II
EL TRÁNSITO AL MÁS ALLÁ
Planteábamos ayer, en el
primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el problema de los
destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a la luz
de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe
apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni
engañarnos. Hay un más allá después de esta vida.
Esta tarde vamos a dar un
paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del salto al más allá, de
la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy antipático
a la inmensa mayoría de la gente. “¡Por Dios!, padre: háblenos usted de lo que
quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y desagradable.
Háblenos de cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan trágico.”
Esta es una actitud
insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando de pensar
en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta, en el
momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad:
tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese
momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el momento
decisivo del que depende nada menos que nuestra eternidad, vale la pena dejar a
un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este tremendo
problema de la transición al más allá.
Ayer os decía que se
disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida: la concepción
materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír,
gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la
realidad de un más allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre
a la vista la divina sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué le aprovecha
al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la
eternidad?”.
Pues así como hay dos
concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La concepción
pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la vida, la
destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran orador pagano,
Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible entre las cosas
terribles” (omnium terribilium,
terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera a la muerte
como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a
despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una contradicción,
la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.
Qué bien lo supo
comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía:
Ven, muerte,
tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
Tengo la pretensión,
señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y atractiva de la
muerte. La muerte, para el pagano, es “la cosa más terrible entre todas las
cosas terribles”, tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano es
el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada con
ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible,
sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del
destierro y la entrada en la patria verdadera.
Vamos a ver, en primer
lugar, señores, las características generales de este gran fenómeno de la
muerte. Son tres, principalmente: ciertísima
en su venida, insegura en sus
circunstancias y única en la vida.
Vamos a comentarlas un poquito.
Ante todo es ciertísima en
su venida.
Señores, la historia de la
filosofía coincide con la historia de las aberraciones humanas. ¡Cuántos
absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y de la
filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que
se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún hombre
tan estúpido que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré eternamente
sobre la tierra; yo no moriré jamás.”
¡Pero si lo estamos viendo
todos los días...! La muerte es un fenómeno que diariamente contemplamos con
los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al cementerio, estamos
plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos en
cualquiera de las losas funerarias: Hodie
mihi, cras tibi (“hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti.”) Lo
estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o los enfermos
decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su
juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se
escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o
la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el
cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni
las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a
la muerte:
San Pablo decía: Quotidie morior (“todos los días muero
un poco”). Él se refería al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud
de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podremos repetir
nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos los días morimos un poco.
Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que
ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando
poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que llegará un momento en que moriremos del
todo.
No hace falta insistir en
este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se ha
forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.
Dios no hizo la muerte,
señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.
¡Qué
maravilloso el plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso
terrenal! Además de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les
enriqueció con tres dones preternaturales
verdaderamente magníficos: el de inmortalidad,
en virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al
sufrimiento, y el de integridad, que
les daba el control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente dominadas y
gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del pecado original,
y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales
juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el
privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible,
quedó ipso facto condenado a la
muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y
como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley
inexorable: ciertamente moriremos todos.
Pero si
la muerte es ciertísima en su venida, es muy incierta e insegura en su hora y
en sus circunstancias.
Podemos
catalogar y dividir las distintas clases de muerte en cuatro fundamentales:
muerte natural, prematura, violenta y repentina.
¿A qué
llamamos muerte natural? A la que
sobreviene por mera consunción y desgaste, sin enfermedad alguna que la
produzca directamente. Se pregunta, a veces, la gente: “¿De qué ha muerto
fulano de tal? No lo sabe nadie, ni siquiera el médico. ¿Cuántos años tenía?
Noventa y dos”.
Señores,
está claro: ha muerto de muerte natural, de senectud, de vejez. No se necesita
nada más.
Pero, a
veces, ocurre todo lo contrario. Es una muerte prematura. En la flor de la juventud, en la primavera de la vida...
