Traducir

viernes, 4 de julio de 2025

NOCIONES DE HISTORIA DE ESPAÑA (FINAL) Fernando VII- Alfonso XII

 


P. ¿Por quién ha sido gobernada España en el siglo XIX?

R. Por los reyes Fernando VII, Isabel II, gobierno provisional, Amadeo I, república y Alfonso XII .


P. ¿Qué le ocurrió a Fernando VII al principio de su reinado?

R. Este príncipe, ya muy querido de los españoles, ganó por completo el amor de sus pueblos, reponiendo en sus destinos a las personas que sin fundamento habían sido destituidas en el reinado anterior, y por medio de otras medidas justas y prudentes.

Napoleón, que estaba decidido a conquistar a España, vio en este movimiento político un motivo para meterse a arreglar las cosas de nuestra patria, y ordenó a su general Murat que entrase en Madrid con las tropas francesas, lo cual efectuó antes que el rey D. Fernando, a quien no reconoció por tal rey de España, obligándole astutamente a que fuera a Bayona para que, puesto de acuerdo con Napoleón, viera éste si había de defender la causa de Carlos IV ó reconocerle como rey; mucho costó tomar esta determinación, pero la fuerza que sobre España ejercían los franceses, las muchas promesas de buen éxito y la debilidad de los consejeros de D . Fernando decidieron al rey a que fuese a Bayona.


P. ¿Qué ocurrió a Fernando VII en Francia?

R. Sin miramientos ni respeto, le propusieron que renunciara la corona, mientras sus ministros eran tratados de traidores. Carlos IV, que había sido llamado a Bayona, trató a su hijo con bastante dureza, diciendo que su renuncia se debió a la violencia. D. Fernando quiso devolver la corona a su padre, pero dentro de España y con ciertas formalidades que no fueron aceptadas: en este estado las cosas, llegó la noticia del pronunciamiento del pueblo de Madrid el día 2 de Mayo, y presentándose Napoleón á Carlos IV , le dijo muy colérico: ¡No más treguas, no más treguas! Haced llamar a vuestro hijo. Llamado D. Fernando, fue severamente reconvenido, culpándole del levantamiento de Madrid y del motín de Aranjuez: obligósele a renunciar la corona en el acto, amenazándole con ser tratado como traidor, y sin más ceremonias hizo la renuncia a favor de su padre, quien el mismo día la renunció a su vez a favor de Napoleón: no satisfecho aún el emperador, obligó a D . Fernando a renunciar sus derechos al trono de España como príncipe de Asturias, y señalándoles una pensión, fueron internados en Francia todos los individuos de la familia real de España.


P. ¿Qué ocurrió el 2 de Mayo en Madrid?

R. Murat se presentó á la Junta de gobierno de Madrid el día 30 de Abril, pidiendo, en nombre de Carlos IV, cuyos derechos y soberanía fingía defender, que pasasen a Francia los infantes que residían en Madrid; la Junta se resistió cuanto pudo, pero hubo de transigir, puesto que Madrid y sus cercanías estaban ocupados militarmente por los franceses. El día 2 de Mayo empezaron a notarse desde muy temprano los síntomas que preceden a toda conmoción popular; en la plaza de Palacio se formaron muchos corrillos de hombres y mujeres, entre los cuales corrió el rumor que el infante D. Francisco, niño todavía, lloraba y se resistía á salir de Madrid; esta noticia enardeció á los paisanos, los cuales se arrojaron sobre el ayudante de Murat, y le hubieran muerto sin la oportuna ayuda de una patrulla francesa, reforzada en el acto con un batallón y algunas piezas de artillería, que, sin otros miramientos, hicieron fuego sobre los paisanos, quienes se dispersaron gritando y deseando venganza.

Inmediatamente los moradores de la heroica villa se lanzaron a la calle armados de escopetas, carabinas y cuantas armas ofensivas pudieron haber, arrollando a cuantos franceses encontraban a su paso, creyendo seguro el triunfo en vista de la poca resistencia que hallaron al principio; pero Murat, que estaba acostumbrado a pelear y esperaba aquel acontecimiento, tenía colocadas sus tropas estratégicamente, y entraron a la vez por varios puntos de la capital.


P. ¿Resistió el pueblo madrileño a las tropas francesas?

R. A pesar de la desigualdad de las fuerzas y de la superioridad que a los franceses les daba su armamento y disciplina, fueron rechazados en varios puntos por los madrileños, que se batieron con heroico valor, mereciendo especial mención el Parque de Artillería, donde los oficiales Daoiz y Velarde murieron defendiéndose con arrojo extraordinario.

La Junta de gobierno, que tan débil se mostró en este acontecimiento, mostróse humana y ofreció a Murat restablecer la tranquilidad si cesaba el fuego, lo que consiguió fácilmente.

En seguida el general francés publicó un bando cuyo artículo 4.° mandaba disolver los grupos a tiros, y el artículo 5.° incendiar el pueblo donde fuera muerto un francés. Con arreglo a esta vandálica medida, empezaron por fusilar a cuantos cogieron con las armas al restablecer la paz, y los soldados franceses reconocían y prendían a todos los que llevaban algún arma, así fuera una navaja o una tijera, y sin más averiguaciones, eran asesinados en el sitio donde se levanta el fúnebre monumento de el 2 de Mayo, en el Salón del Prado, recordando el patriotismo de los sacrificados y la crueldad de los sacrificadores.

