De igual modo, al ejercitar el celo para con las almas, hemos de hacer lo que de nosotros dependa con fervor prudente y sostenido, pero en apacible abandono. Dios, en efecto, pide el deber, pero no exige el éxito. Ante todo es necesario amar a las almas en Dios. A medida que aumenta en nuestros corazones el fuego del santo amor, debe producir la llama del celo, y de un celo verdaderamente católico, tan vasto como el mundo. Algunas almas nos serán especialmente queridas, sea porque están a nuestro cargo, sea por otros títulos particulares.
A la luz de la eternidad es como convendrá considerarlas a todas; el Soberano Juez nos pedirá cuenta de ellas, el infierno las acecha y el cielo no se abrirá quizá a muchas sino por nosotros; por tanto, hemos de hacer donación total y completa de las almas a Dios y de Dios a las almas. El Padre ha sacrificado a su unigénito Hijo, objeto único de sus complacencias, para que el mundo no perezca y tenga vida eterna. Nuestro Señor se inmola sobre la Cruz, se ofrece a cada instante sobre nuestros altares, alimenta las almas con su propia sustancia, les da la Iglesia, el Sacerdocio, los Sacramentos y les prodiga las gracias interiores y exteriores. Por medio de su Espíritu Santo ilumina y atrae, estrecha y rodea, conquista y sostiene y persigue, y hace volver y perdona; en una palabra, nos ama a pesar de nuestras miserias y casi sin medida. ¡Bello ejemplo que ha movido profundamente a los santos y que confundirá nuestra tibieza!
Por grande que sea nuestro celo, ¿podrá compararse con el de Dios? A la manera de Dios es como se precisa amar a las almas, conformándonos con su conducta y con el orden de su Providencia, habiéndonos Dios hecho libres, jamás hará violencia a nuestra voluntad, pero da a todos con abundancia, a unos más a otros menos, en la medida y tiempo y en la forma que a El le place. También nosotros daremos a todos, en especial a aquellos que deben sernos más amados; la oración, el ejemplo y el sacrificio; pondremos cuidado particular en la oración pública, si nos hallamos honrados con este sublime apostolado, y si por cualquier otro título nos son confiadas las almas, cuidaremos de ellas con un celo proporcionado al amor que Dios las tiene, al precio que tienen ante sus ojos.
Cumpliremos nuestro deber y orando con incansable fervor conservaremos la paz, por el debido respeto a los derechos de Dios y al orden de su Providencia; puesto que es dueño de sus dones y ha juzgado conveniente otorgar a las almas libre albedrío. No faltarán decepciones. Dios mismo, por mas que posea la llave de los corazones, no penetra por la fuerza, se detiene a la puerta y llama. Mas he aquí el misterio de la gracia y de la correspondencia: el uno se apresura, el otro rehúsa abrir; muchos no ponen atención, y con harta frecuencia Dios queda fuera. Nuestro dulce Salvador, el bienhechor y el amigo por excelencia, ha venido a sus dominios y los suyos no le han recibido, sino que los mal intencionados tratan de sorprenderle en sus palabras y discursos; la multitud se retira, Judas le traiciona, los demás Apóstoles huyen y, cuando cae bajo los golpes de sus enemigos, su Iglesia no es sino frágil arbolillo combatido por la tempestad.
Los discípulos no han de ser más que su Maestro: a pesar de los prodigios que obran, los Apóstoles terminan por dejarse matar, dejando un rebaño, débil aún, en medio de lobos; si algunos santos han conseguido los éxitos más brillantes, otros, y no de los menores, han fracasado en apariencia y hasta el fin. Para no citar sino a San Alfonso, diremos que sus primeros discípulos le abandonan y, en lo sucesivo, ¡cuántos otros que se marchan o han de ser eliminados! Dos de ellos llegan al extremo de confabularse para desacreditarle ante el Soberano Pontífice y hacer que le expulsase de la Orden. Todos estos contratiempos eran necesarios para elevar al fundador a la cumbre de la santidad, y establecer su fundación sobre la roca firme del Calvario. Mas, como los designios de Dios no se manifiestan sino con lentitud, no es pequeña prueba para un sacerdote celoso ver en peligro las almas, o para un Superior dejar en una mediocridad a aquellas a las que se proponía conducir a la santidad. Por dolorosa que sea la falta de éxito, es preciso ver en ella una permisión de Dios, recibirla con un tranquilo abandono, y hacerla servir para nuestro progreso espiritual. Es una de las ocasiones más propicias para abismarnos en la humildad, desprendernos de la vanagloria y de las consolaciones humanas, depurar nuestras intenciones y buscar sólo a Dios en el trato con las almas.