¡Cuántos jóvenes se mueren! No ya por accidentes imprevistos –por un disparo
casual, por un atropello de automóvil, etc.–, sino por simple enfermedad, en su
cama, se mueren también los jóvenes. No con tanta frecuencia, pero se mueren
también. En el Evangelio tenemos algunos casos: el hijo de la viuda de Naím y
el de la hija de Jairo. En plena juventud, en la primavera de la vida, se les
cortó el hilo de la existencia: muerte prematura. Las familias que hayan tenido
que sufrir este rudo golpe, que llega a lo más íntimo del alma, levanten sus
ojos al cielo y adoren los designios inescrutables de la providencia de Dios.
Él sabe por qué lo llevó allá. Acaso para que su pureza y su candor no se
agostaran algún día en el clima abrasador del mundo. Dios les reclamó para Sí,
y allá arriba nos esperan llenos de radiante felicidad.
Otras
veces sobreviene la muerte de una manera violenta.
Un agente extrínseco, completamente imprevisto, nos arrebata la vida en el
momento menos pensado. Y unos perecen atropellados por un camión; otros,
ahogados en el mar; otros, fulminados por un rayo; otros, en un choque de
trenes; otros, al estrellarse el avión en que viajaban; otros... No es posible
enumerar todas las clases de muertes violentas que pueden arrebatarnos la
existencia en el momento menos pensado. Un momento antes, llenos de salud y de
vida, un momento después, cadáver. ¡A cuántos les ha ocurrido así!
La cuarta
clase de muerte es la repentina. No
es lo mismo muerte violenta que muerte repentina.
Muerte violenta, como hemos dicho, es la producida por un agente extrínseco a nosotros, como cualquiera
de esos que acabo de enumerar. Muerte repentina, por el contrario, es la que
sobreviene por una causa intrínseca
que llevamos ya dentro de nosotros mismos. Por ejemplo, una hemorragia
cerebral, un aneurisma, un colapso cardíaco, una angina de pecho pueden
producirnos una muerte inesperada e instantánea. Cuando menos lo esperamos:
hablando, comiendo, paseando, podemos caer como fulminados por un rayo, He ahí
la muerte repentina.
¿Cuál
será la nuestra? Nadie puede contestar a esta pregunta. Para muchos de nosotros
ya no es posible una muerte prematura. Ya no moriremos en plena juventud. Pero
¿cuál de las otras tres, la violenta, la repentina o la natural en plena vejez,
será la nuestra? Nadie en absoluto nos lo podría decir, sino únicamente Dios.
Estemos siempre preparados, porque aunque es ciertísimo que hemos de morir, es
insegura la hora y las circunstancias de nuestra muerte.
Pero lo
más serio del caso, señores, es que moriremos una sola vez. Lo dice la Sagrada Escritura y lo estamos viendo
todos los días con nuestros ojos. Nadie muere más que una sola vez. Es cierto
que ha habido alguna excepción en el mundo. Ha habido quienes han muerto dos
veces. En el Evangelio, por ejemplo, tenemos tres casos, correspondientes a los
tres muertos que resucitó Nuestro Señor Jesucristo. Santo Domingo de Guzmán, el
glorioso fundador de la Orden a la que tengo la dicha de pertenecer, resucitó
también tres muertos. San Vicente Ferrer y otros muchos Santos hicieron también
este milagro estupendo. Pero estas excepciones milagrosas son tan raras, que no
pueden tenerse en consideración ante la ley universal de la muerte única. Moriremos
una sola vez. Y en esa muerte única se decidirán, irrevocablemente, nuestros
destinos eternos. Nos lo jugamos todo a una sola carta. El que acierte esa sola
vez, acertó para siempre; pero el que se equivoque esa sola vez, está perdido
para toda la eternidad. Vale la pena pensarlo bien y tomar toda clase de
medidas y precauciones para asegurarnos el acierto en esa única y suprema
ocasión. Yo quisiera, señores, haceros reflexionar un poco en torno a la
preparación para la muerte.