Pocos días después publicó Napoleón un decreto elevando al trono de España a su hermano José; estos hechos llenaron de indignación a todos los buenos españoles. Formaron Juntas en todas las capitales, y el día 6 de Julio, la Junta suprema de gobierno declaró la guerra a Napoleón en Sevilla.


P. ¿Cuáles son los episodios más notables de esta guerra?

R. Muy largo sería de contar los hechos ocurridos en diferentes provincias: todas con igual patriotismo hicieron armas contra los franceses, siendo infinitos los rasgos de valor.

Nuestro mermado ejército sufrió descalabros sensibles como el de Cabeza de la Sal y Rio seco; pero el grueso del ejército francés fue derrotado por el ilustre general Castaños en la batalla de Bailén, donde murieron 3.000 franceses y capitularon 18.000, dejando las armas en nuestro poder para embarcarse en buques españoles que los condujeron a Francia. Esta victoria desanimó de tal modo a los franceses, que el intruso José Bonaparte salió de Madrid, yéndose a Vitoria con todos los suyos. Entretanto España reorganizaba y aumentaba su ejército, que, ayudado por los ingleses, con quienes hizo alianza, abatían por todas partes el orgullo de los franceses, dando lugar a que viniese a España el mismo Napoleón con un ejército de 140.000 hombres para restituir el trono a su hermano José; y así que lo consiguió, se volvió a París, donde urgentes negocios le llamaban, y empezó una nueva guerra, más tenaz y sangrienta que la primera, de la que conservan triste, pero glorioso recuerdo Zaragoza, Gerona y otras no menos nobles y heroicas ciudades.


P . ¿Qué episodios recuerda Y. de esta nueva guerra?

R. En campo abierto perdieron muchas batallas las tropas españolas; pero las guerrillas fueron el azote de los franceses, llegando a hacerse terribles por el apoyo que encontraban en los pueblos.

El año 1811 fueron derrotados los franceses en la batalla de la Albuera, y al año siguiente en la gloriosa batalla de los Arapiles, por cuya victoria salió de Madrid José Bonaparte, y por fin de España después de la de San Marcial, donde el ejército francés sufrió un terrible descalabro, sin que Napoleón pudiera auxiliarlo por estar empeñado en guerra con otras naciones.

El orgulloso y déspota emperador de los franceses, el gran Napoleón I, temió a los españoles, que llegaron a penetrar en territorio francés, y reconoció a Fernando VII como legítimo soberano de España, quien, libre de toda presión con la caída del emperador en Francia, volvió a su patria con los infantes D. Carlos y D. Antonio, el año 1814, donde fue recibido con trasportes de alegría.


P. ¿Qué hizo Fernando VII cuando volvió a España?

R. Desembarcó en Valencia, y firmó un decreto que ponía las cosas en el mismo estado en que se hallaban el año 1808, suprimiendo la Constitución y las Cortes, haciendo en seguida su entrada en Madrid, mostrándose muy severo con los que ayudaron en el gobierno a José Bonaparte y no muy generoso con los que defendieron su causa.

Propúsose reconquistar las Américas, que durante su expatriación se declararon independientes; pero no pudo llevar adelante su proyecto, porque el general Riego se sublevó en Cabezas de San Juan con parte del ejército que tenía reunido para este objeto, y proclamó la Constitución, la cual aceptó el rey en vista de que varias ciudades la proclamaron también.

La guardia real, que era poco adicta a este movimiento, se sublevó el día 7 de Julio de 1822, y atacó a la milicia nacional, siendo rechazados y presos la mayor parte; por estos sucesos empezó a formarse un partido a favor del infante D . Carlos, siendo muchas las partidas anticonstitucionales que en España se levantaron.


P. ¿Cómo se abolió la Constitución?

R. El gobierno español se negó a reformar la Constitución, a pesar de las notas de los reyes que formaron la llamada Santa Alianza, y esta negativa dio lugar a que entraran en España 100.000 franceses a las órdenes del duque de Angulema el año 1823. El rey, las Cortes y los liberales más caracterizados se trasladaron a Sevilla, y luego a Cádiz, cuya ciudad fue sitiada, bombardeada y tomada por los franceses, quienes desarmaron a la milicia nacional. Fernando VII, así que se vió libre y entre los realistas, abolió el sistema representativo, y se fue a Cataluña, donde habían proclamado rey a su hermano D. Carlos. Concedió amnistía a los insurrectos, y después de pacificado el país y de haber recorrido muchas provincias de España, volvió a Madrid y acordó con el rey de Francia que las tropas francesas desalojaran el reino el año 1828.


P. ¿Cómo acabó su reinado Fernando VII?

R. Sintiéndose enfermo, encargó los negocios del Estado a su mujer D.a María Cristina, y aun después de restablecido continuó esta señora ayudándole en el gobierno hasta que le alcanzó la muerte el año 1833.


P. ¿Quién fué el sucesor de Fernando VII?

R. Su hija D.a Isabel II. Apenas murió su padre Fernando VII empezó la guerra civil entre los partidarios de D.a Isabel y los de D. Carlos, su tío, cuya fratricida lucha llenó de luto a España por espacio de siete años, terminando con el convenio de Vergara, llevado a cabo entre los generales Espartero y Maroto, el año 1839. El día 22 de Octubre de 1859, España declaró la guerra al imperio de Marruecos, donde nuestras armas habían sido insultadas por los moros.

