RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y JUICIO UNIVERSAL
Os hablaba ayer del juicio particular. De ese juicio que todos y cada uno de nosotros habremos de sufrir en el momento mismo de nuestra muerte, y en el que contemplaremos la película sonora y en tecnicolor de toda nuestra vida, de todo cuanto hicimos a la luz del sol y en la oscuridad de las tinieblas en nuestra niñez, adolescencia, juventud, edad viril y hasta en los años de nuestra ancianidad y vejez.
Pero ese juicio particular no basta. El hombre no es solamente una persona particular, sino también un miembro de la sociedad, y, como tal, debe sufrir un juicio público y solemne ante la faz del mundo. Esto, que no puede ser más razonable ante la simple razón natural, nos lo asegura terminantemente la fe. Al fin de los tiempos tendremos que comparecer todos juntos ante Dios en la asamblea más solemne y grandiosa que jamás habrán visto los siglos: el juicio final.
Pero antes del juicio final se producirá otro hecho tremendo, que constituye también un dogma de nuestra fe católica: la resurrección de la carne. Y ahí tenéis los dos puntos que, a la luz de la teología católica, os voy a exponer brevemente en la presente conferencia: la resurrección de la carne y el juicio final.
Moriremos. Moriremos todos, pero no del todo. Lo mejor de nuestro ser –nuestra alma, nuestro pensamiento y nuestro amor–no morirá jamás. La muerte no tiene imperio alguno sobre el alma.
Cuando el leñador, con los golpes de su hacha, logra derribar el árbol, el pajarillo que anidaba en sus ramas emprende el vuelo y marcha a posarse en otro lugar, porque tiene vida propia, independiente, y no sigue las vicisitudes de aquel árbol en el que estaba circunstancialmente posado.
Algo parecido ocurrirá con nuestra alma. Cuando la guadaña de la muerte derribe por el suelo el viejo árbol de nuestro pobre cuerpo, nuestra alma volará a la inmortalidad, porque tiene vida propia y no necesita del cuerpo para seguir viviendo.
El alma, como decíamos ayer, comparecerá delante de Dios y será juzgada. Nuestro cuerpo, mientras tanto, convertido en cadáver, será llevado al cementerio.
No os asuste la palabra cementerio, señores, porque, cristianamente considerada, no puede ser más bella, ni más dulce, ni más esperanzadora. ¿Sabéis lo que significa la palabra cementerio? Proviene del griego “koiméterion”, que significa dormitorio, lugar de reposo, lugar de descanso.
¡Ah!, en los cementerios los muertos, en realidad, están dormidos. Están durmiendo nada más, porque la muerte, que no afecta para nada al alma, tampoco destruye la vida del cuerpo de una manera definitiva, sino sólo provisionalmente: vendrá la resurrección de la carne. ¡Los muertos están dormidos nada más!
Los cristianos deberíamos visitar con frecuencia los cementerios. Es una meditación estupenda, que eleva el corazón y el alma a Dios. Aquella paz, aquel sosiego, aquella tranquilidad del cementerio; aquellos epitafios sobre las losas sepulcrales, cargados de luz y de esperanza; aquellos cipreses que se yerguen hacia el cielo, señalando la patria de las almas... ¡Cuánta belleza y poesía cristiana, que nada tiene que ver con la melancolía enfermiza de un romanticismo trasnochado!
La palabra cementerio no tiene que asustar a nadie; es una palabra dulce, entrañablemente cristiana: es el dormitorio.
No empleéis nunca la palabra “necrópolis”, que prefiere la impiedad actual. La palabra necrópolis significa ciudad de los muertos, y eso no es verdad. El cementerio no es la ciudad de los muertos. Es el dormitorio, el lugar de descanso.
Nunca, señores, he experimentado esta verdad con tanta fuerza y con tanta suavidad y dulzura al mismo tiempo como visitando las Catacumbas de Roma. Un grupo de jóvenes dominicos españoles, que estábamos ampliando nuestros estudios teológicos en la Ciudad Eterna, acudimos un día, por la mañanita temprano, a las catacumbas para celebrar la santa Misa junto al sepulcro de los primeros cristianos. Satisfecha ya nuestra piedad, un guía hispanoamericano –hablaba perfectamente el español– nos acompañó por aquellos vericuetos subterráneos, y pudimos contemplar por todas partes los huesos de aquellos cristianos enterrados allá en los primeros siglos de la Iglesia, en la época terrible de las sangrientas persecuciones. Y al llegar a un recodo, por encima del cual se filtraban, a través de una claraboya, las primeras luces del amanecer, apagó el guía su linterna eléctrica al mismo tiempo que decía: “Oigan, Padres, oigan el silencio”. Escuchamos con atención, y efectivamente, no se oía nada; silencio, paz, sosiego, nada más. Y nos dijo el guía: “Duermen, duermen. ¡Ya despertarán!”
Este es el sentido católico del cementerio, señores: un lugar de reposo, un dormitorio. Duermen, pero despertarán al sonido de la trompeta.
Porque sonará la trompeta, lo dice el apóstol San Pablo (1 Cor 15, 52). La trompeta –aclara el evangelista San Juan– será la voz de Cristo (Jn, 5, 28), que dirá: “Levantaos, muertos, y venid a juicio”. E inmediatamente se producirá el hecho colosal de la resurrección de la carne. Es un dogma de nuestra fe católica, y en este sentido tenemos seguridad absoluta de que se producirá la resurrección, puesto que la fe no puede fallar, ya que se apoya inmediatamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Estamos más ciertos, más seguros de que se producirá el hecho de la resurrección de la carne que de cualquier verdad matemática o metafísica de evidencia inmediata. El dato de fe no puede fallar. Pero como la fe nunca contradice a la razón, y la razón nunca puede contradecir a la fe, los teólogos han encontrado fácilmente los argumentos de simple razón natural, que muestran la altísima conveniencia y maravillosa armonía del dogma de la resurrección universal. Os voy a hacer un brevísimo resumen de tales argumentos.
Los principales son tres, que Santo Tomás de Aquino expone con la maestría sin igual que le caracteriza. Os voy a hacer un resumen de su magnífica argumentación.
En primer lugar hay un argumento ontológico, de alta envergadura metafísica: por ser el alma la forma sustancial del cuerpo.
Señores: El alma es una sustancia incompleta, y el cuerpo también. Han sido creados y formados la una para el otro, para completarse mutuamente constituyendo la persona humana. El alma dice una relación trascendental hacia su propio cuerpo, una especie de exigencia del mismo, y el cuerpo encuentra en su propia alma el complemento adecuado que necesita para vivir. Son dos sustancias incompletas, repito, que al juntarse y unirse vitalmente constituyen la persona humana. Al separarse se produce un estado de violencia, un estado antinatural o, por lo menos, no natural, como decimos en filosofía. Hay una tendencia del alma hacia el cuerpo, y, en cierto modo, del cuerpo hacia el alma, porque se necesitan y complementan mutuamente. El cuerpo separado del alma no es una persona humana, es un cadáver, y el alma separada del cuerpo tampoco es persona humana. La persona humana resulta de la unión sustancial del alma y del cuerpo, de suerte que, al separarse el alma del cuerpo, queda rota nuestra personalidad. El alma sin el cuerpo está incompleta, le falta algo. Por consiguiente, la sabiduría infinita de Dios, que ha puesto en el alma esta tendencia trascendental a su propio cuerpo, debe reunir otra vez esos elementos que Él ha creado para que vivan juntos. He ahí una razón estrictamente filosófica, ontológica, natural. En virtud de la relación trascendental del alma hacia su propio cuerpo es convenientísimo que sobrevenga la resurrección de la carne. Una vez más, la razón confirma el dato de fe.
El segundo argumento es de tipo moral. El cuerpo ha sido instrumento del alma para la práctica de la virtud o del vicio. ¡Cuánta mortificación exige la práctica del Evangelio, la auténtica vida cristiana! El cuerpo tiene tendencias que tiran hacia abajo; la virtud, exigencias que tiran hacia arriba. Y ese contraste, ese antagonismo de las dos tendencias, produce una lucha terrible, que describe dramáticamente el apóstol san Pablo. Para practicar la virtud hay que hacer un gran esfuerzo. Hay que mortificar continuamente las tendencias malsanas del cuerpo. Y es muy justo que el cuerpo que en la práctica de la virtud ha tenido que mortificarse tanto resucite para recibir el premio que le corresponde. En realidad fue el alma la que luchó y triunfó con la práctica de la virtud, pero el cuerpo fue el instrumento del que ella se valió para practicar sus actos más heroicos. Es justo que también el instrumento reciba su premio correspondiente.
El mismo argumento vale para reclamar y justificar la resurrección del cuerpo de los condenados, ese cuerpo que fue instrumento de tantos placeres prohibidos por Dios. La inmensa mayoría de los pecados que cometen los hombres tienen por objeto satisfacer las exigencias de su carne, gozar de los placeres prohibidos. En realidad fue el alma la que cometió formalmente el pecado, pero lo hizo empujada, y casi obligada, por las exigencias desordenadas del cuerpo. Justo es que, a la hora de la cuenta definitiva, resucite el cuerpo pecador para que reciba también su correspondiente castigo. No puede ser más lógico ni natural.
Hay, finalmente, un argumento teológico de gran envergadura. Está revelado por Dios que Cristo triunfó plenamente de la muerte (1 Cor 15, 55). Triunfó de ella, en primer lugar, resucitándose a Sí mismo, gloriosamente, al tercer día después de su crucifixión y muerte. Y tiene que triunfar de ella también en todos sus redimidos, buenos y malos. Porque es de fe, señores, que Cristo murió por todos, no solamente por los predestinados. Y como la muerte es una consecuencia del pecado, y Cristo vino a destruir ese pecado, es preciso que la muerte sea vencida en todos sus redimidos, buenos o malos, ya que este triunfo sobre la muerte corresponde a Cristo como Redentor de todo el género humano, independientemente de los méritos o deméritos de cada hombre en particular.
Estos argumentos, como se ve, manifiestan la alta conveniencia de la resurrección de la carne a la luz de la simple razón natural, pero nuestra fe no se apoya en estos argumentos de razón, aunque sean tan claros, tan profundos y tan convincentes, sino en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. El cielo y la tierra pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás. Podemos estar bien seguros de ello.
Y ¿sabéis cómo resucitaremos, señores?
Maravillosa la teología de la resurrección de la carne. En primer lugar, resucitaremos con nuestros propios cuerpos, los mismos que ahora tenemos. Está definido por la Iglesia. Inocencio III impuso a los valdenses la siguiente profesión de fe: “Creemos de corazón y confesamos con la boca la resurrección de esta misma carne que ahora tenemos, y no otra”. La Iglesia ha repetido reiteradamente semejante rotunda afirmación.
