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jueves, 16 de enero de 2025

CAP 4. FRUTOS DEL SANTO ABANDONO

 


Artículo 1º.- Intimidad con Dios

El primer fruto del Santo Abandono, fruto tan nutritivo como

sabroso, es una deliciosa intimidad con Dios, fundada en una

confianza llena de humildad.

¿Qué hay de extraño en esto? ¿No es Dios nuestro Padre

celestial y la misma Bondad? Nadie puede comparársele en la

tierra ni por la generosidad, ni por la ternura; El es la fuente en

que reside infinitamente el amor y donde se deriva en nosotros

por participación. Preciso es que Dios Padre ame

amorosamente a los hombres, puesto que para salvarnos no

ha titubeado en entregar a su Hijo Amado, eterno objeto de

sus infinitas complacencias. El Verbo encarnado se ha

dignado amarnos más que a su vida; ¿no es El el Salvador, el

Amigo, el Esposo de las almas? ¿Hubo jamás un corazón

comparable al suyo, un corazón tan abnegado, dulce,

misericordioso, paciente, tardo en castigar y pronto en

perdonar? Es maravillosamente humilde nuestro gran

Hermano mayor, y no quiere estar distanciado de sus pobres

hermanos menores de la tierra. En fin, el Espíritu Santificador,

¿no se ocupa de las almas día y noche, viniendo en su ayuda mil

 veces por día, con más ardor y solicitud que una madre

inclinada sobre la cuna de su hijo? Sí, verdaderamente, «Dios

es amor». Cuando está con sus hijos, olvida de intento su

grandeza y nuestra pequeñez; no es sino un padre,

haciéndose del todo pequeño con los pequeñitos porque los

ama.

Nuestro Padre San Bernardo es inagotable cuando

describe la dulce intimidad de algunas almas con Dios. «El

amado -dice- está presente, apártase el maestro, desaparece

el rey, ocúltase la majestad, cede el temor a la fuerza del

amor. Así como en otro tiempo Moisés hablaba a Dios como

un amigo con su amigo y Dios le respondía, así ahora,

fórmase entre el Verbo y el alma una comunicación familiar

como la de dos personas que viven bajo el mismo techo.

¿Qué tiene de extraño? Como su amor no tiene sino un mismo

origen, es recíproco y mutuas las caricias. Palabras más

dulces que la miel escápanse de ambos corazones, uno y otro

dirígense miradas de una infinita dulzura, señales de mutua

ternura.» Esta condescendencia divina es harto maravillosa;

mas, «Dios también ama, y su amor no le viene de otra parte,

porque El mismo es la fuente; ama con tanta más fuerza

cuanto que no sólo tiene amor, sino que es el amor mismo, y a

los que ama, trátalos como amigos, no como a servidores. Ved

cómo la majestad misma cede su puesto al amor. Porque es

propio del amor no considerar a nadie bajo de si, a nadie

sobre sí; grandes y pequeños, pónelos todos al mismo nivel y

no hace de ellos sino una misma cosa». «¿Y de dónde le

viene al alma este atrevimiento? Siente que ama a Dios y que

ella le ama con ardor; desde este momento no puede dudar

que sea también intensamente amada. ¿No consiste su única

aplicación en buscar de continuo y con todo su corazón los

medios de agradar a Dios? Conforme a su celo y a sus

esfuerzos juzga, sin duda, que Dios ha de pagarla en la misma

moneda, no olvidando la promesa del Señor: Con la medida

que midiereis, seréis medidos. Lo diré mejor: sabe que su

Amado la aventaja; por lo que en si propia experimenta

reconoce lo que pasa en Dios; no duda que sea amada,

puesto que ella ama; y la verdad que así es. El amor de Dios

al alma es el que produce el amor del alma a Dios.» 


«Ved, concluye el santo doctor, ved cómo El os da pruebas

inequívocas de su amor si vos le amáis, y de su solicitud si os

ve ocupados por completo en El. Seríais temerarios si os

atribuyerais cosa alguna en esta materia, anteponiéndoos a

El; El os ama más y es el primero en amaros. Conociendo

esto el alma, ¿qué extraño es que se gloríe de ver al Dios de

la Majestad atento a ella sola como si olvidara el resto de las

criaturas, cuando ella misma, olvidando todo otro interés, se

conserva única e inviolablemente para El?»


Mas, ¿para quién es esta deliciosa intimidad? Para el alma

amante y sumisa. «Yo amo a los que me aman», nos dice la

divina Sabiduría. Amemos a Dios y estaremos seguros de ser

amados; amemos mucho y tendremos seguridad de ser

amados sin medida. ¿No es por ventura verdadero amor el

que se da, aquel sobre todo que se manifiesta por una

perfecta obediencia y un filial abandono? Nuestro Señor es

quien nos lo asegura: «Si alguno me ama, guardará mi

palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos

nuestra morada en él.» «Cualquiera que haga la voluntad de

mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi

hermana y mi madre». La obediencia y el abandono nos

asemejan, en efecto, a Aquel que se hizo obediente hasta la

muerte, y muerte de cruz. Su Santísima Madre se le parece y

le es querida ante todo, no solamente por haberle llevado en

sus entrañas, sino más aún porque escuchó mejor que nadie

la divina palabra y la puso en práctica. Todos podemos

adquirir este parentesco espiritual, este parecido con nuestro

divino Hermano; y la semejanza irá acentuándose a medida

que se avanza en el amor, la obediencia y el abandono.