Con el Profeta Rey bendeciremos a la Providencia por habemos humillado, pues con harta frecuencia el éxito ciega, infla y embriaga; hace olvidar que las conversiones vienen de Dios y que son quizá debidas no a nosotros, sino a un alma desconocida que ruega y se inmola en secreto. La falta de éxito reduce al justo sentimiento de la realidad, nos recuerda que somos pobres instrumentos, nos invita a entrar en nosotros mismos; y si fuere necesario, a corregir nuestros deseos, rectificar nuestros métodos, renovar nuestro celo e insistir en la oración. Porque si nuestra negligencia y nuestras faltas han contribuido al mal, es preciso no sólo borrarlas por la penitencia, sino reparar sus consecuencias en la medida posible, redoblar el celo, la oración, el sacrificio. No debe, sin embargo, esta humilde resignación entibiar nuestro ardor. Cuando las almas no corresponden a nuestros cuidados, «lloremos -dice San Francisco de Sales-, suspiremos, oremos por ellas con el dulce Jesús, que después de haber derramado lágrimas abundantes durante toda su vida por los pecadores, murió por fin con los ojos anublados por el llanto y el cuerpo empapado todo en sangre». Condenado, vendido, abandonado, hubiera podido conservar su vida y dejarnos en la obstinación, pero nos amó hasta el fin, mostrando así que la verdadera caridad no se desanima, segura como está de que ha de triunfar al fin de la más obstinada resistencia; lo espera todo, porque espera en Dios que todo lo puede.
Si la misericordia se estrella ante Judas, ha, sin embargo, santificado a la Magdalena, a San Pedro, a San Agustín, a todos los santos penitentes. La humildad, que nos revela nuestras miserias y nuestras faltas, nos muestra con evidencia las dificultades de la virtud y nos inspira profunda compasión hacia las almas aún débiles. «¿Qué sabemos -añade el dulce Obispo de Ginebra- si el pecador hará penitencia y conseguirá la salvación? En tanto conservemos la esperanza (y mientras hay vida, hay esperanza), jamás hemos de rechazarle, sino más bien orar por él, y le ayudaremos en cuanto su desdicha lo permita.» Después de todo, si las almas defraudan nuestras esperanzas, como nosotros nada hayamos escatimado, para su bien, no hemos de responder de su pérdida, pues hemos cumplido con el deber, hemos glorificado a Dios y regocijado su misericordioso corazón en lo que a nosotros se refiere. En estas condiciones, el sentimiento de nuestra insuficiencia o de nuestras responsabilidades nada tienen que inquietarnos. Asimismo lo asegura Nuestro Padre San Bernardo en su carta al beato Balduino, su discípulo: Se os pedirá -le dice- «lo que tenéis y no lo que no tenéis. Estad preparados para responder, pero sólo del talento que os ha sido confiado, y en cuanto a lo demás estad tranquilo. Dad mucho, si mucho habéis recibido, y poco, si poco es lo que tenéis... Dad todo, porque se os pedirá todo hasta el último óbolo; pero por supuesto, lo que tenéis y no lo que no tenéis». «Mas, en último recurso, después que hayamos llorado sobre los obstinados y hayamos cumplido para con ellos los deberes de la caridad, a fin de conseguir, si fuera posible, apartarlos de la perdición, debemos imitar a Nuestro Señor y a los Apóstoles; es decir, desviar de ellos nuestro espíritu y volverle a otros objetos, a otras preocupaciones más útiles para la gloria de Dios.
