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martes, 6 de julio de 2021

EL SANTO ABANDONO (9. LA SENSACIÓN DEL SUFRIMIENTO EN EL ABANDONO)

 



La sensación de las penas y sufrimientos es cosa que, más

o menos, forzosamente ha de existir en la simple resignación y

aun en el perfecto abandono. En efecto, nuestras facultades

orgánicas no pueden dejar de ser impresionadas del mal

sensible, como tampoco se quedarán nuestras facultades

superiores sin su parte de fatiga, que de gana o por fuerza

habrán de padecer y sentir. Porque es cierto que estamos en

un estado de decadencia donde coexisten el atractivo del fruto

prohibido y la aversión al deber penoso, y como consecuencia,

la tirantez y el dolor de la lucha. Supongamos que nos exige

Dios el sacrificio de un gusto o el padecimiento de una

tribulación por amor suyo; en seguida se verá que, no

obstante la adhesión total y resuelta de nuestra voluntad al

querer divino, es muy posible que la parte inferior sienta las

amarguras del sacrificio. Lo cual ha de ocurrir a cada paso;

pues Dios, ocupado por completo en purificarnos, en

despegarnos y enriquecernos quiere en especial curar nuestro

orgullo por las humillaciones y nuestra sensualidad por las

privaciones y el dolor; y, pues el mal es tenaz, el remedio

habrá de aplicársenos por mucho tiempo y a menudo.


Es cierto que podremos contar con la unción de la gracia y

con la virtud adquirida, las cuales suavizarán y reforzarán,

respectivamente, el dolor y la voluntad, como con razón lo

proclama San Agustín cuando dice que «donde reina el amor

no hay dolor, y que de haberlo, se ama». Cabe, pues, que

subsista al trabajo en la sensibilidad: a pesar de las más altas

disposiciones de la voluntad. Empero, no hay regla fija, y tan

pronto nos embriagará la abundancia de los consuelos y nos

transportará la fuerza del amor y se perderá entre las alegrías

la sensibilidad del dolor, como se velará y empañará el gozo, y

se desvanecerá la paz al retirarse a la parte superior del alma

la generosidad, indicio del verdadero amor: con lo que el

desasosiego, el tedio, el hastío invadirán el alma y la reducirán

a mortal tristeza. A veces también, después de sobrellevar las

más rudas pruebas con serenidad admirable, túrbase uno de

buenas a primeras por un quítame allá esas pajas. ¿Cómo

así? Era que estaba la copa rebosante y una sola gotita bastó

para hacerla desbordar, o bien que Dios, deseoso de

conservarnos humildes cuando hemos conseguido

importantes victorias, hace que conozcamos luego nuestra

flaqueza en una simple escaramuza. Como quiera que sea, el

acatamiento filial es fruto de la virtud, no de la insensibilidad;

toda vez que el paraíso no puede ser permanente aquí abajo,

ni aun para los santos.


Asimismo decía el piadoso Obispo de Ginebra a sus hijas:

«No reparemos en lo que sentimos o dejamos de sentir, como

tampoco creamos que en lo tocante a las virtudes de

indiferencia y abandono no vamos a tener nunca deseos

contrarios a los de la voluntad de Dios, o que nuestra

naturaleza jamás va a experimentar repugnancias en los

sucesos del divino beneplácito; porque es cosa que muy bien

pudiera acontecer. Dichas virtudes tienen su asiento en la

región superior del alma y por lo regular, nada entiende en

ellas la inferior; por lo que no hay que andarse en

contemplaciones, y sin atender a lo que quiere hemos de

abrazarnos y unirnos a la voluntad divina, mal que nos pese.»

Por otra parte, el piadoso Doctor ha considerado siempre

como una quimera la imaginaria insensibilidad de los que no

quieren sufrir el ser hombres; preciso es pagar primero tributo

a esta parte inferior y después dar lo que se le debe a la

superior, donde asienta como en su trono el espíritu de fe, que

nos ha de consolar en nuestras aflicciones y por nuestras

aflicciones.


Así lo practicaba él mismo: «Me encamino -escribía- a esta

bendita visita, en la que veo a cada instante cruces de todo

género.

