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martes, 30 de junio de 2015

30° ANIVERSARIO DE ORDENACIÓN SACERDOTAL DEL R.P. HUGO RUIZ VALLEJO

"TU ES SACERDOS IN AETERNUM SUCUNDUM ORDINEM MELCHISEDEC"



El Domingo 28 de Junio el reverendo padre Hugo Ruiz Vallejo celebró la misa dominical en la capilla de la Santísima Trinidad en Polotitlán, Estado de México, dando gracias a Dios por sus 30 años de sacerdocio. Dios bendiga al padre Hugo Ruiz por su incansable trabajo en defensa de la Fe, doctrina y liturgia católica tradicional.

Fue acompañado por su familia y por muchos de sus fieles a la misa y al convite posterior a la misa. La comunidad de la resistencia católica rezamos por su perseverancia en el ministerio sacerdotal.
Viva Cristo Rey! 















domingo, 28 de junio de 2015

La Corte de EEUU reconoció la legalidad del "matrimonio gay" a nivel nacional: NO OS HAGAIS ILUSIONES CONTESTA SAN PABLO

A propósito de la legalización de los matrimonios entre homosexuales en los Estado Unidos de América recordamos a San Pablo en la primera carta a los Corintios, la cual es verdad revelada por Dios, inmutable e infalible. Así mismo se aclara que la verdad revelada no puede cambiarse ni ponerse en discusión en los Sínodos para la Familia que organiza Francisco, la nueva teología que planean definir es contraria a lo enseñado por la Iglesia Católica.  Dios tenga piedad de aquellos que atentan contra la Fé de los pequeños hijos de Dios; y Dios tenga piedad de aquellos que ya no desean defender la Fé como lo hicieron grandes papas antiliberales y en nuestros tiempos Mons. Lefebvre y Mons de Castro Mayer.


Tomas Moro




" ¿No sabeis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No querais cegaros, hermanos míos: ni los FORNICARIOS, NI LOS IDÓLATRAS,NI LOS ADÚLTEROS, NI LOS AFEMINADOS, NI LOS SODOMITAS, NI LOS  LADRONES, NI LOS AVARIENTOS, NI LOS BORRACHOS, NI LOS MALDICIENTES NI LOS QUE VIVEN DE RAPIÑA HAN DE POSEER EL REINO DE DIOS.
1 Cor 6,9-10



San Pedro Damián levantó su voz profética contra la sodomía definiéndola  como el mayor y más grave de todos los vicios.

   “Este vicio (el de la sodomía) no puede compararse en absoluto con ningún otro, pues a todo los supera enormemente. Este vicio es la muerte del cuerpo, perdición del alma; infecta la carne, apaga las luces de la mente, expulsa al Espíritu Santo del templo del corazón, hace que entre el diablo fomentador de la lujuria; induce al error, hurta la verdad de la mente, engañándola; prepara trampas al que camina, cierra la boca del pozo a quien en él cae; abre el infierno, cierra las puertas del Paraíso, transforma al ciudadano de la Jerusalén celeste en habitante de la Babilonia infernal: secciona un miembro de la Iglesia y lo arroja a las codiciosas llamas de encendida Gehena.

   Este vicio busca abatir los muros de la patria celeste y busca reedificar los que fueron incendiados en Sodoma. Es algo que atropella la sobriedad, que asesina el pudor, que degüella la castidad, que destroza la virginidad con la hoja de una repugnante infección. Todo lo ensucia, todo lo ofende, todo lo mancha y como no tiene en sí nada de puro, nada exento de indecencia, no soporta que nada sea puro. Como dice el apóstol, “todo es puro para los puros, pero para los infieles y contaminados nada es puro” (Tito 1,15). Este vicio expulsa del coro de la familia eclesiástica y obliga a rezar con los endemoniados y con aquellos que sufren a causa del demonio; separa el alma de Dios para unirla al diablo.

   Esta pestilentísima reina de los sodomitas convierte a quienes se someten a su ley en torpes para los hombres y odiosos para Dios. Exige hacer una abominable guerra contra el Señor, militar bajo las insignias de un espíritu absolutamente malvado; separa del consorcio de los ángeles y con el yugo de su dominación extraña al alma de su nobleza innata. A sus soldados les priva de las armas de la virtud y los expone, para que sean traspasados, a los dardos de todos los vicios. Humilla en la iglesia, condena en el tribunal, corrompe en privado, deshonra en público, roe la conciencia con un gusano, quema la carne como el fuego, empuja a satisfacer la lujuria, y por otro lado teme ser descubierta, mostrarse en público, que los hombres la conozcan. El que mira con aprensión a su mismo cómplice en la perdición, ¿qué no podrá temer?
[…]
   La carne arde con el fuego del deseo, la mente tiembla helada por la sospecha, y el corazón del hombre infeliz hierve como un caos infernal: todas las veces que le golpean las espinas del pensamiento, en un cierto sentido, viene torturado con los tormentos del castigo. Una vez que esta venenosísima serpiente ha hincado sus dientes en un alma desgraciada, la pobrecita pierde inmediatamente el control, la memoria se desvanece, la inteligencia se oscurece, se olvida de Dios y hasta de sí misma. Esta peste expulsa el fundamento de la fe, absorbe las fuerzas de la esperanza, destruye el vínculo de la caridad, elimina la justicia, abate el rigor, retira la temperancia, mina el fundamento de la prudencia.

   ¿Qué debo añadir todavía? En el momento en el que ha desterrado del escenario del corazón humano la lista de todas las virtudes, como quebrando los cerrojos de las puertas, hace entrar en él la bárbara turba de los vicios. A este se le aplica con exactitud aquel versículo de Jeremías (Lament 1, 10) que trata de la Jerusalén terrena: “El enemigo echó su mano a todas las cosas que Jerusalén tenía más apreciables; y ella ha visto entrar en su santuario a los gentiles, de los cuales habías tú mandado que no entrasen en tu iglesia”.

   El que es devorado por los ensangrentados colmillos de esta famélica bestia, es mantenido lejos, como por cadenas, de cualquier obra buena, y es instigado sin freno que lo contenga, por el precipicio de la más infame perversión. En cuanto se cae en este abismo de total perdición, ipso facto se destierra de la patria celeste, se es separado del Cuerpo del Cristo, rechazados por la autoridad de toda la Iglesia, condenados por el juicio de los Santos Padres, expulsados de la compañía de los ciudadanos de la ciudad celeste. El cielo se vuelve como de hierro, la tierra de bronce: ni se puede ascender a aquél, pues se está lastrado por el peso de crimen, ni sobre aquella podrá por mucho tiempo ocultar sus maldades en el escondrijo de la ignorancia. Ni podrá gozar aquí cuando está vivo, ni siquiera esperar en la otra vida cuando muera, porque ahora deberá soportar el oprobio del escarnio de los hombres y después los tormentos de la condenación eterna.
[…]
   ¡Lloro por ti, alma infeliz entregada a las porquerías de la impureza, y te lloro con todas las lágrimas que poseo en mis ojos!
   ¡Qué dolor!
[…]
   Compadezco  a un alma noble, hecha a imagen y semejanza de Dios y comprada con la Preciosísima Sangre de Cristo, más digna que los grandes edificios y ciertamente más digna de ser antepuesta a todas las construcciones humanas. Por eso me desespera la caída de un alma insigne y por la destrucción del templo en el que habitaba Cristo.