Podemos
distinguir dos clases de preparación: una, remota, y otra, próxima.
Llamo yo
preparación remota la de aquel que
vive siempre en gracia de Dios. Al que tiene sus cuentas arregladas ante Dios,
al que vive habitualmente en gracia, puede importarle muy poco cuáles sean las
circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se
produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su alma. Esta es
la preparación remota.
Preparación
próxima es la de aquel que tiene la
dicha de recibir en los últimos momentos de su vida los Santos Sacramentos de
la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático. Extremaunción, e, incluso, los
demás auxilios espirituales: la bendición Papal, la indulgencia plenaria y la
recomendación del alma. Esta es la preparación próxima.
Combinando
y barajando estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta cuatro
tipos distintos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación
remota, pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos
preparaciones.
Vamos a
examinarlas una por una.
Primer tipo de muerte. – Sin
preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de preparación. Es la
muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes
enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser
malos, sino que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de
pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de
almas.
Estos no
han tenido preparación remota: han vivido siempre en pecado mortal. Y, por una
consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación
próxima, obstinados en su maldad. Porque, por lo general, señores, salvo raras
excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida, así
suele ser la muerte. Si el árbol está francamente inclinado hacia la derecha, o
francamente inclinado hacia la izquierda, lo corriente y normal es que, al caer
tronchado por el hacha, caiga, naturalmente, del lado a que está inclinado.
Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de los grandes impíos,
la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la Iglesia.
Esta fue
la muerte de Voltaire, el de las grandes carcajadas: “Ya estoy cansado de oír
que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el
mundo. Voy a demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo”.
¡Pobrecito!
Él sí que quedó destruido.
Escuchad.
Os voy a leer la declaración del médico Mr. Tronchin, protestante, que asistió
en su última enfermedad al patriarca de los incrédulos. Va a decirnos él,
personalmente, lo que vio:
“Poco
tiempo antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones,
gritaba furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía
los dedos, y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo
que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de
aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo”.
La
Marquesa de la Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos
momentos, escribe textualmente:
“Nada más
verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo de leer–
afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se
revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos
antes de expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir a
un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se
opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el
postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y
disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada
desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba que sentía una mano invisible
que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a
aquel Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus
compañeros de impiedad; después, deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras
otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse su vaso
de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la inmundicia y la
sangre que le salía de la boca y de la nariz”.
Esta es
la muerte sin preparación próxima ni remota. Y conste, señores, que yo no
afirmo la condenación de Voltaire; yo no digo que esté en el infierno. La
Iglesia no lo ha dicho jamás. No sabemos lo que pudo ocurrir un segundo antes
de separarse el alma del cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la
muerte aparente. Pero sabemos lo que pasó en los últimos momentos visibles de
su vida, puesto que lo presenciaron los testigos que acabo de citar. Si está en
el infierno o no, eso no lo podemos asegurar, puesto que la Iglesia no lo ha dicho jamás. Pero, ¡qué
terrible manera de comparecer ante Dios: sin preparación próxima ni remota!
Segunda manera de morir: con
preparación próxima, pero no remota. ¿Qué significa esto? El que vive
habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la
infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación
próxima. Uno que ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la
Iglesia, puede ocurrir –y ocurre a veces, porque la misericordia de Dios es
infinita– que a la hora de la muerte, cuando ve ante sus ojos el espantoso
abismo en que se va a sumergir para toda la eternidad, movido por la divina
gracia, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale
la salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas
veces, por la infinita misericordia de Dios.
Pero
¡pobre del que confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en
pecado! ¡Pobre de él! Ese tal trata de burlarse de Dios, y el apóstol San Pablo
nos advierte expresamente que Deus non
irridetur: de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por irreflexión,
atolondramiento o ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga
compasión de él y le dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido
mal, precisamente confiado y apoyado en la misericordia de Dios, confiado y
apoyado en que a la hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse,
y, mientras tanto, sigue pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios,
y pagará bien cara su loca temeridad y su incalificable osadía.
