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lunes, 29 de marzo de 2021

EL SANTO ABANDONO (6. ABANDONO Y PRUDENCIA)

 



Por perfectas que sean nuestra confianza en Dios y

nuestra total entrega en manos de la Providencia para cuanto

sea de su agrado, jamás quedaremos dispensados de seguir

las reglas de la prudencia. La práctica de esta virtud, natural y

sobrenatural, pertenece a la voluntad significada: es ley

estable y de todos los días. Dios quiere ayudarnos, pero a

condición de que hagamos lo que de nosotros depende: «A

Dios rogando y con el mazo dando», dice el refrán, obrar de

otra manera es tentar a Dios y perturbar el orden por El

establecido. A todos predica Nuestro Señor la confianza, pero

a nadie autoriza la imprevisión y la pereza. No exige que los

lirios hilen, ni que las aves cosechen; mas a los hombres nos

ha dotado de inteligencia, previsión y libertad, y de ellas quiere que nos valgamos. Abandonarse a Dios sin reserva y sin

poner cuanto estuviere de nuestra parte sería descuido y

negligencia culpables. Mejor calificación merece la piedad de

David, el cual, aunque espera resignado cuanto Dios tuviere a

bien disponer respecto de su reino y de su persona durante el

levantamiento de Absalón, no por eso deja de dar

inmediatamente a las tropas y a sus consejeros y principales

confidentes las órdenes necesarias para procurarse un lugar

retirado y seguro, y para restablecer su posición política. «Dios

lo quiere...», así hablaba Bossuet a los quietistas de su

tiempo, que so pretexto de dejar obrar a Dios, echaban a un

lado la previsión y solicitud moderadas. Y añade: «Ved ahí en

qué consiste, según la doctrina apostólica, el abandono del

cristiano, el cual bien a las claras se ve que presupone dos

fundamentos: primero, creer que Dios cuida de nosotros; y

segundo, convencerse de que no son menos necesarias la

acción y la previsión personales; lo demás seria tentar a

Dios».


Porque si hay sucesos que escapan a nuestra previsión y

que dependen únicamente del beneplácito divino, como lo son

respecto a nosotros las calamidades públicas o los casos de

fuerza mayor, hay otros en que la prudencia tiene que

desempeñar un papel importante, ya para prevenir

eventualidades molestas, ya para atenuar sus consecuencias,

ya también para sacar siempre de ellos nuestro provecho

espiritual. Citemos sólo algunos ejemplos. Con absoluta

confianza debemos creer que Dios no ha de permitir seamos

tentados por encima de nuestras fuerzas, fiel como es a sus

promesas; mas esto a condición de que «quien piensa que

está firme, mire no caiga», y de que cada uno «vele y ore para

no caer en la tentación». En las consolaciones y sequedades,

en las luces y oscuridades, en la calma y tempestad, en medio

de estas u otras vicisitudes que agitan la vida espiritual,

habremos de comenzar por suprimir, si de ello hubiere

necesidad, la negligencia, la disipación, los apegos, cuantas

causas voluntarias se opongan a la gracia; procurando al

mismo tiempo permanecer constantes en nuestro deber en

contra de tantas variaciones. Sólo así tendremos derecho de

abandonarnos con amor y confianza al beneplácito divino.


Lo propio deberán hacer las personas que desempeñen

cargos cuando pasen por alternativas de acierto y de fracaso;

las cuales, ora se les ponga el cielo claro y sereno, ora

encapotado, siempre tendrán el deber y habrán de sentir la

necesidad de confiarse a la divina Providencia; empero «no

conviene que el superior, so pretexto de vivir abandonado a

Dios y de reposar en su seno, descuide las enseñanzas

propias de su cargo», y deje de cumplir sus obligaciones. Y lo

mismo en lo concerniente a lo temporal; sea cual fuere el

abandono en Dios, es de necesidad que uno siembre y

coseche y que otro confeccione los vestidos, que éste prepare

la comida y así en todo lo demás. Otro tanto ha de decirse en

cuanto a la salud y la enfermedad. Nadie tiene derecho a

comprometer su vida por culpables imprudencias, debiendo

cada cual tener un cuidado razonable de su salud; y si es del

agrado de Dios que uno caiga enfermo, «quiere El por

voluntad declarada que se empleen los remedios

convenientes para la curación; un seglar llamará al médico y

adoptará los remedios comunes y ordinarios; un religioso

hablará con los superiores y se atendrá a lo que éstos

dispusieren». Así han obrado siempre los santos, y si a veces

los vemos abandonar las vías de la prudencia ordinaria,

hacíanlo para conducirse por principios de una prudencia

superior.


El abandono no dispensa, pues, de la prudencia, pero

destierra la inquietud. Nuestro Señor condena con insistencia

la solicitud exagerada, en lo que se refiere al alimento, a la

bebida, al vestido, porque, ¿cómo podrá el Padre celestial

desamparar a sus hijos de la tierra, cuando proporciona la

ración ordinaria a las avecillas del cielo que no siembran, ni

siegan, ni tienen graneros, y cuando a los lirios del campo,

que no tejen ni hilan, los viste con galas que envidiaría el rey

Salomón? San Pedro nos invita también a depositar en Dios

todos nuestros cuidados, todas nuestras preocupaciones

porque el Señor vela por nosotros. Habíalo ya dicho el

Salmista: «Arroja en el seno de Dios todas tus necesidades y

El te sostendrá: no dejará al justo en agitación perpetua».

En parecidos términos se expresa San Francisco de Sales

hablando de la prudencia unida al abandono; quiere el santo que ante todo cumplamos la voluntad significada; que

guardemos nuestros votos, nuestras Reglas, la obediencia a

los superiores, pues no hay camino más seguro para nosotros;

que asimismo hagamos la voluntad de Dios declarada en la

enfermedad, en las consolaciones, en las sequedades y en

otros sucesos semejantes; en una palabra, que pongamos

todo el cuidado que Dios quiere en nuestra perfección. Hecho

esto, el santo pide que «desechemos todo cuidado superfluo e

inquieto que de ordinario tenemos acerca de nosotros mismos

y de nuestra perfección aplicándonos sencillamente a nuestra

labor y abandonándonos sin reserva en manos de la divina

Bondad, por lo que mira a las cosas temporales, pero sobre

todo en lo que se refiere a nuestra vida espiritual y a nuestra

perfección». Porque «estas inquietudes provienen de deseos

que el amor propio nos sugiere y del cariño que en nosotros y

para nosotros nos tenemos».


Esta unión moderada de la prudencia con el abandono es

doctrina constante en el Santo Doctor. Cierto que en alguna

parte al alma de veras confiada la invita a «embarcarse en el

mar de la divina Providencia sin provisiones, ni remos, ni

virador, sin velas, sin ninguna suerte de provisiones… no

cuidándose de cosa alguna, ni aun del propio cuerpo o de la

propia alma.., pues Nuestro Señor mirará suficientemente por

quien se entregó del todo en sus manos». Mas el piadoso

Doctor estaba hablando de la huida a Egipto, es decir, de uno

de esos trances en que siendo imposible al hombre prever ni

proveerse, no le queda más remedio que entregarse y

confiarse de todo en todo a la divina Providencia.