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viernes, 7 de agosto de 2015

LA GRAN TRAICION (Hugh Ross Williamson)




El Evangelio, la “Buena Nueva de Jesucristo”, es, ante todo, el hecho histórico de su Resurrección. Al resucitar de entre los muertos. El Dios Encarnado, interrumpe el proceso de la naturaleza y da una nueva dimensión a la existencia humana. En vez de la muerte y la decadencia, que parecían ser el fin inevitable de todas las cosas, ahora tenemos delante la Vida Eterna.

Los Apóstoles fueron los testigos presenciales de este suceso singular, ellos los que podían decir: “Yo le ví; yo le hablé con El; yo aprendí de Él; yo le toqué, yo comí con El después de su resurrección de entre los muertos“. Por eso, esos hombres no tuvieron miedo a la muerte, en manos de los que no creían, por su grande Fe y por la esperanza cierta de su propia resurrección.

Hoy, cuando el Evangelio para la mayoría de los hombres, no significa otra cosa, que una narración, una leyenda de ciertos episodios de la vida de Cristo y el “apóstol” no es sino un maestro peregrino, de blanca barba del primer siglo de la Iglesia, es caso imposible imaginarse el impacto de esta “Buena Nueva” la abolición de la muerte, que era “escándalo para los judíos y necedad para los griegos”.

Aunque la Resurrección de Cristo es la base de nuestra fe católica, hay una gran multitud de cristianos de nombre, que han sustituido esta esperanza de la propia resurrección por un insaciable interés en el mejoramiento social (p. ej Francisco), una preocupación por las cosas de este mundo, que parece indicar el convencimiento de que “la muerte es el fin de todo” aunque sigan diciendo de palabra que creen en la resurrección y la vida eterna.

Antes de su muerte y resurrección, Cristo manifestó a sus discípulos las condiciones necesarias para alcanzar la vida eterna. El les dijo en la sinagoga de Cafarnaúm, un día después de que les anunció y prefiguró la Eucaristía, al alimentar a una multitud de más de cinco mil almas con unos cuantos panes y unos cuantos peces, que había bendecido: “ Si no comiereis mi carne y no bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el último de los días”.

 Y, desde entonces, muchos de sus discípulos le han abandonado, diciendo: “¿Cómo puede este hombre darnos de comer su carne y a beber de su sangre?” Esta enseñanza, esta verdad es demasiado absurda para la soberbia humana. Los primeros que protestaron, antes de la pasión y muerte del Señor, tenían la excusa de que Jesús no les había explicado el hecho sobrenatural de la transubstanciación, gracias al cual podemos en verdad comer la carne y beber la Sangre del Hijo de Dios, Tal instrucción fue reservada a los doce Apóstoles, que en Jerusalén, estuvieron con El en el Cenáculo, la noche anterior en que, como un malhechor, fue ejecutado, Y cuando El, tomando en sus manos el pan, dijo: “ESTE ES MI CUERPO” y tomando una copa de vino: “ESTA ES MI SANGRE”, los Apóstoles, entre otras inefables emociones, han de haber sentido como un descanso, al ver que aquellas palabras misteriosas de Cafarnaúm habían sido, al fin, cumplidas y esclarecidas por el Maestro.

Desde este punto de vista, la Iglesia es la organización establecida para proteger la verdad de que el pasaporte para la Vida Eterna es la Misa. Los otros Sacramentos están, en cierto modo, instituidos para salvaguardar este, que es como el centro de toda la religión. En el bautismo, por una participación simbólica y sacramental en la muerte de Cristo, llegamos a ser elegibles para la resurrección gloriosa y, eliminando el pecado original, alcanzamos el estado de gracia, necesario para no “comer, ni beber, en condenación nuestra”  el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El sacramento de la penitencia nos permite, por la absolución, el recobrar ese estado de gracia, que, tal vez, por un pecado grave y personal habíamos perdido. El sacramento del Orden Sacerdotal es garantía de que el milagro de la transubstanciación se repetía constantemente por los sacerdotes escogidos con este fin, que son sucesores de los Apóstoles, cuyo misterio consiguientemente es válido.

En el ataque secular en contra de la Iglesia por las fuerzas del mal, los enemigos. De una manera o de otra han apuntado a la Misa; unas veces, por decirlo así, sus impugnaciones se han dirigido a lo que es externo al Sacrificio Eucarístico como la sucesión apostólica, la confesión auricular otras veces, han concentrado su batalla en la misma Misa.