Señores: Es como para echarse a reír que alguien, en nombre de una pretendida filosofía o de una seudociencia trasnochada, se empeñe en poner obstáculos a la resurrección del mismo cuerpo numérico que ahora tenemos. Es como para echarse a reír o, quizá mejor, para tener compasión de la estupenda ignorancia que con ello se pone de manifiesto. ¿Qué es más fácil, señores, sacar una cosa absolutamente de la nada, produciendo el ser en toda su integridad, sin ninguna materia preexistente, como ocurrió al principio del mundo con el acto creador, o recoger nuestras propias cenizas, que son algo tangible y existente, aunque el viento las haya dispersado a los cuatro puntos cardinales? ¡Si para Dios es ésta la cosa más sencilla del mundo!
Fijaos lo que ocurre con un electroimán. Aplicado a un montón de basura no recoge, no atare hacia sí nada más que las limaduras de hierro; las selecciona instantáneamente y las atrae hacia sí, dejando intacto todo lo demás. Algo parecido ocurrirá con la resurrección de la carne. El electroimán poderosísimo de la omnipotencia divina atraerá desde los cuatro puntos cardinales, dondequiera que el viento las haya dispersado, nuestras propias cenizas y reconstruirá instantáneamente nuestro mismo cuerpo. El mismo numéricamente, el mismísimo que ahora tenemos, aunque adornado de espléndidas prerrogativas, como os explicaré en una de mis próximas conferencias.
Señores: La química moderna ha logrado desintegrar el átomo. Pero desde mucho atrás sabíamos ya que dentro del átomo existe todo un verdadero sistema planetario. Millones y millones de electrones, que, girando vertiginosamente en trillonadas de revoluciones por minuto, nos dan la sensación de la materia continua, cuando en realidad no existe más que la materia discreta, o discontinua. El mundo de la materia se reduce a combinaciones de electrones. No existe más que electricidad; lo demás son meras ilusiones ópticas. En un pedazo de madera, que parece compacto y continuo, hay trillonadas de elementos ultramicroscópicos, que están dando vueltas vertiginosamente, a velocidades fantásticas, dándonos la sensación de una cosa continua, cuando en realidad no hay más que una danza gigantesca de electrones.
En el mundo de la materia no hay más que electrones. La diversidad específica de las cosas materiales que nos rodean obedece al distinto modo de combinarse esos elementos tan simples. En el mundo de la materia no hay más que electrones y combinaciones de electrones.
Ahora bien: la omnipotencia de Dios, que supo sacar de la nada todos esos electrones, ¿no podrá volverlos a reorganizar en una determinada forma, aunque estén dispersos los que pertenecían a nuestro propio cuerpo por los cuatro puntos cardinales del universo?
Repito, señores. Es como para echarse a reír ver a tantos pseudosabios racionalistas poniendo dificultades, desde el punto de vista científico, a una simple y sencilla reorganización de la materia, que es lo único que se requiere para que se produzca el hecho colosal de la resurrección de la carne.
No vale objetar que esa reorganización instantánea de la materia no envolvería dificultad alguna si una misma y determinada materia hubiera pertenecido únicamente a una sola y determinada persona sin pasar jamás a otra, pero es del todo imposible cuando ha formado parte de varias personas distintas, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los antropófagos.
No se sigue inconveniente alguno de este hecho. Porque, como explica Santo Tomás, para que se resucite el mismo cuerpo numéricamente no se requiere que se integre a él toda la materia que lo constituyó anteriormente. Basta con que se recupere la suficiente para salvar la identidad numérica, supliendo la divina potencia lo que falte. Pues aun en este mundo vemos que el niño va creciendo y desarrollándose –cambiando totalmente o en parte grandísima, la materia corporal que lo constituye–, sin que deje de tener siempre el mismo cuerpo.
Sin duda alguna que la resurrección de la carne constituirá un gran milagro, que trasciende en absoluto las fuerzas de la simple naturaleza. Pero la omnipotencia divina lo realizará con suma facilidad y sencillez. Para el que supo sacar de la nada todo cuanto existe al conjuro taumatúrgico de su palabra creadora, no puede ofrecer dificultad alguna la simple reorganización de una materia ya existente, aunque el viento la haya dispersado por el mundo.
La segunda cualidad de los cuerpos resucitados será la integridad perfecta. Ello quiere decir que resucitará sin los fallos y deficiencias que acaso tuvieron en este mundo deformidades, falta de algún miembro, etcétera.).
Y ¿por qué así? Santo Tomás expone tres argumentos de alta conveniencia: Porque la resurrección será obra de Dios, que nunca hace las cosas imperfectas; porque es conveniente que los buenos reciban en la integridad de su cuerpo la plenitud del premio, y los malos, la plenitud del castigo; y porque deben resucitar todos los miembros que el alma tenga aptitud natural para informar, con el fin de que no quede manca, o imperfecta, esa tendencia natural.
Resucitaremos íntegros. Y según una opinión probable, compartida por gran número de teólogos y de Santos Padres, los bienaventurados resucitarán en plena edad juvenil, porque Cristo –modelo de los resucitados gloriosos– resucitó joven, en la plenitud de su vida, y porque la juventud es la edad más hermosa de la vida y es conveniente que los eternos moradores del cielo resuciten con un cuerpo hermosísimo, en el que brillen todos los encantos de una perpetua y radiante primavera. Repito, sin embargo, que esto no es un dato de fe, sino sólo una opinión teológica muy bella y razonable.
Sublime el dogma de la resurrección de la carne. Pero terriblemente trágico lo que ocurrirá inmediatamente después de producirse ese hecho. La asamblea de todos los resucitados, buenos y malos, comparecerá delante de Cristo Juez para la celebración del tremendo drama del juicio universal, en el que vamos a meditar unos instantes.
Ha sido el mismo Jesucristo quien se ha dignado describir con toda clase de detalles la escena del juicio final. No se trata de una opinión teológica más o menos probable. Son datos de fe. Constan expresamente en el Evangelio.
En él se nos dice que aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre –la santa cruz, acaso la misma numéricamente en que se consumó el sacrificio del Calvario–, y contemplarán todos los resucitados al mismo Hijo del Hombre, que vendrá sobre las nubes con gran poder y majestad. Y ante Él caerán de rodillas todos los hombres del mundo, los buenos y los malos, los bienaventurados y los condenados. Tendrán que ponerse de rodillas ante Cristo glorioso los que en este mundo le persiguieron, los que le escupieron, los que le clavaron en la cruz, los grandes perseguidores de la Iglesia, los que intentaron borrar su nombre de la historia de la humanidad. Santo Tomás de Aquino explica que hasta los mismos condenados contemplarán aquel día la gloria radiante de Cristo para su mayor vergüenza, espanto y confusión. Y entonces es cuando se realizará la separación tremenda y definitiva. No quiero añadir un solo detalle por mi cuenta. Escuchad las palabras mismas del Evangelio:
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo...”
Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles...”
E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-46).
Estos son los datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que actuará de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es conveniente que examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple razón natural descubre ante el hecho formidable del juicio final.
La primera de todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, “se anonadó tomando la forma de esclavo y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que se doble ante Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil. 2, 7-11).
Es necesario, en efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa compensación de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta qué punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer. Nació como un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. Si San José y la Virgen María hubieran poseído grandes bienes de fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en el mesón! Pero eran unos pobres aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como un malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de privaciones y trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del señorito, sino las ásperas del obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los enfermos, devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los paralíticos y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y, a pesar de ello, los escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron brutalmente: “¡Es un samaritano! ¡Hace los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es un embaucador de las masas, está soliviantando al pueblo!” Y cuando lograron crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron burlescamente: “¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en Ti!” Y Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y carcajadas, aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su muerte infamante en la cruz. Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando aquellos dolores y humillaciones inefables.
Y después de su muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos arrojados a las fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados..., y eso no en una época determinada de la historia, sino –con mayor o menor intensidad– siempre y en todas partes. Y todavía hoy, tras el terrible telón de acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la indiferencia o la complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan de rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales enemigos: desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
En este mundo, señores, suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y escarnecida, suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y conocidos, que renuncio a poner ninguno.
No os escandalice este hecho, señores. No os cause extrañeza alguna, porque tiene una explicación clarísima a la luz de la teología católica y aún del simple sentido común. Ha sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos: en este mundo triunfarán siempre los malos, y los buenos serán siempre perseguidos. ¡Siempre!
No os escandalice esto, que la explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica de la infinita justicia de Dios. ¿Os extraña esta afirmación? Tened la bondad de escucharme un momento.
No hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que no tenga algo de malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo poco bueno que tienen y ha de castigar a los buenos lo poco malo que hacen. Esto es cosa clara: lo exige así la justicia de Dios.
Ahora bien: como los malvados, en castigo de sus crímenes, irán al infierno para toda la eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y como los buenos han de ir al cielo para toda la eternidad, Dios comienza a castigarles en esta vida lo poco malo que tienen, con el fin de ahorrarles totalmente, o en parte, las terribles purificaciones ultraterrenas.
Ahí tenéis la clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal de que un hombre malvado acabará en el infierno para toda la eternidad, es que siendo efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral, etc., triunfe en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis envidia por sus triunfos, tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para toda la eternidad! Dios le está premiando en este mundo lo poquito bueno que tiene y le reserva para el otro el espantoso castigo que merece para toda la eternidad. ¡No tengáis envidia de los malvados que triunfan, tenedles profunda compasión!
En cambio, no tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos que en este mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones. Tenedles más bien, una santa envidia; porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las claras que Dios les castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas faltas y flaquezas para darles después el premio espléndido de sus virtudes en la eternidad bienaventurada.
Los Santos, señores, veían con toda claridad estas cosas. Iluminados por las luces de lo alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizá Dios les quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban, reservando para el otro el castigo de los muchos defectos que su humildad multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario: cuando el mundo les perseguía, cuando les pisoteaban, levantaban sus ojos al cielo para darle rendidas gracias a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el cielo, por toda la eternidad.
Esto que los Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que aparezca con la misma evidencia palmaria ante la humanidad entera.
Es preciso que se desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el fracaso de los buenos. Tiene que haber un juicio universal y lo habrá. Entonces volverán las cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que verdaderamente han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad.
Esto que acabamos de decir en términos generales, podría concretarse en infinitos casos particulares. ¡Cuántas veces el justo e inocente aparece ante los hombres como culpable y pecador! Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen, virtudes heroicas ignoradas o perseguidas...
Las cosas no pueden quedar así. En el juicio particular se hace justicia a todos, pero únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya otro segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiante ante todos la inocencia ultrajada de los justos.
Y, al contrario, ¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los más vulgares malhechores! El caballero “intachable” que tenía tratos con una mujer que no era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por comerciante “inteligente”; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como modelo y ejemplar de buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con edificante piedad después de haberse callado, a sabiendas, un pecado grave en la confesión; los crímenes conyugales perpetrados en el seno del hogar al amparo de las tinieblas... Todo aparecerá a la faz del mundo el día de la cuenta definitiva.