Pasó a vengar aquella ofensa un ejército español a las órdenes del generalO’Donnell, quien dió veintiséis batallas, quedando victorioso en todas ellas, y firmando un tratado de paz muy honroso para España el día 25 de Marzo de 1860.


P. ¿Cómo terminó el reinado de D.a Isabel II?

R. Con el alzamiento de la marina en Cádiz el año 1868, secundado por el pueblo de Madrid, y con la derrota del general Novaliches en la batalla de Alcolea, donde se batieron las tropas reales con las insurrectas a las órdenes del general Serrano, duque de la Torre, quien vino a ser presidente del Gobierno provisional y luégo fue nombrado regente del reino, hasta el 16 de Noviembre de 1870, en que las Cortes eligieron por rey de España a D. Amadeo de Saboya.

P. ¿Qué me dice V. del reinado de Amadeo I?

R. D. Amadeo I, hijo de Víctor Manuel, rey de Italia, hizo su entrada en Madrid el día 2 de Enero de 1871, y renunció la corona el día 11 de Febrero de 1873, proclamándose en el acto la república, de cuya presidencia se encargó D. Estanislao Figueras. Esta forma de gobierno duró hasta el día 27 de Diciembre de 1874, en que el general Martínez Campos proclamó en Sagunto a D. Alfonso XII, actual rey de España.

jueves, 3 de julio de 2025

EL ESPÍRITU SANTO

 




El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou

   En el día de la Ascensión, Jesucristo se elevó desde el Monte de los olivos de una manera sensible a presencia suya, y entró en una nube que lo ocultó a sus ojos. Por medio de esta misteriosa desaparición, despegó enteramente sus corazones de los objetos terrestres, disipando sus falsos conceptos, y dándoles claramente a entender que su reino no era de este mundo, y que para reinar con Él era preciso que transportasen al cielo todos sus deseos y toda su ambición.

   Así es como les preparó para el descenso del Espíritu Santo, al cual no podían recibir, sino después de haber perdido la presencia sensible de Jesucristo.

   Tomad para vosotros estas palabras, almas demasiado pegadas a dulzuras y a consolaciones sensibles, que os quedáis desoladas cuando de ellas se os priva; y aprended en qué sentido es preciso perder a Jesucristo, para poseerle de una manera más pura y más excelente por medio de la recepción del Espíritu divino.

   Notemos también que quien envía el Espíritu Santo a sus apóstoles es el mismo Jesucristo. Observad bien el orden de los sucesos. Jesús debió sufrir antes de entrar en su gloria; Jesús debió ser glorificado antes de enviarnos el Espíritu Santo. Así, pues, a las humillaciones y a los sufrimientos del Salvador debemos que nos envíe el Espíritu Santo a nuestros corazones, el que el llamado el don de Dios por excelencia.

   Dios guarda empero en nuestra santificación un orden enteramente opuesto. Empieza por enviarnos el Espíritu Santo que toma posesión de nuestros corazones, y los llena de caridad, es decir, de sí mismo. Enseguida les inspira el aprecio, el amor y el deseo de las cruces, y por este mismo espíritu les comunica el valor y la fuerza necesaria para soportarlas. Cuando ya abrazadas las cruces y sostenidas por el amor, han destruido el hombre viejo con sus dos principales vicios, el orgullo y el amor propio; el Espíritu Santo reina pacíficamente en el hombre nuevo que es su obra, acaba de perfeccionarla, y cuando ha llegado a la medida de la santidad que Dios le tiene destinada, se le hace pasar de este mundo a la morada de la gloria.

   Dios, por el don de su espíritu, echa en nosotros las raíces de la vida interior. Nada podemos conocer de ella antes de ser ilustrados por su luz, y aún menos podemos gustarla y amarla antes que nos haya dado percibir su atractivo. ¿Qué cosa es la vida interior? Una vida conforme a la doctrina y a los ejemplos de Jesucristo. Esta doctrina y estos ejemplos son enteramente sobrenaturales. Nada entendemos de las máximas de Jesucristo hasta que el Espíritu Santo nos descubre su sentido. Mudos son sus ejemplos para nosotros, y ninguna impresión hace en nuestros corazones, si el Espíritu Santo no nos mueve por una gracia espiritual. Juzguemos de esto por los Apóstoles. Habían vivido tres años enteros con Jesucristo, habían sido testigos de sus discursos, de sus hechos, de sus milagros, había puesto particular cuidado en formarlos, y les había dicho, que cuanto había aprendido de Su Padre todo se los había enseñado. ¿Eran por esto menos groseros, más inteligentes en las cosas de Dios? No. Porque no habían aún recibido el Espíritu Santo. Sus pensamientos y sus deseos no se elevaban sobre lo de la tierra; su celo y su adhesión a su maestro eran enteramente humanos, y se limitaban a esperanzas temporales: muy bien lo manifestaron en el momento de Su Pasión, porque el Espíritu Santo no les había sublimado todavía a los objetos celestiales.