   Deshaceos en llanto, ojos míos, derramad ríos abundantes de lágrimas y regad, lúgubres, las gotas con un llanto continuo! “Derramen mis ojos sin cesar lágrimas, noche y día, porque la virgen, hija del pueblo mío se halla quebrantada por una gran aflicción, con una llaga sumamente maligna” (Jer. 14, 17). Y ciertamente la hija de mi pueblo ha sido golpeada por una herida mortal, porque el alma, que era hija de la Santa Iglesia ha sido cruelmente herida por el enemigo del género humano con el dardo de la impureza; y a ella, que en la corte del rey eterno era suavemente alimentada con la leche de los sagrados parlamentos, ahora se la ve tumbada, tumefacta y cadavérica, mortalmente infectada por el veneno de la líbido, entre las cenizas ardientes de Gomorra. “Aquellos que comían con más regalo han perecido en medio de las calles; cubiertos se ven de basura los que se criaban entre púrpura” (Lam. 4, 5). ¿Por qué? El profeta prosigue y dice: “Ha sido mayor el castigo de las maldades de la hija de mi pueblo que el del pecado de Sodoma; la cual fue destruida en un momento” (Lam. 4, 6). Y ciertamente la maldad del alma cristiana supera el pecado de los sodomitas, porque cada uno peca tanto más cuanto más rechaza los preceptos de la gracia evangélica: el conocimiento de la ley evangélica lo fija, para que no pueda encontrar remedio con ninguna excusa. ¡Helas!, alma desgraciada, ¡helas! ¡Pero porque no te das cuenta de la altura de la dignidad de la que has caído y de cómo te has despojado del honor de una gloria y de un esplendor inmenso?
[…]
   Y tú dices: “Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no conoces que tú eres un desventurado y miserable y pobre y ciego desnudo” (Ap. 3,17).  ¡Infeliz, date cuenta de qué oscuridad ha envuelto tu corazón; advierte lo densa que es la tiniebla de la niebla que te rodea!
[…]
   ¡Ay de ti, alma desgraciada! Por tu perdición se entristecen los ángeles, mientras que el enemigo aplaude exultante.  Te has convertido en prenda del demonio, botín de los malvados, despojo de los impíos. “Abrieron contra ti su boca todos tus enemigos; daban silbidos y rechinaban sus dientes, y decían: “Nosotros nos la tragaremos. Ya llegó el día que estábamos aguardando. Ya vino, ya lo tenemos delante”.  Por esto, ¡oh alma miserable!, yo te lloro con todas mis lágrimas: porque no te veo llorar a ti.
[…]
   Si tú te humillases de verdad, yo exaltaría con todo mi corazón en el Señor por tu renacimiento espiritual. Si un verdadero y angustiante arrepentimiento golpease la profundidad de tu corazón, yo podría con justicia gozar de una alegría inimaginable. Por esta razón, alma, eres por encima de todo digna de llanto: ¡porque no lloras! Se hace necesario el dolor de los demás, desde el momento que no experimentas dolor por el peligro de la ruina que te amenaza; y eres digna de condoler con las más amargas lágrimas de la compasión fraterna porque ningún dolor te turba y no te puedes dar cuenta de la envergadura de tu desolación. ¿Por qué finges no ser consciente del peso de tu condenación?  ¿Por qué no detienes este continuo acumular la ira divina sobre ti, bien enfangándote de los pecados, bien ensalzándote en la soberbia?



miércoles, 24 de junio de 2015

Sermón del Cuarto Domingo después de Pentecostés RP Hugo Ruiz

MEDITACIÓN SOBRE LA FALSA CONFIANZA



Meditación sobre la falsa confianza
(Tomado del Año Cristiano mes de Junio)

  “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: El que os oye a vosotros, me oye a Mí, y el que a vosotros os desprecia,  me desprecia a Mí. Y el que me desprecia a Mí, desprecia al que me envió. Los setenta y dos pues, volvieron con alegría, diciendo: Señor, hasta los demonios se nos sujetan en tu nombre. Y Él les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. He aquí que yo os he dado potestad de andar sobre serpientes y escorpiones, y de superar toda la fuerza del enemigo, y nada os dañará.  Sin embargo, no os alegréis por esto, porque los espíritus se os sujeten; sino alegraos, porque vuestros nombres están escritos en los cielos”.

   Considera qué tan pernicioso es tener poca confianza, como tener demasiada. La primera es desconfianza, la segunda presunción: aquella nace de una culpable pusilanimidad, esta de un orgullo que mira a Dios con horror. La verdadera confianza se funda en la bondad infinita de Dios, en su poder, y en la dignación con que quiere le consideremos como nuestro padre. Esta es aquella confianza que acredita  nuestra fe, y nos pide continuamente el Señor como condición indispensable para oír  nuestras oraciones, bajo la cual no nos negará cosa que le pidamos. Pero hay otra confianza presuntuosa, otra confianza falsa, que no merece el nombre de esta virtud, y consiste en cierta opinión demasiadamente ventajosa que tiene el hombre de sí mismo, en una esperanza fundada en cierta virtud imaginaria que se atribuye a sí propio y no a las especiales gracias con que el Señor nos ha querido favorecer; confianza que fácilmente se conoce cuánto engaña y cuánto precipita. Cuéntase mucho con las máximas piadosas que se tienen frecuentemente en los labios; cuéntase con cierta como virtud de costumbre, de que nos lisonjea nuestro amor propio; cuéntase con una especie de ciega seguridad, que siempre es hija de una necia confianza. Aunque no hubiera otro pecado que esta vana opinión que tiene uno de sí mismo, bastaría para que delante de Dios fuese muy reprensible. 

   ¿Quién puede presumir racionalmente de su fidelidad, ni, mucho menos, de su perseverancia en las ocasiones más frecuentes y comunes?  Se han visto caer las más robustas columnas de la Iglesia, que la sirvieron de apoyo por algún tiempo; viéronse precipitar y se vieron eclipsar los más brillantes astros que por muchos años fueron luz, farol y guía de los fieles: un Salomón, a quien dotó Dios de tan portentosa sabiduría, se precipitó en los mayores excesos; un apóstol del mismo Jesucristo, llamado al apostolado por el Señor, instruido en su divina escuela, paró en ser un alevoso traidor. Desbarraron en errores, y se extraviaron en descaminos muchos que hicieron milagros. Y, después de esto,  ¿habrá todavía quien fie mucho de su aparente fervor, y de una virtud inconstante mientras está expuesto a las tentaciones de esta vida?

   ¡Ah, Señor! Que esta falsa confianza bastaría ella sola para precipitarnos en funestas caídas y en desacertados desvaríos dentro de los caminos mismos de la perfección.

   Considera que no es menos falsa, ni menos insuficiente la confianza fundada en los favores recibidos del Señor, si no la acompaña siempre una muy santa desconfianza de sí mismo; y si, exponiéndose a las ocasiones más peligrosas, se presume imprudentemente en auxilios extraordinarios, que siempre niega  Dios a los orgullosos, y solamente los concede a las almas verdaderamente humildes.

