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lunes, 2 de diciembre de 2024

CAP 4. Excelencias y frutos del Santo Abandono

 


1. EXCELENCIA DEL SANTO ABANDONO

Lo que constituye la excelencia del Santo Abandono, es la

incompatible eficacia que posee para remover todos los

obstáculos que impiden la acción de la gracia, para hacer

practicar con perfección las más excelsas virtudes, y para

establecer el reinado absoluto de Dios sobre nuestra voluntad.

Evidentemente, la conformidad que viene de la esperanza, y

más aún, la resignación que nace del temor, no se elevan a

iguales alturas; tienen, sin embargo, su valor. Mas aquí

hablamos de la conformidad perfecta, confiada y filial que

produce el santo amor.


Es ésta ante todo necesaria, y de un valor incomparable

para obviar los obstáculos. Un día después de Maitines, el

bienaventurado Susón fue arrebatado en éxtasis y parecióle

ver un apuesto joven que descendía del cielo a la tierra y le

decía: «Tú has frecuentado durante mucho tiempo las

escuelas primarias, en ellas te has ejercitado lo suficiente y ya

estás maduro. Ven conmigo, que voy a conducirte a la escuela

mayor que existe.-¿Y cuál es esta tan deseable escuela? Es

aquella en que se enseña la ciencia de un perfecto abandono

de si mismo; es decir, en la que se enseña al hombre a

renunciarse de tal suerte que, sean cualesquiera las

circunstancias en que el divino beneplácito se manifieste, se aplique

tan sólo a permanecer siempre el mismo y tranquilo,

renunciándose en la medida que permita la debilidad

humana.» Hacía ya varios años que el bienaventurado se

ejercitaba en la virtud como un valeroso asceta; infligía a su

cuerpo un martirio cuyo sólo relato nos estremece; llegada era

ya la época de los éxtasis, Dios, sin embargo, le llamó a una

escuela más elevada, ¿tenía de ello necesidad? Vuelto en sí

después de la visión, permanecía silencioso y pensaba en lo

que se le acaba de decir: «Examínate interiormente, concluyó,

y podrás observar que aún tienes mucho espíritu propio, verás

que con todas las mortificaciones que haces, no llegas todavía

a soportar la contradicción exterior. Te pareces a una liebre

oculta en un matorral, que al ruido de una hoja se espanta. Tú

también te espantas de las penas que te sobrevienen,

palideces a la vista de tus contradicciones, huyes cuando

temes sucumbir, cuando debieras presentarte te escondes, te

consideras feliz cuando eres alabado, y cuando te reprenden

te entristeces. No hay duda que necesitas ir a una escuela

superior.» He aquí, pues, un alma que marchaba

decididamente por el camino de la santidad; no obstante,

quedaba aún no poco de humano en ella, más de lo que podía

suponer. ¡Cuántas otras, que no la igualan en méritos, tendrán

como ella necesidad de que un ángel venga a mostrarles el

mal y a enseñarles a aplicar el remedio!


Sabemos en principio que el mal consiste en buscarse

desordenadamente a sí mismos, y por consiguiente, en el

orgullo y la sensualidad que resumen sus tan variadas formas.

Mas, en realidad, estamos muy lejos de conocernos, y con

frecuencia este mundo de pasiones, de debilidades, de

perversas tendencias que bulle en nosotros, permanecería

cubierto con un espeso velo y no llamaría nuestra atención, si

la Providencia no viniera a abrirnos los ojos en tiempo

oportuno por medio de una saludable humillación, o mediante

unas pruebas sabiamente apropiadas. Entonces descórrese el

velo, y comenzarnos a ver lo que se nos ocultaba hasta este

día, y que otros por desgracia habían tal vez tenido con

sobrada frecuencia ocasión de comprobar. Mas nos acontece

que, una vez conocido el mal, no sabemos remediarlo.

Nos inclinamos a perdonamos, empero la Providencia no tendrá esta

 cruel indulgencia. «Hasta ahora dice el ángel al

bienaventurado Susón- eres tú quien te azotabas por tus

propias manos, cesabas cuando querías, y tenias compasión

de ti mismo. Al presente quiero librarte de ti mismo y

entregarte, sin que nadie te defienda, en manos de extraños

que te azotarán. -No lo harán sino en la medida que yo se lo

permita, mas te parecerán despiadados. Asistirás al

desmoronamiento de tu reputación, estarás expuesto al

desprecio de algunos hombres ciegos, y sufrirás más de esta

parte que por las heridas hechas en otro tiempo con tus

instrumentos de penitencia.»