En los primeros siglos, el énfasis herético estaba en negar la Encarnación, La cuestión de afirmar o negar que el pan y el vino se habían convertido o no, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, era una cuestión secundaria respecto a la cuestión fundamental de si Dios había tomado o  podía tomar un cuerpo humano o, mejor dicho, hacerse un verdadero hombre, sin dejar de ser Dios. Esta es la que podemos llamar “la herejía”, porque desde el siglo primero, hasta nuestros días, esta es la raíz de tolas las herejías; negar la Encarnación, porque la materia siempre es mala. El “Espíritu”, que es bueno, no podría habitar en la carne, que es mala. Así, el gnosticismo, dostrina filosófica y religiosa, mezcla de la doctrina cristiana con creencias judaicas y orientales, con diversos nombres, ha impugnado la Iglesia, desde los primeros años de su existencia, cuando San Justino Mártir hizo de la “RESURECCION DE LA CARNE” el grito de combate contra el gnosticismo, que proclamaba solamente ”la inmortalidad del alma”, amonestando a los fieles: “ Si creéis tan solo en la inmortalidad del alma y no admitís lo resurrección de los cuerpos, no sois cristianos.

El más peligroso y extendido recrudecimiento del gnosticismo, en la Europa del siglo XIII fue el de los cataros la religión de los “puros” contra los cuales luchÓ Santo Domingo y su Orden de predicadores y Simón de Monfort levantó una cruzada. Aunque dominado el movimiento, no fue del todo destruido, apareciendo mas tarde en el Puritanismo la insistencia de que la “materia” era mala y por lo tanto no podía admitirse ni enseñarse la transubstanciación. Aislando de su contexto unas palabras del Nuevo Testamento “Dios es espíritu, y los que le dan culto, deben hacerlo en espíritu y en verdad”, los Puritanos, entonces los mismos que ahora, niegan implícitamente la doctrina esencial del cristianismo, la Encarnación del Verbo, la Redención en la Cruz y la Resurrección de Cristo.

No podían, como sus sucesores en la Reforma, eliminar fácilmente el servicio litúrgico de la comunión, porque está claramente enseñando en la Escritura; pero ellos, los mismos que sus sucesores en la herejía, quitaron el sentido ortodoxo de este sacramento. En la oración consecratoria de los cataros, en su servicio de la Sopa, se decía: “Oh Señor Jesucristo, que bendejisteis el agua, que se convirtió en vino: bendecid, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, este pan, pez y vino, no como una ofrenda de sacrificio, sino como una simple conmemoración de la Santísima Cena de Jesucristo con sus Apóstoles”. Aquí está la base de las posteriores apariciones de doctrinas heréticas sobre la Eucaristía, el repudiar la oblación y el Sacrificio. 

Una de las respuestas de la Iglesia contra la amenaza de los cataros fue la institución, en 1282, de la recitación por el sacerdote al volver al altar a la sacristía, del Ultimo Evangelio. Su genuflexión al pronunciar las palabras “et Verbum Caro factum est”( y el Verbo se hizo Carne) era una garantía de que no era un cátaro secreto y que en la Misa que él había celebrado había realmente tenido la intención de consagrar, haciendo que sus palabras efectuasen la transubstanciación. Cuando, después de casi 700 años, se suprimió la lectura del último Evangelio en 1965, con el pretexto de que “no estaba en el rito primitivo”, los que conocíamos un poco nuestra teología y la historia de la Iglesia, comprendimos que los ataques de la herejía contra la Misa habían empezado nuevamente en nuestros días.

El XII Concilio Ecuménico, el Lateranense Cuarto, que se reunió en 1215, y al que acudieron 400 obispos, 800 abades y priores y representantes de las monarquías de la cristianidad, en su definición dogmatica, contra los albigenses y los cátaros, nos dice: “Una es la universal Iglesia de los fieles, fuera de la cual nadie se salva, en la cual el mismo Sacerdote es Sacrificio, Jesucristo, cuyo Cuerpo y Sangre, en el sacramento del altar, bajo las especies del pan y el vino, verdaderamente se encuentran por las transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre, por el poder divino: para que a fin de perfeccionar el misterio de unidad recibamos nosotros de Él lo mismo que El tomó de nosotros. Y nadie puede realizar este sacramento si no es el sacerdote que ha sido debidamente ordenado, según el poder de las llaves de la Iglesia, que Cristo dio a sus apóstoles y a sus sucesores”.

