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lunes, 10 de agosto de 2015

PRESENCIA DE SATAN EN EL MUNDO MODERNO: Capítulo 7


Para leer el capitulo 6 dar click aqui

Un hechizo en pleno siglo XX


Un encuentro muy curioso
Antes de abordar lo que debe constituir el tema de este capítulo,
permítaseme aportar aquí un hecho completamente personal. 

Cuando estaba ocupadísimo en dar forma a este libro, recibí una carta de un sacerdote que no conocía y que ignoraba por completo mi proyecto de esta obra sobre el Demonio. Acababa de leer otra sobre el mismo tema y me escribía al azar para proponerme su propia documentación.

"Supongamos — me decía — que yo tenga expedientes. Pues bien,
sí, los tengo. Venga a verme." Pero como esto era difícil para mí, fué el quien vino a verme.

Sus expedientes eran de enorme interés. Está desde hace seis años en plena batalla contra Satán. Acabamos de ver, por la embrujada de Plaisance, de qué clase de lucha se trata. Si nuestro siglo se inclina a dudar de la existencia de Satán, como duda de tantas otras
cosas, él tiene la prueba de su existencia, de su fuerza, de su acción,
de los procedimientos que emplea, cuando Dios lo permite; de los estados aterradores en los cuales puede poner a una pobre criatura
humana.

Pero estoy autorizado a dar el nombre de este "testigo" de la
lucha contra Satán, en esta hora que pasamos. Se trata del R. P. Berger-Bergés, de Chavagne-en-Pailler, en el departamento de la
Vendée.

Si bien él no publica nada, me permite decir en su nombre que está
pronto a presentarse delante de cualquier auditorio para dictar conferencias sobre los exorcismos que le han sido encargados desde hace seis años y que siguen efectuándose todavía en el momento que escribo estas líneas.

Como es natural no daremos más que una breve reseña de los
expedientes que me ha sido posible consultar, hojear, tomando notas.

Y no podré, por otra parte, indicar a las personas en cuestión más que por iniciales, sin precisar los lugares donde las escenas tuvieron lugar.

Se hicieron exorcismos relativamente fáciles coronados por éxitos
rápidos. Hubo otros más complejos, más trabajosos, más lentos en
el éxito. Y parece que en estos casos, como en el de Plaisance, cada
vez que el exorcismo lograba algún alivio apreciable de la víctima, la posesión ha sido renovada, poco después, por medio de sortilegios lanzados a distancia.

Entre todos los expedientes que me fueron presentados, no pude retener más que uno solo que me pareció particularmente demostrativo.

El de la señora G.. . , casada y madre de una niñita. El expediente que le concierne no contiene menos de 145 piezas que se escalonan desde el 14 de septiembre de 1953 hasta el 5 de febrero de 1959, y que todavía sigue abierto.

Pero debemos indicar, ante todo, la forma en que las cosas se presentaron en su origen. Nos serviremos para ello de las propias notas del marido de la víctima. Si bien nosotros les damos la forma, los detalles son del interesado. Y para dar más vida a la narración le dejaremos la palabra a él mismo, sirviéndonos en lo posible de sus mismas expresiones.

Un gran cansancio

"Estamos — cuenta el señor G . .. — en el mes de septiembre de 1950. Nuestra hija Annie, que tiene dos años, duerme muy poco.
Mi mujer ha pasado noches, desde su nacimiento, sin dormir ella
tampoco. Experimenta una fatiga general tan inquietante que nos
ha hecho recurrir a un médico. El doctor no tuvo dificultad en comprobar los síntomas siguientes: ningún entusiasmo en el trabajo, cansancio continuo, adelgazamiento, vértigos, etc. Sin embargo, el médico es optimista. Nada grave, según él, en este caso. Todo cuanto necesita es tranquilidad, sobrealimentación, sueño, y todo esto significa tres semanas de internación en una casa de salud.

"Es fácil decirlo. Pero no estamos afiliados a los seguros sociales. Mi mujer no había dejado jamás el domicilio conyugal. Una internación afuera de casa significaba grandes gastos.