   Ved a estos mismos Apóstoles después que este hubo descendido sobre ellos. Ya no son los mismos hombres. ¿En qué han cambiado? Nada es para ellos la tierra, no piensan sino en el Cielo y en los medios de llegar a él, y de conducir a él a los demás. Sus pasiones, el amor, el odio, el temor, el deseo, la alegría, la tristeza ya no se mueven sino por causa de objetos sobrenaturales. Estos cobardes que habían abandonado a Jesucristo, lo anuncian con una intrepidez asombrosa. Ya no temen ni las amenazas, ni los malos tratos, se alegran de haber sido juzgados dignos de sufrir un oprobio por el nombre de Jesús. No predican si no su Cruz, no aman más que a su Cruz, no viven con gusto sino en medio de las cruces, van a buscarlas hasta el extremo del universo, no quieren otro fruto de sus trabajos que derramar su sangre por la gloria de su Maestro. Este cambio prodigioso fue la obra del Espíritu Santo, un momento realizó lo que tres años pasados en la escuela de Jesucristo no habían ni aún comenzado.

   Si nos fijamos en los primeros fieles de Jerusalén, no hallaremos menos admirable su conversión. Aquellos judíos, aquellos hombres pegados a la tierra apenas recibieron  el bautismo y el Espíritu Santo, se convirtieron de repente en hombres interiores; para desasirse de todo, venden sus posesiones, llevan su precio a los Apóstoles sin reservarse ni aún su distribución entre sus mismos hermanos pobres. Libres de todo cuidado, y viviendo en común, perseveran en la oración; la Eucaristía viene a ser su diario alimento, y la caridad produce entre ellos tal unión, que no formaban sino un solo corazón, una sola alma. El descenso del Espíritu Santo produce el mismo efecto en los gentiles e idólatras, abismados en la corrupción y en los más infames vicios. Ellos forman aquellas iglesias tan edificantes, que hacen aún en el día nuestra admiración y que después de tantos siglos no se han encontrado más sobre la tierra.

   ¿De qué proviene, que entonces casi todos los cristianos eran interiores, y que hay tan pocos de ellos en el día? ¿Era entonces más abundante la gracia del Espíritu Santo? No. Desde que conocieron la verdad, y se sintieron movidos por ella, la abrazaron enteramente toda, renunciaron a cuanto se oponía a ello en lo interior de sí mismos; pisotearon resueltos todos los respetos humanos y todos los obstáculos exteriores, se dispusieron a sacrificar sus bienes, sus padres, su honor, su vida, y con esta determinación se hacían cristianos y recibían el Espíritu Santo. ¿Es de admirar que de este modo produjese en ellos efectos admirables?


   Hoy día baja el Espíritu Santo sobre nosotros en una edad en que apenas sabemos lo que es ser cristiano. Los niños mejor educados y más piadosos toman por rutina los ejercicios de piedad. Ni sus padres, ni sus maestros, ni sus confesores les ponen en buena disposición.  Se les enseña el catecismo, tienen libros para la misa. Se cuidan mucho de arreglar su exterior, más del interior, que forma el verdadero cristiano, apenas se les habla. Su espíritu toma las ideas y las preocupaciones del mundo, su corazón se pega a las cosas de la tierra, se desarrollan las pasiones, el orgullo y el amor propio se arraigan y se fortifican. Aun aquellos que conservan el temor de Dios y el espíritu de devoción, se forman un plan de piedad en el cual nada se trata de la vida interior, no se proponen imitar a Jesucristo, ni caminar a la luz de su gracia, ni estimar y amar lo que Él estimó, amó y escogió para sí. No se renuncian a sí mismos. No aspiran a la perfección cristiana.  No saben lo que es entrar en el fondo de su corazón para escuchar allí a Dios. Al contrario, huyen de sí mismos, buscan siempre objetos exteriores. ¿Habremos de sorprendernos que tales cristianos no reciban el Espíritu Santo, o que no produzca en sus almas efecto alguno semejante a los que producía en los fieles de los primitivos tiempos?

martes, 10 de junio de 2025

GENTE DOBLE CARA, PELIGROSA QUE PACTA CON LOS ENEMIGOS DE LA IGLESIA

 


NDB: Presentamos extracto del opúsculo Las pequeñas historias de mi larga historia de Mons. Lefebvre. Descrito por el mismo cuando tenía 82 años de edad. Queda demostrado con las propias palabras del Arzobispo Lefebvre que condenaba el acuerdismo con los liberales, catalogando a esas personas como dobles caras, que hacen amistad con los enemigos de la Iglesia; gente peligrosa que se llama católica que no soporta la Verdad. 
Esas palabras fuertes deberían resonar en las conciencias de todos aquellos que apoyan directa o indirectamente (acción u omisión) el acuerdismo y liberalismo de la Nueva FSSPX. 
La nueva FSSPX usa de bandera el prestigio y santidad de su fundador pero no sigue su ejemplo: LA CONSTANTE LUCHA CONTRA EL LIBERALISMO. VIVIR EN CONSTANTE CRUZADA.

Entre estos grupos que hacen o hicieron componendas con los enemigos de la Iglesia están la Fraternidad San Pedro que acepta el Vaticano II, Instituto del Buen Pastor de Aulagnier, los adeptos de mons Rifan en Brasil y los adeptos de mons Fellay y sus superiores mayores.

