Meditación
Anuncio del Misterio de la Encarnación
Por el P. Grou
El Interior de Jesús y de María
El ángel sosegó a la tímida y turbada María, diciéndole: No temáis, María; vos habéis hallado gracia
delante de Dios. Él es quien a vos me envía, para llevaros de parte suya
palabras de bendición y de paz. Vos habéis hallado gracia delante de Él; vos le
sois agradable más que ninguna otra criatura, y Él os ha escogido para cumplir
en vos el más grande de sus designios, el de la reparación de su gloria, y el
de la salud del universo. ¡Magnífica promesa! Vos concebiréis en vuestro seno y pariréis un hijo, al cual daréis el
nombre de Jesús. Será grande, y se llamará el Hijo del Altísimo. El Señor Dios
lo hará sentar sobre el trono de David su padre; reinará eternamente sobre la
casa de Jacob, y su reino no tendrá fin. Su reino todo de gracia, todo
interior, no tendrá fin; y después de haber empezado sobre la tierra,
continuará en el cielo para no acabar jamás. Tal es el sentido de las palabras
del ángel, que María entendió entonces cuanto debió entender, quedando siempre
no obstante en la obscuridad de la fe. Porque yo no creo que fuesen para ella
tan claras como lo son para nosotros ahora que el velo está levantado, y que el
misterio se nos reveló enteramente. Dios dispensa las luces con maravillosa
economía, dejando siempre a la fe de qué ejercitarse; y la misma María, aunque
más ilustrada que otro alguno sobre el destino de Jesucristo, no fue
perfectamente instruida, sino después de verificado en su persona el entero
cumplimiento de las profecías. El Evangelio nos dará más de una prueba de lo
que acabo de decir.
Sea de esto lo que fuere, lo que más sorprendió a María no fueron las
grandes cosas que se le anunciaban, sino la imposibilidad natural que veía en su ejecución, sin perjuicio de su
virginidad. Se le dice que será madre, y ella prometió a Dios conservarse
virgen. ¿Cómo se verificará esto, dice
al ángel, pues no conozco varón, y
estoy resuelta a no conocerlo jamás? No duda ella de la omnipotencia de Dios;
mas expone con sencillez su situación, su deseo de ser fiel a su voto, y
pregunta cómo puede esto conciliarse con la maternidad que se le anuncia.
Jamás me parece bastante repetido, que María pensaba y hablaba en todo
de una manera sobrenatural, y en aquella ocasión más que en otra alguna. La
disposición que ella descubrió al ángel, era la misma en que Dios la ponía por
su gracia. No tenía entonces un sentimiento, no decía una palabra que no le
fuese inspirada por el Espíritu Santo. Dios pues quería, que en el momento en
que Él le anunciaba por medio de un ángel los más encumbrados destinos, ella no
se ocupase sino en su castidad, y en el cuidado de conservarla. Concluyamos
de ahí, que en las ideas de Dios el amor
y la práctica de una virtud, aun de aquella cuyo único objeto es la pureza
corporal, son muy superiores a los más señalados favores del
cielo, y a la dignidad más sublime a que puede ser elevada una criatura. Así
pues, para conformarnos con los pensamientos de Dios, hagamos en toda nuestra
vida, como María, más caso del menor acto de virtud, que de todos los dones
celestes; porque no son estos dones sino las virtudes, cuyo ejercicio cuesta a
la naturaleza, las que glorifican a Dios, y nos santifican. Los dones de Dios,
el de la oración, por ejemplo, no se nos conceden para que disfrutemos
meramente de ellos, sino para
facilitarnos la práctica de lo más perfecto que tiene la moral evangélica, la
renuncia, el abandono, la muerte entera a nosotros mismos. Toda oración que no
produzca tales efectos, por elevada que se la suponga, nada vale, y no servirá
sino para nuestra condenación. Si María, deslumbrada por el título de Madre de
Dios, no hubiese sentido inquietud sobre el modo con que podía conciliarse con
su virginidad, Dios la hubiera desechado. No hay duda. Todo lo que el ángel de
una parte, todo lo que María de otra debían decir, estaba preparado, previsto,
ordenado en los designios de Dios; y si ella se hubiese separado un solo ápice,
hubiera dejado sin efecto la más celebre embajada que jamás se hizo.
El ángel va a tranquilizar a María sobre el objeto que más ocupa su
corazón que la maternidad divina. El
Espíritu Santo, le dice, vendrá sobre
vos, y la virtud del Altísimo os cobijará con su sombra. El mismo Espíritu
Santo es quien os tornará fecunda: el Altísimo pondrá en obra su omnipotencia;
superará la ley más inviolable de la naturaleza, para formar en vos por medio
de una maravillosa operación la carne a que debe unirse su Verbo. Esta obra
será de la misma Trinidad, y a ella concurrirán todas las personas divinas.