 Cierto día, fui a la ciudad y encontré allí a una amiga de mi mujer quien me preguntó por ella. Y como yo le conté lo que ocurría, me contestó:
«¿Por qué no van ustedes a ver a B . . . Ha asistido a mi hijo que  tenía los nervios enfermos y estoy muy contenta del resultado. Mi
hijo ahora come bien, duerme bien, sus crisis nerviosas han desaparecido totalmente, casi.» Inpresionado por su seguridad, le pedí la dirección de B . . . Se trataba de un curandero, muy conocido, al parecer, en toda la región.

"Va — me dijo ella — todos los sábados a S. J. y ahí recibe todo
el día. ¡Véanlo, pues; no cuesta nada probar!

"Pero la excelente mujer añade, sin embargo, sin darle, al parecer,
importancia: El individuo me da miedo. Cuando fui a verlo con mi muchacho, la primera vez, le cortó un mechón de pelo y lo tenía entre los dedos. Luego, frotando los dedos, decía: «Sí; son los
nervios sin duda, que están enfermos», ¡pero al mismo tiempo se
veía un humo azul que subía por encima de sus dedos! . . .

"Cuando regresé hablé de todo esto con mi mujer. La historia
del humo azul y del pelo cortado no le causó la menor inquietud.
No creía en todo eso. Decidimos, pues, que iríamos el sábado siguiente. Por excepción el hombre no fué a S. J. para sus consultas
habituales. En esa fecha aún vivía mi madre. Ella nos dijo: «Ah,
hijos, no quiero impedirles que vean a ese B . . . Pero sépanlo, no
tengo confianza en él. Es una familia de asquerosos (sic) ¡y si pudiera haría morir a medio S. J.!»
"Este grito de alarma no nos detuvo. "El sábado siguiente tocábamos el timbre en la puerta del famoso curandero.

Una sesión de curandero

"Fue su mujer la que abrió la puerta. Nos recibió amablemente.
Esperábamos turno cuando el curandero nos hizo entrar, nos rogó
que nos sentáramos y empezó la consulta.

"—Señora, ¿su nombre y apellido? ¿Fecha de nacimiento? "Una vez obtenida la respuesta, B . . . . corta una mecha de cabello de mi mujer. La coloca entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, y con su mano derecha tiene la muñeca de mi mujer. Un momento de silencio. Frota el pulgar y el índice el uno contra el otro y, sin que haya dicho una palabra, hete ahí que, súbitamente, un humo azul se escapa y sube a veinte centímetros, por lo menos, de altura. Era como un cigarrillo que se fumara solo en un cenicero.

Al cabo de un instante, separa los dedos y — cosa increíble — ¡no
hay más cabellos! Entonces B. . . declara: «¡Oh! tiene los nervios enfermos, pero no es nada, es asunto mío: ¡es mi especialidad! ¡Con dos o tres sesiones estará usted completamente bien!»

"Toma entonces un frasco que contiene una substancia desconocida, introduce su pulgar en el frasco, durante apenas algunos segundos — porque tiene su reloj frente a él para controlar—, retira bruscamente su pulgar. En este momento toma las dos muñecas de mi mujer: el hombre se crispa, s^ pone rojo como un tomate. Esto dura algunos minutos y tiene la cabeza agachada. Y súbitamente mi mujer empieza a cerrar los ojos y se duerme. En seguida, el curandero suelta las muñecas de mi mujer y se pone en el deber de despertarla.

B . . . declara que le duele la nuca, porque esto que acaba de hacer, según él, es muy cansador. Coge una ampolla con éter y se arroja, por presión, un chorro en la nuca para recobrar su aplomo, luego hace lo mismo sobre la nuca de mi mujer que se encuentra como embrutecida, con la cabeza pesada, como consecuencia de ese extraño sueño. La sesión ha terminado. Mi mujer se sentía un poco mejor que una hora antes. El curandero nos dió su dirección personal por si acaso deseábamos ir a verlo en su domicilio. Pero nos previno que volvería a S. J. quince días después.

Sueños extraños

"Partimos con una buena esperanza de curación. Pero esa misma noche, mi mujer deja de pronto su tenedor, y apoyando la cabeza, en el plato se duerme. ¿Qué ocurría? Yo no comprendía nada. Pasan dos minutos que parecieron muy largos. Mi mujer vuelve en sí y me dice: «¿Qué quiere decir esto? Todo se borró delante mío y no me di cuenta de nada. ;Y ahora me siento toda floja e idiotizada!»

Algunos instantes más tarde se sintió mejor y declaró: «Ahora ¡tengo hambre!»