   Reflexiona sobre la respuesta que dio a sus discípulos, cuando tanto se gloriaban del poder que les había dado para lanzar los demonios. Mirad, les dijo, que Yo vi caer a Satanás como un rayo precipitado del cielo. Fue lo mismo que decirles: Guardaos bien de envaneceros por las gracias que habéis recibido de mi poderosa mano; mayores había Yo concedido a aquellos espíritus puros que componían mi corte; los enriquecí con dones más excelentes, y los escogí para hacerlos las criaturas más nobles que habían salido del seno de mi poder; ocupaban en el cielo las primeras sillas; pero su orgullo y su presunción los precipitaron en los abismos. Cuanto mayores gracias se han recibido de la mano del Señor, mayor cuenta se ha de dar a su justicia; a los favores más señalados corresponden mayores  obligaciones de agradecimiento y de fidelidad. Trabajad en el negocio de vuestra salvación con temor y temblor, dice el Apóstol. No te fíes mucho de esa inocencia de costumbre, de esa constante devoción; es una flor que el aire la marchita; es un cristal que el menor soplo le empaña, un golpe de viento echa muchas veces a pique los más fuertes navíos; basta un soplo para apagar el hacha más luminosa. ¡Buen Dios, cuántos perecen por una falsa seguridad!

   Las pasiones nunca se doman enteramente, ni al enemigo de la salvación se le vence jamás por medio de la complacencia. Todo aquel que se descuida, es hombre perdido. Cuando el Salvador recomienda tanto el velar y orar, no habla precisamente con los pecadores de profesión; dirigió estas palabras a los tres Apóstoles más favorecidos suyos. ¿Te expones a los mayores peligros de pecar, sin miedo de precipitarte, porque fuiste fiel hasta ahora? ¡Qué ilusión, qué confianza tan mal fundada! David había salido victorioso de muchos combates, había hecho grandes progresos en la virtud, y David, aquel hombre según el  corazón de Dios, luego que no desconfió de su flaqueza, cayó en los pecados más enormes. Apenas hay tentación más digna de temerse que la falsa confianza. Basta un solo pecado para perder en un momento todos los méritos de la vida más santa y más penitente. Después que hagáis hecho todo cuanto os he mandado (dice Jesucristo), decid: Siervos inútiles somos. Bienaventurado aquel que desconfía siempre de sí, y anda siempre temeroso.

   ¡Ah, Señor, y cuánto tengo de que acusarme en este punto! Mis frecuentes caídas, ¿no han sido efecto de mi demasiada confianza, o, por mejor decir, de mi necia presunción? En vuestra sola gracia debo esperar, mi Dios y en Vos solo coloco toda mi confianza; Vos solo sois toda mi esperanza y toda mi fortaleza; en mí no hay más que miseria, y nunca perderé de vista mi pobreza y mi nada.

   Bienaventurado aquel que siempre vive temeroso y desconfiado de sí mismo. (Prov. XXVIII, v.14). 


jueves, 18 de junio de 2015

Sermón de la Solemnidad del Sagrado Corazón R P HUGO RUIZ

PROFECÍA DEL APOSTATA ROCA


El plan masónico de la infiltración de la Iglesia para destruirla es real, los decretos del concilio Vaticano II son la consumación teórica y práctica de la revolución anticristiana en el plano religioso, planeada por los enemigos de Dios y de su Santa Religión. 

El modernismo, cloaca de todas las herejías, encuentra su falsa legitimidad en este concilio. Es falso creer que los prelados de la iglesia oficial tienen buena voluntad y que son la Iglesia Católica, eso sería negar la realidad misma de la que algunos se precian entender. La iglesia oficial y sus prelados no recogen con Cristo, solo desparraman; están contra Cristo y contra los dogmas de la religión Católica única verdadera. Quien no defiende a la verdadera Iglesia de Nuestro Señor esta en contra de ella.

El acuerdismo de la FSSPX, la traición de la Fraternidad San Pedro y de otras comunidades Ecclesia Dei son el ejemplo de aquellos que mediante concesiones al enemigo le facilitan la victoria, la cual para los modernistas, naturalistas, relativistas, humanistas, masones, comunistas; es el aniquilamiento de todo lo relacionado con la religión Católica. 

No nos hagamos ilusiones defendiendo a medias la Fé y a la Iglesia. Este el momento de decir junto con Santo Tomás vayamos también nosotros con El y muramos con El.

Tomas Moro

PROFECÍA DEL APOSTATA ROCA O ¿PLANES PRECONCEBIDOS?

El canónigo Roca (1830-1893), iluminista y excomulgado, habló en sus escritos de una reforma de la Iglesia por medio de un concilio en unos términos que describen con gran exactitud lo sucedido desde los años sesenta. Roca habla de una «iglesia iluminista y renovada», y predice: «la nueva iglesia, que no deberá conservar nada de la doctrina escolástica ni de la forma original y tradicional de la iglesia precedente, será objeto no obstante de consagración y jurisdicción canónica por parte de Roma». Sorprende la precisión con que predice la reforma liturgica posconciliar: «El culto divino, según las reglas específicas de la liturgia, los ritos y normas de la Iglesia Romana, no tardarán en ser transformados gracias a un concilio ecuménico que restablecerá la venerable sencillez de la edad dorada de los apóstoles, de conformidad con la civilización moderna y los dictados de la conciencia. [Mediante este concilio] se llegará a un acuerdo perfecto entre los ideales de la civilización moderna y el ideal de Cristo y su Evangelio. Será la consagración del Nuevo Orden Social, y el bautismo solemne de la civilización moderna.» Con respecto al Papado, escribe: «Se trata de realizar un sacrificio que representa un acto solemne de expiación. [...] El Papado caerá; será asesinado con el cuchillo consagrado que habrán forjado los propios padres del último concilio. El Papa-césar es una hostia (víctima) destinada al sacrificio.» Con términos igual de entusiásticos, Roca predice nada menos que «una nueva religión, un nuevo dogma, un nuevo ritual, un nuevo sacerdocio». Define cómo serán los nuevos sacerdotes «progresistas» y habla de la supresión de la sotana y del celibato sacerdotal.









martes, 16 de junio de 2015

PRESENCIA DE SATAN EN EL MUNDO MODERNO: Capítulo 6






La embrujada de Plaisance
De Francia pasamos a Italia y estamos esta vez en pleno siglo XX.
Un caso curiosísimo se ofrece a nosotros en la región de Plaisance.
Para guiarnos tenemos un librito de Alberto Vecchi, intitulado Interviú ta col diavolo (Entrevista con el diablo).

Una noche de mayo, en 1920, un buen hermano franciscano,
Pier-Paolo Veronesi, trabajaba en la sacristía de la iglesia del convento de S. Maria di Campagne, en Plaisance, cuando una mujer se presentó a pedirle una bendición. Deseaba que se la diera en el altar de la Virgen. El hermano se prestó en seguida a este deseo, que le pareció inspirado de piedad mariana. Pero se sorprendió un poco cuando la mujer, cuyo rostro estaba marcado por una profunda tristeza, le pidió permiso para hablarle un instante en la sacristía. 
El hermano creyó que tenía alguna pena, alguna prueba dolorosa, pero no pudo negarle los pocos minutos de conversación que ella le solicitaba.

Con voz sofocada primero, luego a medida que hablaba, con
algo más de seguridad, la mujer hizo entonces las confidencias más
asombrosas.