Porque mal podremos entretenemos en llorar demasiado a unos, sin que se pierda el tiempo propio y necesario para la salvación de los otros. Por lo demás, es preciso adorar, amar y alabar para siempre la justicia vengadora y punitiva de nuestro Dios como amamos su misericordia, pues tanto una como otra son hijas de su bondad. Pues así como por su gracia quiere hacernos buenos, como bonísimo, o mejor dicho, como infinitamente bueno que El es, así por su justicia quiere castigar el pecado, porque le odia; pero le odia porque, siendo soberanamente bueno, detesta el sumo mal que es la iniquidad. Y nota, Teótimo, como conclusión, que siempre, o punitivo o remunerador, su beneplácito es adorable, amable y digno de bendición eterna. »Así el justo que canta las alabanzas eternas de la misericordia por aquellos que serán salvos, gozará igualmente cuando vea la justicia..., y los ángeles custodios, habiendo ejercido su caridad para con los hombres, cuya guarda y custodia han tenido, quedarán en paz viéndolos obstinados y aun condenados.
Necesario es, pues, reverenciar la divina voluntad, y besar con igual acatamiento y amor la diestra de su misericordia que la siniestra de su justicia.» Otras pruebas se hallarán en la dirección de las almas. Cada una tiene al menos la misión providencial de hacernos practicar el desasimiento de los hombres y de las cosas, un celo absolutamente puro y el Santo Abandono. Por vía de ejemplo, digamos que hay personas que nos proporcionan cumplida satisfacción y Dios, sin embargo, nos las quita de un modo inesperado; entonces, lejos de murmurar, besemos la mano que nos hiere. ¿No es misión nuestra el conducir las almas a Dios...?; ya hemos tenido el dulce consuelo de verla realizada. Para El las formamos, y a El le pertenecen más que a nosotros. Si El, pues, estima conveniente privarnos de la alegría que su presencia nos inspira y de nuestras caras esperanzas, ¿no es justo que la voluntad de Dios se anteponga a la nuestra, su infinita sabiduría a nuestras miras tan limitadas, y nuestros intereses eternos a los de la tierra?
Artículo 4º.- Nuestras propias faltas
Hablemos ahora de nuestras propias faltas. Ante todo, pongamos el mayor cuidado en huir del pecado; pero mantengámonos en apacible resignación a las disposiciones de la Providencia. En efecto, dice San Francisco de Sales, «Dios odia infinitamente el pecado y, sin embargo, lo permite sapientísimamente, con el fin de dejar a la criatura racional obrar según la condición de su naturaleza y hacer más dignos de alabanza a los buenos, cuando pudiendo violar la ley, no la violan.
Adoremos, pues, y bendigamos esta santa permisión; mas ya que la Providencia que permite el pecado, le aborrece infinitamente, detestémosle con Ella y odiémosle, deseando con todas nuestras fuerzas que el pecado permitido (en este sentido) no se cometa jamás, y como consecuencia de este deseo, empleemos todos los medios que nos sea posible para impedir el nacimiento, el progreso y el reinado del pecado. Imitemos a Nuestro Señor que no cesa de exhortar, prometer, amenazar, prohibir, mandar e inspirar cerca de nosotros para apartar nuestra voluntad del pecado, en tanto que lo puede hacer sin privarnos de nuestra libertad.»
Si perseveramos constantemente en la oración, la vigilancia y el combate, serán más raras nuestras faltas a medida que avancemos, menos voluntarias y mejor reparadas, y nuestra alma se consolidará en una prudencia cada vez mayor. Sin embargo, salvo una especialísima gracia, como la concedida a la Santísima Virgen, es imposible en esta vida evitar todo pecado venial, pues hasta los santos mismos recurrieron a la confesión. Pero si aconteciera que cometiésemos algún pecado. «hagamos cuanto de nosotros depende, a fin de borrarlo.