Pero mucho cuidado con aquellos que son la falsa resistencia de Mons Williamson (RIP), que bajo la apariencia de ultra-derecha, propagan errores liberales de forma solapada. Sobre la FALSA RESISTENCIA SE PUEDE LEER AQUI

Las pequeñas historias de mi larga historias (Pag 7). Mons Lefebvre.
...Así pues a pesar de mis aprensiones fui conducido al Seminario Francés junto a mi hermano. Este seminario confiado a la Congregación de los Padres del Espíritu Santo, se encontraba bajo la dirección del Reverendo Padre Le Floch. Como ya les he dicho, para mí el seminario Francés fue una verdadera revelación y una luz para toda mi vida sacerdotal y episcopal: ver los acontecimientos en el espíritu de los Sumos Pontífices que se sucedieron durante casi un siglo y medio, más particularmente los acontecimientos desde la Revolución Francesa y todos los errores que nacieron con esas corrientes de ideas contrarias a la doctrina de la Iglesia. Los papas los denunciaron, los papas los condenaron y por consiguiente también nosotros debíamos condenarlos.
Pero como suele suceder en esos, los defensores de la Iglesia, los defensores de la Verdad, los defensores de la Tradición de la Iglesia, atraen la ira contra sí. Atraen la ira de todos los que estiman que hay que hacer componendas con el mundo, que hay que adaptarse a su tiempo, que no hay que condenar los errores: pero no condenemos los errores> un tipo de gente de doble cara. Es gente peligrosa, que se llama católica, pero que al mismo tiempo pacta con los enemigos de la Iglesia. Esa gente no puede soportar la Verdad, la Verdad íntegra y firme. 
No puede soportar que se combatan los errores, que se combata el mundo y a Satán, y a los enemigos de la Iglesia, y que siempre se esté en estado de cruzada. Estamos en una cruzada en un combate contínuo. También Nuestro Señor proclamó laVerdad. ¡Pues bien! Le dieron muerte. Le dieron muerte porque proclamaba la Verdad, porque decía que El era Dios. !Sí lo era¡ No podía decir que no lo era. Y todos los mártires prefirieron dar su sangre y su vida antes que entrar en compromisos con los paganos.

lunes, 26 de mayo de 2025

EL SANTO ABANDONO (CONCLUSION)

 


Vamos a resumir con brevedad este trabajo, a fin de poner

de relieve conclusiones prácticas.


La voluntad divina es la regla suprema de nuestra vida, la

norma del bien, de lo mejor, de lo perfecto; cuanto más se

conforma con ella, más se santifica el alma.


Existe la voluntad de Dios significada a la que corresponde

la obediencia. Para nosotros religiosos, su principal

manifestación es la Santa Regla con las órdenes de los

Superiores. De parte de Dios es la dirección estable y

permanente, y en cuanto a nosotros, el trabajo normal y de

todos los días. La obediencia será, pues, el gran medio de

santificación.


Existe también el beneplácito divino, al cual corresponde la

conformidad de nuestra voluntad. Este se manifiesta por los

acontecimientos; preséntasenos como ellos, variable,

imprevisto, a veces desconcertante; en el fondo, es un querer

de Dios, siempre paternal y sabio. La Regla está hecha para la

Comunidad; el beneplácito divino corresponde más a nuestras

necesidades personales, y lejos de suplantar a la Regla,

añade a la acción de ésta la suya propia, siempre beneficiosa

y con frecuencia eficaz, y a veces hasta llega a ser decisiva. El

verdadero espiritual se adhiere con amor a toda voluntad de

Dios, sea significada o de beneplácito, de suerte que pueda

recoger todos los frutos de santidad que aquélla le

proporciona.


La conformidad nacida del temor, o la simple resignación, produce

desde luego efectos saludables; nadie hay que no

pueda y deba practicarla. La conformidad, fruto de la

esperanza, es más elevada en su causa y más fecunda en sus

resultados y es accesible a todas las almas piadosas. La

conformidad que produce el amor divino es sin comparación la

más noble, la más meritoria, la más dichosa; transformada en

hábito forma el camino de las almas adelantadas. Es esta

conformidad perfecta, amorosa y filial la que hemos estudiado

bajo el nombre de abandono.


El Santo Abandono eleva en nosotros a su más alto grado,

y con tanta fuerza como suavidad, el desasimiento universal,

el amor divino, todas las virtudes. En la cadena más poderosa

y más dulce para hacer nuestra voluntad cautiva de la de Dios

en una unión del todo cordial, de una humilde confianza y de

una afectuosa intimidad. El abandono es por excelencia el

secreto para asegurar la libertad del alma, la igualdad del

espíritu, la paz y la alegría del corazón. Nos procura un

agradable reposo en Dios, y lo que aún vale más, es que El es

el artista de nuestras más encumbradas virtudes, el mejor

maestro de la santidad. Llevándonos de la mano de concierto

con la obediencia, nos guía con seguridad por los caminos de

la perfección, nos prepara una muerte feliz y nos eleva a

pasos agigantados a las cumbres del Paraíso. Es el verdadero

ideal de la vida interior. ¿Qué alma, por poco clarividente que

sea, no aspirará a tal estado con todas sus fuerzas? Si se

conociera mejor su valor, ¿podría uno ser indiferente en tender

a él, acercarse, establecerse firmemente y hacer en él, de

continuo, nuevos progresos? Seguramente que sin pagar el

precio debido no podremos obtenerlo, mas una vez

posesionados de este tesoro, ¿no recompensa con usura

nuestro trabajo? ¿Qué hemos de hacer, pues, para

conseguirlo?


Ante todo el abandono, según lo hemos visto, exige tres

condiciones y trataremos, de hacernos indiferentes por virtud a

los bienes y a los males, a la salud y a la enfermedad, a las

consolaciones y a las sequedades, a todo lo que no es Dios y

su santa voluntad, a fin de que El pueda disponer de nosotros

a su agrado sin resistencia de nuestra parte. Y puesto que la

naturaleza tiene sus raíces más profundas en el orgullo y la

independencia, consagraremos nuestros más exquisitos

cuidados a la obediencia y a la humildad.


