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lunes, 20 de enero de 2025

CAP 4. FRUTOS DEL SANTO ABANDONO

 


Artículo 2º.- Sencillez y libertad


Jesús al entrar en el mundo habla así a su Padre: «Heme

aquí que vengo para hacer vuestra voluntad.» «¿Pues qué,

observa Monseñor Gay, no viene a predicar, a trabajar, a sufrir

y a morir y a vencer al infierno, a fundar la Iglesia y salvar al

mundo por la cruz? Es verdad que tal es su misión. Mas, si

quiere todo esto, es porque tal es la eterna voluntad de su

Padre. Sólo esta voluntad le conmueve y le decide. Sin dejar

de ver todo lo demás, sin embargo, es a ella sólo a la que

mira; de ella habla, de ella sólo quiere depender. Y cuando

después hace tantas cosas, cosas tan elevadas, tan inauditas,

tan sobrehumanas, no hace jamás, sino esta cosa

sencillísima, es decir, la voluntad de su Padre Celestial.» Tal

sucede al alma que practica el Santo Abandono. Tiene

múltiples deberes que cumplir; mas sea que esté en el coro,

en el trabajo, en las lecturas piadosas, que se ocupe de sí

misma o de los demás, que disponga a sus anchas del tiempo,

o se halle excesivamente ocupada, jamás tiene sino una sola

cosa que hacer: su deber, la santa voluntad de Dios. Pasará

por la salud y la enfermedad, la sequedad y las consolaciones,

la calma y la tentación; en la diversidad de acontecimientos

sólo ve una cosa: al Dios de su corazón que los dirige y por

ellos le manifiesta su voluntad. Los hombres van, vienen y se

agitan; que la aprueben, la critiquen o la olviden, que la

alegren o que la hagan sufrir, levanta más alto sus miradas y

ve a Dios que los dirige, a Dios que se sirve de ellos para

manifestarle lo que de ella espera. No ve, pues, en todo sino a

Dios y su adorable voluntad. He aquí lo que da a su vida una

maravillosa sencillez, una simplicísima unidad. ¿Hay

necesidad de añadir que esta vista constante de Dios produce, como

naturalmente, otro fruto de un precio inestimable; una

altísima pureza de intención? Ella procura también la libertad

de los hijos de Dios. «Si alguna cosa -dice Bossuet- es capaz

de hacer a un corazón libre y dilatado, es el perfecto

abandono en Dios y en su santa voluntad.»


Y sólo él es capaz de esto. Pues qué, ¿son libres los

pecadores que viven a medida de sus deseos? Son unos

desdichados esclavos, y el mundo y sus pasiones son sus

tiranos. ¿Son libres los cristianos débiles aún en la práctica de

su deber? Las ocasiones los arrastran, el respeto humano los

subyuga; desean el bien y mil obstáculos les apartan de él, y

detestan el mal y no tienen valor para alejarse. ¿Son libres, al

menos, los hombres más adelantados, pero que se forman

una devoción a su manera, y buscan las consolaciones

sensibles? En el fondo los domina el amor propio; no están

menos esclavizados por él que los mundanos lo están por sus

pasiones, de donde resulta que son inconstantes y

caprichosos, y que la prueba los desconcierta. Un alma es

libre y desprendida en la proporción en que las pasiones están

amortiguadas, domado el amor propio, pisoteado el orgullo. La

mortificación interior comienza y prosigue esta liberación; mas,

ya lo hemos visto, sólo el abandono la termina, porque sólo él

nos establece plenamente en la indiferencia, sólo él nos

enseña a no ver los bienes y los males sino en la voluntad de

Dios, sólo él nos une a esta santa voluntad con todo el amor,

con toda la confianza de que somos capaces.


Nos hace libres respecto a los bienes y a los males

temporales, a la adversidad o a la prosperidad; ya no nos

esclaviza ni la avaricia, ni la ambición, ni la voluptuosidad; las

humillaciones, los sufrimientos y las privaciones, las cruces de

todo género han cesado de espantarnos; sólo a Dios hemos

entregado nuestro corazón, y estamos dispuestos a todo por

cumplir su adorable voluntad.


Nos hace libres con respecto a los hombres. Deseando tan

sólo complacer a Dios por una amorosa y filial sumisión,

«ningún respeto humano -dice el P. Grou- nos detiene; los

juicios de los hombres, sus críticas, sus burlas, sus

desprecios, nada significan para nosotros, o por lo menos no

tienen la fuerza de desviarnos del camino recto. 

En una palabra, nos vemos elevados por encima del mundo, de sus

errores, de sus atractivos y de sus temores. ¿En qué

consistirá, pues, la libertad, si esto no es ser libre?»

Hácenos también libres con respecto a Dios mismo.

«Quiero decir -añade el mismo autor- que sea cual fuere la

conducta que Dios observe para con estas almas, sea que las

pruebe o que las consuele, que se acerque a ellas o que

parezca alejarse», puede El permitirse todo, nada las turba,

nada las desanima. «Su libertad para con Dios consiste en

que, queriendo todo lo que Dios quiere, sin inclinarse

-voluntariamente- ni de uno ni de otro lado, sin detenerse a

considerar sus propios intereses, han consentido de antemano

en todo cuanto les acontezca, han confundido su elección con

la de Dios, han aceptado libremente todo lo que les viene de

su parte.»

Hácenos, en fin, libres con respecto a nosotros mismos,

hasta en las cosas de piedad. El Santo Abandono, en efecto,

nos establece en una total indiferencia para todo lo que no es

el divino beneplácito. Desde este momento, dice San

Francisco de Sales, «con tal que se haga la voluntad de Dios,

de nada más se cuida el espíritu», y el corazón llega a ser

libre. «No se aficiona a las consolaciones, mas recibe las

aflicciones con toda la dulzura que la carne puede permitirle.

No digo que no ame y desee las consolaciones, sino que no

aficiona su corazón a ellas. En manera alguna pone su afecto

en los ejercicios espirituales, de suerte que, si por enfermedad

u otro accidente se le impiden, no se disgusta por ello.


Tampoco digo que no los ame, sino que no se apega a ellos.»

Jamás los omite, a menos de no convencerse de que es tal la

voluntad de Dios; mas los deja con entera libertad tan pronto

como el querer divino se manifiesta por la necesidad, la

caridad o la obediencia. De idéntica manera no se irrita contra

el importuno que le incomoda, interrumpiéndole, por ejemplo,

su meditación, pues no desea sino servir a Dios, y «lo mismo

le da hacerlo meditando que soportando al prójimo, y soportar

a éste es lo que Dios exige de él en el momento presente». No

le impacientan las cosas que van contra sus inclinaciones,

pues en manera alguna se deja arrastrar de ellas, sólo desea

cumplir la voluntad divina. 

La práctica del Santo Abandono le ha procurado, pues, la dichosa

 «libertad de los hijos amados, es decir, un total desasimiento de su

 corazón para seguir la voluntad de Dios conocida».