»Mi carne se estremece, pero mi corazón las adora... Sí, yo

os saludo, grandes y pequeñas cruces, y beso vuestros pies,

como indigno de ser honrado con vuestra sombra». A la

muerte de su madre y de su joven hermana experimenta,

según él mismo confiesa, «un grandísimo sentimiento por la

separación, mas un sentimiento, al par que vivo, tranquilo...; el

beneplácito divino -añade- es siempre santo y las

disposiciones suyas amabilísimas»; en fin, el Santo Doctor

abrazará sin cesar el partido de la divina Providencia. Pero, si

en sus grandes pruebas ha reportado brillantes victorias, en

cambio, un asunto sin importancia le hizo perder el sosiego

hasta el punto de pasar dos horas de insomnio; reíase de su

debilidad, y no dejaba de ver que era una inquietud pueril y,

con todo, le era imposible desentenderse de ella. «Dios quería

-dice- darme a entender que si los grandes embates no me

turban, no soy yo quien esto hace, sino la gracia de mi

Salvador.»


Juana de Chantal es una santa que sobresale por su

energía de espíritu y por el santo abandono, y no obstante,

necesita que su piadoso director la sostenga sin cesar y la

conforte repetidas veces en medio de sus penas interiores.

Muestra a la muerte de los suyos el más intenso dolor.

Cuando pierde a su hija mayor, tiene el valor de asistirla

piadosamente hasta el último suspiro; después desmaya y,

vuelta en sí, permanece largas horas aplanada. A la muerte de

San Francisco de Sales no cesa de llorar hasta el día

siguiente; sin embargo, «si supiera que sus lágrimas habían

de ser desagradables a Dios, no derramaría ni una sola».

Hacíase violencia hasta el extremo de enfermar, por

detenerlas; y por obediencia dejábalas correr de nuevo. «

¡Recio es el golpe! -dice-, mas ¡ qué dulce y qué paternal la

mano que lo ha dado!; la beso y la quiero con toda mi alma,

inclinando la cabeza y rindiendo todo mi corazón bajo su

santísima voluntad que adoro y reverencio con todas mis

fuerzas.»


Así pudiéramos ir citando multitud de ejemplos, mas

dejemos a los servidores y vengamos al Maestro.

Desde su entrada en el mundo, Nuestro Señor se ofrece a

su eterno Padre para ser la víctima universal. Su vida entera

será cruz y martirio. Apenas aparecen en El lágrimas

suficientes para mostrar la ternura de su corazón, indignación

suficiente para inspirar a los culpables un temor saludable. Por

lo demás, siempre conserva una maravillosa serenidad, ansía

el bautismo de sangre en que ha de lavar al mundo. Mas he

aquí que ha llegado el momento y relegando las alegrías de la

visión beatífica a la parte superior de su alma, entrega

voluntariamente a todas sus facultades, su cuerpo mismo a la

más terrible agonía, y por libre elección, se abandona al

miedo, al tedio, al disgusto; su alma está triste hasta la

muerte. Contempla la montaña de nuestros pecados, a su

Padre indignamente desconocido, a las almas que corren al

abismo, las torturas e ingratitud que le esperan, y queda

sumergido en un océano de amargura. Por tres veces implora

la compasión de su Padre. «Si es posible, pase de mí este

cáliz.» Acepta que un ángel del cielo venga a confortarle, un

sudor de sangre le inunda, y entonces ora con más intensidad:

«Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya.»


Ante tan inaudito espectáculo, el hombre de fe tímida

quédase turbado y perplejo, pero el verdadero fiel adora,

admira, agradece. Nuestro Señor, en efecto, ¿podrá hacer

nada más útil a las almas, a título de Salvador, de Consolador

y de Maestro?

Como Salvador, convenía que tomara todas nuestras

debilidades y hasta nuestros mayores abatimientos, a

excepción del pecado. Ahora bien, ¿podía haber para todo un

Dios humillación comparable a ésta? Por eso la eligió con

entera voluntad.