"Los días siguientes, se reprodujo la misma escena. En cada comida
mi mujer se dormía. Por la noche, en el momento de acostarse, a las ocho y media o nueve más o menos, empezaba a farfullar palabras extrañas, a reírse tontamente mirando el cielo raso como si alguna cosa se presentara a sus ojos. Como una loca, daba la vuelta a la mesa mostrando los objetos con el dedo, como un mudo que desea hacerse comprender. Y yo trataba de detenerla.

Agravación

"Cuando le hubimos explicado lo que ocurría, el curandero se excusó en forma extraña, diciendo que se había equivocado con respecto al mes de nacimiento de mi mujer; que para las personas nacidas en ese mes era necesario trabajar más lentamente, pero que no había nada que temer. ¡Podíamos regresar a nuestra casa completamente tranquilos porque esto iría mucho mejor!

"Al decirnos esto B. . . estaba radiante. Ibamos a comprender más tarde por qué: Satán había ejecutado bien sus órdenes. Nuestra ida a verlo en su casa era ya una victoria. Allí mismo, mi mujer volvió a dormirse en presencia del curandero. Este hizo una broma al respecto y sólo dijo: «¡Comerá usted bien al salir de mi casa, ya lo verá y dormirá bien esta noche!»

"Lo cierto es que en el camino mi mujer hubiera devorado un cacho de bananas. Esa noche se acostó y durmió como un lirón, cosa que comprendimos después, porque Satán tenía mucho que ver en ello. Por la mañana cuando despertó, se sintió de nuevo completamente idiotizada. Los días pasaban y su estado no cesaba de agravarse.

Sufría horriblemente de dolores de cabeza, lo cual nunca le había pasado anteriormente. A veces, sentía «chocs» terribles y se ponía a llorar por el exceso de sufrimiento. Luego, de pronto, se calmaba, su cuerpo se ponía rígido y permanecía con los ojos desmesuradamente abiertos, demacrada, mirando fijamente el cielo raso, con los brazos en alto. Decía con frecuencia: «¡Creo que me vuelvo loca!» Otras veces parecía muerta. Yo no podía moverla, porque de insistir le hubiera roto los brazos. No me veía, no me oía. Esto duraba una hora, a veces hora y media y otras veces solamente un cuarto de hora. Y yo me quedaba ahí, impotente, sin saber qué hacer.

"Por supuesto, el sábado siguiente, cuando B . . . llegó a S. J. para sus consultas, fuimos a verlo para decirle nuestro descontento. El hombre realizó una nueva sesión, tomando entre sus manos las muñecas de mi mujer. Luego le dió un frasco con un tónico que según él contenía sangre de buey y hemoglobina. Agregó un granulado que también, dijo, era tónico y aseguró que debilitaría aún más su acción sobre ella, declarando que no la forzaba para nada. Pero no se produjo ninguna mejoría en el estado de mi mujer. 

De nuevo, el sábado anterior a la Navidad de 1950, estábamos en S. J. para hacerle saber que debía hacer, a cualquier precio, alguna cosa. Estábamos convencidos, en efecto, que todo dependía de él, puesto que actuaba por magnetismo.

"Mis pobres amigos — contestó B . . . ante nuestros reproches —,
yo no puedo hacer más de lo que hago. Pero con usted, dijo a mi
mujer, no comprendo qué pasa. Me parece que tengo como un muro por delante. Cuando quiero hacer algo, hay una fuerza que me impide curarla. ¡Sin embargo, he curado a otros, pero nunca con este muro! No veo más que un medio: «¡venga a vivir cerca de mi casa, la cuidaré más fácilmente!» "De este modo, a pesar nuestro, la trampa se cerraba a nuestro alrededor.

En la trampa

"Mi mujer vacilaba mucho, al volver a casa, ese día. Pero una hora más tarde, a pedido de ella, regresamos a S. J., a casa de B . . • y ella le pidió que la llevara consigo esa misma noche, al hotel que estaba situado a dos kilómetros de S. J. Lleno de alegría, sin duda, pero sin dejar advertir nada, el curandero telefoneó inmediatamente al hotel indicado, para anunciar que iban a ir dos personas que tomarían pensión en la casa. La misma noche a las nueve, partimos. Debíamos pasar desde ese sábado hasta el jueves siguiente en el hotel sin que el estado de mi mujer mejorara. Llegaba Navidad. Mi mujer deseaba pasar las fiestas en casa. Su salud se tornaba cada día más precaria. Estaba como trastornada, no me reconocía ya y me decía:

«¡No lo conozco más, no quiero verlo más!» Cosa más grave aún, no sentía por su pequeña Annie, a quien adoraba, su ternura de
antes. Al cocinar, cuando tenía un cuchillo en la mano, se acercaba a su hija para hacerle daño. Sentía dentro de ella una fuerza que la impulsaba. No obstante, resistía. Pero una vez tuvo el pensamiento de estrangular a su hija. Esa fuerza la dominaba siempre. 

