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miércoles, 19 de marzo de 2014

EL INFIERNO: REVELACIONES DE SOR JOSEFA MENÉNDEZ (2a y última parte)

EL INFIERNO: REVELACIONES DE SOR JOSEFA MENÉNDEZ




El demonio gritaba rabiosamente por un alma que se le escapaba:

“Llenad su alma de miedo, llevadla a la desesperación. ¡Si ella pone su confianza en la misericordia de ese… (aquí usó palabras blasfemas contra Nuestro Señor). todo estará perdido! Pero no; llevadla a la desesperación, no la dejéis ni por un instante, por encima de todo, haced que se desespere…”

Entonces el infierno resonó con gritos frenéticos, y cuando finalmente el diablo me arrojó fuera del abismo, se fue amenazándome.

Entre otras cosas, decía: “¿Es posible que tales enclenques criaturas tengan más poder que yo, que soy tan poderoso?… Debo enmascarar mi presencia, trabajar en la sombra, cualquier esquina será buena para tentarlos… susurrando a un oído… en las hojas de un libro… debajo de una cama… Algunas almas no me prestan atención, pero hablaré y hablaré, y a fuerza de hablar, alguna palabra quedará… ¡Sí, debo ocultarme en lugares en los que no pueda ser descubierto!” (7, 8 febrero de 1923)

Josefa, en su retorno desde el infierno, notó lo siguiente:

“Vi varias almas caer dentro del infierno, y entre ellas estaba una niña de quince años, maldiciendo a sus padres por no haberle hablado del temor de Dios ni por haberla avisado de que existía un lugar como el infierno. Su vida fue muy corta, decía ella, pero llena de pecado, porque ella le concedió hasta el límite todo lo que su cuerpo y sus pasiones le pedían en el camino de su autosatisfacción, especialmente había leído malos libros.” (22 de marzo de 1923)

“Los ruidos de confusión y blasfemias no cesan ni por un sólo instante. Un nauseabundo olor asfixia y corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con alquitrán y azufre… una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable”. (4 de septiembre de 1922).

Otra vez, escribe: “Las almas estaban maldiciendo la vocación que habían recibido, pero no seguido… la vocación que habían perdido, porque no tenían la voluntad de vivir una vida oculta y mortificada…” (18 de marzo de 1922)

“La noche del miércoles al jueves 16 de marzo, serían las diez, empecé a sentir como los días anteriores ese ruido tan tremendo de cadenas y gritos.

En seguida me levanté, me vestí y me puse en el suelo de rodillas. Estaba llena de miedo. El ruido seguía; salí del dormitorio sin saber a dónde ir ni qué hacer. Entré un momento en la celda de Nuestra Beata Madre… Después volví al dormitorio y siempre el mismo ruido. Sería algo más de las doce cuando de repente vi delante de mí al demonio que decía: “atadle los pies… atadle las manos”. Perdí conocimiento de dónde estaba y sentí que me ataban fuertemente, que tiraban de mí, arrastrándome. Otras voces decían: “No son los pies los que hay que atarle… es el corazón”. Y el diablo contestó; ese no es mío. Me parece que me arrastraron por un camino muy largo.

Empecé a oír muchos gritos, y en seguida me encontré en un pasillo muy estrecho. En la pared hay como unos nichos, de donde sale mucho humo pero sin llama, y muy mal olor. Yo no puedo decir lo que se oye, toda clase de blasfemias y de palabras impuras y terribles. Unos maldicen su cuerpo… otros maldicen a su padre o madre… otros se reprochan a ellos mismos el no haber aprovechado tal ocasión o tal luz para abandonar el pecado. En fin, es una confusión tremenda de gritos de rabia y desesperación.

Pasé por un pasillo que no tenía fin, y luego, dándome un golpe en el estómago, que me hizo como doblarme y encogerme, me metieron en uno de aquellos nichos, donde parecía que me apretaban con planchas encendidas y como que me pasaban agujas muy gordas por el cuerpo, que me abrasaban. En frente de mí y cerca, tenía almas que me maldecían y blasfemaban. Es lo que más me hizo sufrir… pero lo que no tiene comparación con ningún tormento es la angustia que siente el alma, viéndose apartada de Dios.

