Artículo 1º.- Intimidad con Dios
El primer fruto del Santo Abandono, fruto tan nutritivo como
sabroso, es una deliciosa intimidad con Dios, fundada en una
confianza llena de humildad.
¿Qué hay de extraño en esto? ¿No es Dios nuestro Padre
celestial y la misma Bondad? Nadie puede comparársele en la
tierra ni por la generosidad, ni por la ternura; El es la fuente en
que reside infinitamente el amor y donde se deriva en nosotros
por participación. Preciso es que Dios Padre ame
amorosamente a los hombres, puesto que para salvarnos no
ha titubeado en entregar a su Hijo Amado, eterno objeto de
sus infinitas complacencias. El Verbo encarnado se ha
dignado amarnos más que a su vida; ¿no es El el Salvador, el
Amigo, el Esposo de las almas? ¿Hubo jamás un corazón
comparable al suyo, un corazón tan abnegado, dulce,
misericordioso, paciente, tardo en castigar y pronto en
perdonar? Es maravillosamente humilde nuestro gran
Hermano mayor, y no quiere estar distanciado de sus pobres
hermanos menores de la tierra. En fin, el Espíritu Santificador,
¿no se ocupa de las almas día y noche, viniendo en su ayuda mil
veces por día, con más ardor y solicitud que una madre
inclinada sobre la cuna de su hijo? Sí, verdaderamente, «Dios
es amor». Cuando está con sus hijos, olvida de intento su
grandeza y nuestra pequeñez; no es sino un padre,
haciéndose del todo pequeño con los pequeñitos porque los
ama.
Nuestro Padre San Bernardo es inagotable cuando
describe la dulce intimidad de algunas almas con Dios. «El
amado -dice- está presente, apártase el maestro, desaparece
el rey, ocúltase la majestad, cede el temor a la fuerza del
amor. Así como en otro tiempo Moisés hablaba a Dios como
un amigo con su amigo y Dios le respondía, así ahora,
fórmase entre el Verbo y el alma una comunicación familiar
como la de dos personas que viven bajo el mismo techo.
¿Qué tiene de extraño? Como su amor no tiene sino un mismo
origen, es recíproco y mutuas las caricias. Palabras más
dulces que la miel escápanse de ambos corazones, uno y otro
dirígense miradas de una infinita dulzura, señales de mutua
ternura.» Esta condescendencia divina es harto maravillosa;
mas, «Dios también ama, y su amor no le viene de otra parte,
porque El mismo es la fuente; ama con tanta más fuerza
cuanto que no sólo tiene amor, sino que es el amor mismo, y a
los que ama, trátalos como amigos, no como a servidores. Ved
cómo la majestad misma cede su puesto al amor. Porque es
propio del amor no considerar a nadie bajo de si, a nadie
sobre sí; grandes y pequeños, pónelos todos al mismo nivel y
no hace de ellos sino una misma cosa». «¿Y de dónde le
viene al alma este atrevimiento? Siente que ama a Dios y que
ella le ama con ardor; desde este momento no puede dudar
que sea también intensamente amada. ¿No consiste su única
aplicación en buscar de continuo y con todo su corazón los
medios de agradar a Dios? Conforme a su celo y a sus
esfuerzos juzga, sin duda, que Dios ha de pagarla en la misma
moneda, no olvidando la promesa del Señor: Con la medida
que midiereis, seréis medidos. Lo diré mejor: sabe que su
Amado la aventaja; por lo que en si propia experimenta
reconoce lo que pasa en Dios; no duda que sea amada,
puesto que ella ama; y la verdad que así es. El amor de Dios
al alma es el que produce el amor del alma a Dios.»
«Ved, concluye el santo doctor, ved cómo El os da pruebas
inequívocas de su amor si vos le amáis, y de su solicitud si os
ve ocupados por completo en El. Seríais temerarios si os
atribuyerais cosa alguna en esta materia, anteponiéndoos a
El; El os ama más y es el primero en amaros. Conociendo
esto el alma, ¿qué extraño es que se gloríe de ver al Dios de
la Majestad atento a ella sola como si olvidara el resto de las
criaturas, cuando ella misma, olvidando todo otro interés, se
conserva única e inviolablemente para El?»
Mas, ¿para quién es esta deliciosa intimidad? Para el alma
amante y sumisa. «Yo amo a los que me aman», nos dice la
divina Sabiduría. Amemos a Dios y estaremos seguros de ser
amados; amemos mucho y tendremos seguridad de ser
amados sin medida. ¿No es por ventura verdadero amor el
que se da, aquel sobre todo que se manifiesta por una
perfecta obediencia y un filial abandono? Nuestro Señor es
quien nos lo asegura: «Si alguno me ama, guardará mi
palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos
nuestra morada en él.» «Cualquiera que haga la voluntad de
mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi
hermana y mi madre». La obediencia y el abandono nos
asemejan, en efecto, a Aquel que se hizo obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz. Su Santísima Madre se le parece y
le es querida ante todo, no solamente por haberle llevado en
sus entrañas, sino más aún porque escuchó mejor que nadie
la divina palabra y la puso en práctica. Todos podemos
adquirir este parentesco espiritual, este parecido con nuestro
divino Hermano; y la semejanza irá acentuándose a medida
que se avanza en el amor, la obediencia y el abandono.