¿Qué decía?
A ciertas horas, una fuerza desconocida se apoderaba de ella, hacía
mover todo su cuerpo a pesar suyo. Entonces ella, sin quererlo, empezaba a bailar horas enteras hasta caer en el agotamiento. Cantaba arias de ópera que nunca había oído, tenía conferencias frente a un auditorio imaginario, en un idioma desconocido. A menudo, experimentaba la necesidad irresistible de romper con los dientes todo lo que le caía en mano. Desgarraba y hacía trizas con ira toda la ropa blanca de su marido. Otras veces como si fuera una gacela, y con gran terror de las personas presentes, saltaba de silla en silla, se subía a la mesa, rugía, aullaba, maullaba, hasta el punto de que los que la oían se creían en una jaula de bestias feroces. 

Además, hablaba a veces de cosas lejanas y desconocidas, y se verificaba luego que había dicho la verdad. Después de escenas terroríficas en casa de ella, cuando se desplomaba por la fatiga, su cuerpo quedaba durante días enteramente negro e hinchado, al punto de inspirar piedad a todos cuantos la veían.

Ultimo indicio: cuando se encontraba en estado crítico, sabía
poco después que sus padres, aunque residían muy lejos, habían sido incomodados ellos también como si un fluido misterioso hubiera pasado de ella hasta ellos.

—¡Créame, padre, que mi vida se ha tornado un infierno! Tengo
dos niños y pese a esto no pienso más que en la muerte que sería para mí la liberación.

El padre no podía creer todo este relato.
Pero como era capellán del asilo de psiquiatría, llegó simplemente
a la conclusión de que tenía enfrente a una persona con el cerebro
algo enfermo. Se limitó a hacerle algunas preguntas:
—¿Todo esto es completamente exacto?
—Sí; innumerables testigos pueden atestiguarlo.
—¿Y esto ocurre desde hace mucho tiempo?
—Desde hace siete años.
—Y qué le han dicho los médicos?
—He consultado a todos los médicos de Plaisance, los que conocía,
y todos ellos me han dicho con palabras más o menos claras que
mi caso era un caso de histerismo.
Ante estas palabras el padre se sintió aliviado. Era justamente lo
que él mismo había pensado.
—Entonces — le dijo —, ¿sabe usted de lo qué se trata?
—No, porque siento que no soy ni una histérica ni una loca.
—¿Y entonces?

—Entonces —repuso la mujer— al ver que no podía recibir
ninguna ayuda de los hombres, sentí la necesidad de refugiarme en
Dios. He ido, a pesar de muchas repugnancias, a todas las iglesias del pueblo para rezar y para que me dieran la bendición. Cada vez que me han dado la bendición me he sentido mejor durante algunos días.

Pero he ido tantas veces que tengo miedo que me consideren loca y
no me atrevo a hacerlo más. Pero escúcheme lo que me ocurrió.

"Me dijeron que había en las colinas un sacerdote de la parroquia
cuyas bendiciones eran particularmente eficaces. Quise ir junto a él.
Cierto domingo, después de almorzar, con un coche y un caballo
que la comuna de San Giorgio me habían prestado, me dirigía hacia
allí con mi marido y varios de mis parientes. El caballo, excelente
para el trote, devoraba la distancia. De pronto, se detuvo y no quiso
adelantar. Se le castigó en vano hasta hacerle salir sangre. ¡Se estancaba, se debatía, pero no avanzaba un paso! Entonces, sin saber lo que me pasaba, salté del coche sin dejarme retener por mis acompañantes y me puse a volar — es la palabra que conviene — a cerca de medio metro sobre el suelo, a través de los campos y subí así la colina hasta el campanario de la parroquia donde íbamos. Los fieles salían de la bendición de la tarde. Todos me vieron subir hacia la iglesia, aullando y gesticulando: los perros ladraban, las gallinas se dispersaban, y yo llegué entonces al lugar. 

Todos se apartaron, y yo con la cabeza gacha y el cuerpo horizontal, entré por la puerta entornada de la iglesia y me tiré cuan larga soy al pie del altar mayor sobre el cual había un cuadro de San Expedito. 

El cura, seguido por los demás, corrió y al ver lo que ocurría me bendijo. Volví entonces en mí y durante días me encontré mejor...
Todo este relato no hizo más que confirmar las sospechas del
padre Pier-Paolo.
—Son ésos — dijo con tono incierto — fenómenos muy extraños;
sí, muy extraños.
Luego despidió a su interlocutora, diciéndole:
—Escúcheme, puesto que la bendición la alivia, venga sin miedo
cuando quiera. Si yo no estoy aquí, siempre habrá alguno de mis
colegas para bendecirla.

Escena reveladora
Pasaron varios días. La mujer volvió para hacerse bendecir. Pero
mientras el hermano Pier-Paolo le da la bendición en el altar de la
Virgen, la mujer se pone, apoyada contra una columna cerca del
coro a ulular con la boca cerrada, como lo hace un perro cuando
sueña. Luego con los ojos cerrados, la cabeza apoyada en la columna, las manos juntas, entona un canto prodigioso. Canta con una voz apasionda, rica, deslumbrante, ;que hace correr a todos los niños de la vecindad para oírla! Y cuando ha terminado habla en lengua desconocida, sin cambiar de postura; parece debatirse contra una potencia invisible, y llega a pronunciar insultos, con furor, como los de una loca en el paroxismo de la cólera.

En ese preciso instante, otro sacerdote cruzaba por la iglesia: el
padre Apollinaire Focaccia. Y pudo oír primero el canto, luego las
imprecaciones en idioma desconocido.
Por la noche dijo a su colega:
—¿Ha observado usted a esta mujer?
—Sí; ¿por qué?
—¿No le ha impresionado a usted?
—Para decirle la verdad, no. Como capellán de las locas, estoy
un poco acostumbrado . . .
—¡Ah! Pero ¡cuidado! ¡Para mí esta mujer está poseída!
—No exageremos — repuso el hermano Pier-Paolo —. No hay
que meter al diablo en todo, por cualquier cosa, como lo hacen las
gentes del pueblo, cuando se trata de cosas explicables, naturalmente.
Y además ¡lo que no se explica hoy la ciencia humana lo explicará
mañana sin duda! . ..
—No estoy de acuerdo con usted —repuso el padre Apollinaire
— Piénselo bien. ¿Cómo quiere que esta mujer pueda hablar
un idioma desconocido? Se mueve, con toda evidencia, en un mundo misterioso y ¡ese mundo es el demonio! . . .
—Padre Apollinaire, venga entonces conmigo al asilo de psiquiatría y le haré ver casos muy interesantes que la ciencia no ha podido
llegar a explicarse del todo.
—Iré encantado, pero dígame. ¿Ha visto un caso que se parezca
en algo a éste?
—¡Francamente no!
—Entonces tenemos el derecho de admitir, a título de hipótesis,
y sin ofender a la ciencia, la posibilidad de una intervención diabólica.

Esta persona parece muy normal. Pero hay en ella una personalidad
muy distinta a la de ella. Ha oído usted cómo canta.
¡Ninguna cantante entre las más famosas de nuestro siglo haría
otro tanto! ¿Y qué decir de esas injurias extrañas proferidas en
idioma aún más extraño? No; no me quitará usted la idea de que
esta mujer está poseída. Es cierto que no estamos ya en la Edad Media.