Llegará por fin el día en que el alma, a costa de múltiples

sacrificios - y qué sacrificios! -, no tendrá más que un mismo

querer y no querer con Dios. Bajo el peso de la cruz como en

las alegrías del Tabor, el alma no ve más que a Dios y su

adorable voluntad; reverencia siempre este divino querer, lo

aprueba, lo acepta amorosamente; siempre está contenta de

Dios, le besa la mano aun cuando la crucifique; y en la misma

agonía, le sonríe a través de sus lágrimas. Y entonces, sin

duda, Jesús nuestro modelo y nuestro amor, le vuelve sus ojos

y su corazón reposa en ella, algo así como los reposaba en su tierna

 Madre, porque echaba de ver en Ella las disposiciones

perfectamente conformes con las suyas. Dios Padre

experimenta un verdadero gozo mirando la imagen viviente de

su Hijo; el Espíritu Santo, que es su primer autor, contempla

su obra con una dulce satisfacción. Toda la Santísima Trinidad

se inclina hacia ella repitiendo, salva la debida proporción:

Este es mi hijo amado, el objeto de mis complacencias.

De aquí proceden esas privanzas divinas de que están

llenas las vidas de los santos y las biografías piadosas. Si

hemos de prestar crédito a los escritos de cierta religiosa, se

verán a cada página las más conmovedoras pruebas de

bondad divina. Dios Padre no la llama sino «su hijita de la

tierra», y le habla con la misma ternura que una madre a su

hijo. Nuestro Señor le da el nombre de su «hermanita, su hija,

su esposa». «Dios mío, os amo con todo mi corazón», decía la

humilde religiosa, y el divino Maestro respondía

bondadosamente y hasta con cariño: «También yo te amo».

¿Quién no se sentiría conmovido al leer esas deliciosas visitas

que el Niño Jesús le había hecho con todos los encantos del

abandono?


A este paternal afecto de parte de Dios corresponde por

parte del alma una confianza llena de humildad. «Dios mío,

decía esta religiosa, creo en vuestro amor, creo en vuestra

ternura, creo en vuestro corazón.» Estas almas conocen, en

efecto, a Dios por una fe viva y penetrante; le conocen

también por una dulce experiencia. Acostumbradas a verse

amadas tan íntimamente y conducidas con tanta solicitud,

llega a tanto su atrevimiento, que se entregan de lleno a las

efusiones de su ternura, y tienen la osadía de decir a Dios tres

veces Santo con entera franqueza cosas tan afectuosas y

llenas de confianza que nadie diría tantas a su propia madre.


Ciertamente, Dios no se da por ofendido con ello, al contrario,

se goza en eso mismo, puesto que su gracia nos excita y nos

ayuda a continuar en estos pensamientos; no obstante, para

preservar al alma del orgullo y mantenerla en un completo

desasimiento la priva de sus caricias, parece olvidarla y no

tener para con ella sino la indiferencia. Entonces ella, sin

disminuir en nada su confianza, dice con esta religiosa: «El

Padre quiere que sea su hijita. En el sufrimiento, en las penas

 interiores debo portarme como un niño a quien su madre hiere

para curarle. Grita cuando ésta le causa mucho dolor, pero

esto no impide que se recline sobre el seno materno, y recibe

con sumo placer las caricias de la que momentos antes le

hacía llorar. Luego, con un tierno y afectuoso beso de una

parte y otra, se secan estas lágrimas. Tal debo hacer yo con el

Padre que está en los cielos.»


Pero, ¿qué es de la humildad en este trato tan íntimo y

confiado? Tan pronto da el alma libre curso a su ternura como,

confusa de su atrevimiento, adora profundamente al Dios de

su amor, hácele mil protestas de humildad y amorosa sumisión

y se abisma en el sentimiento de su miseria y ruindad. El

bondadoso Maestro, por su parte, la invita a ello por su gracia,

y si es necesario le coloca en este estado mediante las

humillaciones; siempre, aun cuando la levanta, vela por la

humildad. «Señor, ¿Qué es lo que tanto os atrae hacia mí?,

decía esta misma alma.» «Es tu inmensa miseria», le

respondió Jesús; «y mi amor para ti es tal que tus infidelidades

no pueden impedirme el que te colme de mis caricias». Dios

sabe elevar y abatir alternativamente, de manera que la

confianza y la humildad crezcan juntas y se presten mutuo

apoyo. Así es como para Santa Teresa del Niño Jesús fue la

humildad una de las fuentes, y no la menor, de la confianza en

Dios. Lo hemos hecho ya notar; buscaba su camino para

llegar a la santidad y lo encontró en estas palabras de la divina

Sabiduría: «Si alguno es pequeñito, venga a Mí». Esto fue un

rayo de luz; se hace pequeñita en el sentimiento de su

debilidad y de su nada; permanece pequeñita, y su ambición

consistirá en ser olvidada y pasar inadvertida. Y pequeñita

como un niño, amará como niño, obedecerá como niño,

esparcirá flores como un niño, es decir, hará todos los

sacrificios pequeños que puede hacer un niño. Mas, en

retorno, será amada como un niño, y los brazos de Jesús

serán el ascensor que la elevará hacia la perfección.


Desgraciadamente tendrá sus faltas, pues los niños caen

algunas veces, pero llorando vienen a echarse en brazos de

su madre, y son perdonados y consolados. Así lo hará ella. Ha

sido pura entre los santos más puros; pero aun cuando

hubiera cometido todos los pecados del mundo, imitaría a Magdalena

arrepentida  y nada perdería de su confianza. «Sabía a qué atenerse

acerca del amor y de la misericordia»

de su buen Maestro; y, por otra parte, con una humildad de

niño nadie se condena; siempre hallará buena acogida cerca

de Aquel que fue «dulce y humilde de corazón», y que decía:

«Dejad que los niños se acerquen a Mí, que de ellos y de los

que se les asemejan es el reino de los cielos».