Empeño nuestro ha de ser crecer cada día en la fe y

confianza en la Providencia. El acaso no es más que una

palabra. Dios es quien dirige los grandes acontecimientos del

mundo y los menores incidentes de nuestra vida. Se sirve de

las causas segundas, pero éstas no obran sino bajo su

impulso. Quieran o no, los malos como los buenos no son en

sus manos sino simples instrumentos; reservándose El

recompensar a los unos y castigar a los otros; quiere, sin

embargo, hacer servir sus virtudes y sus defectos para nuestro

adelantamiento espiritual, y ni los mismos pecados podrán

estorbarle en sus designios; están ya previstos por El y los ha

hecho entrar en sus planes. Ahora bien, Aquel que todo lo ha

combinado y que es el Soberano Dueño de los hombres y de

los acontecimientos, es también nuestro Padre infinitamente

sabio y bueno, es nuestro Salvador que ha dado su vida por

nosotros, es el Espíritu de amor ocupado por completo en

nuestra santificación. Sin duda, se propone su gloria, mas no

la cifra sino en hacernos buenos y felices. Buscará, pues, en

todo el bien de su Iglesia y de nuestras almas. Piensa sobre

todo en nuestra eternidad. Nos ama como Dios, y de la

manera que El sabe hacerlo, pura y sinceramente; y si

crucifica en nosotros al hombre viejo, es para dar la vida al hijo

de Dios; aun cuando castiga con alguna dureza, su amor es

quien dirige su mano, su sabiduría regula los golpes. ¡Pero no

siempre lo entendemos así y a veces la conducta de la

Providencia nos irrita y desconcierta! Pudiera entonces

decirnos el buen Maestro como a Santa Gertrudis: «Sería muy

de mi agrado que mis amigos me juzgasen menos cruel.

Deberían tener la delicadeza de pensar que no uso de

severidad sino para su bien, y para su mayor bien. Hágolo por

amor; y si esto no fuera necesario para curarlos o para

acrecentar su gloria eterna, ni siquiera permitiría que el viento

más leve los contrariara.» Jesús, instruyendo a su fiel esposa,

«hízola comprender poco a poco que todo cuanto sucede a los

justos viene de mano de Dios; que los sufrimientos, las

humillaciones son de un precio incomparable y constituyen los

más preciados dones de su Providencia; que las enfermedades

espirituales, las tentaciones, las faltas mismas

vienen a ser, por medio de su gracia, poderosos instrumentos

de santificación. 


Mostróle Jesús cómo escucha las oraciones

de sus amigos, aun en aquellas ocasiones en que se creen

olvidados o rechazados; cómo a sus ojos la intención avalora

sus actos; cómo -en los fracasos- los buenos deseos pasan y

son considerados como obras. Le reveló también la elevada

perfección de un abandono completo al divino beneplácito, y la

alegría que halla su corazón al ver un alma entregarse

ciegamente a los cuidados de su Providencia y de su amor.»


Santa Gertrudis comprendió estas divinas enseñanzas, y

tan profundamente las grabó en su corazón, que supo repetir

en cualquiera ocasión con nuestro Maestro: «Sí, Padre mío,

puesto que tal es vuestro beneplácito.» Si queremos también

nosotros entonar continuamente este himno del abandono,

debemos penetrarnos de estas verdades saludables, nutrirnos

de ellas a satisfacción en la oración y piadosas lecturas, de

suerte que poco a poco nos formemos un estado de espíritu

conforme al Evangelio. Hasta será conveniente, dado el caso,

no cerrar los ojos a esta luz de la fe para no mirar sino el lado

desagradable de los acontecimientos. Este aviso es de la más

alta importancia, porque la naturaleza orgullosa y sensual no

gusta de ser contrariada, humillada, molestada en sus

comodidades, privada de gozos y saturada de sufrimientos.

Rebélase entonces, entregada por completo al sentimiento de

su dolor, murmura contra la prueba y contra los causantes de

ella, olvida a Dios que nos la envía, sin pensar en los frutos de

santidad que de ahí espera El sacar. De aquí proviene tanta

turbación, inquietud y amargura, cuando por el contrario, esta

dañosa agitación debiera hacer comprender que nuestra vista

se extravía y la voluntad se doblega. ¡ Dichosos aquellos que

poseen la sabiduría de ver la mano de nuestro Padre celestial

en todos los acontecimientos, agradables o penosos, y no

mirarlos sino a la luz de la eternidad!


Si el desprendimiento universal, la fe viva y la confianza en

la Providencia nos disponen admirablemente al Santo

Abandono, es el amor de Dios quien lo realiza en nosotros. A

El solo pertenece fundir nuestra voluntad en la de Dios, y dar a

esta unión tan íntima el carácter de amorosa intimidad y de filial

confianza, que señala el Santo Abandono. Mas esta

metamorfosis de nuestra voluntad, esta donación total de

nosotros mismos, la lleva a cabo como naturalmente el amor

divino; es su tendencia y de ello experimenta necesidad, y

sólo con esta condición se satisface; con el corazón da

también la voluntad, se entrega por completo y sin reservarse

nada. Así, al menos, sucede cuando el amor ha tomado

incremento. Por consiguiente, la ciencia del abandono no es

otra cosa que la ciencia del amor, y para progresar en esta

perfecta conformidad, es necesario aplicarse a crecer en el

amor, no en este amor en el cual secretamente se mezcla

cierto escondido interés con que nos buscamos a nosotros

mismos, sino en el amor enteramente puro, que sabiamente

se olvida de sí para darse del todo a Dios.