Se veían por todas partes, entonces, sortilegios y diabluras. Pero no
debemos pretender saber más que los Evangelios, más que Jesús, que San Pablo y San Pedro, que han hablado del Diablo como de un ser muy real. San Pablo en la Epístola a los Efesios dice que los
demonios están "en el aire". El fenómeno de la posesión es conocido desde la más remota antigüedad. La Iglesia ha instituido una Orden de exorcistas y no es por nada. El diablo, según nuestros misioneros en países paganos, está muy activo entre los pueblos que permanecen en las tinieblas del paganismo. No hay duda alguna que puede también actuar en el seno de nuestros pueblos bautizados, pero de los cuales una parte ha renegado de la fe de bautismo . . .

Largamente todavía el padre Apollinaire desarrolló su pensamiento.
El hermano Pier-Paolo estaba un poco vacilante pero no convencido del todo.
—Todo lo que dice usted, amado padre, es muy cierto, pero
no discuto la doctrina, discuto solamente el hecho y dudo que
esta mujer esté realmente poseída.

En casa del obispo
La mañana siguiente, el padre Pier-Paolo, presa de algún escrúpulo,
después de la discusión de la víspera, se presentó en casa de
su obispo, monseñor Pellizzari, y le expuso en detalle todos los hechos que acabamos de relatar.
Después de un buen rato de reflexión el obispo dijo simplemente:

—¡Amado hermano, proceda al exorcismo!
—Excelencia —replicó rápidamente el padre—, ¿cree verdaderamente necesario el hacerlo?
—Sí — repuso el obispo sin vacilación.
—¿Y soy yo quién debe hacerlo?
—Sí, usted.
—¿No podría encargarse esto a algún otro?
—O usted o monseñor Mosconi, el vicario general, pero sería
mejor que fuese usted porque conoce a la persona.
—Discúlpeme, Excelencia — observó el padre —, pero si mal no
recuerdo, he oído decir que el Diablo, durante el exorcismo se yergue contra el que lo hace e inventa toda clase de cosas desagradables sobre él. Si esta mujer está realmente poseída...

— Pero ¿quién puede dar fe a los decires del Diablo? ¿No sabe
usted que el Demonio es el padre de la mentira? . . .
Finalmente, el padre Pier-Paolo tuvo que inclinarse ante la
voluntad del obispo. De regreso del obispado estaba bastante afligido.

Le parecía una aventura terrible tener que afrontar al Demonio.
Era un excelente religioso pero algo timorato y temía entrar en
una lucha en la cual le costaría predominar. Pero la orden del
obispo era formal. Se sometió, rezó, durmió poco, y se puso en el
deber de cumplir la misión que le había sido confiada. Por la mañana fué a ver al doctor Lupi, director del asilo de psiquiatría, a
quien expuso en detalle lo que le ocurría; el médico, muy interesado por su relato, le pidió asistir a los exorcismos, que era justamente lo que el padre quería proponerle.

Primer exorcismo

El primer exorcismo tuvo efecto el 21 de mayo de 1920, a las
catorce. Se efectuó en una sala del primer piso, arriba de la capilla.
La posesa llegó en compañía del marido, de su madre, de un amigo
de la familia y de dos jovencitas. El padre estaba ayudado por un
colega encargado de anotar todo lo que iba a ocurrir, el padre
Giustino, y por el doctor Lupi, director del asilo.
Arrodillados delante de un pequeño altar, los dos padres rezaron
primeramente, como lo ordena el Ritual, las letanías de los santos.

La posesa, sentada en un sillón de junco, se estiraba como una fiera
salvaje que sale de su sueño. Súbitamente, se oyeron en latín las
primeras palabras del exorcismo:
Exorcizo te, inmundissime spiritus, omne pbantasma, omms
leglo . ..
Ante estas palabras, la posesa, agarrándose con ambas manos
las puntas de los pies, se elevó del suelo, en un salto de rara elegancia, luego cayó verticalmente y se estiró como una gacela y
quedó de pie en medio de la sala. Su cuerpo se había transformado
por completo. Su rostro era horroroso; empezó a lanzar injurias contra
el exorcista, gritándole con voz tonante y sin acentos femeninos:
—Pero ¿quién eres tú, entonces, que te atreves a venir a combatir
conmigo? ¿No sabes que soy Isabó y que tengo las alas largas
y los puños robustos?
Luego salió de boca de la posesa una tirada de insultos contra
el exorcista.

Anonadado, sorprendido, casi desconcertado, el padre se sintió
un instante reducido al silencio. Pero cobró en seguida coraje, sin
saber cómo, y exclamó con fuerte firmeza:

—Yo, sacerdote de Cristo, te ordeno a ti, seas quien seas, y te
ordeno en nombre de los misterios de la Encarnación, de la Pasión
y de la Resurrección de Jesucristo, por su Ascensión a los Cielos,
por su venida en el Juicio Final, de permanecer tranquilo y no
dañar a ninguno de los que están aquí y de obedecer todo lo que
yo te ordeno . . .

Luego se trabó el siguiente diálogo ante la emoción general:
<—En nombre de Dios, ¿quién eres?
—¡Isabó! —gritó la mujer, cuyo rostro se había enrojecido y
los ojos parecían lanzar llamas.
—¿Qué significa esa palabra Isabó?
En lugar de contestar la mujer se mordió los brazos y las manos
y trató de atrapar la vestidura del exorcista. No obstante dijo por fin:
—Este nombre significa que está tan bien "embrujado", que no
se le puede resistir.
—¿Qué poder tienes?
—El que me dan.
—¿Qué poder te dan?
—¡Tantas fuerzas! . . .
—¿De quién recibes esas fuerzas?
—¡De la persona que sabe conjurarme! . . .
—Pero ¿qué italiano hablas entonces?
—No soy italiano — aulló la mujer o mejor dicho el espíritu
que la poseía, con tono despectivo y lanzando nuevas injurias, lo cual iba a renovarse muchas veces durante los exorcismos.
—¿De dónde vienes? —prosiguió el padre, sin conmoverse.
—Pero ¡me das órdenes como si fuera tu esclavo! . . .

—Dime de dónde vienes.
—¡No!
—¡En nombre de Dios, de ese Dios que conoces bien, dime de
dónde vienes!
Al oír el nombre de Dios, la mujer había vuelto el rostro, como
un toro que hubiera recibido un palo en el hocico, y permaneció un
instante inmóvil, negándose a contestar.

Los presentes estaban jadeantes frente a esta escena impresionante.
—En nombre de Dios — prosiguió el sacerdote —, por Su sangre,
por Su muerte, dime de dónde vienes.
—De los desiertos lejanos.
—¿Estás solo o tienes compañeros?
—Tengo compañeros.
—¿Cuántos?'
Después de un instante de tergiversación, el demonio respondió:
siete, y dió nombres tan extraños como el suyo propio.

