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jueves, 21 de mayo de 2015

CONCEPCIÓN CATÓLICA DE LA ECONOMÍA: P. Julio Meinvielle 4a Parte

CAPÍTULO III

LA PRODUCCIÓN INDUSTRIAL

En el primer Capítulo estudiamos el concepto mismo de economía, Y demostramos, que la economía Por su objeto formal próximo, o sea la procuración de bienes materiales útiles al hombre, busca el perfeccionamiento del hombre en su aspecto material; de donde, es esencialmente humana o moral.
Moral, no porque se ocupa de ella el hombre (también se ocupa de la química y de la física, y éstas no son ciencias morales) ni porque las construye o edifica (también construye obras de arte, y éstas no son de suyo morales), sino porque la economía está ordenada, por su misma naturaleza, al servicio del hombre. Una economía que no sirviese al hombre, que no contribuyese a su bienestar humano, bienestar social universal, común, y no tan sólo de una clase, no es economía. De aquí que el Capitalismo no sea econo-mía; que el Socialismo no sea economía. Los tratadistas modernos y las universidades modernas, que multiplican las teorías económicas, mejor dicho las fórmulas de acrecentar las riquezas, ignoran la economía. Habrá en todos estos sistemas y estudios un derroche aprovechable de técnica, de observaciones económicas que podrían integrarse saludablemente en la economía; pero esta integración no se ha realizado, sino que, por el contrario, estos elementos económicos han sido incorporados en la concepción antieconómica de la Economía moderna por lo cual ha resultado una máquina devoradora del bienestar humano. En una palabra: la Economía moderna es antieconómica.

En el segundo capítulo estudiamos el fenómeno producción de la tierra, y denunciamos el trastorno de la Economía moderna, que tiende por su esencia, aceleración del lucro, a absorber la producción de la tierra en la producción industrial y comercial. Afirmamos que era necesario que la producción de la tierra recobrase el lugar primero de función reguladora de toda la producción a que le destina la misma realidad económica. Ciertos países podrán dar mayor impulso a la industria, mientras otros, por sus condiciones geográficas, lo darán a la agricultura y a la ganadería. Pero el ritmo económico mundial no deberá estar arrastrado por el mercantilismo o industrialismo, y aún, un determinado País no abandonará su agricultura para dedicarse exclusivamente a la industria. Ha sido este el gran error "contra naturam" cometido por Inglaterra en los albores del capitalismo y sancionado definitivamente en 1842 con la ley de los cereales. Error cuyas consecuencias mortales está experimentando ahora, cuando se encuentra sin la agricultura que proporciona el sustento primario del hombre y sin mercados donde colocar sus productos industriales pasados de moda.

Propiciamos, como necesario, y aún como impuesto por el mismo ritmo francamente proteccionista de la economía mundial, el retorno a una producción económica, tipo rural en oposición a urbano, doméstico en oposición a mercantil.

La producción industrial

¿Y la producción industrial? ¿Será necesario sepultar como inútil la estupenda expansión de la técnica y de la máquina? De ninguna manera. Será tan solo necesario asignarle un lugar secundario ya que viene a satisfacer necesidades del hombre también secundarias. A nadie se le hará difícil admitir esto, si tiene en cuenta que sólo es economía aquella que perfecciona al hombre, que satisface su bienestar material humano; ahora bien, este bienestar es jerárquico: porque primero es comer, después vestirse y habitar, y sólo después gozar de lo superfluo, que preferentemente suministra la industria. Luego, también debe ser jerárquica la producción. La tierra ha de primar sobre la industria. Al proponer esto me hago perfecta cuenta que ha de parecer blasfemia a los que creen en el confort y conciben la misión del hombre sobre la tierra según el tipo esbozado por el presidente Hoover, cuando dice: "El hombre que tiene un automóvilstandard, un radio standard y una hora y media de trabajo diario menos, tiene una vida más colmada y más personalidad de la que poseía antes".

Otra cuestión es saber si será posible restituir la industria al lugar secundario que le corresponde.