Ricos de fe, de confianza y de amor, nos hallamos en

excelentes disposiciones para recibir con respeto y sumisión

los acontecimientos todos del divino beneplácito, a medida

que se produzcan, o para esperarlos con una dulce

tranquilidad de espíritu y en una paz llena de confianza.

Haciendo la voluntad de Dios significada, y sin omitir la

previsión y los esfuerzos que requiere la prudencia, se

desecha fácilmente la turbación y la inquietud, se reposa en

los brazos de la Providencia, al modo de un niño en el seno de

su madre.


El desprendimiento universal, la fe, la confianza y el amor,

no son posibles sino con la gracia, y ésta se precisa muy

abundante para obtenerlos en el grado que los exige el Santo

Abandono. La oración, pues, se impone. Nos recomienda San

Alfonso: «no olvidemos que es necesario orar, sea cualquiera

el estado en que nos hallemos», aun en las consolaciones, la

calma y prosperidad: mayormente bajo los golpes de la

adversidad, en las tentaciones, las tinieblas y las pruebas de

todo género. Nos enseña a «clamar a Dios: Señor,

conducidme por el camino que os plazca, haced que cumpla

vuestra voluntad, no deseo otra cosa». Sin duda, tenemos

derecho a pedir que el Señor nos alivie la carga, mas San

Alfonso nos indica un camino más generoso: «Esposa bendita

de Jesús -dice a su Monja santa- acostumbraos en la oración

a ofreceros siempre a Dios; protestad que por su amor estáis

dispuesta a padecer cualquier pena de espíritu o de cuerpo,

cualquier desolación, cualquier dolor, enfermedad, deshonra o

persecución, pidiéndole siempre os dé fuerzas para hacer en

todo su santa voluntad.» Sin embargo, por nuestra parte no

aconsejaríamos de ordinario pedir a Dios pruebas; creemos

también que en lugar de considerar las cruces de un modo

particular, será más prudente aceptar en general las que Dios

nos destine, confiándonos a su bondad y discreción. «No

olvidéis -continúa San Alfonso este excelente consejo que dan

los maestros de espíritu, a saber: cuando sucede alguna grave

adversidad, entonces no hay materia más propia para la

oración, y por consiguiente para hacer repetidos actos de

resignación, como tomar objeto de ella la misma tribulación

que ha sobrevenido. Este ha sido el continuo ejercicio de los

santos, conformar su voluntad con la de Dios. San Pedro de

Alcántara lo practicaba aun durante el sueño. Santa Gertrudis

repetía trescientas veces al día: Jesús mío, no se haga mi

voluntad sino la vuestra.» San Francisco de Sales

recomendaba a Santa Juana de Chantal «que hiciera un

ejercicio particular de querer y de amar la voluntad de Dios

más enérgicamente, con más ternura y con más amor que a

ninguna cosa del mundo; y esto no tan sólo en las

circunstancias soportables, sino en las más insoportables.


Poned vuestros ojos en la voluntad general de Dios con la que

quiere todas las obras de su misericordia y de su justicia en el

cielo, en la tierra, bajo la tierra; y con profunda humildad

aprobad, alabad y después amad esta santa voluntad

enteramente equitativa y bella en extremo. Poned vuestros

ojos en la voluntad especial de Dios, con la cual ama a los

suyos; considerad la variedad de consolaciones, pero sobre

todo de tribulaciones que los buenos sufren, y después con

grande humildad aprobad, alabad y amad esta voluntad.


Considerad esta voluntad en vuestra persona, en todo cuanto

os acontezca y puede aconteceros de bueno y malo,

exceptuando el pecado; después aprobad, alabad y amad

todo esto, protestando que queréis eternamente honrar, amar,

adorar esta soberana voluntad, entregando a merced suya

vuestra persona, a todos los vuestros, y a mí entre ellos.

Terminad por último con una ilimitada confianza de que esta

voluntad hará todo bien para nosotros y para nuestra felicidad.


Después de haber hecho dos o tres veces en la forma

indicada este ejercicio, podréis acortarlo, variarlo y

acomodarlo como mejor os parezca, ya que es necesario

fijarlo con frecuencia en el corazón a modo de jaculatoria».


La princesa Isabel en su prisión, de la que no había de salir

sino para subir al cadalso, repetía con frecuencia y todas las

mañanas esta oración: «¿Qué me sucederá hoy, Dios mío? Lo

ignoro por completo, pero sé que nada me acontecerá que

Vos no lo hayáis previsto, regulado y ordenado desde toda la

eternidad. Esto me basta, Dios mío, esto me basta: adoro

vuestros inescrutables designios y a ellos me someto con todo

mi corazón por amor vuestro. Todo lo quiero, todo lo acepto,

de todo os hago un sacrificio, y uno este sacrificio al de

Jesucristo mi divino Salvador. En su nombre y por los méritos

infinitos de su Pasión os pido la paciencia en mis trabajos, y la

perfecta sumisión que os es debida por todo lo que queréis y

permitís. Así sea.»