—¿Por qué entraste en este cuerpo?
—Por un violento amor no compartido.
—¿No compartido por quién?
—¡Eres un imbécil!
—¡Contesta! ¿Quién no ha respondido a ese amor?
—¡Este cuerpo! — aulló la mujer, dándose tan fuerte golpe en
el pecho.
—¿Y por qué no le has correspondido?
Con una voz orgullosa, altanera, desdeñosa, la mujer dijo:
—¡Porque no era justo!
—Entonces ¿este cuerpo se convirtió en tu víctima?

Como toda respuesta a estas palabras del padre Pier-Paolo, la
posesa dejó oír una risa horripilante, pero con la boca cerrada y los
labios estirados como hocico de animal, lo cual hizo correr por todos los presentes un relámpago de espanto.

—¿Cuándo entraste en este cuerpo?
Ante esta pregunta y después de muchas contorsiones la respuesta
fué:
—En 1913, el 23 de abril, a las cinco de la tarde . . .
Las apremiantes preguntas del exorcista obligaron a la mujer a
confesar que ese día, en efecto, un espíritu extraño, como consecuencia de un maleficio lanzado por un brujo, había entrado en ella por medio de un bocado de cerdo salado rociado con un vaso de vino blanco...

En el curso del mismo exorcismo el padre preguntó si era verdad
que el demonio había invadido también al resto de la familia, y la
respuesta fué afirmativa.

—¡Caso de telepatía! —observó el padre.
—¡Imbécil! —replicó el demonio.

Pero cuando el exorcista lo intimó a salir del cuerpo que poseía,
Isabó aulló: — ¡no!
—¡Vete! —gritaba el padre.
—¡Jamás!
—¡Te ordeno que te vayas!
—¡No me voy: soy Isabó!

Y en una violenta crisis de rebelión la posesa se deshizo de los
asistentes, con las manos tendidas y los ojos llameantes, se arrojó
sobre el sacerdote, agarró sus vestiduras, desgarró su estola, haciéndola pedazos con gritos de fiera:
—¡Tardaron siete días —gritaba el demonio— para hacerme
entrar en este cuerpo y tú quieres hacerme salir en un sólo exorcismo!
. . .
El momento era crítico. El médico, impasible, tenía los ojos fijos
sobre la posesa. El sacerdote la bendijo con el agua santa y como si
la hubieran quemado con carbones ardientes, se arrojó al suelo encogiéndose y retorciéndose.

—¿Cuándo te irás? —insistió la voz del padre.
—¿Cómo hacer —repuso el espíritu con un tono de profunda
tristeza— cuando, mientras tú trabajas para hacerme salir, otros
están trabajando para que me quede?

—¡Sal! —exclamó el exorcista, posando la extremidad de su
estola sobre el hombro de la mujer.
Al contacto de la estola, saltó como una gacela, y como enloquecida de terror, se puso a gritar:
—¡Quitadme este peso! — y huyó.
—¡Detente! — gritó el padre. Pero la mujer siguió corriendo y
gritando:
—¡Quitadme este peso! ¡Quitadme este peso!

La escena duró algún tiempo. El demonio había declarado que no
saldría sino vomitando el bocado de cerdo salado que había constituido el sortilegio. Pero en vano llevaron una palangana para que la mujer lo hiciera. Varias veces pareció vomitar algo y no eran
jamás los alimentos ingeridos en la última comida.

A la pregunta: ¿cuáles son las palabras que te hacen sufrir más,
espíritu inmundo?", después de muchas negativas y ante la conminación del exorcista, el demonio terminó por responder con terror, en medio de un silencio general:
—Sanctus! Sanctus! Sanctus!

Y, de hecho, se pudo observar en los exorcismos siguientes que
estas tres palabras que llamamos en la liturgia la trisagron producían sobre el demonio un efecto de aniquilamiento.
Mientras que el demonio las pronunciaba mezclaba a ellas aullidos
que llenaban de espanto a todos los presentes. El mismo doctor Lupi estaba de pie, pálido y tembloroso.

Este primer exorcismo había durado hasta la noche. La pobre
posesa parecía exhausta y el hermano Pier-Paolo no se mostraba menos agotado. Hizo al demonio una última conminación: la de no
hacer ningún daño ni a la posesa ni a su familia. Este, después de
haber prometido, lanzó una mirada amenazadora y disimulada al
sacerdote, luego pareció seguir con los ojos sobre los muros de la
sala, como a una cabalgata de espectros invisibles, fué sacudido por
un espasmo y cesó toda manifestación. La mujer pareció salir de
un profundo sueño. Estaba pálida, pero normal. Sin duda acusaba
una profunda fatiga, pero no se acordaba de nada.
La sesión había terminado.

—¡Y bien!, hermano Pier-Paolo —dijo el padre Apollinaire—,
¿cuál fué el resultado?'
—Esta mujer está realmente poseída — repuso el padre.
Esta vez ya no podía dudarlo. Pero estaba asustado del poder
del adversario.

—;Es increíble —decía— hasta qué punto el espíritu del mal
es capaz de resistir a los medios de acción que tenemos contra él!
Y con la cabeza gacha regresó a su celda, con la esperanza de
encontrar allí un poco del reposo que le hacía tanta falta.
Su compañero, el padre Giustino, había tomado nota de todo
cuanto había ocurrido y es de la versión taquigráfica suya de donde
hemos extraído lo contado, de acuerdo con el texto de Alberto Vecchi.

Comprobaciones
Tendríamos que seguir paso a paso a este excelente guía para dar
cuenta de todas las batallas que fué menester librar todavía, desde
el 21 de mayo, fecha del primer exorcismo, hasta el 23 de junio, fecha del último. En el intervalo no hubo menos de trece sesiones.
Relataremos más adelante la liberación de la infortunada posesa. Pero debemos insistir sobre las comprobaciones hechas en el trayecto, mediante los interrogatorios que permitían las sesiones de exorcismo.

En primer lugar, había en este caso de posesión un maleficio inicial, lanzado por un brujo de la región. La acción malsana de los
maleficios no podía fácilmente, pues, ponerse en duda. La brujería
es un hecho. ¡Y es un hecho aún actualmente en nuestras campiñas
como en las de Italia y sin duda en otras partes!

De hecho, se había sabido en el curso de los exorcismos que
existían siete brujos en la región de Plaisance solamente.
En segundo lugar se comprobó, por las confesiones del Demonio,
que en la brujería existe como una especie de Ritual diabólico, en
virtud del cual ciertas formas mágicas, con el permiso de Dios, tienen el poder de actuar sobre los diablos, de obligarlos a obedecer, y hacerlos entrar en tal o cual persona y tomar posesión de ella. Hay ahí todo un aspecto poco conocido de la realidad infernal.

En tercer lugar, para resistir a los ataques del demonio, tenemos
medios eficaces, que son sobre todo la oración, los sacramentos, la
invocación de los ángeles, de los santos, la protección de la Virgen
María, etc.

En el capítulo siguiente, veremos el inmenso poder que Dios se
ha dignado dar a la Virgen Inmaculada. Y ya por la experiencia
tan concluyente de Antoine Gay, hemos aprendido de la misma boca de un demonio, que María es, en toda la fuerza del vocablo, nuestra Madre del Cielo ¡y esta palabra lo dice todo!

Por fin, parece que los nombres bajo los cuales los demonios se
embozan son completamente arbitrarios.
Si creemos a Isabó, son, por lo menos en el caso de la embrujada
de Plaisance, los brujos de la región los que habían dado a los siete
demonios que estaban dentro de ella, los nombres más o menos exóticos que tenían. Además de Isabó, sabemos los nombres de Erzelai'de, Eslender, etc.