Felizmente pudo resistir, pero se puso a llorar. Era para ella un sufrimiento indecible. ¿De dónde podían venirle esas ideas contra su hija?

"Durante el mes de enero de 1951, estando todavía en cama, me dijo un día: «Anda a ver a B . . . Pídele que venga a verme. Estoy harta de estas payasadas. ¡Es necesario que él termine con todo esto!»

"Hice lo que me pidió. Por la noche, después de sus consultas, B . . . fué a casa. Quiso tener una conversación a solas con mi mujer.

Y le dijo, entonces, que fuera a casa de él, sola. La llevé, pues, a
casa del hombre, y la dejé sola, durante alrededor de media hora,
con él.

"Cuando salió, me pareció un poco trastornada. Le dije entonces:
«¿Qué te pasa?' ¡Estás toda rara!» —«¡Oh! —me contestó— es ese imbécil de B . . . que me ha pedido que sea su amante!» Le repliqué:

«¡Déjeme en paz, y no quiero oír hablar más de eso! . . .» "El curandero no había insistido, sobre todo porque la casa donde estaba se hallaba llena de gente. Su mujer, sin embargo, no estaba ahí. Pero el miserable no había renunciado por tan poco, como íbamos a verlo.

"El mes de enero se pasó. Mi mujer seguía mal y era siempre contra su pequeña Annie contra quien le daba. Esto se convirtió en una obsesión tan terrible que no pudo más y a principios de febrero de 1951, me dijo un día: «Sabes, es necesario que vaya a hacerme curar a J . . . Estaré más cerca de B . . . para que él me cuide y le pediré que me saque de esta situación, no puedo más, en efecto, ;y es necesario que me aleje de mi hija porque tengo miedo de cansarle algún daño!»

"Hemos visto bien, más tarde, que la astucia de Satán, a las órdenes de B. . . , consistía justamente en eso: el temor de mi mujer con respecto a su hija, iba a empujarla hacia B . . . que no había digerido la negativa de mi mujer, en ocasión del primer ataque.

"¡Crees verdaderamente —le contesté— que esto andará mejor si vas junto a ese individuo! ¡Yo no tengo demasiada confianza! "Pero como ella insistía, la llevé de vuelta al hotel donde habíamos estado antes de Navidad y la dejé sola, porque yo tenía que ir a mi trabajo. Todo se pasó en idas y venidas, hasta el martes siguiente. Mi mujer se encontraba allá desde el viernes. El martes por la mañana, lo ve entrar en su cuarto, cuando ella estaba todavía en la cama. Y, sin vergüenza, le hizo las proposiciones más innobles. Mi mujer se rebela. Le dice las palabras que convienen a un asqueroso de esa clase: «¡Déjeme tranquila —añade—; voy a contarle todo a mi marido!»

Amenazas

"Ante este nuevo fracaso, B. . . llega a las amenazas más categóricas:
«¡Si se lo dice a su marido, le pesará! ¡No me gusta que se me resistan y va usted a arrepentirse!»
"—¿Qué me ha hecho —le grita mi mujer— para que yo esté tan enferma?
"—Vamos — prosigue él encolerizado —, no soy yo quien la ha enfermado; ¡es tal vez algún farsante que le ha hecho algo . . .
" Oh! le espeta mi mujer—. ¡El farsante es usted! "Y él le contesta con una risa sarcástica:

"—¡Oh! es un hechizo que le he hecho a usted, nada más!.. . "Sin comprender bien mi mujer exclama: —¡Voy a telefonear a mi marido para que venga a buscarme esta tarde! "—¡Pues bien, yo le digo que no telefoneará y que va a quedarse aquí!

"Con esto, partió muy encolerizado y bajó al café del restaurante. "—¡Pues bien! —replicó R . . . — ¡es lo que vamos a ver! ¡Le pesará su rechazo!