Evidentemente que en el actual estado anémico del hombre, es absurdo imaginarlo. Porque mientras la vida industrial ha adquirido una corpulencia de monstruo (recuérdese la magnífica, la victoriosa historia del industrialismo con la era del algodón, del hierro fundido, de la máquina accionada por el va-por, de la química, de la electricidad, del motor de gasolina, inventos ahora utilizados matemáticamente en la racionalización de la vida industrial), mientras la vida industrial, digo, ha adquirido una corpulencia monstruosa, el hombre continuando en la brecha abierta por Lutero, Descartes y Rousseau (Véase, J. Maritain en Tres Reformadores, Berdiaeff en ¿Una nueva Edad Media?), ha ido perdiendo su personalidad, y es hoy un simple grano de polvo, accionado por infinitas circunstancias. Ha perdido su poder do-minador. De suerte que mientras la bestia ha ido aumentando su corpulencia y coraje, el domador ha perdido su imperio.

No es difícil calcular cual ha de ser la suerte del domador, debilitado frente a la bestia enfurecida.

Figura poética, sin duda. Pero es muy posible que los hombres no atinen a ponerse de acuerdo sobre cómo mantener en límite el poder de la máquina. Y mientras tanto, ésta los extermina.

En resumen: que el problema de la producción no tiene solución mientras no se resuelva el más general de la misma economía, y éste a su vez, mientras no se resuelva el de la vida, según expliqué en el primer capítulo. Observación trivial que han de tener presente los especialistas, quienes pretenden imponer un orden local sin atender al orden total. La síntesis es anterior al análisis, lo uno a lo múltiple.



Justificación moral
del capital

Previas estas consideraciones preliminares entremos a estudiar la ordenación que ha de haber dentro de la misma vida industrial.
Habremos de justificar el capital, el salario, la gestión, la máquina, y armonizar sus derechos. Obsérvese que la justificación de estos elementos la hago en general, en abstracto, indicando la conformación esencial que pueden y deben tener. No hago la justificación de estos elementos tal como se han concretado en el capitalismo, precisamente porque ha dado una conformación perversa e injusta a estos elementos de suyo buenos.

La justificación debe hacerse desde el punto de vista moral, o sea de la acción humana como humana. ¿Pueden, y en qué medida, justificarse estos elementos como actos humanos? ¿Pueden ser actos de virtud o, en cambio, son actos intrínsecamente viciosos?
Si lo primero, pueden justificarse siempre que en verdad procedan con buena ordenación; si lo se-gundo, jamás se justifican Si lo primero, siempre que sean buenos serán benéficos; si lo segundo, serán nefastos.

Ahora bien, esto supuesto, veamos si se justifica el capital.
El capital se justifica como ejercicio de una virtud que Santo Tomás llama de la magnificencia. Si recordamos bien, dijimos en un anterior capítulo que la propiedad privada tiene una función social, una destinación común, - uso común, que dice Santo Tomás. En virtud de esta destinación común de los bienes exteriores, “lo superfluo que algunas personas poseen -dice Santo Tomás- es debido por derecho natural al sostenimiento de los pobres; por lo que dice San Ambrosio (serm. 64) «De los hambrientos es el pan que tú tienes detenido; de los desnudos las ropas que tienes encerradas; de la redención y absolución de los desgraciados es el dinero que tienes enterrado»" (II-II, q.66 a. 7).

¿Será entonces necesario desprenderse de lo superfluo, es decir, de aquello que sobra una vez satis-fecha la necesidad y el decoro de la propia condición, y donarlo a los pobres en forma de limosna? No es esto precisamente necesario. Se podrá invertir este dinero en empresas que proporcionen trabajo y pan a los necesitados.

Es ésta la doctrina de S. S. Pío XI, enseñada admirablemente en su encíclica sobre la Restauración del orden social, cuando dice: "El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan mayor oportunidad de trabajo, con tal que se trate de obras verdaderamente útiles, practica de una manera magnífica y muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos la virtud de la magnificencia, como se colige sacando las consecuencias de los principios puestos por el Doctor Angélico (II-II, q. 134)”.

La virtud de la magnificencia, como explica el Santo Doctor, ordena el recto uso de grandes cantidades de dinero, así como la liberalidad ordena en general el uso del dinero, aunque sea poco. Obsérvese que pecaría, por tanto, de avaricia quien acumulase el dinero superfluo y lo substrajese al uso común.