¡Misterio inefable! ¡Secreto conocido de Dios solo, y que no comprendía ni el
ángel que a María lo anunciaba! María
necesita aquí de toda su fe para creer; lo que se le dice es superior a su
inteligencia. Al preguntar cómo puede aquello verificarse, se le explica, pero
de un modo tan elevado a que no alcanza su pensamiento. No comprende, pero somete su razón, persuadida
de que no faltan a Dios medios para cumplir
sus designios, que no están al alcance de la criatura.
Por esta razón, añade el ángel, lo
que de vos nacerá será llamado el Hijo
de Dios. El cuerpo que se formará en vuestro casto seno, de vuestra más
pura sangre, mediante la operación del Espíritu divino, será un cuerpo santo de
la santidad misma del Hijo de Dios, que se le unirá, y se dirá de esta carne:
Es la carne del Hijo de Dios. De la unión del alma humana con ese cuerpo no
resultará una persona; sino que, una y otra sustancia unidas inseparablemente
al Verbo, no tendrán otra personalidad que la suya. Así el alma será el alma del Verbo, el cuerpo
será el cuerpo del Verbo encarnado. Una carne destinada a ser la carne del Hijo
de Dios no debía formarse en otra parte que en el seno de una Virgen y por la
operación del Espíritu Santo.
Para hacer creíble a María tan estupendo milagro, mirad, prosigue el ángel, a
vuestra prima Isabel, que ha concebido un hijo en su vejez, y ved cómo se halla
en el sexto mes de su embarazo la que era llamada estéril, esto es,
reconocida por tal; porque a Dios nada es
imposible. Dios es quien os habla por boca mía; Dios es quien os asegura
que concebiréis y parireís sin dejar de ser virgen. Él es veraz en sus
palabras; es todopoderoso: sometidas le están todas las leyes de la naturaleza;
Él es quien las hizo; Él puede, cuando le place, sobreponerse a ellas. No
debéis pues vos vacilar en creerlo.
Cuando Dios tiene sobre un alma algún designio extraordinario, sin
explicarle a fondo este designio, ni la manera con que Él lo cumplirá, se lo
explica lo bastante para convencerla de su infinito poder, y no dejarle motivo
alguno de duda, exigiendo de ella un consentimiento a la vez ciego e ilustrado.
Ciego, porque la razón no puede penetrar en el secreto de Dios; ilustrado,
porque esta misma razón tiene en la veracidad de la omnipotencia divina motivos
evidentes para someterse. No permitamos pues a nuestro entendimiento curiosidad
alguna sobre las cosas mismas que Dios nos propone, ni sobre los medios por los
cuales las verificará. Esto no es de la inspección de nuestra inteligencia, y
si lo comprendiéramos, ya no habría fe, ni mérito por consiguiente. Atengámonos
a su palabra, y desde el momento que estemos seguros de que habló por medio de
los que tenemos en lugar suyo, no vacilemos en creer lo que nos parezca más
distante de la posibilidad.
Satisfecha ya sobre el punto que más inquietud le daba, y fiando en el
discurso del ángel, aunque no lo comprendiese, María no titubeó en dar su
consentimiento. He aquí, dice, la esclava del Señor: hágase en mí según
vuestra palabra.
Dios pide el
consentimiento expreso de María para elevarla a la dignidad de Madre de Dios.
Ved con qué consideración y miramientos trata Dios a su criatura, cuando tiene
sobre ella algún designio extraordinario. No lo ejecuta sin proponérselo, sin
escuchar sus razones, si alguna tiene que oponer. Solicita su consentimiento,
pero no lo exige, y quiere que se le dé con entera libertad. El título de madre
de Dios era un favor único, un privilegio incomparable, una distinción sin
ejemplo, y que no debía renovarse en todo el decurso de los siglos. Más por
este título María contraía también los más grandes empeños. Debía dar a Dios a
proporción de lo que recibía; debía aspirar a la santidad más sublime, y de
consiguiente consagrarse sin límites a la voluntad de Dios, muriendo
absolutamente a sí misma; debía someterse a las más terribles pruebas, y
participar de las de su Hijo. Estaba instruida lo bastante en el sentido espiritual
de las profecías, para saber que el Mesías debía sufrir mucho, y que sería un hombre de dolores. Sin duda que Dios le
presentó en general un cuadro de todo esto, al tiempo de hablarle el ángel, y
pudiera ser también que este le insinuase alguna cosa sobre el particular, que
su humildad no le permitió revelarla. Es pues
muy probable que previó todas las consecuencias del consentimiento que
iba a dar, y que, en calidad de madre, tuviese más parte que otro alguno en la
cruz del Salvador. Sin esta circunstancia, el mérito que tenía en consentir, no
hubiera sido tan grande de mucho como podía ser. María se sacrificó de un modo
el más perfecto, al momento en que aceptó el ser la madre de Jesús, así como
Jesús se sacrificó en el instante mismo
de su entrada en el mundo.
María necesitó de más valor, de más generosidad, de más grandeza de alma
de lo que se cree para consentir en la proposición que le fue hecha por el
ángel. Infiérase de ahí la grandeza de sentimientos con los que pronunció aquel
fiat de que dependían la reparación de
la gloria de Dios, y la salud del género humano.