En otro tiempo hallábamos compensaciones y la

Providencia nos las va a quitar. Veamos lo que aconteció al

beato Susón: Tenía consolaciones humanas, y el ángel le dice:

«Cuando te entregabas a tus ejercicios de mortificación eras

grande, eras admirado, ahora serás abatido, serás

aniquilado.» Gozaba sobre todo de las consolaciones divinas,

y el ángel añadió: «Hasta ahora sólo has sido un niño mimado,

has nadado en la dulzura celestial, como nada el pez en el

mar. En adelante quiero retirarte todo esto, quiero que seas

privado de ello y que sufras con esta privación, que seas

abandonado de Dios y de los hombres.»


No siempre damos los golpes donde debiéramos; mas la

Providencia, que ve con más exactitud, ataca al mal en su

raíz. El beato Susón tenía un carácter muy afectuoso, y no

parecía preocuparse de ello. «Aunque acabas de imponerte

una cruel tortura, díjole el ángel, aún te queda por divina

permisión un natural tierno y amante; te acontecerá que allí

donde pensabas encontrar un amor particular y la fidelidad,

sólo hallarás infidelidad, grandes sufrimientos y grandes

penas. Serán tan numerosas tus pruebas que los hombres

que te aman, por poco que sea, se compadecerán de ti.»

Nuestro mal es sobre todo el orgullo. Ahora bien, «para

infligirnos algún castigo por ello -dice el Padre Piny-

¿búscanse de ordinario las ocasiones de humillación y de

desprecio? ¿No se cree hacer bastante condenándose a dar

alguna limosna, o a practicar austeridades que mortifican el

cuerpo y no el orgullo del espíritu? Dios, que se propone no

tan sólo castigar, sino más aún curar, obra mucho más sabiamente.




Hácenos expiar este pecado por lo que es más

contrario a nuestra presunción y a nuestra vanidad, por los

desprecios, las humillaciones, las repugnancias, las

confusiones, y desde luego por la penitencia más penosa para

nuestra naturaleza soberbia, y la más opuesta a nuestras

inclinaciones.»


Finalmente, el gran mal es el juicio propio y la voluntad

propia; no hay pecado ni imperfección que no venga de esta

fuente emponzoñada. ¿Cuántos son los que saben

remontarse hasta este principio de todo desorden? Con

sobrada frecuencia, ¿no es el juicio propio quien tiene la

pretensión de asignar el remedio, y la propia voluntad la que

vela sobre su aplicación, cuando por el contrario, es el propio

juicio y la voluntad propia lo que debiéramos de sacrificar sin

misericordia y por encima de todo? La Providencia vendrá a

corregir estos errores o esta debilidad. « ¡Ah!, mostradme,

Señor, de antemano mis penas para que las conozca», decía

el beato Susón; y Dios le responde: «No, es preferible que no

sepas nada.» En efecto, quiere mantenernos en una

disposición constante para doblegar nuestro juicio e inmolar

nuestra voluntad. Va, pues, a ocultarnos cuidadosamente sus

intenciones, y muy frecuentemente irá contra nuestras

previsiones y nuestras ideas; se opondrá directamente a

nuestros gustos y a nuestras repugnancias. Si queremos

prestar un poco de atención, observaremos que nunca Dios

obra al azar: como verdadero Salvador, a la manera de

médico tan enérgico como sabio y discreto, lleva el fuego y el

hierro ora aquí, ora allá, por todas partes donde su ojo práctico

vea faltas que expiar, defectos que corregir, un punto débil que

fortificar. A pesar de los lamentos de la naturaleza, continuará

El haciéndolo con misericordioso rigor por todo el tiempo que

juzgue oportuno, para acabar de curarnos y para colmarnos

de sus bienes. «La voluntad propia -dice el Padre Piny-, lo que

hay de más tierno y querido en el hombre, pónese así en

tortura y en el estado más violento, pues se le obliga a sufrir lo

que no querría y lo contrario de lo que querría.» Quiere Dios

vencerla y disciplinarla, y he aquí la razón de que ciertas

almas se hallen «reducidas a ser casi de continuo lo que no

hubieran querido ser, ora en las profundas tinieblas durante la

 oración en lugar de las luces que eran de su gusto, pero que

iban a servir para alimentar su propia voluntad; ora en las

tristezas e inoportunos fastidios, en castigo de las alegrías

inmoderadas que en otro tiempo habían ellas gustado, o del

apego que tenían a estos estados de satisfacción; ora en las

incertidumbres, y los escrúpulos originados de la precipitación,

a fin de que mueran a sí mismas, aceptando la divina voluntad

sobre ellas, a pesar de sus temores e incertidumbres».


