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miércoles, 10 de marzo de 2021

EL SANTO ABANDONO (5. NOCIÓN DEL ABANDONO)

 


Ante todo, ¿por qué la palabra abandono? Monseñor Gay

va a darnos la respuesta en página luminosa harto conocida: «

Hablamos de abandono -dice-, no hablamos de obediencia...

La obediencia se refiere a la virtud cardinal de la justicia, en

tanto que el abandono entronca en la virtud teologal de la

caridad. Tampoco decimos resignación; pues aunque la

resignación mira naturalmente a la voluntad divina, y no la

mira sino para someterse a ella, pero sólo entrega, por decirlo

así, a Dios una voluntad vencida, una voluntad, por

consiguiente, que no se ha rendido al instante y que no cede

sino sobreponiéndose a sí misma. El abandono va mucho más

lejos. El término aceptación tampoco sería adecuado; porque

la voluntad del hombre que acepta la de Dios... parece no

subordinársele sino después de haber comprobado sus

derechos. De manera que no nos conduce a donde queremos

ir. La aquiescencia casi, casi, nos conduciría... pero, ¿Quién no

ve que semejante acto implica todavía una ligera discusión interior, y que la voluntad asustada primero ante el poder

divino sólo se aquieta y se deja manejar después de tal

discusión y desconfianza? Hubiéramos podido emplear la

palabra conformidad, que es convenientísima y, si cabe, la

consagrada para la materia, como lo hiciera el P. Rodríguez,

que con este título compuso un excelente tratado en su libro

tan recomendable: De la Perfección y Virtudes cristianas. Sin

embargo, este vocablo refleja mejor un estado que un acto;

estado que por lo demás parece presuponer una especie de

ajuste asaz laborioso y paciente. Al pronunciarla surge la idea

de un modelo que un artista se hubiese esforzado por imitar

después de contemplarlo y admirarlo. Y aun cuando la

conformidad se lograra sin trabajo, siempre quedaría algo, un

no pequeño resabio de frialdad... ¿Nos hubiéramos expresado

con más acierto de habernos servido de la palabra indiferencia

(palabra mágica en los ejercicios de San Ignacio), la cual es

muy usual y también muy exacta por cuanto expresa el estado

de un alma que rinde a la voluntad de Dios el perfecto

homenaje de que pretendemos hablar...? Es palabra negativa,

pero el amor se sirve de ella tan sólo como de escabel, siendo

cierto que nada hay en definitiva tan real como el amor. La

palabra más indicada en nuestro caso era, por tanto,

abandono».


Y en verdad, no hay otra que así describa el movimiento

amoroso y confiado con que nos echamos en manos de la

Providencia, al igual que un niño en los brazos de su madre.

Es cierto que esta expresión estuvo arrinconada largo tiempo

en atención al abuso que de ella hicieron los quietistas, pero

recobró ya el derecho de ciudadanía y hoy la emplean todos

de un modo corriente; nosotros haremos lo mismo, después

de precisar su sentido.


«Abandonar nuestra alma y dejarnos a nosotros mismos

-dice el piadoso Obispo de Ginebra-, no es otra cosa que

despojarnos de nuestra propia voluntad para dársela a Dios.»

En este movimiento de amor, que es el acto mismo del

abandono, hay, por consiguiente, un punto de partida y otro de

término; porque es preciso que la voluntad salga de sí misma

para entregarse toda a Dios. Síguese, pues, que el abandono

contiene dos elementos que hemos de estudiar: la santa indiferencia y el entregamiento completo de nuestra voluntad

en manos de la Providencia; el primero es condición

necesaria, y elemento constitutivo el segundo.


1º La santa indiferencia

Sin la santa indiferencia el abandono resultará imposible.

Nada es en sí tan amable como la voluntad de Dios.