Sean
pocos o muchos los que se salvan, ese que trata de robar el cielo después de
haberse reído de Dios, es indudable que será uno de los pocos o muchos que se
condenen. ¡Ese se pierde para toda la eternidad!
Tercera manera de morir: con
preparación remota, pero no próxima. No juguemos con fuego. Tengamos al menos
la preparación remota, por si acaso Dios no nos concede la preparación próxima.
Con la preparación remota, tenemos asegurada la salvación del alma; y para eso
basta con que vivamos sencillamente en gracia de Dios. Si vivimos siempre en
gracia de Dios, si en cualquier momento de nuestra vida tenemos bien ajustadas
nuestras cuentas con Dios, si tenemos ese tesoro infinito que se llama la
gracia santificante, nos puede importar muy poco la manera, el modo y las circunstancias
de nuestra muerte. Es muy de desear –y hay que pedírselo con toda el alma a
Dios– que nos conceda también la preparación próxima; pero, al menos, si
tenemos la remota, lo tenemos asegurado todo.
Tomemos
esta determinación, señores, en estos días de conferencias cuaresmales. Es
preciso formar algún propósito concreto para toda nuestra vida, porque, de lo
contrario, estas luces que ahora nos da Dios, no serían más que un castillo de
fuegos artificiales, una llamada fugaz y transitoria. Es preciso que tomemos
determinaciones para toda nuestra vida, señores. Y una de las más fundamentales
tiene que ser ésta: en adelante no voy a cometer jamás la tremenda imprudencia
de acostarme una sola noche en pecado mortal, porque puedo amanecer en el
infierno.
Reflexionad
un instante: ¿quién de vosotros se atrevería a acostarse una noche con una
víbora venenosa en la cama? Hasta que no le aplastaseis la cabeza no podríais
conciliar el sueño: es cosa clara y evidente. Y son legión los que tienen una
víbora venenosa en su alma, los que
viven habitualmente en pecado mortal con gravísimo peligro de hundirse para
siempre en el abismo eterno, ¡y ríen, y gozan, y se divierten! Y por la noche
se acuestan tranquilamente en pecado mortal y logran conciliar el sueño como si
no les amenazara daño alguno. Señores, ¿es que son malos? Tal vez no. Puede que
no lo sean en el fondo. Pero es indudable que son atolondrados, irreflexivos,
inconscientes; es indudable que no piensan, que no se dan cuenta del tremendo
peligro que pende sobre sus cabezas a manera de espada de Damocles. En el
momento menos pensado puede rompérsele el hilo de la vida y se hunden para
siempre en el abismo. Vivamos siempre en gracia de Dios y pidámosle al Señor
nos conceda también la preparación próxima para la muerte.
Porque
ésa es la cuarta manera de morir y la
que hemos de procurar con todos los medios a nuestro alcance: con la doble
preparación. Con la preparación remota del que ha vivido cristianamente,
siempre en gracia de Dios, y con la preparación próxima del que a la hora de la
muerte corona aquella vida cristiana con la recepción de los Santos Sacramentos
y de los auxilios espirituales de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por
Viático, Extremaunción, recomendación del alma, bendición papal.
Preparación
próxima y preparación remota. Es la muere envidiable de los Santos, de la que
dice la Sagrada Escritura que es preciosa delante del Señor: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum
ejus.
Los
Santos que han vivido intensamente estas ideas, no solamente no temían la
muerte, sino que la llamaban y deseaban con toda su alma para volar al cielo.
Porque la muerte cristiana, señores, tiene las siguientes sublimes
características que la hacen infinitamente deseable y atractiva: morir en
Cristo, morir con Cristo y morir como Cristo.
En primer
lugar, morir en Cristo. ¿Qué
significa morir en Cristo? Significa morir cristianamente, con la gracia
santificante en nuestra alma, que nos da derecho a la herencia infinita del
cielo.