“Me pareció que pasé muchos años en este infierno, aunque sólo fueron seis o siete horas… Luego sentí que tiraban otra vez de mí, y después de ponerme en un sitio muy oscuro, el demonio, dándome como una patada me dejó libre. No puedo decir lo que sintió mi alma cuando me di cuenta de que estaba viva y que todavía podía amar a Dios.

“Para poderme librar de este infierno y aunque soy tan miedosa para sufrir, yo no sé a qué estoy dispuesta.

Veo con mucha claridad que todo lo del mundo no es nada en comparación del dolor del alma que no puede amar, porque allí no se respira más que odio y deseo de la perdición de las almas”. (…)

“Cuando entro en el infierno, oigo como unos gritos de rabia y de alegría, porque hay un alma más que participa de sus tormentos. No me acuerdo entonces de haber estado allí otras veces, sino que me parece que es la primera vez. También creo que ha de ser para toda la eternidad y eso me hace sufrir mucho, porque recuerdo que conocía y amaba a Dios, que estaba en la Religión, que me ha concedido muchas gracias y muchos medios para salvarme… ¿Qué he hecho para perder tanto bien…? ¿Cómo he sido tan ciega…? ¡Y ya no hay remedio…! También me acuerdo de mis Comuniones, de que era novicia, pero lo que más me atormenta es que amaba a Nuestro Señor muchísimo… Lo conocía y era todo mi tesoro…

No vivía sino para Él… ¿Cómo ahora podré vivir sin Él…? Sin amarlo.., oyendo siempre estas blasfemias y este odio… siento que el alma se oprime y se ahoga… Yo no sé explicarlo bien porque es imposible”.

Más de una vez presencia la lucha encarnizada del demonio para arrebatar a la misericordia divina tal o cual alma que ya creía suya. Entonces los padecimientos de Josefa entran, a lo que parece, en los planes de Dios, como rescate de estas pobres almas, que le deberán la última y definitiva victoria, en el instante de la muerte.

Era tremenda la confusión que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: ¡No importa! Aún me quedan dos… Quitadles la confianza… Yo comprendí que se le había escapado una, que había ya pasado a la eternidad, porque gritaba: Pronto… De prisa… Que estas dos no se escapen… Tomadlas, que se desesperen… Pronto, que se nos van.

“En seguida, con un rechinar de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos:

¡Oh poder de Dios que tienen más fuerza que yo…! ¡Todavía tengo una.., y no dejaré que se la lleve…! El infierno todo ya no fue más que un grito de desesperación, con un desorden muy grande y los diablos chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente.

Yo conocí con esto que las almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía imposibilitada para hacer un acto de amor. Aún siento en el alma necesidad de amar… No siento odio hacia Dios como estas otras almas, y cuando oigo que maldicen y blasfeman, me causa mucha pena; no sé qué sufriría para evitar que Nuestro Señor sea injuriado y ofendido. Lo que me apura es que pasando el tiempo seré como los otros. Esto me hace sufrir mucho, porque me acuerdo todavía que amaba a Nuestro Señor y que Él era muy bueno conmigo. Siento mucho tormento, sobre todo estos últimos días. Es como si me entrase por la garganta un río de fuego que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas…

No sé decir lo que sufro… es tremendo tanto dolor… Parece que los ojos se salen de su sitio y como si tirasen para arrancarlos… Los nervios se ponen muy tirantes. El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo…

El olor que hay tan malo, no se puede respirar, pero todo esto no es nada en comparación del alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo, si le ha conocido y amado, sufre mucho más…”.

Josefa despedía este hedor intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la arrebataba y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto de hora y a veces media hora; Y cuya desagradable impresión conservaba ella misma mucho más tiempo todavía.

“Oí a un demonio, del cual había escapado un alma, forzado a confesar su impotencia. ‘Desconcertante… ¿cómo pueden hacer para que se me escapen tantas? Eran mías’ (y enumeró sus pecados)… ‘Trabajé muy duramente, y aún así se escaparon entre mis dedos… Alguien debe estar sufriendo y reparando por ellos.’ (15 de enero de 1923).