De donde resulta que el concepto económico de capital está justificado por el ejercicio de la virtud cristiana de la magnificencia.

¿Qué es, en efecto, el capital? Es riqueza acumulada que se invierte en una empresa para la producción de otra riqueza, y así se beneficia a la comunidad. De modo que el capital, como tal, busca pri-mero beneficiar a la comunidad, a los pobres, porque es la inversión de lo superfluo que por derecho natural se debe al sostenimiento de los pobres. (Santo Tomás).

Creo que no es menester demostrar que no es éste el concepto que del capital se ha forjado el capitalismo. Reservando para el próximo capítulo una crítica más a fondo del concepto capitalista de capital, baste decir ahora que para el capitalismo, el capital es dinero que produce más dinero, que concentra más dinero. Exactamente lo contrario del capital genuino. Porque lejos de hacer del capital un medio que di-funda el beneficio del dinero en la comunidad, hace de él un imán que lo acumula en forma rápida y absorbente en manos del individuo afortunado que lo posee. Por eso, mientras el capitalista acumula, se enriquece de modo fantástico, la multitud es continuamente despojada, hasta quedar en la actual miseria y desocupación.

Se ha olvidado la destinación eminentemente social, común de la riqueza invertida en capital. Se ha olvidado, además, la esterilidad ingénita del dinero mientras no sea empleado por el trabajo de la inteligencia y de los brazos. ¿Quién hace las riquezas materiales nuevas? El trabajo del hombre. La iniciativa de un empresario, que con su inteligencia y con su voluntad tesonera resolverá el modo más eficiente y rápido de una mejor producción de riqueza; el trabajo de los obreros, que aplicado bajo la dirección de la inteligencia del empresario producirá la riqueza. 

La producción de riquezas es un efecto propio del traba-jo. El capital invertido en medios de producción (máquinas, inmuebles) es un instrumento, necesario si se quiere, pero un simple instrumento cuya fructificación le viene del trabajo. El trabajo es, pues, superior al capital como la causa principal es superior al instrumento. En la confección de un libro los derechos del autor son primeros y superiores a los derechos de la tinta y de la pluma, p. ej. El capital tiene derechos, es cierto, pero sus derechos son posteriores a los derechos del trabajo.

“Por esto – escribe Jacques Maritain (Religion et Culture, pág. 97) – fácilmente se concibe un régimen de asociación entre el dinero y el trabajo productivo, en el cual el dinero invertido en una empresa representa una parte de la propiedad de los medios de producción y sirve de alimento a la empresa, por lo cual ésta se procura el equipo material que necesita, de suerte que la empresa siendo fecunda y produciendo beneficios, una parte de estos beneficios vendría al capital". Es decir, el capital alimentaría al trabajo y no el trabajo al capital Exactamente lo mismo que enseña Santo Tomás, cuando escribe (II-II, q. 78, a. 2): “El que confía su dinero a un mercader o a un artesano, formando con él una especie de sociedad, no le transfiere la propiedad de su dinero; lo guarda para sí y a sus riesgos y peligros, y participa, sea en el comercio, sea en el trabajo de artesano. En este caso puede legítimamente reclamar como cosa que le pertenece una parte del beneficio que de allí proviene".

De aquí se sigue, contra la doctrina de Marx, que el capital, tiene derecho a una parte del beneficio, y que el beneficio, de suyo, no es una usurpación al trabajo del obrero como lo pretendía la teoría simplista de la plus-valía.

Se sigue igualmente contra la injusticia flagrante del capitalismo liberal, que los derechos del capital son posteriores a los derechos del trabajo. El Capitalismo ha invertido los derechos del trabajo y los del capital, sofocando a aquél bajo las garras avarientas de éste. "En lugar de ser tenido el dinero -escribe J. Maritain, pág. 97- por un simple alimento que sirve de sustento material al organismo vivo que es la empresa de producción, es él tenido como organismo vivo, y la empresa con sus actividades humanas es considerada como su alimento; de suerte que los beneficios no son el fruto normal de la empresa alimentada por el dinero sino el fruto normal del dinero alimentado por la empresa. Inversión cuya primera con-secuencia es hacer pasar los derechos del dividendo antes de los del salario".