Significada de antemano o manifestada por los

acontecimientos, a nada tiende si no es a conducirnos a la

vida eterna, a enriquecernos desde ahora con un aumento de

fe, de caridad y de buenas obras. Dios mismo es quien viene a

nosotros como Padre y Salvador, con el corazón rebosante de

ternura y las manos llenas de beneficios. Mas con ser tan

amable y todo, ésta su voluntad halla en nosotros no pocos

obstáculos. En efecto, la ley divina, nuestras Reglas, las

inspiraciones de la gracia, la práctica esmerada de las

virtudes, todo cuanto pertenece a la voluntad significada, nos

impone mil sacrificios diarios; eso sin contar otra porción de

dificultades imprevistas y añadidas con frecuencia por el divino

beneplácito a las cruces de antemano conocidas. La mayor

dificultad, sin embargo, viene del pecado original, que nos deja

llenos de orgullo y sensualidad e infestados de la triple

concupiscencia: la humillación, la privación, el dolor, aun los

más imprescindibles, nos repugnan; el placer lícito o ilícito, la

gloria y los falsos bienes nos fascinan; el demonio, el mundo,

los objetos creados, los acontecimientos, todo conspira a

despertar en nosotros estos gustos y estas repugnancias. Son

harto numerosos los motivos por los cuales corremos

frecuentes riesgos de rechazar la voluntad divina, e incluso de

no verla.


¿Quién nos abrirá los ojos del espíritu? ¿Quién

desembarazará nuestra voluntad de tantos estorbos si no es la

mortificación cristiana en todas sus formas? De ella hemos

menester no pequeña dosis para asegurar la simple

resignación; y el no tenerla así es causa de que haya tantos

rebeldes, quejumbrosos, descontentos, tan pocos

enteramente sumisos y por lo mismo tantísimos desgraciados,

y tan poquitas almas de verdad felices. Y, sin embargo, aún se precisa mucho más para hacer posible el abandono, por lo

menos el abandono habitual. ¿Podrá elevarse hacia Dios la

voluntad ligada a la tierra por el cable del pecado, o por los

lazos de mil aficioncillas? ¿Se pondrá en manos de Dios,

como un niño en los brazos de su madre, dispuesta a todas

sus determinaciones, aun las más mortificantes, si no ha

adquirido la firmeza que da el espíritu de sacrificio, si no ha

disciplinado las pasiones, si no se ha vuelto indiferente a todo

lo que no es Dios y su voluntad santísima? La voluntad

humana debe, pues, ante todo acostumbrarse y disponerse

(cosa que generalmente no conseguirá sin paciencia y

prolongado trabajo) a sentir privaciones y soportar quebrantos,

a no hacer caso del placer ni del dolor; en una palabra, debe

aprender lo que los santos llamaban perfecto desasimiento y

santa indiferencia.


Por lo menos necesitará la indiferencia de apreciación y de

voluntad. Una vez así dispuesta y hondamente convencida de

que Dios lo es todo, y que las criaturas nada son o nada

significan, ya nada querrá ver ni desear en las cosas

temporales, sino sólo a Dios, a quien ama y por quien anhela,

y a su santísima voluntad, guía único que la podrá conducir a

su propio fin. ¡ Ojalá haya adquirido también en gran cantidad

la indiferencia de gusto, de suerte que el mundo y sus

pasatiempos, los bienes y honores de acá abajo, todo cuanto

pueda alejarla de Dios le inspire disgusto, todo cuanto la lleve

a Dios, aunque sea el padecimiento, le agrade, cual acontece

a las almas que tienen hambre y sed de Dios! ¡ Cuán facilitada

encontraría así el alma la práctica del Santo Abandono!

Esta indiferencia no es insensibilidad enfermiza, ni cobarde

y perezosa apatía, ni mucho menos el orgulloso desdén

estoico que decía al dolor: «Tú no eres sino una yana

palabra.» Es la energía singular de una voluntad que,

vivamente esclarecida por la razón y la fe desprendida de

todas las cosas, dueña por completo de sí misma, en la

plenitud de su libre albedrío, aúna todas sus fuerzas para

concentrarías en Dios, y en su santísima voluntad: merced

a esta apreciación, ya de ninguna criatura se deja mover

por atractiva o repulsiva que se la suponga, fija siempre en

conservarse pronta a cualquier acontecimiento, lo mismo a obrar que a estar parada, esperando que la Providencia

declare su beneplácito.

