Artículo 3º.- Constancia y sinceridad de ánimo
La veleidad de espíritu y la inconstancia de la voluntad
llenan el mundo para su vergüenza y desolación. San
Francisco de Sales hace remontar el mal a esta única fuente:
es que la mayor parte se dejan conducir por sus pasiones. No
querrían hallar alguna dificultad, ninguna contradicción,
ninguna pena; siendo así que, por el contrario, la inconstancia
e inestabilidad caracterizan los sucesos de esta vida mortal.
De ahí procede que tan pronto estoy alegre porque todo me
sucede según mi voluntad, y tan pronto estoy triste porque me
ha sobrevenido una contradicción no esperada. Hoy que
disfrutáis de consolaciones en la oración os halláis animados y
del todo resueltos a servir a Dios, pero mañana tendréis
sequedad, os hallaréis lánguidos y abatidos. Al presente
queréis una cosa, más tarde desearéis otra distinta. Tal
persona os agrada hoy, mañana os costará el soportarla. Soy
todo fuego para una obra de celo, ya por el encanto de su
novedad, o ya por el buen resultado que obtengo; mas
sobrevienen las contradicciones, los fracasos, la monotonía, y
al instante pierdo los ánimos. ¿No es esto natural, cuando se
deja uno guiar por sus inclinaciones, pasiones y afectos? Si la
razón y la fe no las regulan y dominan, ¿qué ha de suceder,
«sino una continua vicisitud, inconstancia, variedad, cambio,
capricho, que tan pronto nos hará fervientes, como cobardes y
perezosos? Estaremos tranquilos una hora, y después
inquietos dos días». Mas, añade el amable doctor, «no
hagamos como los que lloran cuando les falta la consolación y
no cesan de cantar cuando les es devuelta; en lo cual se
parecen a los monos que están siempre tristes en tiempo
sombrío y no cesan de hacer piruetas cuando hace bueno».
Compáralos San Alfonso a la veleta, porque «cambian sin
cesar con el viento de las cosas de este mundo; están
contentos y alegres en la prosperidad, impacientes y tristes en
la adversidad; jamás llegan a la perfección y llevan una vida
desdichada».
Mas, a medida que se avanza en la santa indiferencia y el
abandono, despréndese uno de todas las cosas, y sólo a Dios
busca en adelante. Pónese toda la confianza en este Padre
que está en los Cielos, y se habitúa a rendirle una sumisión
pronta y fiel. No se quiere ver las personas y los
acontecimientos sino en Dios y en su voluntad tan sabia y
santificante, y por el hecho mismo, cesa uno de estar a
merced de sus pasiones tan mudables y de ser llevado a
merced del viento como una paja al menor soplo de la
tempestad. Se llega a ser firme en las ideas, estable en las
resoluciones, perseverante en las empresas, siempre el
mismo en la calma y en la serenidad. Un hombre de tal índole,
dice San Alfonso, «no se engríe por sus éxitos, no se abate
por sus desgracias, bien persuadido de que todo viene de
Dios. Teniendo a la voluntad de Dios por regla única de sus
deseos, no hace sino lo que Dios quiere, y no quiere sino lo
que Dios hace... Acepta con perfecta conformidad de voluntad
todas las disposiciones de la Providencia, sin considerar si
satisfacen o contrarían sus tendencias. Los amigos de San
Vicente de Paúl decían de él durante su vida: el Señor Vicente
es siempre Vicente, entendiendo por esto que en todas las
circunstancias, favorables o adversas, el santo parecía
siempre en la misma calma, siempre igual a si mismo; porque,
habiéndose abandonado por completo en manos de Dios,
vivía sin ningún temor, y no deseaba otra cosa sino el
beneplácito del Señor».
«Esta santísima igualdad de ánimo es la que os deseo
-decía San Francisco de Sales a sus hijas. No quiero decir
igualdad de gustos ni de inclinaciones, sino igualdad de
ánimo, pues no hago caso alguno ni deseo que vosotras le
hagáis de los alborotos que promueve la parte inferior de
nuestra alma. Pero es necesario mantenerse siempre firmes y
resueltos en la parte superior de nuestro espíritu, en una
continua igualdad, así en las cosas adversas como en las
prósperas, en la desolación como en las consolaciones, en las
sequedades como en las ternuras. Gimen las palomas de la
misma manera que se regocijan: nunca cantan sino la misma
tonada. Vedlas posarse sobre la rama llorando la pérdida de sus
pequeñuelos, y vedlas también cuando están enteramente
consoladas: no cambian de tono, sino que sus arrullos son lo
mismo tanto para manifestar su alegría como su dolor. Job nos
ofrece un ejemplo en esta materia, pues cantó en un mismo
tono todos los cánticos que compuso. Cuando Dios le
multiplicaba sus bienes y le enviaba a pedir de boca cuanto
hubiera podido desear en esta vida, ¿qué decía él, sino
bendito sea el nombre de Dios? Este era su cántico de amor
en toda ocasión. Reducido a una extrema aflicción se expresa
en el mismo tono que en su cántico de regocijo. El Señor, dice,
me había dado hijos y bienes, y el Señor me los ha quitado,
¡bendito sea su santo nombre! ¡ Sea siempre bendito el
nombre del Señor! Ojalá podamos también nosotros tomar en
todas las ocasiones, los bienes y los males, las consolaciones
y las aflicciones de mano del Señor cantando siempre el
dulcísimo cántico: bendito sea el nombre de Dios, con la
tonada de una continua igualdad.»
Esta igualdad tan suave y deseable la poseía San
Francisco de Sales en toda su plenitud; y Santa Juana de
Chantal nos va a enseñar en dónde la había él encontrado:
«Su método -dice- consistía en mantenerse muy humilde, muy
pequeño, muy abatido delante de Dios, con una singular
reverencia y confianza como niño amante. Creo yo que en sus
postreros años no quería, no amaba y no veía sino a Dios en
todas las cosas; por lo mismo podía observársele absorto en
Dios, y declaraba que nada había ya en el mundo que pudiera
darle contento sino Dios. De esta tan perfecta unión procedía
su general y universal indiferencia que de ordinario se notaba
en él. Y en verdad, yo no leo esos capítulos que tratan esa
materia en el libro IX del Amor divino, sin que vea con toda
claridad que practicaba lo que enseñaba, según las ocasiones.
Este documento tan poco conocido, y sin embargo, tan
excelente: nada pedir, nada desear y nada rehusar, que
practicó con tanta fidelidad hasta el fin de su vida, no podía
proceder sino de un alma del todo indiferente y muerta a sí
misma. Su igualdad de ánimo era incomparable, porque,
¿quién le ha visto jamás cambiar de actitud en los diversos
acontecimientos? No es que dejara él de experimentar vivos
sentimientos, sobre todo cuando era Dios ofendido y oprimido el
prójimo. Veíasele en estas ocasiones callarse y
reconcentrarse en si mismo con Dios; y allí moraba en
silencio, no dejando por esto de trabajar, para remediar con
presteza el mal sucedido; pues El era el refugio, la ayuda y el
apoyo de todos.» ¡Dichosas las almas que poseen esta
constante igualdad! ¡Qué bien se vive con ellas!