Es necesario clamar contra esta injusticia que constituye las entrañas mismas del capitalismo, in-justicia que pasa inadvertida aún para los mismos obreros, que la consideran como la cosa más natural y justa. El capital es un instrumento del trabajo. El trabajo debe servirse del capital. Por esto es injusto el afán primario y único que mueve al capitalista a asegurar la ganancia y a acrecentar el capital. Esto es secundario, y viene después de haberse asegurado suficientemente el bienestar humano, según la condición de cada uno, de todos los ejecutores y operarios que han puesto su actividad en la empresa. Además que, como decía antes, y se desprende de la doctrina de la Iglesia enseñada por Santo Tomás, el capitalista que invierte su dinero no debe buscar ante todo su ganancia, su beneficio, su lucro, sino que primero ha de tratar de proporcionar trabajo y con ello el bienestar humano a aquellos menos afortunados que él en la posesión de riquezas, y sólo una vez que ha sido satisfecha esta exigencia primaria del capital, puede beneficiarse él mismo con las ganancias que resulten.

Para muchos, este raciocinio carecerá de fundamento, parecerá fantasía ... Bien sé que el capitalismo y el capitalista no se mueven sino por el lucro, por la sed de oro, por el ansia de amontonar. Por esto estoy afirmando desde el primer capítulo que el capitalismo es injusto, nefasto, y está amasado en el pecado de la avaricia ... Por esto estoy afirmando que el capitalismo se ha levantado y se levanta con el robo a los derechos inalienables del trabajador. De aquí que a nadie le convenga con más justicia que al capitalismo, lo que San Juan Crisóstomo afirmaba de las grandes fortunas: "En el origen de todas las grandes fortunas existe la injusticia, la violencia o el robo".

Pero, a pesar de saber que es una ocurrencia infantil enseñar que los derechos del capital se han de exigir después de los derechos suficientes del trabajo, lo reafirmo. Primero, porque hay que expresar la verdad; segundo porque entonces es mas necesaria que nunca su enseñanza; tercero, porque desde la primera línea de este libro he anunciado que únicamente formularía un juicio de valor, axiológico, sobre la realidad económica moderna. Esto ha de defraudar a aquellos que querrían una receta práctica que, sin abandonar el capitalismo, arreglase la economía perturbada. Pero la verdad es que la única solución verdaderamente práctica es abandonar el capitalismo esencialmente injusto.

La empresa

El trabajo, decimos, es primero, y el capital es secundario. Los dos se asocian en la empresa. Pero hay trabajo del empresario y trabajo del obrero. El primero es trabajo de la inteligencia y de la voluntad: el empresario se arriesga.

¿Qué contrapeso equilibrará los riesgos del empresario? El capital también se arriesga ¿qué contrapeso lo equilibrará?

En cambio, el operario no arriesga nada. Como su condición de hombre sin rentas no le permite aguardar el beneficio de la empresa para vivir de estas utilidades, a lo mejor problemáticas, debe trabajar por una paga cuotidiana que le asegure la subsistencia de él y de los suyos, como enseguida explicaremos al hablar del salario. De aquí que en rigor de justicia, al obrero no le corresponda participación en las utilidades.
El obrero asalariado no forma entonces, propiamente, parte de la empresa. Aunque por razones de otra índole, como enseña Pío XI en Quadragesimo anno, "sería más oportuno que el contrato de trabajo, algún tanto se suavizara en cuanto fuese posible por medio del contrato de sociedad, como ya se ha comenzado a hacer en diversas formas con provecho no escaso de los mismos obreros y aun patronos. De esta suerte los obreros y empleados participan en cierta manera, ya en el dominio, ya en la dirección del trabajo, ya en las ganancias obtenidas”.

Esto supuesto, hay ahora varias cuestiones que plantear. 1º ¿La empresa -asociación de trabajo y capital-, ¿ha de proponerse una ganancia? 2º ¿Esta ganancia puede ser móvil primero de la empresa? 3º ¿Cómo repartir esta ganancia?
Tres puntos sumamente difíciles, que deben ser determinados con prolijidad, desde el punto de vista de la ley moral.