Aquí está, finalmente, el texto completo de las notas de sor Josefa sobre “El infierno de las almas consagradas”. (Biografía: Capítulo VII, 4 de septiembre de 1922).

“La meditación del día fue sobre el Juicio Particular de las almas religiosas. Yo no podía liberar mi mente de este pensamiento, a pesar de la opresión que sentía. De pronto, me sentí rodeada y oprimida por un gran peso, de tal forma que en un instante, vi más claramente que nunca antes lo maravillosa que es la santidad de Dios y Su aborrecimiento del pecado.

“Vi en un instante mi vida entera, desde mi primera confesión hasta este día. Todo me fue vívidamente presentado: mis pecados, las gracias que recibí, el día que entré en religión, mis vestidos de novicia, mis primeros votos, mis lecturas espirituales, mis tiempos de oración, los avisos que me fueron dados, y todas las ayudas de la vida religiosa. Imposible describir la confusión y la vergüenza que una alma siente en ese momento, cuando se da cuenta: ‘todo está perdido, y estoy condenada para siempre.’”

Como en sus anteriores descensos al infierno, sor Josefa nunca se acusaba a sí misma de ningún pecado específico que pudiera haberla conducido a tal calamidad. Nuestro Señor había proyectado únicamente que ella sintiera las consecuencias, si hubiera merecido tal castigo. Sor Josefa escribió:

“Instantáneamente, me encontré a mí misma en el infierno, pero no arrastrada allí como antes. El alma se precipita allí ella misma, como si fuera para esconderse de Dios y así ser libre de odiarlo y maldecirlo.

“Mi alma se precipitó en las profundidades abismales, cuyo fondo no puede ser visto, porque es inmenso… al mismo tiempo que oí a otras almas riéndose y alegrándose de verme compartir sus tormentos. Fue martirio suficiente oír las terribles imprecaciones provenientes de todas partes, pero que no puede ser comparado con la sed de lanzar maldiciones que se apodera de las almas, y cuanto más se maldice, más se desea maldecir y más aumenta esta sed. Nunca había sentido lo mismo antes. Las últimas veces mi alma había sido oprimida de angustia al oír estas horribles blasfemias, a pesar de ser completamente incapaz de producir ni un solo acto de amor. Pero hoy fue de otra manera.

“Vi el infierno como siempre antes, los largos corredores oscuros, las cavidades, las llamas… Oí las mismas blasfemias e imprecaciones, porque - y de esto he escrito ya antes - a pesar de que no eran visibles formas corporales, los tormentos se sentían como si estuvieran presentes, y las almas se reconocen las unas a las otras. Una dijo: ‘Hola, ¿tú por aquí? ¿Y estás tú como nosotros? Nosotros éramos libres de tomar esos votos o no… ¡pero no!’

Y maldecían sus votos.

Algunas almas maldecían la vocación que habían recibido, y a la que no habían correspondido… la vocación que habían perdido porque no habían querido vivir humildes y mortificados…

En una ocasión, cuando estaba en el infierno, vi un gran número de sacerdotes, religiosos y monjas, maldiciendo sus votos, sus órdenes, a sus superiores y a todo aquello que les había dado la Luz y la gracia que habían perdido.

Vi también a algunos prelados. Uno se acusaba a sí mismo de haber utilizado ilícitamente los bienes pertenecientes a la Iglesia. (28 de septiembre de 1922)

Los sacerdotes lanzaban maldiciones contra sus lenguas, las cuales habían consagrado; contra sus dedos, que habían portado el sagrado Cuerpo de Nuestro Señor; contra las absoluciones que habían concedido; mientras ellos estaban perdiendo sus propias almas; y contra la ocasión por la cual habían caído en el infierno. (6 de abril de 1922)

Un sacerdote decía: “trago veneno porque usé dinero que no era mío… el dinero que me daban por las misas que no ofrecí”.

Otro decía que había pertenecido a una sociedad secreta que había traicionado a la Iglesia y a la religión. Y que había sido sobornado para cometer toda clase de terribles profanaciones y sacrilegios.