El Santo Abandono será, pues, el que acabará de purificar

y de despegar nuestra alma. El cumplimiento fiel de los

deberes diarios, para los religiosos la exacta observancia de

nuestros votos y de nuestras Reglas, con nuestras prácticas

libres de virtud, habían causado al hombre viejo derrotas

sobre derrotas, heridas sobre heridas. Con todo, aún viviría de

no venir el Santo Abandono a darle, por decirlo así, el golpe de

gracia y arrojarlo en el sepulcro. Sin duda, que la obediencia

antes que todo continúa siendo necesaria, pues si ésta se

debilitase, la naturaleza recobraría sus fuerzas y no tardaría

en hacer desaparecer al Santo Abandono.


Mas éste viene a unir su acción poderosa a la de la

obediencia, además de que responde a nuestras necesidades

personales, llevando así nuestra penitencia a su última

perfección.


Otro tanto hace con la fe confiada y el amor divino.

Es él quien hace que nuestra fe en la Providencia, nuestra

confianza en Dios sean plenamente prácticas universales,

haciéndolas pasar de la convicción del espíritu al afecto del

corazón, y aplicándolas alternativamente a las más diversas

situaciones. Sin él correrían riesgo de quedarse siempre

incompletas, porque hay cosas que apenas se aprenden sin

haber pasado repetidas veces por la prueba. Jesucristo ha

dicho: « ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los

que padecen! ¡Bienaventurados los que se mortifican!

¡ Bienaventurados los que son perseguidos, calumniados y

maldecidos por los hombres!» ¿Tienen esta fe absoluta y

práctica las personas que no pueden soportar la pobreza, el

sufrimiento y la persecución? «Preciso es declarar, o que no

creen en el Evangelio, o que sólo creen a medias. Por el

contrario, aquél cree todo cuanto encierra el Evangelio, que mira como una ventaja y como favor divino en este mundo el

ser pobre, estar enfermo, ser despreciado, humillado y

perseguido por los hombres». La advertencia es de San

Alfonso.


Esta fe confiada y total encuéntrase elevada a su más alto

grado, dice el Padre Piny, «por el abandono de todo cuanto

somos y de todos nuestros intereses al beneplácito divino.

¿No es tener una fe bien firme en la justicia, en la santidad de

Dios, el que nos baste en todo cuanto nos suceda, un simple

recuerdo de que tal es su voluntad, para que al momento

digamos Amén a todas sus determinaciones? No es posible

tener mayor fe en la bondad y el amor de Dios, que el recibir

igualmente de su mano las cruces y las alegrías, el mal y el

bien; y en la firme persuasión de que es un Dios que hace

bien todo lo que hace, bendecir su nombre como otro Job,

tanto desde el polvo como desde el trono, así cuando nos

colma de honores y consolaciones como cuando nos cubre de

llagas y humillaciones. No hay mayor ni más viva fe que la de

creer que Dios dirige siempre admirablemente nuestros

asuntos, cuando parece destruirnos y aniquilarnos, cuando

desbarata nuestros mejores planes, cuando nos expone a la

calumnia, cuando oscurece todas nuestras luces en la oración,

cuando hace agotarse todas nuestras sensibilidades y

nuestros fervores por las arideces y sequedades, destruye

nuestra salud por las enfermedades y flaquezas, y nos pone

en la impotencia de obrar. Conservar en todos estos estados

la más firme confianza, aceptarlos a ciegas, ¿no es ejercitar la

fe más viva en el poder soberano y en la infinita bondad de

Dios?» Maravillosa fue la fe de Abraham en la terrible prueba

que todos sabemos. «No menos admirable es la fe del alma

que va por el camino del abandono a El, a fin de aniquilar su

propia voluntad.» Destruye nuestro apego a las alegrías por

medio de la tristeza, a la estima por las humillaciones y

desprecios, a los gustos y a las sensibilidades por las arideces

y las sequedades, a las luces en la oración por las

oscuridades y las tinieblas; trabaja en destruir la precipitación

inmoderada por conseguir la perfección mediante dolorosos

fracasos, la excesiva actividad por las impotencias a que nos

reduce, la propia voluntad hasta en el negocio de la salvación por las

incertidumbres en que nos coloca acerca del particular.