"Por cierto, toda la tarde, mi mujer hizo esfuerzos vanos para llegar hasta la cabina telefónica. Sin embargo, sólo estaba a cuatro o cinco metros de distancia, en el mismo hotel. Y sólo fué por la noche, cerca de las 20, cuando yo le telefoneé como todos los días para tener noticias de ella, que pudo arrastrarse, penosamente, hasta la cabina, y me dijo en un suspiro: «¡Ven, ven en seguida a buscarme!»

"Fue todo cuanto tuvo la fuerza de decirme. Pero yo comprendí estas pocas palabras. A las diez de la noche estaba junto a ella. La encontré hecha un mar de lágrimas. El miércoles por la mañana, cansada como estaba, consiguió, a duras penas, vestirse. Pude, con esfuerzo, llevarla hasta la estación bajo la mirada furiosa pero impotente de B . . . que justamente había ido a llevar a alguien a la estación . . .

"En el tren mi mujer me contó lo que había ocurrido entre B . . . y ella. Me explicó su insistencia insultante, sus amenazas, y las palabras que había osado decirle: «¡No puedo vivir sin usted! ¡Creo que me ha hechizado!» "Había sin duda un sortilegio de por medio, ¡pero provenía de él y no de mi mujer, que no tenía la menor idea de ello!

Efectos del sortilegio

"Después de nuestro regreso no íbamos a tardar en comprender. El hombre había dicho: «¡No me gusta que me resistan: va usted a arrepentirse!»

"De hecho, mi mujer sintió inmediatamente los efectos de su venganza. Sufría cada vez más. Y tuvo necesidad de quedarse en
cama. Esto ocurría en la primera quincena de febrero de 1951. Sus
sufrimientos se convirtieron en torturas: no podía ya levantarse, no comía nada, no dormía y se apagaba lentamente. Yo la alimentaba con jugo de naranja que ya casi ni podía tragar. Hice ir al médico, que le puso inyecciones, pero se le veía en la mirada que
la consideraba gravísima. La hice ver con cuatro médicos, sin resultado alguno.

 Uno de ellos habló de internarla en un hospital de psiquiatría. Pero ella le declaró categóricamente: «No quiero ir, doctor, no estoy loca, pero siento en mí una fuerza que me hace sufrir. Parecería que voy a volverme loca, pero no lo estoy . . .»

"Hacia fines de febrero, sin embargo, decidimos, mi mujer y yo, ir a la casa de reposo de Saujon, dirigida por un psiquiatra, el doctor Dubois. Era el 21 de febrero. Mi mujer fué sometida allí a todos los tratamientos comunes para las enfermedades nerviosas: duchas, electrochocs, etc. Nada le hacía efecto. Al cabo de dos meses de tratamiento, sin embargo, había ganado medio kilo. Las crisis eran menos agudas. 

La mejoría — muy relativa— duró hasta el mes de agosto. Pero ur> día, cuando iba a acostarse, en el espacio de un minuto todo cambio. Dejó caer el libro que estaba leyendo, abrió los ojos desmesuradamente y ^ritó: «¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza! ¡Me vuelvo loca!» La crisis duró una hora, Luego me dijo: «¡Empieza de nuevo! ¡Es B . . . que me hace porquerías: quiere enloquecerme!

¡Eso me daba sacudidas en la cabeza! . . .» "Su estado empeoró repentinamente, no comía más; yo me sentía impotente. Fuimos a ver a una curandera que la calmó un instante, pero una hora después de estar de regreso en casa todo empezó de nuevo. Parece que hubiera habido entonces ataques y contraataques entre B . . . y la curandera. Terminamos por estar convencidos de esto, tanto que resolvimos denunciar a B . . .

"Fue lo que hicimos en septiembre de 1951. Los meses de octubre
y de noviembre se pasaron sin novedad. Pero en diciembre, recibimos un aviso para presentarnos al tribunal para confrontarnos con B . . .

Pero ese día mi mujer que había sufrido toda la noche, no pudo levantarse. Fui, pues, solo al tribunal y expliqué todo al juez. Me contestó simplemente: «Si su mujer no puede venir, vamos a retrasar la fecha» . . . Yo no lo entendía así. Podía ocurrir cada vez lo mismo, y nuestra denuncia se volvería contra nosotros. Dije por tanto a B . . . con quien me crucé en el corredor: «¡Ella vendrá aquí a pesar de ti!» Conseguí, efectivamente, levantarla y llevarla en taxi
al tribunal, que se hallaba situado a cerca de cuatrocientos metros.