Y otro más decía que había sido condenado por asistir a diversiones obscenas, tras las cuales no debería haber celebrado la Misa… y que él había pasado unos siete años así.

“Todo esto lo sentí como antes, y a pesar de que estas torturas eran terroríficas, serían soportables si el alma estuviera en paz. Pero sufre indescriptiblemente. Hasta ahora, cuando bajaba al infierno, pensaba que había sido condenada por abandonar la vida religiosa. Pero esta vez fue diferente. Portaba una marca especial, un signo de que yo era una religiosa, un alma que había conocido y amado a Dios, y había otros que portaban el mismo signo. No puedo decir como lo reconocí, quizás en la manera especial de insultarlos con que los trataban los espíritus malvados y otras almas condenadas. También había muchos sacerdotes allí. Este sufrimiento particular no soy capaz de explicarlo. Era mucho más diferente del que había experimentado en otras ocasiones, porque si las almas de esos que vivieron en el mundo sufren terriblemente, infinitamente peor son los tormentos de los religiosos. Incesantemente, las tres palabras, Pobreza, Castidad y Obediencia, son impresas sobre el alma con punzante remordimiento.


“Pobreza: ¡eras libre y lo prometiste! ¿Por qué, entonces, buscaste aquella comodidad? ¿Por qué tomaste aquella cosa que no te pertenecía? ¿Por qué diste ese placer a tu cuerpo? ¿Por qué te permitiste disponer de la propiedad de la comunidad? ¿No sabías que ya no tenías el derecho de poseer nada, que habías renunciado libremente al uso de esas cosas?… ¿Por qué murmurabas cuando no había nada para ti, o cuando te imaginabas peor tratado que los otros? ¿Por qué?

“Castidad: tu mismo hiciste ese voto libremente y con pleno conocimiento de sus implicaciones… te obligaste a ti mismo… lo querías… ¿y cómo lo has observado? Siendo así, ¿por qué no permaneciste donde habría sido lícito para ti concederte placeres y alegría?

“Y el alma torturada responde: ‘Si, hice esos votos; era libre… habría podido no hacer el voto, pero lo hice y era libre…’ ¿Qué palabras pueden expresar el martirio de tal remordimiento?” escribe sor Josefa, “y todo el tiempo las imprecaciones e insultos de otras almas condenadas continúan.

“Obediencia: ¿no te comprometiste completamente a obedecer la Regla y a tus Superiores? ¿Por qué, entonces, juzgabas las órdenes que te eran dadas? ¿Por qué desobedecías la Regla? ¿Por qué te dispensabas de la vida comunitaria? Recuerda qué dulce era la Regla… y no la guardaste… y ahora,” gritan voces satánicas, “tienes que obedecernos a nosotros no sólo por un día o un año, o un siglo, sino por siempre jamás, por toda la eternidad…. Es tu propia obra… eras libre.

“El alma constantemente recuerda como había elegido para sí a Dios como su Esposo, y que una vez Lo amara sobre todas las cosas… que por Él había renunciado a los más legítimos placeres y a todo lo que consideraba más querido en la tierra, que en el comienzo de su vida religiosa había sentido toda la pureza, dulzura y fuerza de este Amor divino, y que por una pasión desordenada… ahora debe odiar eternamente al Dios que había elegido para amar.

“Este odio forzado es un tormento devorador que consume el alma, ninguna alegría del pasado puede aportar ni el más mínimo alivio.

“Uno de sus mayores tormentos es la vergüenza”, añade sor Josefa. “Le parece que todos los condenados de su alrededor se burlan continuamente de ella diciendo: ‘Que se perdiera quien nunca tuvo las ayudas de las que tú disfrutaste no sería una sorpresa… pero tú… ¿de qué careciste? Tú, que vivías en el palacio del Rey… que festejabas en la mesa de los elegidos.’

“Todo lo que he escrito,” concluye, “no es más que una sombra de lo que el alma sufre, porque las palabras no pueden expresar tan espantosos tormentos.” (4 de septiembre de 1922).