¡Qué
burla y qué sarcasmo, señores, cuando en los grandes cementerios de las
modernas ciudades se ponen sobre las tumbas de los grandes impíos aquellos
epitafios rimbombantes: “Aquí yace un gran guerrero, un gran artista, un gran
literato, un gran emperador”! ¡Pero los ángeles de la guarda que están velando
el sueño de los justos son los únicos que pueden leer el verdadero y auténtico
epitafio de muchas de aquellas tumbas que el mundo venera: “Aquí yace un
condenado para toda la eternidad”!
Ojalá que
a cada uno de nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio, pero
auténtico, que refleje la verdad: “Murió cristianamente, con la gracia de Dios
en su corazón”. Y que se lleven los mundanos los mausoleos espléndidos, las
flores que para nada sirven, los homenajes póstumos que nada remedian, las sesiones
necrológicas, los ridículos “minutos de silencio...”, ¡que se lo lleven todo
los mundanos! A nosotros nos basta con morir cristianamente: nada más.
¡Morir
cristianamente! ¿Sabéis lo que eso significa?
En primer
lugar, es el término del combate. En
este mundo estamos librando todos una tremenda batalla –lo dice la Sagrada
Escritura– contra los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Estamos
librando un combate. Pero llega la hora de la muerte, y si tenemos la dicha de
morir cristianamente, nos convertimos en el soldado que termina victorioso la
batalla y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. En el labrador, que
después de haber regado tantas veces la tierra con el sudor de su frente,
recoge los frutos de la espléndida y ubérrima cosecha. En el enfermo, que ve
terminados para siempre sus sufrimientos y entra para siempre en la región de
la salud y de la vida. ¡Qué bien lo sabe decir la Iglesia Católica cuando
pronuncia sobre el cristiano que acaba de expirar aquella fórmula sublime: Requiescat in pace: “Descansa en paz”!
En
segundo lugar, la muerte cristiana es la arribada
al puerto de seguridad.
En este
mundo no podemos estar seguros. Absolutamente nadie. Ni el Soberano Pontífice,
ni los mismos Santos mientras vivían acá en la tierra: nadie puede estar seguro
de que morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una
revelación especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o si
se condenará; si recibirá de Dios el don sublime de la perseverancia final, o
si lo dejará de recibir. No lo podemos saber. Es un interrogante angustioso que
está suspendido sobre nuestras cabezas. Ni los Santos estaban seguros de sí
mismos. Porque, aunque ahora seamos buenos, aunque estemos ahora en gracia de
Dios, ¿qué será de nosotros dentro de diez años, dentro de veinte, y, sobre
todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, no lo podemos saber.
¡Ah!,
pero cuando se muere cristianamente, es el ruiseñor que rompe para siempre los
hierros de su jaula y vuela jubiloso a la enramada. Es el náufrago, que después
de haber luchado contra las olas embravecidas que amenazaban tragarle hasta el
fondo del océano, salta por fin a las playas eternas. Es la caravana, que
después de haber atravesado las arenas abrasadoras del desierto, llega por fin
al risueño y fresco oasis. Es la nave que llega al puerto después de peligrosa
travesía. Es emerger de la penumbra del valle y bañarse para siempre en océanos
de clarísima luz en lo alto de la montaña. El alma del que muere cristianamente
queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada para
siempre la felicidad eterna.
Por eso
la muerte cristiana es la entrada en la
vida verdadera. ¡Cuánta pobre gente equivocada, que ha vivido y respirado
el ambiente del mundo y está completamente convencida de que esta vida es la
vida verdadera, la que hay que conservar a todo trance! ¡Qué tremenda
equivocación!
¡Esta
vida no es la vida! Un filósofo pagano exclamaba con angustia: “Ningún sabio
satisface – esta duda que me hiere–: ¿es el que muere el que nace –o es el que
nace el que muere–?”