Y los pecados colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las injusticias sociales, los negocios fabulosos, las recomendaciones injustas, las maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios permite tamañas monstruosidades? Sencillamente porque habrá un juicio final en el que Dios mismo echará abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas enmascarados y pronunciará el anatema eterno sobre tantos crímenes impunes.
Estas son, señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del juicio universal. Nuestra fe, sin embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de Jesucristo. Lo ha revelado Él: habrá un juicio universal y habrán de comparecer en él todos los hombres del mundo, sin excepción.
Pero todavía concretó mucho más Nuestro Señor Jesucristo en el anuncio y descripción del juicio final. Se dignó revelarnos, con todo detalle, la sentencia misma que pronunciará en aquella tremenda asamblea mundial. Hela aquí, tomada textualmente del Evangelio:
“Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme”.
Y le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”
Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis”.
Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.
Entonces, ellos responderán, diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o desnudo, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos?” Él les contestará diciendo: “En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.
E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna”. (Mt 25, 34-46).
Señores: esto es dogma de fe, son palabras de Cristo, no son opiniones inventadas por los teólogos, no son “cosas de curas y de frailes”, como dicen insensatamente los incrédulos. Son cosas de Cristo, están en el Evangelio, se cumplirán al pie de la letra.
Es conveniente, señores, que meditemos un poco en el verdadero significado y alcance de esa fórmula divina del juicio universal.
Sería un error pensar que en el juicio final se nos examinará exclusivamente sobre la práctica de las obras de caridad. Es cosa clara e indiscutible, que tanto en nuestro juicio particular, como en el juicio universal, se nos juzgará acerca de todo el conjunto de la Ley de Dios, sin excluir ninguno de sus mandamientos. Pero no olvidemos que, en cierta ocasión, los escribas y fariseos preguntaron al mismo Cristo: “Maestro, dinos: ¿Cuál es el primero y más importante de los preceptos de la Ley? Y Jesucristo contestó, sin vacilar: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas” (Mt 22, 35-40).
Con esta respuesta, Cristo quiso poner de manifiesto que, ante todo y sobre todo, la ley evangélica es una ley de caridad. Por eso aludirá a ella especialísimamente en la fórmula del juicio universal. Se nos examinará, sin duda alguna, de toda la ley y los profetas; pero, ante todo, y sobre todo, de la caridad, que es su resumen y compendio.
Se nos preguntará, principalmente, si hemos dado de comer al hambriento y de beber al sediento; si hemos visitado a los enfermos y presos; si hemos vestido al desnudo y hospedado a los peregrinos; si hemos enseñado al que no sabe, corregido al que yerra y dado buenos consejos al que los necesitaba; si hemos consolado al triste y hemos sufrido con paciencia los defectos de nuestros prójimos.
Señores, ante todo, y sobre todo, la caridad. Hay mucha gente que está completamente equivocada; son legión los que han falsificado el cristianismo. No sin alguna razón nos echan en cara por esos mundos de Dios a los católicos españoles que hemos falsificado el catolicismo, que lo hemos transformado en una serie de cofradías y capillitas, de procesiones y desfiles espectaculares, y nos hemos olvidado de la verdad, de la justicia y de la caridad. Esto es lo que habría que hacer, sin omitir aquello, como dice el Señor en el Evangelio. Todo aquello está muy bien. Benditas cofradías, benditas procesiones, benditos escapularios y medallas. Pero esto sólo, ¡no! Esto sólo, no es el catolicismo.
El catolicismo es, ante todo, y sobre todo, caridad, amor, compenetración íntima en Cristo de los de arriba y de los de abajo y de los del medio: “Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer; todos sois uno en Cristo” (Gal 3, 28).
Este es el verdadero cristianismo. Ante todo, y sobre todo, caridad. Que hay muchos cristianos, señores, que pertenecen a todas las cofradías, que andan cargados de escapularios y de medallas y no tienen caridad. Y cometen con ello un gravísimo escándalo, porque hacen odiosa la religión a los fríos e indiferentes y esterilizan la sangre de Cristo sobre tantos y tantos desgraciados.
Señores: ante todo, y sobre todo, la caridad. La salvación del mundo, la salvación de esta sociedad pagana y alejada de Dios, no podrá venir de otra manera que por una auténtica y desbordada inundación de caridad por parte de todos los católicos del mundo. Mientras no practiquemos la caridad no seremos auténticamente cristianos, no podremos llevar al mundo el auténtico mensaje de Cristo. La caridad por encima de todo.
¡Ah!, pero no olvidemos que la caridad, la reina de todas las virtudes, no puede venir en suplencia de la justicia, otra virtud fundamentalísima. La caridad no puede ser el paliativo que encubra los fraudes de la justicia, sobre todo de la social; tiene que venir a completarla, a darle su último toque, su esplendor y su brillo cristiano. Hay que practicar la justicia social en la forma proclamada en estos últimos tiempos por los grandes Papas, Vicarios de Cristo en la tierra. El obrero, el trabajador tiene derecho a comer, no en plan de limosna, no en plan de caridad: en plan de estricta justicia social. El obrero, señores, por su mera condición de persona humana, por el solo hecho de haber nacido, tiene derecho a percibir –a base de su trabajo– el jornal suficiente para vivir él, su mujer y sus hijos.
La doctrina social de la Iglesia está bien clara: salario familiar, participación en los beneficios de la empresa, introducción progresiva en el contrato de trabajo de elementos del contrato de sociedad. Y el empresario, el patrono, que pudiendo incorporar esta doctrina a su empresa o negocio –aunque sea, naturalmente, disminuyendo sus pingües ganancias– no lo hace, es un mal católico y está quebrantando uno de sus más gravísimos deberes.
Claro está que el obrero tiene, por su parte, la obligación de trabajar. Porque es preciso reconocer que se está abusando demasiado al proclamar exclusivamente los derechos de los obreros, sin hablarles jamás de sus deberes. Es preciso proclamar bien alto que los obreros tienen derechos indiscutibles por exigencia de la ley natural: tienen derecho al salario suficiente, tienen derecho a comer. ¡Pero tienen también obligación de trabajar! No es lícito boicotear a la empresa, dejar de trabajar y exigir un salario individual o familiar que no se ha ganado honradamente con el trabajo estipulado. ¡Que trabaje el obrero y que el patrono le dé el salario que necesita para atender a sus necesidades! Los dos tienen que cumplir sus deberes para que puedan reclamar sus derechos. Eso es lo que pide y exige la justicia más elemental y hasta la verdadera caridad cristiana.
¡Ah, si practicáramos todos la verdadera justicia social, completada por la más entrañable caridad cristiana! ¡Qué pronto cambiaría la faz del mundo! Serían imposibles los conflictos sociales, los cataclismos internacionales, la amenaza continua de la guerra.
Cumplidas todas las exigencias de la justicia social, todavía queda un amplio margen para la caridad cristiana. ¡Cuántos sufrimientos y dolores se pueden aliviar, cuántas lágrimas enjugar con el pañuelo de la caridad cristiana!
¡Ricos que me escucháis! Tenéis en vuestras manos un gran instrumento de salvación. Utilizad esas riquezas para granjearos amigos en el cielo, como dice Nuestro Señor en el Evangelio. Utilizad esas riquezas para practicar, con mano espléndida, la limosna al necesitado, como pide la caridad cristiana. Justicia social, sin duda alguna; pero ella sola no basta. La justicia puede mitigar las luchas sociales, pero nunca podrá realizar la unión de los corazones. Es preciso completar la justicia con la caridad cristiana. Y entonces, sí, señores. Cuando los de arriba y los de abajo y los del medio practiquemos la gran virtud, de la que están pendientes toda la ley y los profetas, seremos auténticamente cristianos y alcanzaremos, en el juicio final, la dicha inefable de estar a la derecha de Jesucristo para oír de sus labios divinos la sentencia suprema que habrá de hacernos felices para toda la eternidad. Así sea.
V
EL CASTIGO DEL CULPABLE
Os expuse ayer, a
la luz de la teología católica, dos grandes dogmas de nuestra fe: la
resurrección de la carne y el juicio final. Asistimos con la imaginación a
aquella escena tremenda, la más trascendental de la historia de la humanidad,
que tendrá lugar al fin de los siglos; y oímos la sentencia de Jesucristo,
sentencia de bendición para los buenos: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer
el reino que está preparado para vosotros”, y sentencia de maldición para los
réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.”
No podemos rehuir
estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata de dos dogmas
importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el
destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día
de estas conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será
una conferencia llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro
corazón. Pero esta tarde, señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con
el tema tremendo, terriblemente trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un tema muy
incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría muchísimo
más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con
el pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual
moderno no resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es
preferible hablar de la caridad, de la justicia social, del amor y
compenetración de los unos con los otros, y otros temas semejantes.
Son temas
maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia Católica
no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la
opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos temas tan
duros; pero tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del
más allá, yo no puedo cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma
del infierno, que forma parte del depósito sagrado de la divina revelación.
Señores: La
Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos, el
dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como
tampoco puede crear otros nuevos.
Cuando el Papa
define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se
limita a garantizarnos, con su autoridad infalible, que esa verdad ha sido
revelada por Dios.
El Papa no crea,
no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad infalible –que
no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y gobernada por el
Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida en el depósito de
la revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la verdadera y auténtica
tradición cristiana. Se trata de una verdad revelada por Dios, no de una
opinión teológica inventada o patrocinada por la Iglesia. La Iglesia no altera,
no cambia, no modifica, poco ni mucho, el depósito de la divina revelación que
recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.
El dogma católico
permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la Iglesia
alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo
con toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba
más clara y más evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Este es,
precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias
cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas
Iglesias de Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus
dogmas. Ya creen esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya
rechazan lo que antes aceptaron, sin más norte ni guía que el capricho del
“libre examen”. Y así, se da el caso pintoresco, señores, de que ciertas sectas
protestantes que se separaron de la Iglesia Católica principalmente por no
admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no es
eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina
ironía, José de Maistre–, después de haberse revelado contra la Iglesia por no
admitir el purgatorio, vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el
purgatorio. Es que el error, señores, conduce, lógicamente, a los mayores
disparates.
La Iglesia
Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su
existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe
perfectamente que Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile,
defienda y lo mantenga intacto, sin alterarlo en lo más mínimo.
El dogma católico
es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni cambiará jamás. Y
precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo primero, la
existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin
del mundo.
Os voy a hablar
del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse hoy.
Por de pronto, os
advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. “La Divina
Comedia”, de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario,
pero tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los
tormentos del infierno son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico
no nos dice nada de eso. Rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. Voy
a limitarme a exponeros lo que dice el dogma católico en torno a la existencia
y naturaleza del castigo de los réprobos.