En presencia del juez, mi mujer hizo su declaración. El juez preguntó a B . . . si reconocía los hechos. Se había puesto palidísimo y parecía completamente desorientado. Reconoció todos los hechos comprendido el del hechizo y firmó el proceso verbal. Hasta su abogado parecía como «aporreado». B . . . esperó desde ese momento que lo atacaran, no por el hechizo, quizá, del cual no habla la ley, sino por ejercicio ilegal de la medicina. En el intervalo, en efecto, después de nuestra denuncia, había venido a casa un comisario.

Había encontrado a mi mujer en una crisis: los ojos hundidos y los
un aviso para presentarnos al tribunal para confrontarnos con B . . .
nos había dado. «Con esto — había dicho— atacaremos a este sinvergüenza por medicina ilegal».

" B . . . lo sospechaba porque al salir del tribunal se acercó a nosotros y nos dijo: «¡No se dan cuenta en el lío que me han metido: van a asaltarme con 200.000 francos! . . .»

"Pero sin preocuparse de traicionarse a sí mismo, añadió: «¡Escuchen! ¡Retiren la denuncia y yo ya no tendré razón para continuarla". Confesaba de este modo lo que nosotros nunca habíamos puesto en duda: que todos los malestares de mi mujer provenían de él.

"Cediendo a sus ruegos, mi mujer y yo volvimos inmediatamente al juez y le dijimos que retirábamos la denuncia porque se trataba de la salud de mi mujer.

"Bien —repuso el juez—, ustedes retiran la denuncia pero nos reservamos el derecho de procesar a B . . . por ejercicio ilegal de la medicina.
"De vuelta en casa escribimos una carta al Procurador para
retirar nuestra denuncia y advertimos a B . . . de esta gestión.

Nuevos ataques

"El curandero había conseguido lo que deseaba. Mi mujer pasó cerca de un mes sin sufrir. Pero en enero de 1952, la comedia
empezó a más y mejor. Mi mujer, exasperada, quiso que fuéramos a ver a B . . . que se encontraba ese día en casa de la madre. Fue ella quien nos recibió, pero como mi mujer insistía en ver a B . . . en persona, éste se presentó de pronto. Un violento altercado estalló delante de la madre. Finalmente, como no podía quedarse con la última palabra B . . . quiso hacer salir a mi mujer, tomándola del brazo. Pero ella se soltó rápidamente y le envió un violento puñetazo en la nariz. Luego como él quiso volver a asirla ella le dirigió un directo en pleno rostro. Esta vez brotó la sangre y la nariz empezó a sangrar abundantemente. Yo intervine a mi vez y cogiendo a B. . . por los brazos, lo obligué a quedarse quieto y a soltar a mi mujer. Obedeció, extrajo su pañuelo que quedó pronto teñido de rojo. El hombre estaba escarlata. Sus ojos brillaban de cólera. Mientras nos dirigíamos a la puerta nos cortó el paso gritando: «¡Oh! ¡Ser atacado así en su propia casa! ¡Nunca se ha visto! ¡Voy a la comisaría!»

"De acuerdo —replicó mi mujer—, vamos juntos. ¡Nos denunciará
usted y dirá por qué lo he golpeado!"

"Con el pañuelo siempre enjugándose la nariz B . la amenazó de nuevo: «¡Usted —le dijo—, si continúa, terminará su vida en un manicomio!»

"Al decir esto descubría sus designios de venganza. Llegamos en seguida a la comisaría. Los inspectores reían disimuladamente al
verlo. Tuvo la audacia de decirle al comisario que le ordenase a mi
mujer que lo dejara en paz.

"¡Pues bien! —dijo entonces mi mujer— ¡Haga su denuncia en contra de mí! ¡Diré después por qué lo he golpeado! "En seguida se desinfló vergonzosamente y se limitó a decir:
"¡No, no la denunciaré, pero déjeme en paz! "Y al marcharse tuvo esta frase final: —¡Caramba! ¡Para seruna enferma pega usted fuerte!