No sabía
contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero a su brillo
deslumbrante, ¡qué fácil es contestar a ella!
Que se lo
pregunten a San Pablo y les dirá: “Estoy deseando morir para unirme con
Cristo”.
Pregúntenlo
a Santa Teresa de Jesús y les contestará con sublime inspiración: “Aquella vida
de arriba, que es la vida verdadera –hasta
que esta vida muera–, no se alcanza estando viva...” O quizá de esta otra
forma: “Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida espero– que muero porque no
muero”.
Que se lo
digan a Santa Teresita de Lisieux, la Santa más grande de los tiempos modernos,
en frase del inmortal Pontífice San Pío X. Cuando la angelical florecilla del
Carmelo estaba para exhalar su último suspiro, el médico que la asistía le
preguntó: “¿Está vuestra caridad resignada para morir?” Y la santita, abriendo
desmesuradamente sus ojos, llena de asombro, le contestó: “¿Resignada para
morir? Resignación se necesita para vivir, pero ¡para morir! Lo que tengo es
una alegría inmensa”.
Los
Santos, señores, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las
cosas tal como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven
así. No se dan cuenta de que están haciendo un viaje en ferrocarril y no se
preocupan más que del vagón en el que están haciendo la travesía: el negocio,
el porvenir humano, el aumento del capital. Todo eso que tendrán que dejar
dentro de unos años, acaso dentro de unos cuantos días nada más. No se dan cuenta
de que el ferrocarril de la vida va devorando kilómetros y más kilómetros, y en
el momento en que menos lo esperen, el silbato estridente de la locomotora les
dará la terrible noticia: estación de
llegada. Y al instante, sin un momento de tregua, tendrán que apearse del
ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces caerán en la
cuenta de que esta vida no es la vida.
Ojalá lo adviertan antes de que su error no tenga ya remedio para toda la
eternidad.
La
segunda característica de la muerte cristiana es morir con Cristo. ¿Qué significa esto? Significa exhalar el último
suspiro después de haber tenido la dicha inefable de recibir a Jesucristo
Sacramentado en el corazón.
¡El
Viático! ¡Qué consuelo tan inefable produce en el alma cristiana el simple
recuerdo del Viático! La Eucaristía es un milagro de amor, de sublime belleza y
poesía en cualquier momento de la vida. Pero la Eucaristía por Viático es el
colmo de la dulzura, de la suavidad y de la misericordia de Dios. Poder recibir
en el corazón a Jesucristo Sacramentado en calidad de Amigo y de Buen Pastor
momentos antes de comparecer ante Él como Juez Supremo de vivos y muertos, es
de una belleza y de una emoción indescriptibles. ¡Qué paz, qué dulzura tan
inefable se apodera del pobre enfermo al abrazar en su corazón a su gran Amigo,
que viene a darle la comida para el
camino –que eso significa la palabra Viático– y ayudarle amorosamente en el
supremo tránsito a la eternidad! Cuando desde lo íntimo de su alma, el pobre
pecador le pide perdón a su Dios por última vez, antes de comparecer ante Él,
sin duda alguna que Nuestro Señor Jesucristo, que vino a la tierra precisamente
a salvar lo que había perecido (Mt, 18,
11) y en busca de los pobres pecadores (Mt
9, 13) le dará al agonizante la seguridad firmísima de que la sentencia que
instantes después pronunciará sobre él será de salvación y de paz.
¡Y que
una cosa tan bella y sublime como el Viático estremezca de espanto a la inmensa
mayoría de los hombres, incluso entre los cristianos y devotos! Son
innumerables los crímenes a que ha dado lugar tamaña insensatez y locura.