Un alma santamente indiferente se parece a una balanza

en equilibrio, dispuesta a ladearse a la parte que quiera la

voluntad divina; a una materia prima igualmente preparada

para recibir cualquiera forma o a una hoja de papel en blanco

sobre la cual Dios puede escribir a su gusto. La comparan

también « a un licor que, no teniendo por si propio forma,

adopta la del vaso que lo contiene. Ponedlo en diez vasos

diferentes y lo veréis tomar diez formas diferentes, y tomarlas

así que es vertido en ellos». Esta alma es flexible y tratable,

como «una bola de cera en las manos de Dios, para recibir

igualmente todas las impresiones del eterno beneplácito» o

como «un niño que aún no dispone de voluntad, para querer ni

amar cosa alguna», o, en fin, «permanece en la presencia de

Dios como una bestia de carga». «Una bestia de carga jamás

anda con preferencias ni distingos en el servicio de su dueño:

ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al lugar, ni en cuanto a

la persona, ni en cuanto a la carga; os prestará servicio en la

ciudad y en el campo, en las montañas y en los valles; la

podéis conducir a derecha e izquierda, e irá a donde

quisiereis; a todas horas estará aparejada, por la mañana, a la

tarde, de día, de noche; con la misma facilidad se dejará guiar

de un niño que de un adulto, y tan holgada y contenta se

mostrará acarreando estiércol como tisúes, diamantes y

rubíes.»

Por lo mismo que el alma se halla así dispuesta, «toda

manifestación de la voluntad divina, cualquiera que fuere, la

encuentra libre y se la apropia como terreno que a nadie

pertenece. Todo le parece igualmente bueno: ser mucho, ser

poco, no ser nada; mandar, obedecer a éste y al de más allá;

ser humillada, ser tenida en olvido; padecer necesidad o estar

bien provista; disponer de mucho tiempo o estar abrumada de

trabajo; estar sola o acompañada y en aquella compañía que

uno desea; contemplar extenso camino ante sí o no ver sino lo

preciso del suelo para poner el pie; sentir consuelos o

sequedades y en tales sequedades ser tentada; disfrutar de

salud o llevar una vida enfermiza, arrastrada y lánguida por

tiempo indeterminado; estar imposibilitada y convertirse en carga molesta para la Comunidad a la que se había venido a

servir; vivir largo tiempo, morir pronto, morir ahora mismo; todo

le agrada. Lo quiere todo por lo mismo que no quiere nada, y

no quiere nada por lo mismo que lo quiere todo».

2º El entregamiento completo

La santa indiferencia ha hecho posible el entregamiento

completo de nosotros mismos en las manos de Dios.

Añadamos ahora que esta entrega amorosa, confiada y filial

es elemento positivo del abandono y su principio constitutivo.

Para precisar bien su significado y extensión, se han de

considerar dos momentos psicológicos, según que los hechos

estén aún por suceder o hayan sucedido.

Antes de suceder, con previsión o sin ella, esa entrega es,

según la doctrina de San Francisco de Sales, «una simple y

general espera», una disposición filial para recibir cuanto

quiera Dios enviar, con la dulce tranquilidad de un niño en los

brazos de su madre. En tal estado, ¿tendremos obligación de

adoptar prudentes providencias y el derecho a querer y elegir?

Es cosa que hemos de averiguar en los capítulos siguientes.

En todo caso, la actitud preferida de un alma indiferente a las

cosas de aquí abajo, plenamente desconfiada de su propio

parecer y amorosamente confiada en Dios solo, es, según la

doctrina del mismo santo Doctor, «no entretenerse en desear y

querer las cosas (cuya decisión se ha reservado Dios para sí),

sino dejarle que las quiera y las haga por nosotros conforme le

agradare».