Si hay un camino en que se ejercite una fe viva, una confianza

a toda prueba, «es sin duda, el del abandono a la divina

voluntad, pues en él se cree lo que parece menos creíble: a

saber, que Dios realiza nuestros negocios destruyéndolos, que

nos formará aniquilándonos, que nos iluminará cegándonos,

que nos unirá a El más íntimamente dejándonos en la

angustia; en una palabra, que nos perfeccionará destruyendo

nuestras inclinaciones y nuestra voluntad.»


Así, pues, la práctica del Santo Abandono supone una fe

viva, una confianza sólida, a las que desenvuelve

admirablemente, elevándolas a su más alto grado.

Otro tanto sucede con el amor divino. El santo

acrecentamiento, ante todo, mediante un despego perfecto.

«Cuando un corazón está lleno de tierra -dice San Alfonso- el

amor de Dios no encuentra en él lugar; y cuanto más

permanezca pegado a la tierra, menos reinará en él el amor

divino, porque Jesucristo quiere poseer todo nuestro corazón y

no toleraría ningún otro rival. En fin, el amor de Dios es un

amable ladrón que nos despoja de todas las cosas terrenas.»

Preciso es, pues, darlo todo para tenerlo todo. Da totum pro

toto, dice Tomás de Kempis. Este completo desasimiento tan

necesario y tan laborioso, no sólo habíanlo comenzado la

humildad, la obediencia y el renunciamiento, sino que lo

llevaban bastante adelantado, y por otra parte, no cejarán en

su empeño. Sin embargo, según dejamos indicado, tiene

necesidad de que el Santo Abandono venga a sumar su

acción a la suya, para que el desasimiento llegue a su

perfección. El Santo Abandono es quien termina de hacer el

vacío en nuestra alma, invadiéndole proporcionalmente el

amor divino, y si no encuentra obstáculo, la llena, la gobierna,

la transforma, reina en ella como dueño.


El Santo Abandono no sólo prepara los caminos al amor

divino, sino que «es él mismo el acto más perfecto de amor de

Dios que un alma pueda producir, y vale más que mil ayunos y

disciplinas. Porque quien da sus bienes por medio de la

limosna, su sangre con los azotes, su alimento con el ayuno,

da una parte de lo que tiene; el que da a Dios su voluntad se

da a sí mismo y da todo, de suerte que puede decir: Señor, soy pobre, mas os doy todo cuando puedo; después que os he

dado mi voluntad, nada me queda que ofreceros.» Así habla

San Alfonso.


Es también el amor más puro y más desinteresado.

Numerosas son las almas que de buen grado permanecen con

Jesús hasta el partir del pan; muy raras las que le siguen

hasta las inmolaciones del Calvario. Fácil es amar a Dios

cuando se da entre las dulzuras, los ardores y los transportes.

Es más digno olvidarse de sí mismo y darse todo a Dios, hasta

el punto de poner su satisfacción en la de Dios, hacer de la

voluntad de Dios la suya propia, cuando precisamente aquélla

se propone sin la menor duda conducirnos en pos de Jesús

crucificado. «Esta es dice el Padre Piny- la manera más noble,

más perfecta y más pura de amar. Si se puede medir el amor

que nosotros tenemos a Dios por la grandeza de los sacrificios

que estamos dispuestos a hacer por El, ¿qué amor puede ser

más puro y más grande que el de las almas que abandonan al

divino beneplácito no tan sólo sus bienes temporales, su

reputación, su salud y su vida, sino hasta el interior de su alma

y su eternidad, para no querer en todo esto sino el orden y la

voluntad de Dios? ¿No pudiera decirse que su amor está

enteramente libre de todo propio interés, puesto que ellas se

ponen en este estado de víctimas, consintiendo en que Dios

las destruya en cualquier momento, y que haga un sacrificio

continuo de la voluntad de ellas a la suya?»