¡Cuántos desgraciados pecadores se han precipitado para siempre en el infierno
porque su familia cometió el gravísimo crimen de dejarles morir sin Sacramentos
por el estúpido y anticristiano pretexto de no
asustarles! Este verdadero crimen es uno de los mayores pecados que se
pueden cometer en este mundo, uno de los que con mayor fuerza claman venganza
al cielo. ¡Ay de la familia que tenga sobre su conciencia este crimen
monstruoso! El Viático no empeora al enfermo, sino, al contrario, le reanima y
conforta, hasta físicamente, por redundancia natural de la paz inefable que
proporciona a su alma. Pero, aún suponiendo que por el ambiente anticristiano
que se respira por todas partes en el mundo de hoy, asustara un poco al enfermo
la noticia de que tiene que recibir el Viático, ¿y qué? ¿No es mil veces
preferible que vaya al cielo después de un pequeño o de un gran susto, antes
que, sin susto alguno, descienda tranquilamente al infierno para toda la
eternidad? ¡Y qué cosa tan evidente y sencilla no la vean tantísimos malos
cristianos que cometen la increíble insensatez y el enorme crimen de dejar
morir como un perro a uno de sus seres queridos! Gravísima responsabilidad la
suya, y terrible la cuenta que tendrán que dar a Dios por la condenación eterna
de aquella desventurada alma a la que no quisieron “asustar”.
Escarmentad
todos en cabeza ajena. Advertid a vuestros familiares que os avisen
inmediatamente al caer enfermos de gravedad. La recepción del Viático por los
enfermos graves es un mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que obliga a todos
bajo pecado mortal, lo mismo que el
de oír Misa los domingos o cumplir el precepto pascual. Y como la mejor
providencia y precaución es la que uno toma sobre sí mismo, procurad vivir
siempre en gracia de Dios y llamad a un sacerdote por vuestra propia cuenta
–sin esperar el aviso de vuestros familiares– cuando caigáis enfermos de alguna
consideración.
La
tercera característica de la muerte cristiana es morir como Cristo. ¿Cómo murió Nuestro Señor Jesucristo? Mártir del
cumplimiento de su deber. Había recibido de su Eterno Padre la misión de
predicar el Evangelio a toda criatura y de morir en lo alto de una cruz para
salvar a todo el género humano, y lo cumplió perfectamente, con maravillosa
exactitud. Precisamente, cuando momentos antes de morir contempló en sintética
mirada retrospectiva el conjunto de profecías del Antiguo Testamento que habían
hablado de Él, vio que se habían cumplido todas al pie de la letra, hasta en
sus más mínimos detalles. Y fue entonces cuando lanzó un grito de triunfo: ¡Consumatum est, todo está cumplido!
¡Qué
dicha la nuestra, señores, si a la hora de la muerte podemos exclamar también:
“He cumplido mi misión en este mundo, he cumplido la voluntad adorable de
Dios”!
Cierto
que no podremos decirlo del mismo modo que Nuestro Señor Jesucristo. Cierto que
todos somos pecadores y hemos tenido, a lo largo de la vida, muchos momentos de
debilidad y cobardía. Cierto que hemos ofendido a Dios y nos hemos apartado de
sus divinos preceptos por seguir los antojos del mundo o el ímpetu de nuestras
pasiones. Pero todo puede repararse por el arrepentimiento y la penitencia.
Estamos a tiempo todavía.
¡Muchacho
que me escuchas! Feliz de ti si a la hora de la muerte, acordándote de tus años
mozos, puedes decir ante tu propia conciencia: “Lo cumplí. ¡Cuánto me costó
resolver el problema de la pureza! Mi sangre joven me hervía en las venas, pero
fui valiente y resistí. Invoqué a la Virgen, huí de los peligros, comulgué
diariamente, ejercité mi voluntad, se lo pedí ardientemente a Dios... Y ahora
muero tranquilo, ofreciéndole a Dios el lirio de mi pureza juvenil”.
¡Padre de
familia! Me hago cargo perfectamente. Cuesta mucho el cumplimiento exacto de
los deberes matrimoniales: aceptar todos los hijos que Dios mande, educarles
cristianamente, guardar fidelidad inviolable al otro cónyuge, cumplir
exactamente las obligaciones del propio
estado. Pero recuerda que estamos en este mundo como huéspedes y peregrinos,
que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la que está
por venir” (Hebr 13, 14) ¡Levanta tus
ojos al cielo! Y, aunque te cueste ahora un sacrificio, cumple íntegramente con
tu deber, para poder morir tranquilo cuando te llegue la hora suprema.