Como fruto manifiesto del Concilio y de sus definiciones, durante el siglo trece, creció palpablemente la devoción y el culto a la Divina Eucaristía. Se instituyó la fiesta del CORPUS CHRISTI, a la que dio esplendor Santo Tomas de Aquino con sus magníficos himnos. Las procesiones y la Exposición del Santísimo Sacramento en este y el siguiente siglo se hicieron cada vez más populares contribuyendo eficacísimamente al acrecentamiento de la vida cristiana entre los fieles.

Pero no cesaron los ataques de la herejía. En la Inglaterra John Wyclif y en Bohemia su discípulo John Hus, negaron que las palabras de Cristo significasen lo que decían, sino que debían ser interpretadas de esta manera: “Este es mi Cuerpo” debía traducirse: “Esto significa mi Cuerpo”. De esta manera se prepararon las posteriores significaciones protestantes.

El 1577 se publico un libro en Alemania, que contenía 200 diferentes interpretaciones de palabras: HOC EST CORPUS MEUM.

Tanto Wyclif como Hus, al negar la transubstanciación, añadieron otros errores contra la doctrina católica, para respaldar su herejía. Wyclif negó la sucesión apostólica y el derecho exclusivo de los sacerdotes jerárquicos para consagrar, enseñando que solamente los hombres ”buenos” podían presidir la cena. Hus exigía la comunión bajo las dos especies, para contradecir la doctrina ortodoxa, que afirma que bajo la apariencia de solo el pan o de solo el vino, nosotros recibimos a todo Cristo, porque Cristo no se divide, ahora de nuevo desde la introducción del NOVUS ORDO se demanda la comunión bajo las dos especies se niega el Sacrificio y se quiere hacer el rito el “memorial de la Ultima Cena”.
En el siglo XVII, las fuerzas anticatólicas se agruparon alrededor de los tres grandes heresiarcas Lutero, Zwinglio y Calvino. Aunque todos ellos enseñaron doctrinas diferentes y al hablar uno de otro, se expresan en términos poco halagüeños, estaban unidos en su odio contra la “no suficientemente execrada Misa”. Adoptando todas las herejías eucarísticas del pasado y añadiendo otras propias, ellos establecieron y propagaron lo que hoy llamamos la Reforma.

 Ya conocemos los medios de que se valió, en la Inglaterra protestante, el arzobispo Cranmer para la destrucción de la Misa. Cranmer con otros dos dirigentes protestantes, Ridiye y Latimer, pidió un público debate con teólogos católicos sobre la transubstanciación. Este debate público tuvo lugar en Oxford sobre tres proposiciones:

1)      En la Eucaristía, en virtud de las palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote, el Cuerpo y la Sangre de Cristo están verdaderamente presentes, bajo las apariencias del pan y del vino. 2) Después de la consagración, no queda ninguna substancia de pan, ni de vino, si no el cuerpo y la sangre. 3) La misa es un verdadero sacrificio provechoso a los vivos y a los muertos como propiciación de sus pecados.
2)       
Después de una disputa de tres días, los protestantes se vieron obligados a repudiar la autoridad del Concilio Lateranense IV “por no estar de acuerdo con la palabra de Dios”. Aunque este repudio era lógica consecuencia de la doctrina protestante, no dejó de sorprender grandemente a los católicos, así a los teólogos que disputaban como los estudiantes que oían. 

 ¿Qué? Esclamó sorprendido el teólogo católico que presidia “Ustedes no admiten el Concilio Lateranense?”

No, respondieron los protestantes; no lo admitimos.
Nada había que añadir. Ellos repudiaban una doctrina, que indudablemente expresaba la doctrina católica. Repudiaban la misma idea de la continuidad apostólica de la Iglesia, en su desenvolvimiento.
Para darnos todavía más cuenta de esa teoría absurda del “primitivismo”, ¿Quién se atrevería ahora, por ejemplo, a pedir que la House of Commons volviese a estar en Witanagemot y reunirse en Kingston-on-Thames?