Pudiéramos añadir que un alma, ejercitándose en el Santo

Abandono, se forma al propio tiempo de la manera más

acabada en todas las virtudes, pues encuentra a cada paso

ocasión de practicar tanto la humildad como la obediencia, la

paciencia o la pobreza, etc., y que el Santo Abandono eleva

unas y otras a su más alta perfección. Pruébalo profusamente

el Padre Piny; y para abreviar remitimos al lector a su precioso

opúsculo, bastándonos decir con San Francisco de Sales: «El

abandono es la virtud de las virtudes; es la flor y nata de la

caridad, el perfume de la humildad, el mérito, así parece, de la

paciencia, y el fruto de la perseverancia; grande es esta virtud

y la única digna de ser practicada por los hijos más queridos

de Dios.»


Mas si el abandono perfecciona las virtudes, perfecciona también la

 unión del alma con Dios. Esta unión es aquí abajo

la unión del espíritu por la fe, la unión del corazón por el amor;

es más que nada la unión de la voluntad por la conformidad

con la voluntad divina. Es necesario que la obediencia la

comience y no deje jamás de continuarla; empero corresponde

al Santo Abandono terminarla. En efecto, dice el Padre Piny,

¿puede darse unión más completa con Dios, «que dejarle

hacer, aceptando todo lo que El hace, y consintiendo

amorosamente en todas las destrucciones que le plazca hacer

en nosotros y de nosotros? Es querer todo lo que Dios quiere,

no querer sino lo que El quiere», y como El lo quiere: «es

tener uniformidad con la voluntad de Dios, es estar

transformado en la divina voluntad, es estar unido a todo lo

que hay en Dios de más íntimo, quiero decir, su corazón, a su

beneplácito, a sus decretos impenetrables, a sus juicios que,

aunque ocultos, son siempre equitativos y justos». ¿Qué unión

con Dios puede haber más estrecha e inseparable? «En este

sendero, ¿qué podría, en efecto, separar al alma de Dios? No

será ni la pobreza, ni las persecuciones, ni la vida, ni la

muerte, ni los acontecimientos sean cuales fueren, puesto

que, no queriendo nada fuera de la voluntad de Dios y

aceptándola en todo sin detenerse en consideraciones, halla

siempre cuanto desea en todo lo que la sucede, viendo en ello

el cumplimiento del divino beneplácito.»


Ved, pues, lo que ante todo hace recomendable al Santo

Abandono; nada como él une nuestra voluntad a la de Dios; y

como esta divina voluntad es la regla y la medida de todas las

perfecciones, hasta el punto que nuestras voluntades no

participan de la perfección y de la santidad sino por su

conformidad con la de Dios, síguese que se llegará a ser tanto

más virtuoso y santo, cuanto mayor fuere la conformidad con

esta adorable voluntad. Mejor dicho, santo y perfecto es quien

ha llegado a ver en todas las cosas la mano y el beneplácito

de Dios, y no tiene jamás otra regla que esa voluntad. Cuando

se ha llegado a esto, ¿qué resta por hacer para ser aún más

santo y más perfecto? Conformar cada vez mejor nuestra

voluntad a la de Dios, y según la enérgica expresión de San

Alfonso, «uniformarla» a la de Dios, hasta el punto que «de

dos voluntades no hagamos -por decirlo así-, sino una; que no

 queramos sino lo que Dios quiere,  y permanezca sola su

voluntad y no la nuestra. Aquí está la cumbre de la perfección,

y a ella debemos aspirar de continuo. La Santísima Virgen no

ha sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber

estado más perfectamente unida a la voluntad de Dios».


Si queremos, pues, escalar las cumbres de la vida interior,

no hay mejor sendero que el del Santo Abandono; ningún otro

sabría conducirnos tan pronto ni tan lejos. ¡No permita Dios

que consintamos en rebajar la humildad, la obediencia y el

renunciamiento! Estas virtudes fundamentales son, junto con

la oración, el camino siempre necesario y seguro, fuera del

cual se busca en vano la virtud sólida y el abandono de buena

ley. Sigámosle con fidelidad hasta nuestro postrer momento.

Mas cuando hubiéramos llegado por este camino a la

conformidad perfecta, amorosa y filial, entonces habremos

dado con el camino de la santidad.