En primer lugar,
os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo hemos oído
muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo entero (v. gr.
Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente ante
nosotros, nos dijera: “Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo
de más allá”, causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que
nadie se atrevería ya a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por
qué no lo envía Dios, para bien de toda la humanidad?
Señores: los que
piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en la cuenta
de que ese hecho que reclaman se ha
producido ya, y en unas condiciones de autenticidad que jamás hubiera
podido soñar la crítica más severa y exigente.
No voy a invocar
el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna monjita de
clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina de Sena o el
de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el infierno y lo
describieron después en sus libros de manera impresionante. Ni voy a citar, en
pleno siglo XX, a los pastorcitos de Fátima, que vieron también, por sus
propios ojos, el fuego del infierno. Personalmente yo estoy convencido de la
verdad de esas visiones y revelaciones privadas que acabo de citar. Pero
nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de personas
particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la Iglesia.
Nuestra fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte, mucho más
inconmovible. Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia y de la
naturaleza del infierno. Os voy decir quién es.
Trasladémonos con
la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer Jueves Santo que conoció la
humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los principales
escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso maniatado: es
Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el representante legítimo de
Dios en la tierra, el entonces jefe de la verdadera Iglesia de Dios –porque ya
sabéis, señores, que el cristianismo enlaza legítimamente con la religión de
Israel, de la que es su plenitud y coronamiento: no hay más que una sola
Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–, el representante auténtico de Dios
en la tierra se pone majestuosamente de pie, y, encarándose con aquel preso que
tiene delante, le dice solemnemente: “Por el Dios vivo te conjuro que nos digas
claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.” Y aquel preso maniatado, levantando con serenidad
su rostro, le contesta: “Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y os digo que un día
veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las
nubes del cielo (Mt 26, 63-64).
Señores: nadie
hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido jamás a
decir: “Yo soy el Hijo de Dios”, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces
acá. Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito
atrevimiento de hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de
decirlo, ha tenido también la infinita audacia de demostrarlo. Una serie de
pruebas aplastantes, absolutamente infalsificables, han puesto la rúbrica
divina a esa tremenda afirmación: “Yo soy el Hijo de Dios.” ¿Queréis que
recordemos unas cuantas?
Un día se
acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó. Y a
la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que
estamos contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo
no veía absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se
acercaba, y preguntó: “¿Qué pasa?” “Es Jesús de Nazaret que se acerca”, le
contestaron. Y al instante, el pobre ciego comenzó a gritar: “¡Jesús, Hijo de
David, ten piedad de mí!” Y alargando las manos, que son los ojos del ciego,
buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le pregunta Jesús con dulzura:
“¿Qué quieres?” ¡Pobrecito, qué iba a querer! “Señor, que vea.” Y Jesús
pronuncia una sola palabra: “Quiero.” Y al instante se abren los ojos del ciego
y comienza a ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista que me
escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio óptico, corteza
cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo con
una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?
Otro día se le
presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le caía a
pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con
lágrimas en los ojos: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Y extendiendo Él
su mano, le toca diciendo: “Quiero, sé limpio.” Y en el acto la carne podrida
del leproso se vuelve fresca y sonrosada como la de un niño que acaba de nacer
(Lc 5, 12-13).
Señores: La
medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los adelantos
modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso!
El bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos
y adelantos de la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola
palabra: “Quiero”, y al momento desapareció la lepra.
Otro día le
seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los
niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: “Dadles de comer.” Pero ellos le
respondieron: “No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.” Él les dijo:
“Traédmelos acá.” Y alzando sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se
los dio a sus discípulos, y estos, a la muchedumbre.
Y comieron todos
y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos llenos (Mt
14, 14-21). ¿Qué os parece?
Otro día dormía
Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se levanta un
fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las olas, amenaza
zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: “¡Señor, sálvanos, que
perecemos!” Y Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento y dijo al
mar: “Calla, enmudece.” Y al instante se aquietó el viento y se hizo completa
calma. Y sus discípulos se preguntaron asustados: “¿Quién será éste que hasta
el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 34-41).
Otro día
Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una
alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).
Otro día...
¿Para qué seguir?
Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades, con las
enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y
Señor de todo.
Pero hay todavía,
señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Señores: en
medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte real: la
putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener
una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando empieza
a descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es ciertísima,
científicamente segura.
Recordemos ahora
la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo de Cristo, cae
gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado al Maestro,
diciéndole: “Señor, el que amas está enfermo”. Jesucristo no acude enseguida;
deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania,
Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a
Jesús: “Señor: si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”, Jesús le
dice: “Yo soy la resurrección y la vida... El que cree en Mí, aunque hubiese
muerto, vivirá”. Se dirige al sepulcro, seguido de una gran muchedumbre. Y
ordena: “Quitad la piedra”. Y al instante perciben todos el hedor pestilencial
del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al
cielo, pronuncia estas palabras: “Padre, te doy gracias porque me has
escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea,
lo digo: para que crean que Tú me has
enviado”. Y diciendo esto, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!” Y al
instante, como un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver
putrefacto de Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida.
Señores: el
milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y
creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios,
puede suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros
en nombre propio, no en nombre de
Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre,
y le invoca no para pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para
que los que le rodean crean que ha sido
enviado por Él.
Jesucristo tuvo
la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una manera
aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el
cielo, cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se
oyó la voz augusta del Eterno Padre, que exclamaba: “Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo
puestas mis complacencias”. (Mt 3, 16-17).
Pues bien: ese
que es el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe perfectamente lo que
hay en el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio que existe
el infierno y que es eterno, que no terminará jamás. “Que venga alguien del
otro mundo a decirlo”. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo de Dios.
¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de la carcajada volteriana negando
la existencia del infierno? Las cosas de Dios son como Dios ha querido que
sean, no como se les antojen a los incrédulos.
¡Pobres
incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy
bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas
que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes.
Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una
carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin
embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y
después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de
España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe,
aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente
en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio
práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le
muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío!
Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de
consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el
momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San
Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que
deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios
inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo
reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes
fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te
devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente
superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte
delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para
recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser
el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te
pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener
más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el
sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras
tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos
del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso
es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres
incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe.
Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento
alguno que les impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian
olímpicamente las verdades de la fe.
No tienen ningún
argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda
clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un
argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la
contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas
proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por
esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible
encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya
incrédulos de cabeza –como os decía
el otro día–, pero los hay abundantísimos de
corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna
por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido
hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la
fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo
prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.
¡Insensato! ¡Como
si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas!
¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora!
¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura:
“Antes desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos.
También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros
el terror”. (Prov 1, 25-26). El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda
claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!”
(Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y riendo tranquilamente.
Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.
El infierno
existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los
incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad.
Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que
hay en él.
El catecismo, ese
pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina
católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin
mezcla de bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más
profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en
persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos
de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta fórmula terrible se contiene un
maravilloso resumen de toda la teología del infierno.
Porque el
infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres: lo
que llamamos en teología pena de daño,
lo que llamamos pena de sentido y la eternidad de ambas penas. Ahí tenemos
toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son circunstancias
accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y
resumidas en la frase de Cristo: “Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al
fuego (pena de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)”.
Señores:
maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por
partes.
Lo principal del
infierno es lo que llamamos en teología la pena
de daño. La condenación
propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para
toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.
Ya estoy oyendo
la carcajada del incrédulo: “¿De verdad, Padre, que lo más terrible que hay en
el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad? Pues
entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo sé
prescindir muy bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De
manera que si lo más terrible que me voy a encontrar en el infierno es que allí
no tendré a Dios, ya puede enviarme allá cuando le plazca”.
¡Pobrecito! No
sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento, que puede ser
que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha.
Te gusta la
belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en forma
de mujer...
Te gusta el
dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién sabe si precisamente
por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has robado tanto, porque has
cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de la religión y del más
allá.
Si eres una
muchacha frívola, ligerilla, mundana, ¡cómo te gustaría ser una estrella
cinematográfica, aparecer en primer plano en todas las pantallas, en la portada
de todas las revistas cinematográficas del mundo, ser una figura de fama mundial,
que todo el mundo hablara de ti...! ¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad?
Pues mira: todas
esas cosas no son más que “gotitas” de una felicidad efímera, que no llena el
corazón. ¡Si lo sabes tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del
todo satisfecho, del todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio,
de la carne no se encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy
bien por experiencia!
Ahora bien: en el
momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del cuerpo, aparecerá
delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante de ti como
un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e inabarcable, sin principio ni fin. Y
comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad, que Dios es el centro
del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente que en Él está
concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de honor, y
de alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, con una sed de
perro rabioso, trates de arrojarte a aquel océano de felicidad que es Dios,
saldrán a tu encuentro unos brazos vigorosos que te lo impidan, al mismo tiempo
que oirás claramente estas terribles palabras: “¡Apártate de Mí, maldito!” ¡Ah!
Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces verás que la pena de sentido, la
pena de fuego que voy a describir inmediatamente, no tiene importancia, es un
juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se apoderará de ti
cuando veas que has perdido aquel océano de felicidad inenarrable para siempre,
para siempre, para toda la eternidad.
Dios, señores,
actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán incandescente: les
atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos formarnos la menor
idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto es lo
que constituye la entraña misma de la pena
de daño.
Pero, me diréis:
“Padre, ¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente tienden a Él?
¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?”
De ninguna
manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El
condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende
irresistiblemente a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas.
Esa tendencia no es arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios
porque ve con toda evidencia que, poseyéndole, sería completa y absolutamente
feliz, pero sin arrepentirse de haberle ofendido en este mundo.
El condenado no
se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son imposibles los
cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados en el bien o en el mal,
según nos encuentre en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de
Dios, la muerte nos fosilizará en el
bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la
muerte nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos arrepentirnos jamás.
El condenado
tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no solamente
no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios
por puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría;
pero sin la menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es
muy justo, señores, que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os
decía que Dios actúa sobre el condenado como un electroimán incandescente: le
atrae y le quema al mismo tiempo. No podemos formarnos idea, acá en la tierra,
del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados.
Y luego viene la
pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia, comparada con la
de daño. Es la pena del fuego. Yo no
sé, señores, porque la Iglesia Católica no lo ha definido expresamente, si el
fuego del infierno es de la misma naturaleza que el fuego de la tierra: no lo
sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la
Sagrada Penitenciaría Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que
preguntó qué tenía que hacer con un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si
se tratase únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría
contestó que ese penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y
si después de la debida instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había
que negarle la absolución. Está claro, señores.
El fuego del
infierno es un fuego real, no
metafórico, aunque no podemos precisar si es o no de la misma naturaleza que el
fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy distintas, porque el
fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las almas;
y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios.