Ese primitivismo es una teoría no solo absurda, sino poco sincera. No significa que las prácticas primitivas son restauradas en los detalles; sino que se han seleccionado los detalles primitivos, que pudieran desacreditar las costumbres de ahora. Los reformadores encontraron o creyeron en encontrar en los antiguos documentos aquello que según ellos, justificaba sus audaces reformas. En el año de 150 de nuestra era, San Justino Mártir escribió una carta al emperador Marco Aurelio, para convencerle de que los cristianos no estaban comprometidos en ninguna actividad criminal, como sus enemigos los acusaban; las condiciones y los lugares donde describe San Justino, la Misa de la Iglesia de entonces, estaban impuestas por la persecución en que vivían los cristianos, y reducidas a la mayor simplicidad. (La descripción de San Justino, de hecho, no expresa mejor el culto normal de la Iglesia primitiva, que una carta escrita en un avión de guerra en acción, podría representar o describir la vida normal del siglo Veinte en Inglaterra.) Pero esa carta de San Justino ha servido de excusa a los protestantes, con la ventaja adicional de que ese documento llama al celebrante “el presidente”, para evitar que la palabra “sacerdote” diese al emperador la equivocada impresión de identificar el sacerdote católico con el sacerdocio pagano.

Con esta base de seleccionar a capricho una carta escrita en una ocasión y con un propósito específico, para apoyar en ella sus pretensiones absurdas, los protestantes inventaron el mito del “verdadero cristianismo”, para justificar su servicio vernáculo de la comunión, sustituyendo el altar por una mesa, desnudando sus iglesias, quitando de ellas todas las imágenes y haciendo la Eucaristía una cena memorial, en la cual el celebrante es el presidente sentado frente a la mesa mirando al pueblo. Y porque por los siglos los fieles estaban acostumbrados a considerar la Misa como un Sacrificio, empezaron ellos a usar la expresión equivocada: “sacrificio de alabanza y de acción de gracias” todavía usado en el “Prayer Book” de la iglesia anglicana, para dar a los asistentes la impresión, aun en esos extraños ritos de que la idea del “Sacrificio” no había sido eliminada.

 Para oponerse a la herejía, se convocó en la Iglesia un nuevo concilio Ecuménico, el de Trento que además de confirmar los decretos del Concilio Lateranense IV, promulgados tres siglos antes, promulgó nuevos decretos y nuevas definiciones dogmáticas que son todavía ahora la formulación de nuestra Fe Católica, en la cuestión más importante acerca del Sacrificio de la Misa, el Tridentino confirma la antigua y apostólica doctrina de la Iglesia:

“Si alguno dijiere que la Misa  es solo un sacrificio de alabanza y de acción de gracias o una mera conmemoración de sacrificio hecho en la Cruz, no un sacrificio propiciatorio; o que solo aprovecha al que lo recibe y que no debe ofrecerse por los vivos y los difuntos para la expiación de los pecados remisión de las penas para impetración y por las otras necesidades que tenemos que sea anatema”.

Después del concilio, el Papa San Pio V publicó el Misal Romano, para salvaguardar en toda la Iglesia la Fe tan combatida por la herejía. La así llamada Misa Tridentina fue, pues, prescrita por su constitución apostólica QUO PRIMUM del 17 de Julio de 1570:

“Establecemos y ordenamos por esta nuestra constitución, que ha de tener valor perpetuamente bajo pena de nuestra indignación que a nuestro Misal nada jamás se ha de añadir, quitar o cambiar… En virtud de santa obediencia mandamos…que, haciendo a un lado todas las razones y los ritos de otros Misales, por muy antiguos que sean y que hasta  hora se han usado en adelante… (Sacerdotes y obispos) lean o canten la Misa, según el rito, modo y normas prescritas por Nos en este Misal y prohibimos que en la celebración de la Misa presuman añadir otras ceremonias o recitar otras preces, distintas de las que están contenidas en este misal… Y concedemos y otorgamos que este misal sea usado en todas las Misas, cantadas o rezadas sin escrúpulo de ciencia sin incurrir en ninguna pena, en ninguna sentencia o censura, de aquí en adelante, con toda libertad y licitud con nuestra autoridad apostólica, por tenor de este presente documento, eiam perpetuo a perpetuidad.

Así la Misa Tridentina, como infranqueable muralla, se opuso a la herejía hasta el 3 de abril de 1969, en que el actual papa con su constitución “Miassale Romanum” introdujo la nueva misa vernácula, conformable a la práctica y principios protestantes, que debía celebrarse en una mesa con el sacerdote mirando al pueblo cono “presidente” de la asamblea. La reacción en Inglaterra como en otras partes fue inmediata. La instrucción papal fue traducida el 10 de mayo de 1969, y una semana después The Latin Mass Society envió una petición al papa pidiéndole la conservación de la misa tridentina. Según el misal de San Pío V.
Continuará…


Hugh Ross W