Como Consolador, era bueno que conociese todos

nuestros dolores. Si se hubiera manifestado inaccesible al

temor, a la repugnancia, a nuestros disgustos, ¿hubiéramos

osado manifestarle nuestras miserias? Se hizo

voluntariamente semejante a nosotros, como un padre se

hace niño con sus hijos. Esta humilde condescendencia nos

afirma, nos anima y pone el bálsamo sobre nuestras llagas. Al

mismo tiempo, el exceso de su dolor y de sus abatimientos

voluntarios traspasa al alma generosa y hace nacer en ella el

deseo, y por decirlo así, la necesidad de devolver sufrimiento

por sufrimiento a este incomparable Amigo. «Una noche

-decía sor Isabel de la Trinidad- mis dolores eran

abrumadores, sentí que la naturaleza me dominaba, pero

mirando a Jesús en la agonía, le ofrecía aquellos dolores para

consolarle y me sentí fortificada. Así lo hago siempre en mi

vida; a cada prueba, grande o pequeña, miro lo que Nuestro

Señor ha sufrido de análogo, a fin de perder mi sufrimiento en

el suyo y perderme yo misma en El.» Santa Teresa del Niño

Jesús dice a su vez: «Cuando el divino Salvador pide el

sacrificio de todo cuanto hay en el mundo de más amado, es

imposible, sin una muy particular gracia, no exclamar junto con

El en el huerto de la Agonía: "Padre mío, aleja de mí este

cáliz." Pero añadamos en seguida: "Que se haga tu voluntad y

no la mía. Muy consolador es pensar que Jesús, el Dios

Fuerte, ha pasado por todas nuestras debilidades, que ha

temblado a la vista de ese cáliz amargo que en otro tiempo

había deseado con tanto ardor». Siempre habrán horas de

turbación, entonces diremos también nosotros, me esforzaré

por imitar la generosidad de Nuestro Señor, repitiendo:

«Padre, líbrame de esta hora terrible» y sobreponiéndonos en

seguida a este momentáneo temor, volveremos a decir: «Mas

no,. que para esto he venido al mundo.»


Como Maestro, Nuestro Señor nos ofrece aquí tres

preciosas enseñanzas: 1ª No es falta, ni siquiera imperfección,

experimentar el sentimiento del padecer, el tedio, las

repugnancias y los disgustos, con tal que no cesemos de decir

con voluntad resuelta: Que se haga, no como yo quiera, sino

como Vos queréis. Nuestro Señor no es ni menos perfecto ni

menos grande en el Huerto de Getsemaní que sobre el Tabor,

o a la derecha de su Padre; pensar de otra manera sería una

blasfemia; por lo mismo, no es cosa sin importancia que el

alma, desprovista de todo socorro sensible, en medio de la

turbación y de las contrariedades, permanezca tan

constantemente fiel a la voluntad de Dios.


2ª No es falta ni siquiera imperfección quejarse a Dios con

amorosa sumisión, a la manera que un niño lastimado se

refugia junto a su madre y le muestra su herida y su pena. «El

amor permite quejarse y decir todas las lamentaciones de Job

y de Jeremías, mas a condición de que la santa aquiescencia

se conserve siempre en el fondo del alma, en la parte superior

del alma.» Así se expresa el dulce Obispo de Ginebra, mas

nos condena también cuando no cesamos de lamentamos, ni

hallamos, al parecer, personas a quienes quejamos y contar

por menudo nuestros dolores. No de otra manera habla San

Alfonso: «sin duda es más perfecto en las enfermedades no

quejarse de los dolores que se experimentan; sin embargo,

cuando nos afligen con vehemencia no es falta comunicarlos a

nuestros amigos, ni aun pedir a Nuestro Señor que nos libre

de ellos. No trato aquí sino de grandes dolores, pues de lo

contrario hacen muy mal esas personas que se lamentan cada

vez que sienten alguna pena o la más leve molestia». Estos

Santos Doctores admiten, pues, como legítimas, las quejas

moderadas y sumisas; sólo condenan el exceso.


3ª No es falta, ni siquiera imperfección, pedir a Dios en las

grandes pruebas que, si es posible, aleje de nosotros el cáliz

del sufrimiento y hasta pedírselo con cierta insistencia, puesto

que lo ha hecho Nuestro Señor; mas, «después que hayáis

suplicado al Padre que os consuele, si a El no le place

hacerlo, dirigid vuestros esfuerzos a realizar la obra de vuestra

salvación sobre la cruz, como si jamás hubierais de descender

de ella. Contemplad a Nuestro Señor en el Huerto de los

Olivos después de haber pedido a su Padre el consuelo y

conociendo que no se lo quería conceder, no piensa ya en él,

ni se inquieta, no lo busca ya más, como si nunca lo hubiera

procurado, y valerosamente ejecuta la obra de la Redención».

Esta es la dirección que San Francisco de Sales daba a Santa

Juana de Chantal.