Después de suceder los hechos y cuando ya han

declarado el beneplácito divino, «esta simple espera se

convierte en consentimiento o aquiescencia». «Desde el

momento en que una cosa se le presenta así divinamente

esclarecida y consagrada, el alma se entrega con celo y con

pasión se adhiere a ella; porque el amor es el fondo de su

estado y el secreto de su aparente indiferencia, siendo su vida

tan intensa precisamente porque abstraída de todo lo demás,

en él se halla reconcentrada por completo. Por donde, siempre

que la voluntad divina pide algo que a esta alma se refiera, y

cuando todos la notarían de insensible y fría, la vemos conmoverse en sus mismas entrañas. A semejanza de un niño

dormido a quien no pudiera despertar su madre sin que la

tendiese sus bracitos, así sonríe ella a todas las muestras del

querer divino, que abraza con piadosa ternura. Su docilidad es

activa y su indiferencia amorosa. No es para Dios más que un

si viviente. Cada suspiro que exhala y cada paso que da es un

amén ardiente que va a juntarse con aquel otro amén del cielo

con el cual concuerda.»

San Francisco de Sales llama a este abandono «el tránsito

o muerte de la voluntad», en el sentido de que «nuestra

voluntad traspasa los límites de su vida ordinaria para vivir

toda en la voluntad divina; cosa que ocurre cuando no sabe ni

desea ya querer nada, si no es abandonarse sin reservas a la

Providencia, mezclándose y anegándose de tal suerte en el

beneplácito divino que no aparezca más por ninguna parte».

Venturosa muerte, por la cual se eleva uno a superior vida,

«como se eleva todas las mañanas la claridad de las estrellas

y se cambia con la luz esplendorosa del sol, al aparecer éste

trayendo el día».

Dos grados hay, según el piadoso Doctor, en este traspaso

de nuestra voluntad a la de Dios: en el primero el alma aún

presta atención a los acontecimientos, pero bendice en ellos a

la Providencia. El autor de la Imitación hácelo en estos

términos: «Señor: esté mi voluntad firme y recta contigo, y haz

de mí lo que te agradare... Si quieres que esté en tinieblas,

bendito seas, y si quieres que esté en luz, también seas

bendito; si te dignares consolarme, bendito seas; y si me

quieres atribular, también seas bendito para siempre». En el

segundo grado, el alma ni siquiera presta atención a los

acontecimientos; y por más que los sienta, aparta de ellos su

corazón aplicándole a «la dulzura y Bondad divinas, que

bendice no ya en sus efectos ni en los sucesos que ordena,

sino en sí misma y en su propia excelencia... lo que sin duda

constituye un ejercicio mucho más eminente».

Para mejor dar a entender y gustar la santa indiferencia o

el amoroso abandono de nuestro querer en las manos de

Dios, el piadoso Obispo de Ginebra nos propone magníficos

ejemplos y deliciosísimas comparaciones. En la imposibilidad

de citarlos aquí, rogamos a nuestros lectores que consulten el texto mismo. Propone como modelos a Santa María

Magdalena, a la suegra de San Pedro, a Margarita de

Provenza, esposa de San Luis. ¿Quién no conoce los

apólogos tan ingeniosos y tan suaves de la estatua en su

nicho, del músico que se queda sordo y de la hija del cirujano?

Se leerán y releerán veinte veces con tanto gusto como

edificación. El piadoso autor muestra marcada preferencia por

determinados símiles y comparaciones; y así dice: un criado

en seguimiento de su señor no se dirige a ninguna parte por

propia voluntad, sino por la de su amo; un viajero, embarcado

en la nave de la divina Providencia, se deja mover según el

movimiento del barco, y no debe tener otro querer sino el de

dejarse llevar por el querer de Dios; el niño que aún no

dispone de su voluntad, deja a su madre el cuidado de ir,

hacer y querer lo que creyere mejor para él. Ved sobre todo al

dulcísimo Niño Jesús en los brazos de la Santísima Virgen,

cómo su buena Madre anda por El y quiere por El; Jesús la

deja el cuidado de querer y andar por El, sin inquirir adonde

va, ni si camina de prisa o despacio; bástale permanecer en

los brazos de su dulcísima Madre.

Una vez descrito el abandono en sus líneas más

generales, vamos a ver ahora en sendos capítulos cómo no

excluye ni la prudencia ni la oración, ni los deseos, ni los

esfuerzos personales ni el sentimiento de las penas.