Y estos diversos demonios eran todos diferentes los unos de los
otros; más aún, parecen haber sido poco simpáticos los unos con los otros.
Lo impresionante son los estragos y los males de la posesión cuando se desata dentro de una persona humana. Vamos a recoger sobre este punto las confidencias del marido de la posesa de Plaisance.

Las quejas de un marido
Un día que el padre Pier-Paolo se preparaba a un exorcismo y
que el padre Giustino se ocupaba de llenar la pila de agua bendita
que tanto iban a necesitar, el marido de la posesa lanzó esta exclamación:

—¡Esperemos que este asunto se termine pronto! . . .
—Comprendo —repuso el padre—, ¡debe haber pasado horas
emocionantes!

—¿Horas emocionantes? Horas terribles, querido hermano. Podría
contarle mil episodios, pero le puedo citar por lo menos algunos. Cantidad de veces, por la noche, al volver de mi trabajo, encontraba el fuego apagado y toda la casa revuelta. Mi mujer silbaba, maullaba, rugía, bailaba sobre una silla, sobre una mesa, sobre cualquier mueble.

Otras veces, la encontraba dedicada a desgarrar con rabia los trajes,
la ropa. Entonces, cuando me veía, me gritaba enfurecida "¡Dame
algo para romper! ¡Rápido! ¡Tengo necesidad de romper, de arruinar, de destruir!" Y al decir esto trabajaba con las uñas y los dientes de manera furibunda . . .

—A ese paso — interrumpió el padre Pier-Paolo — su ropa debe
estar reducida al mínimo . . .
. -—¡No me queda nada! ¡Ella lo ha destruido todo! Hace poco no
tenía más que dos camisas, la puesta y la que estaba lavándose. Ahora, para estar más seguro, dejo todo lo que tengo en casa de los vecinos.

Pero el drama de mi mujer no termina ahí. Otras veces la encontraba debajo de la mesa, toda encogida, la cabeza metida en los hombros, como un animal atrapado en una trampa, y los músculos tendidos como para afrontar a un enemigo y sofocarlo. 
Yo la llamaba: "¡Thérése!"
Ella me contestaba con una voz ronca: "¡Yo soy Isabó, y yo soy el
que manda!" Al principio creí que era una broma: "¡Thérése, te estoy hablando a ti!" La misma voz sombría contestaba: "¡Yo soy Isabó y yo soy el que lleva los pantalones!"

"Entonces salía de abajo de la mesa, y se lanzaba sobre mí con
los puños por delante como para pegarme en la cara. Y naturalmente, junto con esto cantidad de injurias. Una noche que estaba más cansado y más asqueado que de costumbre, proferí un grueso insulto contra ese Isabó, pero mi mujer se lanzó sobre mí como un gato encolerizado y me agarró por el cuello. Tuve mucho trabajo para deshacerme de ella. ¡Hubiérase dicho que sus fuerzas se habían centuplicado! . . .

—Y qué hacía usted cuando encontraba a su mujer en ese estado?
—Dejaba caer al suelo mis herramientas de trabajo —repuso el
marido con desaliento —, comía un pedazo de pan y trataba de ayudar a esta pobre mujer hasta las once de la noche, a veces hasta medianoche, hasta que la veía recobrar su buen sentido.

—¿Y los niños?
—Al principio tenían miedo y gritaban, pero pronto se acostumbraron, como ocurre con los chicos. Si era por la mañana corrían a la calle a divertirse, y si era a la noche se decían "mamá se pone a bailar, vamos a acostarnos". Y se iban.
—¿Y usted no tenía ya esperanza de ver acabarse todo eso?
—Ninguna esperanza. Los médicos nos daban siempre las mismas
respuestas y no sabían qué decirnos. Yo había llegado a un punto tal de desaliento que tenía miedo de perder la cabeza y de hacer alguna barbaridad.

—Pero ahora — insinuó el padre — hemos reemplazado las recetas
de los médicos por la autoridad de la Iglesia, nuestra Madre, ¡y podemos estar seguros del resultado final!

—Sí padre. ¡Ahora me siento completamente tranquilo y seguro!
¿No era ya muy hermoso haber devuelto la esperanza a este excelente
hombre? Pero sus quejas tan legítimas nos hacen medir la extensión
del peligro que podríamos correr sin la protección divina, que
mantiene a los demonios a distancia de la inmensa mayoría de los hombres, no permitiéndoles, como tendremos oportunidad de decirlo, más que la "tentación", fenómeno espiritual al cual nadie escapa.

El duodécimo exorcismo
Hemos llegado al 21 de junio. Es el día del duodécimo exorcismo.
Tres días antes, el Demonio ha declarado que no se iría antes del 23
de junio, a las cinco de la tarde. Pero ya estaba muy debilitado. Desde los comienzos del décimo segundo exorcismo se tuvo la prueba evidente de ello. La posesa, durante las letanías de los santos y las otras oraciones preparatorias, no actuaba ya como las otras veces. 

En lugar de estirarse como una fiera que se prepara a saltar, en lugar de lanzar miradas siniestras a los ayudantes y sobre todo al exorcista, se quedaba sentada, con la cabeza gacha, la barbilla sobre el pecho, las manos aferradas a los brazos de su sillón, en una actitud de debilidad, de vergüenza y de remordimiento.

Con las primeras palabras que le fueron dirigidas por el exorcista
se levantó lentamente, luego se acostó dolorosamente sobre el colchón que estaba posado delante de ella, endureció todos sus miembros y, con los ojos cerrados, esperó. Todos los presentes contemplaban con emoción ese pobre cuerpo reducido casi al estado de cadáver y esperaban algún salto repentino, como había ocurrido tantas veces, o contorsiones, o gritos, aullidos, capaces de helar la sangre de quienes los oían. 

El exorcista, sin mucha confianza, echó una mirada al crucifijo posado sobre el altarcito, otra a la pila de agua bendita, para asegurarse que todo estaba pronto para un ataque imprevisto del demonio. Luego hizo las conminaciones comunes:

—Te ordeno que no te muevas y que contestes solamente a mis
preguntas. ¿Has comprendido?
¡Ninguna respuesta!
—Contéstame, ¿has comprendido?
Misma falta de respuesta.
—¿No puedes o no quieres contestarme?
Siempre el mismo silencio.
El padre se sintió confundido. ¿Cómo forzar al demonio mudo
a hablar?' Tuvo una idea.

—¡Si no puedes hablar, levanta un dedo; si no quieres, levanta dos!
Ante esta orden formal, en medio del silencio de todos, se vió a
la posesa levantar lentamente y como con grande esfuerzo un solo
dedo. No podía contestar.

Los testigos de la escena se hallaban profundamente impresionados.
El espectáculo de esta criatura, que el demonio había tornado a veces tan violenta, tan autoritaria e imperiosa, y que ahora se mostraba tan cansada, humillada, tan impotente y con una expresión de abatimiento tan profundo, eran de esos que no se pueden olvidar.