Me acuerdo en
estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de Santander. Era un
pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en el
establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo la
catástrofe económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo
con el fin de hacer salir las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho
en salir y el incendio crecía por momentos, el padre del muchacho quiso
lanzarse también, ya no por las vacas, sino por sacar a su hijo que iba a
perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De pronto, el muchacho
salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de cabeza a una
poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió
rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras
mortales, gritaba espantosamente al mismo tiempo que decía: “¡Confesión,
confesión, que me quemo; confesión, que me abraso!” Pocas horas después de recibir
el Viático murió retorciéndose con terribles dolores.
Señores: yo no sé
si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra, pero sé
que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los
condenados para toda la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo
que dejarlo de creer. Las cosas son así, aunque nos resulten incómodas y
molestas.
Pero lo más
espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera característica:
su eternidad. El infierno es eterno.
¿Habéis
contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el
pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el
pez se retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres
branquias no están adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire:
necesita absorberlo diluido en el agua. Su agonía es terrible, pero dura unos
momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y desesperado coletazo y queda
inmóvil: ha muerto ahogado.
Imaginad ahora,
señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la vida en el
sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará
más que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se
encuentre en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover,
que le es imposible liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué
desesperación tan espantosa! Pero durará unos minutos nada más, porque por
asfixia morirá muy pronto, esta vez definitivamente.
Pues imaginad
ahora lo que será un tormento y desesperación eternos.
La eternidad no
tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En la esfera
del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta,
inmóvil, fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días,
ni semanas, ni meses, ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como
un reloj parado, que no transcurrirá
jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.
¡Un trillón de
siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con mucha facilidad. Ya no es tan sencillo
escribirla: hay que escribir la unidad seguida de dieciocho ceros. ¿Pero sabéis
lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de céntimos entre todos
los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos tendría
cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente
de céntimos!
Pues cuando en la
esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la eternidad
permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno
seguirá petrificado.
Señores: el
infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos se
rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de
las cosas.
Pero, quizá me
digáis: “Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema. Creemos en la
existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos
basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia
y eternidad del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo?
¿Cómo puede compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia
infinita de Dios, proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas
Escrituras? Al incrédulo no le cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al
parecer tan clara y manifiesta”.
Tenéis razón,
amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y prescindiendo de
los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente hablando, a
mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con
toda mi alma porque lo ha revelado Dios.
Pero, ¿sabéis por
qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza?
Recordad la
bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla del mar
y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de
comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole
vueltas a su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño
pequeño que acababa de excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que
iba llenando de agua trasladándola del mar con una pequeña concha. San Agustín
le preguntó: “¿Qué estás haciendo, pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda
el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero, ¿no ves que eso es imposible?”
“Más imposible todavía es que tú puedas comprender el misterio insondable de la
Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede caber en tu
cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño,
sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella
gran lección.
Señores: ésta es
la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente grandes, nuestra
pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es cierto que
en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de
Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del
infierno. ¿Qué cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los
hechos, claros e indiscutibles.
Sin embargo,
señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma terrible
del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente
más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la
Encarnación del Verbo es incomparablemente más grande y estupendo que el de la
existencia del infierno. Nos cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que
Dios Nuestro Señor se haya hecho hombre y haya muerto en una cruz para salvar a
los hombres. Si un hombre se transformase en hormiga y se dejase matar para
salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco. Y, sin embargo,
señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción, alguna
semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni
proporción: la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se
hizo hombre, para salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación
increíble, se dejó clavar en una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y
permitió que su Madre Santísima se convirtiese en la Reina y Soberana de los
mártires, asistiendo a la terrible escena del Calvario, donde, a fuerza de
increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la humanidad.
Todo esto,
señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en la
cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en
el corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de
los mismos ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa
inteligencia angélica, esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres
cabecitas humanas. Pero que ese mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los
hombres mande al infierno para toda la eternidad al gusano asqueroso que abuse
definitivamente de la sangre de Cristo, que traspase el corazón de la Virgen de
los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes nefandos, ¡eso ya no nos
cabe en la cabeza!
Señores: tenemos
que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos caben en la cabeza
cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos y penas
personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se
trata de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos
limpio; hay aquí una falta evidente de honradez.
“¿Pero no es Dios
infinitamente misericordioso?”
¿Lo preguntas tú?
¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil? ¿Cincuenta mil? ¿Y
todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no sabes que
si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el
primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al
infierno para toda la eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente
misericordioso espera con tanta paciencia que se arrepienta el pecador y le
perdona en el acto, apenas inicia un movimiento de retorno y de
arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y humillado.
No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente
misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente,
obstinadamente, durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza
definitivamente a Dios, sería el colmo de la inmoralidad echarle a Dios la
culpa de la condenación eterna de ese malvado y perverso pecador.
No puede
tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: “Está bien que se
castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el
futuro, ¿por qué crea a los que sabe que se han de condenar?”
Señores: esta
nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al pecador.
Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le ofrece
generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere sinceramente que
todos los hombres se salven. A nadie predestina al infierno. Ahí está Cristo
crucificado para quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está delante del crucifijo
la Virgen de los Dolores. Dios quiere que todos los hombres se salven, y lo
quiere sinceramente, seriamente, con toda la seriedad que hay en la cara de
Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se salven; pero, cuando
obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se pisotea la sangre de
Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del cinismo, el colmo de la
inmoralidad sería preguntar por qué Dios ha creado a aquel hombre sabiendo que
se iba a condenar. Señores: el colmo de la inmoralidad.
Es ridículo,
señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo con
infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, también
con infinito amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos vanamente en
poner objeciones al dogma del infierno –que en nada alterarán su terrible
realidad– procuremos evitarlo con todos los medios a nuestro alcance. Por
fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el infierno? Pues pongamos los
medios para no ir a él.
En realidad, como
os decía el primer día, éste es el único gran negocio que tenemos planteado en
este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son problemitas sin
trascendencia alguna.
¡Muchacho,
estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder las
vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.
¡Millonario que
te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una miseria
vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.
Tú, el que en una
catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a tu mujer o a
tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les volverás a
encontrar.
Y tú, la mujer
mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame. Humanamente
hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de risa! Ya
volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.
La única
desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la
condenación eterna de nuestra alma. ¡Eso sí que es terrible sobre toda
ponderación y encarecimiento!
¡Que se hunda
todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la dignidad, la
vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa tremendamente
seria: la salvación del alma.
Estamos a tiempo
todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.
¡Pobre pecador
que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de Cristo;
aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus
santos mandamientos, fíjate bien: si
quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una larga caminata;
te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas
delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más
íntimo del alma este grito de arrepentimiento: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten
compasión de mí!” Yo te garantizo, por la
sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen ladrón,
la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: “Hoy mismo, al caer la tarde,
al final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso”.
Pero para ello
Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te presentes a uno
de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los sacerdotes que dejó
instituido en su Iglesia para que te extienda, en nombre de Dios, el
certificado de tu perdón. Basta que hables unos pocos minutos con él. Te
escuchará en confesión, te animará, te consolará con inmensa caridad y dulzura.
Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo Cristo a través
de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la fórmula
que será ratificada plenamente en el cielo. “Yo te absuelvo, vete en paz, y en
adelante, no vuelvas a pecar”. Así sea.
VI
LA RECOMPENSA ETERNA
Hemos llegado,
señores, al final de esta serie de conferencias cuaresmales. Como os anuncié
ayer, en ésta mi última intervención, os voy a hablar del cielo. Voy a haceros
un resumen de la teología del cielo, siguiendo, paso a paso, al Doctor
Angélico, Santo Tomás de Aquino, que interpreta maravillosamente, con su
lucidez y profundidad habituales, los datos que nos proporciona la divina
revelación en torno a la ciudad de los bienaventurados.
En nuestro
lenguaje corriente y familiar, la palabra cielo
la tomamos en sentidos muy diferentes. Los principales son tres: el
atmosférico, el astronómico y el teológico. Vamos a echar un vistazo rápido a
los dos primeros, para detenernos después en el tercero, que es el único que
alude al cielo de nuestra fe.
El cielo atmosférico,
señores, es uno de los espectáculos más bellos que podemos contemplar en este
mundo. Cuando salimos a la calle en una mañana espléndida de primavera solemos
exclamar entusiasmados: “¡Qué día más hermoso, qué cielo tan azul!”
Es cierto –lo
sabíamos muy bien, aunque no nos lo hubiera recordado Argensola– que
...ese cielo azul que todos vemos
¡ni es cielo, ni es azul!
Cierto que no, Y,
sin embargo, a pesar de que ese cielo azul que todos vemos no es el cielo de
nuestra fe, algo nos dice y algo nos recuerda de él. Porque todo lo bello eleva
el espíritu y le habla de la suprema y eterna belleza, de la cual las bellezas
creadas no son sino huellas, vestigios, simples derivaciones y resonancias, a
distancia infinita de la divina realidad.
¡Qué hermoso un
amanecer en lo alto de una montaña! Allá en la provincia de Salamanca tenemos
los dominicos un santuario famoso: el de Nuestra Señora de Peña de Francia.
Situado en lo más alto de una ingente montaña, a mil setecientos metros de
altura sobre el nivel del mar, se domina desde ella un panorama deslumbrador;
pero nada iguala al espectáculo de la salida del sol en una tibia mañana del
mes de agosto, sobre todo cuando el astro rey tornasola con reflejos
inimitables aquel inmenso mar de nubes que se extiende en las estribaciones de
la montaña cubriendo totalmente la hondonada del valle.
Otro espectáculo
deslumbrador que nos proporciona el cielo atmosférico es una puesta de sol en
la inmensidad del mar. En estos momentos me estoy acordando de las costas
gallegas, de las rías de Pontevedra y de Vigo que tan maravillosamente describe
Rosalía de Castro. Cuando al caer de una tarde veraniega, el sol se hunde poco
a poco en el mar como para tomar un baño de placer, no hay pintor humano que
pueda apoderarse con los colores de su paleta de aquella riquísima gama de
colores, que el crepúsculo vespertino multiplica después con infinito alarde de
matización.
Señores: el cielo
atmosférico no es el cielo de nuestra fe. Y, sin embargo, nos habla, en cierto
modo, de él, porque nos acerca a Dios, en cuya posesión y goce furtivos
consiste el verdadero cielo.
Quizá más bello
todavía, y desde luego mucho más impresionante que el cielo atmosférico, es el
cielo de los astros: el llamado cielo
astronómico. El espectáculo de una noche serena, cuajada de estrellas, es
de los más deslumbradores que en este mundo cabe contemplar. Precisamente la
contemplación de una noche estrellada arrancó a nuestro Fray Luis de León
aquellas estrofas sublimes:
Morada de grandeza
templo de claridad y de hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?
templo de claridad y de hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?
¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino
olvidado, perdido,
sigue la vana sombra, el bien fingido?
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino
olvidado, perdido,
sigue la vana sombra, el bien fingido?
¡Ay!, despertad, mortales;
mirad con atención a vuestro daño.
Las almas inmortales,
hechas a bien tamaño,
¿podrán vivir de sombras y de engaño?
mirad con atención a vuestro daño.
Las almas inmortales,
hechas a bien tamaño,
¿podrán vivir de sombras y de engaño?
Los Santos amaban
la contemplación del firmamento tachonado de estrellas. Esos puntitos luminosos
esparcidos por la inmensidad del firmamento como polvo de brillantes, les
hablaban altamente de Dios. San Juan de la Cruz pasaba, con frecuencia, las
noches contemplando extasiado las estrellas desde el ventanillo de su celda.
San Ignacio de Loyola, contemplando una noche serena, desde la azotea de la
casa profesa de Roma, les decía a sus hijos de la Compañía: “¡Oh, cuán vil me
parece la tierra cuando contemplo el cielo!” A Santa Teresita del Niño Jesús le
gustaba, ya desde pequeña, contemplar el cielo estrellado, donde le parecía ver
escrito su nombre.
A simple vista se
pueden contemplar de ocho a doce mil estrellas, según la potencia visiva del
observador. Pero lo más admirable del cielo astronómico es precisamente lo que
no se puede ver a simple vista: el número incalculable de las estrellas, su
tamaño colosal, la formidable energía que en ellas se acumula, sus movimientos
vertiginosos, las distancias fabulosas que las separan, la pasmosa organización
de esa gigantesca maquinaria, que, cual reloj de maravillosa precisión, no se
adelanta ni retrasa un segundo a todo lo largo de los siglos.
La Creación,
señores, es un gigantesco reloj en movimiento. Con relación a otros astros, la
tierra camina a paso de tortuga; y, recorriendo su elíptica alrededor del sol,
camina nada menos que a 30 kilómetros por segundo. ¡Y es paso de tortuga!,
porque algunas estrellas caminan a velocidades de miles de kilómetros por
segundo. Y a esas velocidades fantásticas se entrecruzan en el espacio sin que
se produzca jamás un choque ni la menor colisión.
Señores: un
ilustre matemático francés, Moigno, nos dice que si se presentan dos cuerpos de
diferentes tamaños, de diferente densidad, de diferente fuerza de atracción, y
los hacemos evolucionar el uno junto al otro, la ciencia puede organizar ese
movimiento de tal manera que nunca tropiecen. Si son tres, el problema es ya de
los más arduos. Si entran cuatro, la ciencia se declara en quiebra: no lo sabe
organizar. Y, sin embargo, señores, millones y millones de estrellas y de
astros, de diferente tamaño, de diferente densidad, de diferente fuerza de
atracción, andan dando vueltas, a velocidades vertiginosas, por la inmensidad
del firmamento, entrecruzando sus elípticas, sin que se produzca jamás un choque,
sin que estalle una catástrofe cósmica, sin que se perturbe en lo más mínimo
“ese silencio imponente de los espacios infinitos” que asombraba a Pascal. Es
el brazo omnipotente de Dios que está jugando con las estrellas como los niños
con pompitas de jabón.
Asusta pensar en
las distancias astronómicas que la ciencia moderna, con sus aparatos
perfectísimos, ha logrado medir con admirable precisión. La estrella más
cercana a nosotros es el Alfa del Centauro. No se ve en Europa, pero sí en
América: está en el otro hemisferio. Es nuestra vecina, y, sin embargo, dista
de nosotros más de cuatro años luz.
Eso quiere decir que la luz, que camina a la espantosa velocidad de 300.000
kilómetros por segundo, tarda más de cuatro años en llegar a nosotros. Si
tuviéramos que recorrer esa distancia en un avión a la velocidad de 1.000
kilómetros por hora, tardaríamos en llegar al Alfa del Centauro, la estrella
más cercana a nosotros, cerca de cinco millones de años. Y es nuestra vecina,
señores. Está ahí, detrás de la puerta. Hay estrellas que distan de nosotros
varios millones de años luz, que
recorridos con el avión que acabamos de hablar arrojaría una cantidad fabulosa
de millonadas de siglos. ¡Qué grandeza, qué inmensidad la de Dios, que desde el
principio de la Creación viene sosteniendo y gobernando esos mundos inmensos
sin cansancio ni menoscabo de su brazo omnipotente!
Y si del mundo de
lo inmensamente grande pasamos al de lo inmensamente pequeño, nos encontramos
con prodigios tan grandes o mayores todavía. Porque nos dice la ciencia
astronómica, señores, que el sol, la estrella central de nuestro sistema
planetario, está lanzando al espacio continuamente nada menos que 250 millones
de toneladas de fotones –átomos de luz– por minuto. Pero que nadie se asuste
creyendo que los días del astro rey están contados en virtud de esa pérdida
enorme y continua de energía. Que nadie tema por la muerte del sol; porque,
aunque es una estrella pequeñísima comparada con otras muchas estrellas del
firmamento, es, sin embargo, tan grande, que puede permitirse el lujo de ir
perdiendo cada minuto 250 millones de toneladas, al menos durante 200.000
siglos, según ha calculado la ciencia astronómica moderna.
¡Qué cosa tan
grande es el cielo astronómico, señores! ¿Qué otra cosa puede darnos una idea
tan impresionante de la inmensidad de Dios, que está jugando con todo eso,
vuelvo a repetir, como los niños con pompitas de jabón? Con razón dice el
salmo, aludiendo al cielo astronómico, que “los cielos cantan la gloria de
Dios”.
Pero ese cielo tan
deslumbrador no es nuestro cielo, no es el cielo de la fe. El cielo de la fe,
la patria de las almas inmortales está incomparablemente más arriba todavía. Ya
es hora de que comencemos a exponer la teología del verdadero cielo. Hasta aquí
me he limitado a ambientar un poco la grandeza del cielo cristiano hablándoos
del cielo de los astros; ahora voy a comenzar la explicación de la teología del
cielo de las almas, del cielo sobrenatural que nos aguarda más allá de esta
vida.
Para poner orden
y claridad en mis palabras, voy a dividir mi exposición en dos partes. En la
primera os hablaré de la gloria accidental del cielo; en la segunda, de la
gloria esencial. Y en la gloria
accidental, todavía voy a establecer un subdivisión: primero la gloria
accidental del cuerpo, y luego la gloria accidental del alma.
Vamos a empezar
por lo de inferior categoría, por lo más imperfecto: la gloria accidental del
cuerpo. Y os advierto, antes de comenzar la descripción del cielo teológico,
que no voy a deciros absolutamente nada que no se apoye directamente en la
divina revelación. No voy a proyectar ante vosotros una película fantástica,
pero soñada. No son datos de una imaginación enfermiza o calenturienta; no son
sueños de un poeta. Son datos revelados por Dios. Los podéis leer en la Sagrada
Escritura: ¡los ha revelado Dios! Lo único que voy a hacer es daros la
interpretación teológica de esos datos revelados, debida al genio portentoso
del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino. Pero, fundamentalmente, lo que os
voy a decir no lo ha inventado Santo Tomás ni ningún otro teólogo. Son datos
revelados por Dios en las Sagradas Escrituras.
Decimos en
teología, señores, y es cosa clara y evidente, que la gloria del cuerpo no será
más que una consecuencia, una redundancia de la gloria del alma. En la persona
humana, lo principal es el alma; el cuerpo es una cosa completamente
secundaria. El alma puede vivir, y vive perfectamente, sin el cuerpo; el
cuerpo, en cambio, no puede vivir sin el alma.
En este mundo
estamos completamente desorientados. Concedemos más importancia a las cosas del
cuerpo que a las del alma. Se pone el cuerpo enfermo y le atendemos en el acto
con medicinas y tratamientos y sanatorios y operaciones quirúrgicas, y todo lo
que sea menester para recuperar la salud. Y son legión, señores, los que tienen
enferma el alma, y quizá del todo muerta por el pecado mortal, ¡y ríen y gozan,
y se divierten y viven completamente tranquilos, como si no les ocurriera
absolutamente nada! ¡Qué aberración, señores! Cuando veamos las cosas a la luz
del más allá, veremos que las cosas del cuerpo no tienen importancia ninguna;
lo esencial es lo del alma, lo que ha de durar eternamente.
En el cielo
funcionan las cosas rectamente. La gloria del cuerpo no será más que una
redundancia, una simple derivación de la gloria del alma. El alma
bienaventurada, incandescente de gloria por la visión beatífica de que goza ya
actualmente, en el momento de ponerse en contacto con su cuerpo al producirse
el hecho colosal de la resurrección de la carne, le comunicará ipso facto su propia bienaventuranza.
Ocurrirá algo así como lo que pasa en un farolillo de cristales multicolores
cuando encendemos una luz dentro de él: aparece todo radiante, lleno de luz y
de colorido. El cuerpo, al resucitar, al ponerse en contacto con el alma
glorificada, se pondrá también incandescente de gloria, lleno de luz y de
hermosura, según el grado de gloria que Dios le comunique a través de su propia
alma. Por eso os decía que la gloria del cuerpo será una simple consecuencia de
la gloria del alma. Y sabemos por la Sagrada Escritura, porque lo ha revelado
Dios, que el cuerpo glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas:
claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad.
En primer lugar
la claridad. El profeta Daniel,
describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que “brillarán con
esplendor del cielo” y que “resplandecerán eternamente como las estrellas”
(Dan. 12, 3). Y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que “los justos
brillarán como el sol en el reino del Padre” (Mt. 13, 43).
Los cuerpos
gloriosos serán resplandecientes de luz. Si contempláramos ahora mismo el
cuerpo glorioso de Jesús o el de María Santísima –únicos que actualmente hay en
el cielo–, quedaríamos deslumbrados ante tanta belleza.
El cuerpo humano,
aún acá en la tierra, es una verdadera obra de arte. Los artistas –pintores y
escultores– de todas las épocas y de todas las razas han reproducido la belleza
del cuerpo humano. Lástima que muchas veces profanen una cosa tan bella como el
cuerpo humano para convertirla en una de las más inmundas e inmorales, en una
pornografía baja y desvergonzada. Pero no cabe duda que, contemplado con ojos
limpios y finalidad sana, el cuerpo humano constituye, aún acá en la tierra,
una verdadera obra de arte maravillosa. Pues, ¿qué será, señores, el cuerpo
espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz, mucho más resplandeciente
que la del sol?
Dice Santa Teresa
que, en una visión sublime, le mostró Nuestro Señor Jesucristo nada más que una
de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es “fea y apagada”
comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor Jesucristo.