La venganza del curandero

"Con el tiempo íbamos a saber lo que el curandero abrigaba en su ánimo para vengarse de una mujer que no sólo le había resistido, sino que lo había humillado públicamente y desafiado. "Ella debía terminar sus días en un manicomio. Para ejecutar esta amenaza, B . . . tenía un servidor a sus órdenes. Este servidor era Satán, como lo veremos pronto con claridad. Y la incredulidad general de nuestra época iba a entrar normalmente en el juego del brujo. ¿Quién cree en Satán, en nuestros días? Una posesión, para la mayor parte de los médicos y para la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, es simplemente una locura. 

Por tanto, «hechizando» a mi mujer, enviándole un demonio para que tomara posesión  de ella, B . . . estaba más o menos seguro que pronto se llegaría a internarla en un manicomio. La venganza era ésa. Estaba al alcance de su mano.

"La violenta discusión que acabamos de relatar tuvo lugar el 12 de enero de 1952. Habíamos vuelto a casa sin imaginarnos lo que iba a ocurrir. Los primeros meses se pasaron, por supuesto, en medio de sufrimientos de mi mujer, pero sin que nada anormal indicara una agravación de su mal. Pero una noche del mes de agosto de 1952, se despertó sobresaltada, temerosa y llorando. Me tomaba de los brazos, me abrazaba con todas sus fuerzas, como una persona que está horrorizada, y con los ojos desorbitados me decía: 

«¡Ay! ¡Tengo miedo! ¡Está ahí, se acerca a mi cama, échalo!» "Pero ¿de qué tienes miedo? — le dije tratando de calmarla. "¡Ahí! ¡Está ahí! ¡Un animal con garras y un cuerpo de serpiente, pero con la cabeza de B. . . !

"Y repetía: —¡Se acerca a mi cama tengo miedo! "El sufrimiento y el terror la hacían gritar. Esto duró el resto de la noche. Al día siguiente se sentía agotada y sin fuerzas. Los sufrimientos no cesaban. Dos o tres noches consecutivas, los ataques recomenzaron. Se apoderaba de ella una especie de delirio. Se desplomaba sobre sí misma y de pronto como una demente, hablaba en idiomas extranjeros, reía socarronamente, se agitaba durante tres cuartos de hora o una hora. Luego cuando la crisis había terminado, volvía en sí y decía:

"—¿Qué me ha pasado? ¡Me parece que ya no existía! ¡No me di cuenta de nada! ¡Ay, cómo me duele la nuca! "Y yo, su marido, no sabiendo todavía que se trataba de Satán y no teniendo ni siquiera una idea de lo que era, me desesperaba ante mi impotencia. Pero sin cesar la amenaza de B . . . me venía a la memoria.

"¡Terminara sus días en un manicomio! "Mascaba esta frase sin cesar preguntándome adonde íbamos.

En el camino de vuelta, tuvimos de nuevo avería tras avería, ¡tanto que el chófer nos dijo que era la primera vez en su vida que había visto una cosa así!

"Pero mi mujer se encontró tranquilizada por primera vez desde hacía mucho tiempo. El sacerdote que nos había recibido, había, efectivamente, lanzado a distancia — como lo supimos después — un exorcismo eficaz sobre mi mujer. Fué el mismo Satán quien lo declaró oportunamente. Y sin embargo en esa fecha de febrero de 1953, no pensábamos todavía en su presencia. Pero en nosotros se operó pronto una asombrosa transformación. Hasta ese momento éramos muy poco creyentes y nada practicantes. De golpe, bajo el efecto de una gracia que no apreciamos hasta más tarde, tomamos la decisión de ir a misa todos los domingos, de frecuentar los sacramentos, de comulgar a menudo. Sin duda alguna los consejos que nos habían prodigado desde hacía un tiempo daban su fruto. Pero la acción divina tenía una fuerza increíble. Nuestra conversión de alma se efectuaba con maravillosa rapidez. 

Comprendimos cosas que ignorábamos hasta ese momento. No obstante, cuando mi mujer quería ir a misa era toda una historia. Es menester haber vivido esto para poder imaginarlo. Nos mantuvimos firmes, sin embargo. Rezaban por nosotros. Era como una batalla trabada entre dos fuerzas contrarias sin que nosotros lo supiéramos."
Vamos a dedicar un nuevo capítulo al relato de los episodios
más salientes de esta batalla que debía durar todavía años.

Continuará..