban. Salió también una fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de resplandor admirable, viéndolo todos, y el Señor ordenó que para testigos de esta nueva maravilla concurriese mucha gente de Jerusalén que ocupaba las calles.


"Al entonar los Ángeles la música, se reclinó María santísima en su lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado cuerpo, puestas las manos juntas y los ojos fijados en su Hijo Santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo 2 de los Cantares (Cant 2, 10):

Surge, propera, amica mea, etc., que quieren decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno, etc., en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo Santísimo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).—Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida fue el amor, sin otro achaque ni accidente alguno. Y el modo fue que el poder divino suspendió el concurso milagroso con que la conservaba las fuerzas naturales para que no se resolviesen con el ardor y fuego sensible que la causaba el amor divino, y cesando este milagro hizo su efecto y la consumió el húmido radical del corazón y con él faltó la vida natural.

"Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a la diestra y trono de su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los Ángeles se alejaba por la región del aire, porque toda aquella procesión de Ángeles y Santos, acompañando a su Rey y a la Reina, caminaron al cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes eran llenos de suavidad interior y exterior. Los mil Ángeles de la custodia de María Santísima quedaron guardando el tesoro inestimable de su virginal cuerpo. Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio y luego cantaron muchos himnos y salmos en obsequio de María santísima ya difunta. Sucedió este glorioso tránsito de la gran Reina del mundo, viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a trece días del mes de agosto y a los setenta años de su edad, menos los veintiséis días que hay de trece de agosto en que murió hasta ocho de septiembre en que nació y cumpliera los setenta años.