Podemos decir de cuando en cuando con el P. Saint-Jure:

«Señor mío y Dios mío, quiero y recibo con agrado todo lo que

Vos queréis, y cuando lo quisiereis, como lo quisiereis y para

los fines que os propusiereis, en cuanto al frío, al calor, a la

lluvia, a la nieve, a las tempestades y a todos los desórdenes

de los elementos, lo mismo en cuanto al hambre, a la sed, a la

pobreza, a la infamia, a los ultrajes, a los disgustos, a las

repugnancias y a todas las demás miserias. Me abandono a

Vos con un corazón sumiso, para que dispongáis de mi en

esto como en todo lo demás, según vuestro beneplácito.


Referente a las enfermedades, Vos sabéis las que habéis

resuelto enviarme. Yo las quiero y desde este momento las

acepto y las abrazo en espíritu, inmolándome a vuestra divina

y adorable voluntad. Esas quiero y no otras, porque son las

que Vos queréis, las recibo con una perfecta conformidad en

vuestra voluntad como las habéis Vos ordenado, ya en cuanto

al tiempo de su venida, ya al de su duración o al de su

cualidad. No las quiero ni más crueles ni más suaves, ni más

cortas ni más largas, ni más benignas ni más agudas, sino tan

sólo como ellas deben serlo según vuestra voluntad.» En

todas las cosas, «Señor mío y Dios mío, me abandono y me entrego

por completo a Vos; os entrego mi cuerpo, mi alma,

mis bienes, mi honra, mi vida y mi muerte. Adoro todos

vuestros designios sobre mí, y con todo mi corazón os suplico

que cuanto hayáis resuelto acerca de mi, sea en el tiempo,

sea en la eternidad, se cumpla en el más alto grado posible de

perfección.»


Es fácil reproducir estos actos en tanto no se deje sentir la

prueba, mas lo importante es repetirlos sobre todo cuando la

cruz pesa sobre nuestros hombros. «En vez de perder el

tiempo -dice el P. de la Colombière- en quejaros de los

hombres o de la fortuna, arrojaos sin demora a los pies del

Divino Maestro, pidiéndole la gracia de llevarlo todo con

paciencia y constancia. Un hombre que ha recibido una herida

mortal, si es prudente, no corre tras el que le ha herido, sino

que se va derecho al médico que puede curarle. Además, si

buscáis al autor de vuestros males, aun en este caso os es

preciso ir a Dios, puesto que no hay fuera de El quien pueda

realmente causarlos. Id, pues, a Dios; id empero prontamente,

id al momento; que sea éste vuestro primer cuidado. Id, por

decirlo así, a devolverle el azote con que os ha azotado y de

que se ha servido para heriros. Besad mil veces las manos de

vuestro Crucifijo, esas manos que os han golpeado, que han

llevado a cabo todo el mal que os aflige. Decidle muchas

veces estas hermosas palabras que El mismo decía a su

Padre en su cruel agonía. Señor, no se haga mi voluntad, sino

la vuestra. Os bendigo con todo mi corazón, os doy gracias de

que vuestras órdenes se ejecuten en mi, y aunque pudiera

resistir a ellas, no dejaría de someterme. De grado recibo esta

calamidad tal cual es y en todas sus circunstancias. No me

quejo ni del mal que sufro, ni de las personas que me lo

causan, ni de la forma en que me viene, ni del tiempo ni del

lugar en que me ha sorprendido. Seguro estoy de que Vos

habéis querido todas esas cosas, y preferiría morir antes que

oponerme en nada a vuestra santísima voluntad. Si, Dios mío,

todo lo que quisiereis en mí y en todos los hombres, ahora y

en todo tiempo, en el cielo y en la tierra; hágase vuestra

voluntad, pero que se haga en la tierra tal como se cumple en

el cielo.»


Si supiéramos ver siempre esta santísima y adorable voluntad,

significada o de beneplácito, aprobaría, adherirnos

siempre a ella, cumplirla con generosidad, con amor y

fidelidad como los santos y los ángeles lo hacen en el cielo,

esta voluntad divina transformaría muy pronto la faz de la

tierra; la santidad florecería por todas partes, reinarían la

alegría en los corazones, la caridad entre los hombres, la paz

en las familias y en las naciones. A pesar de las pruebas, la

vida deslizaríase dulce y placentera, embalsamada de

confianza y de amor, cargada de virtudes y de méritos.

Llegado el momento, abandonaríamos con gusto el destierro

por la patria y, lejos de temer a Dios como juez, nos

apresuraríamos a ir a nuestro Padre. Vendría, pues, a ser la

tierra la antesala del cielo, y el Paraíso sería para nosotros

admirablemente rico de gloria y felicidad. ¡Cuánto han de

bendecir al Señor los que han aprendido a amarle y a seguirle

con amor y confianza por cualquiera parte que los conduzca!


¡Cuán miserablemente se engañan los esclavos de su propia

voluntad, que no tienen suficiente confianza en Dios, su

Padre, su Salvador, el Amigo verdadero, para permitirle

santificarlos y hacerlos felices! Nosotros, al menos, amemos a

nuestro dulce Maestro, tan sabio y tan bueno; hagamos con

ánimo esforzado todo lo que El quiere; aceptemos con

confianza todo cuanto El dispone: éste es el camino de

elevadas virtudes, el secreto de la dicha para el tiempo y para

la eternidad.