El diálogo siguió todavía largo rato, entre el exorcista y la poses¿
que respondía siempre levantando un dedo o a veces dos. Finalmente el padre ordenó:

—¡Levántate! ¡Y devuelve!
Con esta palabra aludía a que el maleficio había sido un bocadillo
comido hacía siete años y que ella debía vomitar para ser liberada del sortilegio. Muchas veces ya, el padre había dado esta orden: ¡devuelve. En varias ocasiones la mujer había vomitado algunos bocados que nunca eran alimentos de su última comida. Pero el bocadillo embrujado no había sido echado aún.

Todavía esta vez la mujer se levantó lentamente, lentamente: se
colocó delante de la palangana y trató de obedecer, pero en vano. 

El padre recurrió entonces al trisagion, cuyo poder hemos explicado Sanctus! Sanctus! Sanctus!, dijeron junto con él todos los presentes.
La posesa obedeció y lanzó todavía algo, pero el bocadillo pérfido
no salió. Y fué imposible obtener otra cosa de ella.

El gran día
Por fin llegó el gran día. Isabó había dicho: el 23 de junio de 1920.
Estaba por verse si era verdad. El doctor Lupi era el más curioso de
todos por saber lo que iba a pasar. Todo el mundo fué puntual a la
experiencia suprema. El doctor Lupi, más nervioso que de costumbre, golpeaba el piso con su bastón. Las oraciones preparatorias se rezaron con más fervor que otras veces. En la sala de los exorcismos, la posesa avanzó dificultosamente, más pálida, más cansada, más avergonzada que nunca. Se dejó caer en su sillón, con la cabeza inclinada, en la posición de un condenado a muerte sobre la silla eléctrica. 

Con las primeras palabras del exorcismo, se tendió sobre el colchón, toda tensa, con los ojos cerrados. El doctor Lupi prestaba toda su atención y no deseaba perder ni un detalle de la experiencia.

—En nombre de Dios — exclamó el exorcista —, te ordeno que
me obedezcas en todo lo que te mande. ¿Has comprendido?
Silencio.
—Te lo ordeno en nombre de Dios, de la Virgen . . .
Siempre silencio.

—¡Si has comprendido levanta un brazo, si no los dos!
Lentamente y como sin fuerzas, la posesa levantó un brazo.
El conmovedor diálogo continuó. Se supo que uno de los demonios
que había salido la víspera para atormentar a una tercera persona, la
había dejado. Se supo también que todos los otros miembros de la
familia que habían estado más o menos obsesionados, desde ese momento quedaban liberados.

Hubo todavía discusiones entre Isabó y el padre, en la cuestión
de saber si todos los demonios se irían juntos.
Por fin el padre, deseando terminar dio la orden esperada:
Con lamentables espasmos, con los dos codos apoyados en las sillas vecinas, quiso hacerlo. Esfuerzo inútil; no salió nada.

—Digamos el Sanctus — instó el padre.
Al oír estas palabras ella logró lanzar algo, pero todavía poco. Su
cabeza parecía desplomarse. Hubo que sostenerla, tanto parecía estar a punto de morir.

El exorcista en este momento consulta su reloj:
—Son las cuatro y treinta y cinco — dice—. ¡Con toda la autoridad
que me viene de Dios te ordeno, espíritu inmundo, que salgas
inmediatamente de este cuerpo; si sales en seguida te envío al desierto, al centro del Sahara, si no te mando de vuelta al infierno!
Ante estas palabras todos los presentes temblaron. La hora era
trágica. ¡No hay nada que Satán tema tanto como ser devuelto al
infierno! Esto nos sugiere un aspecto mal conocido del destino de los demonios. En el Evangelio ya los demonios preferían irse a una piara de cerdos que ser devueltos al "abismo".

En Plaisance, pues, todos los presentes estaban en tensión. Cada
uno de los testigos oía las palpitaciones de su corazón y retenía la
respiración.

Se vió entonces a la posesa, ante la orden perentoria del sacerdote,
echar lentamente hacia atrás su cuero cabelludo que recayó sobre la
espalda como una inmensa peluca que la recubría por debajo de la
nuca. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su aspecto era idiotizado y
trastornado. Los músculos de su rostro colgaban y su labio inferior
parecía inerte, extendido hacia la barbilla. No había ya nada humano en esa faz desfigurada, esos ojos brillantes de lágrimas, esa boca entreabierta, esos pómulos cadavéricos. Todos los que la vieron entonces aseguran que no pudieron dejar de llorar con ella.
Se oyó por fin una voz lúgubre, sofocada, vacilante, que decía con
un ronquido:

—¡Yo me ... voy!...
Entonces la cabeza de la mujer cayó sobre la palangana y salieron
de su boca una enorme cantidad de cosas innominables.
—¡Vete! ¡Vete! —gritó el exorcista en el colmo de la alegría.
Y en el mismo momento, la obsesa no sintió más sobre ella el peso
aplastante de la estola, ni la imposición de las manos. Repentinamente, con una voz fresca, joven, feliz, exclamó:
—¡Estoy curada!
Y su mirada iba de uno al otro de los testigos de la escena victoriosa con una sonrisa de triunfo.

—Y el bocadillo del cual hablaba Isabó? —preguntó el padre
Pier-Paolo.
—El bocadillo está sin duda en la palangana — respondió el doctor, que se levantó, se acercó al recipiente y revolvió el contenido con su bastón—. ¡Miren! —dijo. Y al mismo tiempo su bastón levantaba de golpe todo lo que la mujer había devuelto, como si aquello hubiera sido una tela. ¡De hecho, se vió desplegarse ante los ojos de los testigos estupefactos, como un velo bellísimo, todo irisado con los colores del arco iris!
Y una vez levantado ese velo, en el fondo del recipiente vieron el
famoso bocadillo tantas veces descrito, en el curso de los exorcismos, por el demonio. Era un bocadillo de cerdo salado, del grosor de una pequeña nuez, con siete cuernos.

Conclusión
El espíritu había cumplido su promesa. El mismo doctor tan
incrédulo al principio estaba ya convencido. Había allí una prueba
perentoria, decisiva.
La posesa, ya curada, lloraba suavemente, pero sus lágrimas eran
lágrimas de gozo. Todos los presentes, además, tenían los ojos llenos de lágrimas. El doctor se ocupaba todavía en revolver la palangana.
Los hermanos fijaban los ojos sobre el Cristo vencedor.
El exorcista convidó a todos los testigos a inclinarse delante del
altar. La señora liberada del demonio ofrecía a Dios sollozos convulsivos.
Salía de la más aterradora de las pruebas. Su error inicial había
sido sin duda el de ir a consultar a un brujo que se hacía pasar por
curandero, y que se había enamorado de ella. Porque ella había rechazado sus avances, el hombre le había echado un maleficio ¡y acabamos de ver lo que había resultado de ello! Cosa muy curiosa, en el capítulo siguiente vamos a encontrarnos con casi exactamente el mismo caso,pero en otra región completamente distinta y cerca de treinta años más tarde.

En Plaisance, la historia de este exorcismo ha quedado presente en
la memoria de todos los contemporáneos. El obispo que lo había ordenado murió repentinamente poco después. ¿Sería una venganza de Satán? Hubo algunos otros hechos todavía que lo hicieron suponer, pero esta misma venganza era una confesión de impotencia. El obispo había cumplido con su deber. La muerte misma no podía despojarlo de ese mérito.