¡Comerciante,
financiero, industrial, hombre de negocios! El dinero es una terrible tentación
para la mayoría de los hombres. Pero acuérdate de que no podrás llevarte más
allá del sepulcro un solo céntimo: lo tendrás que dejar todo del lado de acá.
¡Gana, si es preciso, la mitad o la tercera parte de lo que ganas ahora, pero
gánalo honradamente! Que no tengas que lamentarlo a la hora de la muerte
–cuando es tan difícil reparar el daño causado y restituir el dinero mal
adquirido– y puedas decir, por el contrario: “me costó mucho, pero hice ese
sacrificio; muero tranquilo; he cumplido con mi deber”.
Permitidme
que os refiera un recuerdo personal, y termino. Tengo actualmente mi residencia
habitual en el glorioso convento de San Esteban, de Salamanca. En la actualidad
somos más de doscientos religiosos, la mayoría de ellos jóvenes estudiantes en
nuestra Facultad de Teología que allí funciona. Pero en él está instalada
también la enfermería general de la provincia dominicana de España. Allí vienen
los padres ancianitos a esperar tranquilamente el fin de sus días, después de
una vida consagrada enteramente al servicio de Dios y salvación de las almas.
He visto morir a muchos de ellos. He presenciado, también, la muerte de
religiosos jóvenes, que morían alegres en plena primavera de la vida porque se
iban al cielo para siempre. Y os confieso, señores, que las emociones más
hondas e intensas de mi vida religiosa son las que he experimentado junto al
lecho de nuestros moribundos. ¡Cómo mueren los religiosos dominicos, señores!
Supongo que en las otras Órdenes religiosas ocurrirá lo mismo, pero yo cuento
lo que he visto y presenciado por mí mismo. Escuchad:
El
religioso enfermo ha recibido ya, muy despacio, los Santos Sacramentos y demás
auxilios de la Iglesia. Es impresionante, por su belleza y emoción, el
espectáculo de toda la comunidad acompañando al Señor hasta la habitación del
enfermo cuando se lo llevan por Viático. Pero llega mucho más al alma todavía
la escena de sus últimos momentos. Cuando se acerca el momento supremo, la
campana del convento llama a toda la comunidad con un toque a rebato
característico, inconfundible. Acudimos todos a la enfermería, y el Padre
Prior, revestido de sobrepelliz y estola, comienza a rezarle al enfermo la recomendación
del alma, alternando con toda la comunidad. Y cuando se acerca por momentos el
instante supremo, el cantor principal del convento entona la Salve Regina, que tiene en nuestra Orden
una melodía suavísima. Y arrullado por las notas de la bellísima plegaria
mariana que canta toda la comunidad..., con la paz de su alma pura reflejada en
su rostro tranquilo, con una dulce sonrisa en sus labios, serenamente,
plácidamente, como el que se entrega con naturalidad al sueño cotidiano, el
religioso dominico se duerme ante nosotros a las cosas de la tierra para
despertar en los brazos de la Virgen del Rosario entre los coros de los
ángeles...
Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum
ejus:
es preciosa delante del Señor la muerte de sus Santos.
¿Queréis
morir todos así? Os acabo de dar las normas para conseguirlo. Preparación
remota, viviendo siempre, siempre, en gracia de Dios, cumpliendo perfectamente
los deberes de vuestro propio estado; y oración ferviente a Dios, por
intercesión de María, la dulce Mediadora de todas las gracias, para que nos
conceda también la preparación próxima:
la dicha de recibir en nuestros últimos momentos los Santos Sacramentos de la
Iglesia y de morir con serenidad y paz en el ósculo suavísimo del Señor.
Que
así sea.