Y añade que ese resplandor, con ser intensísimo, no molesta, no daña a la
vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite.
La contemplación
de los cuerpos gloriosos resplandecientes de luz de millones y millones de
bienaventurados, será un espectáculo grandioso, deslumbrador, que llenará, ya
por sí solo, de inefable felicidad a los bienaventurados.
La segunda
cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad.
Consta también, expresamente, en varios pasajes de la Sagrada Escritura: “Al
tiempo de la recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral”
(Sap 3, 7). Ello quiere decir que los bienaventurados podrán trasladarse
corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente. Digo casi,
porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo movimiento, por rapidísimo
que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes: el de abandonar
el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de
llegar efectivamente al término. Y eso puede hacerse, si queréis, en una
millonésima de segundo, pero de ninguna manera en un solo instante,
filosóficamente considerado; tiene que transcurrir algún tiempo, aunque sea
absolutamente imperceptible, una millonésima de segundo si queréis. Pero ese
tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la velocidad del
pensamiento. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este mundo,
instantáneamente, a regiones remotísimas: de la tierra a la luna, a las más
remotas estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos
encontramos mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico. En el cielo,
el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse,
por remotísimo que esté. En esto consiste el dote maravilloso de la agilidad.
La tercera
cualidad es la impasibilidad. Eso
significa que el cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al
sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede
afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable. Metido en una
hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En
medio del fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño.
Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no
está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor. No es que
sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está
maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites inefables,
intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor. Esto significa la impasibilidad del cuerpo glorioso.
Consta también expresamente en la Sagrada Escritura: “Ya no tendrán hambre, ni
sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está
en medio del trono, los apacentará y guiará a las fuentes de aguas de vida, y
Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 16-17).
Pero aún hay otra
cuarta cualidad: la sutileza. Dice el
apóstol San Pablo que “el cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual” (1
Cor 15, 44). No quiere decir que se transformará en espíritu; seguirá siendo
corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y
gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor
resistencia.
Muchos teólogos
creen que, en virtud de esta sutileza, el cuerpo del bienaventurado podrá
atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, podrá entrar en una
habitación sin necesidad de que le abran la puerta. Santo Tomás de Aquino –por
el contrario– piensa que la sutileza no es otra cosa que el dominio total y
absoluto del alma sobre el cuerpo, de tal manera, que lo tendrá totalmente
sometido a sus órdenes. Es cierto, dice el Doctor Angélico, que los
bienaventurados podrán atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, o
entrar en una habitación sin necesidad de que les abran la puerta; pero eso
será, no en virtud de la sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de
tipo milagroso, que estará totalmente a disposición de ellos.
Como se ve, para
el caso es completamente igual. Como quiera que sea, lo cierto es que podremos
atravesar los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un
rayo del sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.
La Sagrada
Escritura, señores, nada nos dice acerca de los goces de los sentidos; pero es
indudable que los tendrán también intensísimos y sublimes. No hace falta tener
una imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de
quedar beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces
correspondientes. Ahora bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo
cosas hermosísimas, y los oídos oyendo armonías sublimes, y el olfato
percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el tacto con deleites
delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. Nada de esto dice la
Sagrada Escritura, pero lo dice el simple sentido común.
De manera, que
nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un
océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto, señores,
constituye la gloria accidental del
cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría
desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del cielo.
Mil veces por
encima de la gloria del cuerpo, señores, está la gloria del alma. El alma vale
mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la carne no
nos lo dejan ver. En el otro mundo lo veremos clarísimamente.
¡La gloria del
alma! Vayamos por partes, de menor a mayor.
Empecemos por los
goces de la amistad. Cuando dos amigos se quieren de veras, cuando dos
corazones se han fusionado en uno solo, la separación violenta, sobre todo si
ha de ser para largo tiempo, resulta siempre dolorosa. Y si es la muerte quien
se encarga de separar para siempre, acá en la tierra, a esos dos íntimos
amigos, ¡qué desgarro experimenta el pobre corazón humano! Pero queda todavía
la dulcísima esperanza: en el cielo se reanudará para siempre aquella amistad
interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse
jamás.
La amistad es una
cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima de ella están
los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¿No lo recordáis? ¿No lo
recordáis cualquiera de los que me estáis escuchando? Cuando se os murió
vuestro padre, o vuestra madre, o vuestros hijos, experimentasteis la amargura
más grande de vuestra vida. Cuando tenemos cadáver en casa, ¡qué frío está el
hogar! Y cuando se llevan de casa los despojos de aquel ser tan querido, nos
arrancan un jirón de nuestras almas, un pedazo de nuestras entrañas. ¡Cómo nos
duele, señores, aquella terrible separación!
¡Ah!, pero vendrá
la resurrección de la carne, y con ella la reconstrucción definitiva de la
familia. ¡Qué abrazo nos daremos en el cielo! ¡La familia reconstruida para
siempre! Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!
Pero quizá a
alguno de vosotros se le ocurra preguntar: “Padre, ¿y si al llegar al cielo nos
encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que
seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para
toda la eternidad?”
Esta pregunta
terrible no puede tener más que una sola contestación: en el cielo cambiará por
completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los planes
de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En
este mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas;
pero en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un
miembro de nuestra familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos
inmensamente felices de todas formas. Pero, no cabe duda, señores, que si no
falta un solo miembro de nuestra familia, si logramos reconstruirla enteramente
en el cielo, nuestra alegría llegará a su colmo y será inenarrable.
¿Queréis lograr
esa sublime aspiración? ¿Queréis que no falte un solo miembro de vuestra
familia en el cielo? Os voy a dar la fórmula para alcanzarla: rezad el rosario
en familia todos los días de vuestra
vida. La familia que reza el rosario todos los días tiene garantizada
moralmente su salvación eterna, porque es moralmente imposible que la Santísima
Virgen, la Reina de los cielos y tierra, que es también nuestra Reina y Madre
dulcísima, deje de escuchar benignamente a una familia que la invoca todos los
días, diciéndole cincuenta veces con fervor y confianza: “Ruega por nosotros
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Es moralmente imposible,
señores, lo afirmo terminantemente en nombre de la teología católica. La Virgen
no puede desamparar a esa familia. Ella se encargará de hacerles vivir
cristianamente y de obtenerles la gracia de arrepentimiento si alguna vez tiene
la desgracia de pecar. Es cierto que el que muere en pecado mortal se condena,
aunque haya rezado muchas veces el rosario durante su vida. Eso, desde luego.
El que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el
rosario. ¡Ah!, pero lo que es moralmente imposible es que el que reza muchas
veces el rosario acabe muriendo en pecado mortal. La Virgen no lo permitirá. Si
rezáis diariamente, y con fervor, el rosario, si invocáis con filial confianza
a la Virgen María, Ella se encargará de que no muráis en pecado mortal.
Dejaréis el pecado; os arrepentiréis, viviréis cristianamente y moriréis en
gracia de Dios. El rosario bien rezado diariamente es una patente de eternidad,
¡un seguro del cielo! No os lo dice un dominico entusiasmado porque fue Santo
Domingo de Guzmán el fundador del rosario. No es esto. Os lo digo en nombre de
la teología católica, señores. ¡Rezad el rosario en familia todos los días de
vuestra vida y os aseguro terminantemente, en nombre de la Virgen María, que
lograréis reconstruir toda vuestra familia en el cielo! ¡Que alegría tan grande
al juntarnos otra vez para nunca más volvernos a separar!
Por encima de los
goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma alegrías inefables
con la amistad y trato con los Santos. En este mundo no podemos comprender
esto, pero ya os he dicho que en la otra vida cambiará por completo nuestra
mentalidad. Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de bondad, de
belleza, de amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el que se
concentra la plenitud total del Ser. Y, en consecuencia lógica, aquellos seres,
aquellas criaturas que estarán más cerca de Dios contribuirán a nuestra
felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia familia. De manera que
el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de Dios– nos
producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de
nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su
mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles
resplandecientes de luz en el cielo y entablar amistad íntima con ellos.
Pero más todavía
que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada nuestra alma
con la contemplación de los ángeles de Dios, criatura bellísimas,
resplandecientes de luz y de gloria. Dice Santo Tomás de Aquino, y lo demuestra
de una manera categórica, que los ángeles del cielo son todos específicamente distintos. Lo cual
quiere decir que no hay más que uno solo de cada clase. Imaginaos, por ejemplo,
que en el reino animal no hubiera en todo el mundo más que un solo caballo, un
solo león, un solo toro, un solo elefante, etc., etc.; uno solo de cada clase.
Pues esto, exactamente, es lo que ocurre con los ángeles: cada uno de ellos
constituye una especie distinta
dentro del mundo angélico, a cuál más hermosa, a cuál más deslumbradora, pero
totalmente diferente de todas las demás. No hay dos ángeles iguales. La
contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un
espectáculo grandioso, señores. Sabemos por la Sagrada Escritura que los
ángeles, a pesar de su diversidad específica individual, se agrupan en nueve
coros o jerarquías angélicas, que reciben los nombres de ángeles, arcángeles,
principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y
serafines. Lo dice la sagrada Escritura, señores, lo ha revelado Dios, no son
sueños fantásticos de un poeta. La contemplación de esas nueve jerarquías
angélicas, con el número incontable de ángeles distintos que forman parte de
cada una de ellas, será un espectáculo maravilloso, sencillamente fantástico,
del que ahora no podemos formarnos la menor idea.
Mil veces por
encima de los ángeles, la contemplación de la que es Reina y Soberana de todos
ellos nos embriagará de una felicidad inefable.
¡Madrileños! ¿Os
acordáis cuando hace unos años vino a Madrid la Virgen de Fátima, aquella
imagencita pequeña de Cova de Iria, la auténtica, la que se venera en el lugar
mismo de las apariciones? Fue tal el delirante entusiasmo que se apoderó de
vosotros, que hubo momento en que detrás de ella –lo estáis recordando todos–
iban cuatrocientos mil madrileños,
porque la Virgen de Fátima era un imán que atraía irresistiblemente vuestros
corazones. Y aquello no era más que una imagencita blanca, preciosa, la
auténtica Virgen de Fátima, la de Cova de Iria, pero una imagencita nada más.
¡Qué será cuando la veamos personalmente a Ella misma “vestida del sol, con la
luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” como la vio
el vidente del Apocalipsis! Nos vamos a volver locos de alegría cuando caigamos
a sus pies y besemos sus plantas virginales y nos atraiga hacia Sí para darnos
el abrazo de madre y sintamos su Corazón Inmaculado latiendo junto al nuestro
para toda la eternidad.