Llegará por fin el día en que el alma, a costa de múltiples
sacrificios - y qué sacrificios! -, no tendrá más que un mismo
querer y no querer con Dios. Bajo el peso de la cruz como en
las alegrías del Tabor, el alma no ve más que a Dios y su
adorable voluntad; reverencia siempre este divino querer, lo
aprueba, lo acepta amorosamente; siempre está contenta de
Dios, le besa la mano aun cuando la crucifique; y en la misma
agonía, le sonríe a través de sus lágrimas. Y entonces, sin
duda, Jesús nuestro modelo y nuestro amor, le vuelve sus ojos
y su corazón reposa en ella, algo así como los reposaba en su tierna
Madre, porque echaba de ver en Ella las disposiciones
perfectamente conformes con las suyas. Dios Padre
experimenta un verdadero gozo mirando la imagen viviente de
su Hijo; el Espíritu Santo, que es su primer autor, contempla
su obra con una dulce satisfacción. Toda la Santísima Trinidad
se inclina hacia ella repitiendo, salva la debida proporción:
Este es mi hijo amado, el objeto de mis complacencias.
De aquí proceden esas privanzas divinas de que están
llenas las vidas de los santos y las biografías piadosas. Si
hemos de prestar crédito a los escritos de cierta religiosa, se
verán a cada página las más conmovedoras pruebas de
bondad divina. Dios Padre no la llama sino «su hijita de la
tierra», y le habla con la misma ternura que una madre a su
hijo. Nuestro Señor le da el nombre de su «hermanita, su hija,
su esposa». «Dios mío, os amo con todo mi corazón», decía la
humilde religiosa, y el divino Maestro respondía
bondadosamente y hasta con cariño: «También yo te amo».
¿Quién no se sentiría conmovido al leer esas deliciosas visitas
que el Niño Jesús le había hecho con todos los encantos del
abandono?
A este paternal afecto de parte de Dios corresponde por
parte del alma una confianza llena de humildad. «Dios mío,
decía esta religiosa, creo en vuestro amor, creo en vuestra
ternura, creo en vuestro corazón.» Estas almas conocen, en
efecto, a Dios por una fe viva y penetrante; le conocen
también por una dulce experiencia. Acostumbradas a verse
amadas tan íntimamente y conducidas con tanta solicitud,
llega a tanto su atrevimiento, que se entregan de lleno a las
efusiones de su ternura, y tienen la osadía de decir a Dios tres
veces Santo con entera franqueza cosas tan afectuosas y
llenas de confianza que nadie diría tantas a su propia madre.
Ciertamente, Dios no se da por ofendido con ello, al contrario,
se goza en eso mismo, puesto que su gracia nos excita y nos
ayuda a continuar en estos pensamientos; no obstante, para
preservar al alma del orgullo y mantenerla en un completo
desasimiento la priva de sus caricias, parece olvidarla y no
tener para con ella sino la indiferencia. Entonces ella, sin
disminuir en nada su confianza, dice con esta religiosa: «El
Padre quiere que sea su hijita. En el sufrimiento, en las penas
interiores debo portarme como un niño a quien su madre hiere
para curarle. Grita cuando ésta le causa mucho dolor, pero
esto no impide que se recline sobre el seno materno, y recibe
con sumo placer las caricias de la que momentos antes le
hacía llorar. Luego, con un tierno y afectuoso beso de una
parte y otra, se secan estas lágrimas. Tal debo hacer yo con el
Padre que está en los cielos.»
Pero, ¿qué es de la humildad en este trato tan íntimo y
confiado? Tan pronto da el alma libre curso a su ternura como,
confusa de su atrevimiento, adora profundamente al Dios de
su amor, hácele mil protestas de humildad y amorosa sumisión
y se abisma en el sentimiento de su miseria y ruindad. El
bondadoso Maestro, por su parte, la invita a ello por su gracia,
y si es necesario le coloca en este estado mediante las
humillaciones; siempre, aun cuando la levanta, vela por la
humildad. «Señor, ¿Qué es lo que tanto os atrae hacia mí?,
decía esta misma alma.» «Es tu inmensa miseria», le
respondió Jesús; «y mi amor para ti es tal que tus infidelidades
no pueden impedirme el que te colme de mis caricias». Dios
sabe elevar y abatir alternativamente, de manera que la
confianza y la humildad crezcan juntas y se presten mutuo
apoyo. Así es como para Santa Teresa del Niño Jesús fue la
humildad una de las fuentes, y no la menor, de la confianza en
Dios. Lo hemos hecho ya notar; buscaba su camino para
llegar a la santidad y lo encontró en estas palabras de la divina
Sabiduría: «Si alguno es pequeñito, venga a Mí». Esto fue un
rayo de luz; se hace pequeñita en el sentimiento de su
debilidad y de su nada; permanece pequeñita, y su ambición
consistirá en ser olvidada y pasar inadvertida. Y pequeñita
como un niño, amará como niño, obedecerá como niño,
esparcirá flores como un niño, es decir, hará todos los
sacrificios pequeños que puede hacer un niño. Mas, en
retorno, será amada como un niño, y los brazos de Jesús
serán el ascensor que la elevará hacia la perfección.
Desgraciadamente tendrá sus faltas, pues los niños caen
algunas veces, pero llorando vienen a echarse en brazos de
su madre, y son perdonados y consolados. Así lo hará ella. Ha
sido pura entre los santos más puros; pero aun cuando
hubiera cometido todos los pecados del mundo, imitaría a Magdalena
arrepentida y nada perdería de su confianza. «Sabía a qué atenerse
acerca del amor y de la misericordia»
de su buen Maestro; y, por otra parte, con una humildad de
niño nadie se condena; siempre hallará buena acogida cerca
de Aquel que fue «dulce y humilde de corazón», y que decía:
«Dejad que los niños se acerquen a Mí, que de ellos y de los
que se les asemejan es el reino de los cielos».