Pero ¿quién podrá
describir, señores, lo que experimentaremos cuando nos encontremos en presencia
de Nuestro Señor Jesucristo, cuando veamos cara a cara al Redentor del mundo,
con los cinco luceros de sus llagas en sus manos, en sus pies y en su divino
Corazón? Cuando caigamos de rodillas a sus pies y cuando Él nos incorpore para
darnos su abrazo de Buen Pastor y nos diga con inefable dulzura: “Pobre ovejita
mía, ¡cuántas veces te extraviaste fuera del redil de tu Pastor alucinada por
el mundo, el demonio y la carne! Pero yo morí por ti, yo rogué por ti al Eterno
Padre, y ahora te tengo ya en mi aprisco para toda la eternidad”. El gozo que
experimentaremos entonces es absolutamente indescriptible.
El panorama que
hemos contemplado hasta aquí, señores, es verdaderamente magnífico y
deslumbrador. Y, sin embargo, todo esto constituye únicamente lo que llamamos
en teología la gloria accidental del
cielo: la gloria accidental del cuerpo y la gloria accidental del alma. Todavía
no os he dicho ni una sola palabra de la gloria esencial. Lo que hemos visto hasta ahora no es más que una
antesala; no hemos entrado todavía en el salón del trono. Porque lo que
constituye la gloria esencial del cielo es lo que llamamos en teología la visión beatífica, o sea, la
contemplación facial, cara a cara, de la esencia misma de Dios.
Imposible,
señores, hacer una descripción de la visión beatífica. No tenemos, acá en la
tierra, ningún punto de referencia para establecer una semejanza o analogía.
Pero a la luz de la teología católica voy a hacer un esfuerzo para daros una
idea remotísima, palidísima, de aquella inefable realidad.
Desde niños hemos
cantado todos el Himno Eucarístico con aquella preciosa estrofa: “Dios está
aquí...”, aludiendo al Sacramento adorable de la Eucaristía. Pero, también
desde niños, sabemos todos por el catecismo que Dios está en todas partes. Dios
está en la Eucaristía y fuera de ella. En la Eucaristía está de una manera
especial –sacramentado–, pero fuera de la Eucaristía está en todo cuanto existe,
en todos los seres y lugares de la creación, por esencia, presencia y
potencia.
Dios lo llena
todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de nuestros
ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo, ¿Sabéis por qué no podemos ver
a Dios en este mundo a pesar de que lo
tenemos delante de nuestros ojos? Os vais a quedar estupefactos creyendo que os
quiero gastar alguna broma. No le vemos, sencillamente porque está la luz apagada. Aun a las dos de la tarde, y a pleno
sol, está la luz apagada para ver a Dios. Os voy a explicar este misterio.
Imaginaos el caso
de un turista que, en una noche cerrada y oscura, sin luna, con densas nubes
que ocultan hasta el débil resplandor de las estrellas, se acerca a la montaña
más alta del mundo, el monte Everest, que tiene cerca de nueve mil metros de
altura. Y para contemplar aquella inmensa montaña en aquella noche tenebrosa se
le ocurriese encender una cerilla. Diríamos todos que se había vuelto loco,
porque una cerilla no tiene suficiente luz para iluminar aquella inmensa
montaña, la mayor del mundo.
Pues algo
parecido, señores, nos ocurre en este mundo con relación a la visión directa e
inmediata de Dios. Para iluminar a Dios, la luz del sol es incomparablemente
más pequeña y desproporcionada que la de una cerilla para iluminar el monte
Everest; ¡sin comparación!
Para ver a Dios,
señores, hace falta una luz especial, especialísima, que recibe en teología el
nombre de lumen gloriae: la luz de la
gloria. Los teólogos que me escuchan saben muy bien que el lumen gloriae no es otra cosa que un hábito intelectivo
sobrenatural que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que
pueda ponerse en contacto directo con la divinidad, con la esencia misma de
Dios, haciendo posible la visión beatífica de la misma. Si Dios encendiese
ahora mismo en nuestro entendimiento ese resplandor de la gloria, el lumen gloriae, aquí mismo
contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en el acto de la visión
beatífica, porque Dios está en todas partes, y si ahora no le vemos es porque
nos falta ese lumen gloriae,
sencillamente porque está apagada la luz.
¿Y qué veremos
cuando se encienda en nuestro entendimiento el lumen gloriae al entrar en el cielo? Es imposible describirlo,
señores. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el
cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor
Angélico. Y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir
absolutamente nada (II Cor., XII, 4) porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
el entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para
los que le aman” (I Cor., II, 9).
San Agustín, y
detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial del
cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.
La visión ante todo. Contemplaremos cara a
cara a Dios, y en Él, como en una pantalla cinematográfica, contemplaremos todo
lo que existe en el mundo: la creación universal entera, con la infinita
variedad de mundos y de seres posibles que Dios podría llamar a la existencia
sacándoles de la nada. No los veremos todos en absoluto o de una manera
exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento
creado ni en el cielo siquiera puede abarcar a Dios. Pero una variedad casi
infinita de seres posibles, de combinaciones imaginables, las veremos en Dios
maravillosamente. Y, desde luego, veremos todo cuanto existe: la creación universal
entera. ¡Qué película cinematográfica! ¡Qué espectáculo tan deslumbrador
contemplaremos en la esencia misma de Dios!
Y ese espectáculo
fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin que se
produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante
de la visión. En este mundo nos cansamos enseguida de todo, porque el espíritu
está pronto, pero la carne es flaca y desfallece con facilidad. Imaginaos en
este mundo una fantástica película cinematográfica, un grandioso espectáculo
que durase ocho días seguidos, sin un momento de descanso. No lo resistiríamos.
En este mundo nos cansamos, porque el cuerpo es pesado, necesita descanso, y
arrastra en su pesadez al alma.
Pero como en el
cielo el cuerpo seguirá en todo las vicisitudes del alma –como os expliqué
antes–, no habrá posibilidad alguna de cansancio, y, por lo mismo, no nos
cansaremos jamás de contemplar aquel espectáculo maravilloso de variedad
infinita. Dad rienda suelta a vuestra imaginación, que os quedaréis siempre
cortos. ¡Qué película tan fantástica para toda la eternidad!
El segundo
elemento de la gloria esencial del cielo es el amor. Amaremos a Dios con toda nuestra alma, más que a nosotros
mismos. Solamente en el cielo cumpliremos en toda su extensión el primer
mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada Escritura de la
siguiente forma: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu
alma y con todas tus fuerzas”. Solamente en el cielo cumpliremos este primer
mandamiento con toda perfección y, en su cumplimiento, encontraremos la
felicidad plena y saciativa de nuestro corazón.
En tercer lugar,
señores, en el cielo gozaremos de
Dios. Nos hundiremos en el piélago insondable de la divinidad con deleites
inefables, imposibles de describir.
¿Habéis
presenciado alguna vez, señores, un campeonato de natación en un club náutico?
El trampolín se adelanta unos cuantos metros sobre el mar. Y el aspirante a
campeón, cuando le dan la señal convenida, se lanza desde el trampolín y se
hunde y desaparece bajo el agua. A veces transcurren varios minutos sin que se
le vea aparecer por ningún lado, y cuando la gente que está contemplando la
prueba desde la orilla comienza a contener con angustia la respiración creyendo
que se ha ahogado, que ya no sale a la superficie, allá lejos aparece, por fin,
el nadador y comienza a nadar con brazos vigorosos hasta alcanzar la orilla.
Pues algo
parecido ocurrirá en el cielo. Ya podéis comprender, señores, que esto es una
metáfora, pero una metáfora que encierra una realidad sublime. Nos subirán, por
decirlo así, a un gran trampolín, y desde aquella atalaya contemplaremos el
océano insondable de la divinidad: aquel mar sin fondo ni riberas, que es la
esencia misma de Dios, en el que está condensado todo cuanto hay de placer, y
de riquezas, y de alegría, y de belleza, y de bondad, y de amor, y de felicidad
embriagadora. Todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en
grado infinito. Y cuando nos digan: “¿Ves este espectáculo tan maravilloso y
deslumbrador? Pues esto no es únicamente para que lo veas, esto no es para que
lo contemples a distancia, sino para que lo goces, para que lo saborees, para
que te hundas en él”. Y, efectivamente, nos lanzaremos al agua y nos hundiremos
en el océano insondable de la esencia divina, y entonces nuestra alma
experimentará unos deleites inefables, de los cuales en este pobre mundo no
podemos formarnos la menor idea. Estará como embriagada de inenarrable
felicidad, casi incómoda a fuerza de ser intensa. Y para colmo de todo nos
daremos cuenta que aquella felicidad embriagadora no terminará jamás; durará
para siempre, para siempre, para toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.
Señores: Estamos
a tiempo todavía. A través de Radio Nacional de España me están escuchando millares,
quizá millones de españoles. El mundo entero quisiera que me escuchara. Porque
este tema del cielo que acabo de resumir brevísimamente es de los más
alentadores, de los más estimulantes para decidirse a vivir cristianamente,
cueste lo que cueste. ¡Lo que pierden los pobres pecadores, señores! Si alguno,
después de haber oído esta conferencia, resiste a la gracia y se vuelve todavía
del lado del mundo, del demonio y de la carne, y llega a condenarse para toda
la eternidad, estas palabras que estoy pronunciando en estos momentos resonarán
trágicamente en sus oídos en el infierno, y se dirá a sí mismo, en medio de una
espantosa desesperación: “¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! ¡Me lo
dijeron a tiempo! Pero pudo más aquella mala mujer, pudo más aquel dinero mal
adquirido, pudo más aquel odio y aquel rencor. ¡No quise confesarme! Morí
impenitente. ¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! Podría estar ahora
mismo en el cielo, embriagado de una felicidad inenarrable. Y ahora estoy
condenado para toda la eternidad”.
Señores: Estamos
a tiempo todavía. Os hablo en nombre de Cristo. No soy más que un pobre
altavoz, un pobre misionero de Cristo. Volveos a Él, que os espera con su
infinito amor y misericordia. Cristo os espera con los brazos abiertos. Aunque
le hayáis escupido, aunque le hayáis blasfemado, aunque hayáis pisoteado su
sangre. Hoy, como en la cima del Calvario, nos mira a todos con infinita
compasión y dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. “Hoy mismo
–si quieres– estarás conmigo en el Paraíso”. Invocad a María, vuestra dulce
Madre: “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. Evitad la espantosa desesperación eterna,
que os haría clamar inútilmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” “¡Tengo sed!” Tengo sed de salvar vuestras almas. ¡Venid todos a
mi Corazón para que pueda lanzar otra vez mi grito de triunfo: “Todo está
cumplido”! Os prometo mi ayuda durante la vida y la gracia soberana de la
perseverancia final para que podáis exclamar en vuestros últimos momentos:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Con lo cual, vuestra muerte
cristiana será para vosotros el término de esta vida de lágrimas y de miseria y
la entrada triunfadora en la ciudad de los bienaventurados, donde seréis
felices para siempre, para toda la eternidad. Así sea.