Aseguró Nuestro Señor a Carpus: que, si preciso fuere, sufriría de nuevo la muerte para librar a una sola alma del pecado». Con todo, «sea nuestro arrepentimiento fuerte, sereno, constante, tranquilo, pero no inquieto, turbulento, ni desalentado». «Si me elevo a Dios -decía Santa Teresa del Niño Jesús- por la confianza y el amor, no es por haber sido preservada de pecado mortal. No tengo dificultad en declararlo, que aunque pesaran sobre mi conciencia todos los pecados y todos los crímenes que se pueden cometer, nada perdería de mi confianza. Iría con el corazón transido de dolor a echarme en brazos de mi Salvador, pues sé muy bien que ama al hijo pródigo, ha escuchado sus palabras a Santa Magdalena, a la mujer adúltera, a la Samaritana. No, nadie podrá intimidarme, porque sé a qué atenerme en lo que se refiere a su amor y a su misericordia. Sé que toda esa multitud de ofensas se abismaría en un abrir y cerrar de ojos como gota de agua arrojada en ardientes brasas.» No imitemos, pues, a las personas para quienes un arrepentimiento tranquilo es una paradoja.
¿No ha de haber un término medio entre la indiferencia a la que tanto teme su espíritu de fe, y el despecho, el abatimiento en que los arroja su impaciencia? Jamás sabríamos precavernos lo bastante contra la turbación que nuestros pecados nos causan, lo cual, lejos de ser un remedio, es un nuevo mal. Mas, por nocivas que las faltas sean en sí mismas, lo son más aún en sus consecuencias cuando producen la inquietud, el desaliento y a veces la desesperación. Por el contrario, la paz en el arrepentimiento es muy deseable.
«Santa Catalina de Sena cometía algunas faltas, y afligiéndose por este motivo ante el Señor, hízola entender que su arrepentimiento sencillo, pronto y vivo y lleno de confianza, le complacía más de lo que había sido ofendido por las faltas. Todos los santos han tenido faltas, y a veces los mayores las han tenido considerables, como David y San Pedro, y jamás quizá hubieran llegado a santidad tan encumbrada si no hubieran cometido faltas y faltas muy grandes. Todo concurre al bien de los elegidos -dice San Pablo-; hasta sus pecados -comenta San Agustín-.» Existe, en efecto, el arte de utilizar nuestras faltas, y consiste el gran secreto en soportar con sincera humildad, no la falta misma, ni la injuria hecha a Dios, sino la humillación interior, la confusión impuesta a nuestro amor propio; de suerte que nos abismemos en la humildad confiada y tranquila. ¿No es el orgullo la principal causa de nuestros desfallecimientos?
Poderoso medio para evitar sus efectos, será aceptar la vergüenza, confesando que se la tiene merecida. Con sobrada facilidad eludimos las otras humillaciones, persuadiéndonos de que son injustas, ¿pero cómo no sentir la dura lección de nuestras faltas, siendo así que ellas ponen de manifiesto tanto nuestra nativa depravación como nuestra debilidad en el combate? La humillación bien recibida produce la humildad, y la humildad a su vez, recordándonos sin cesar ya sea el tiempo que hemos de recuperar, ya las faltas cuyo perdón necesitamos implorar, alimenta la compunción de corazón, estimula la actividad espiritual y nos torna misericordiosos para con los demás.
El P. de Caussade hace a este propósito muy atinadas reflexiones: «Dios permite nuestras pequeñas infidelidades, a fin de convencernos más íntimamente de nuestra debilidad, y para hacer morir poco a poco en nosotros esta desdichada estima de nosotros mismos, que nos impediría adquirir la verdadera humildad de corazón. Ya lo sabemos; nada hay más agradable a Dios que este absoluto desprecio de sí, acompañado de una entera confianza puesta solamente en El. Grande es, pues, la gracia que este Dios de bondad nos hace cuando nos constriñe a beber, las más de las veces a pesar de nuestra repugnancia, este cáliz temido por nuestro amor propio y nuestra naturaleza caída. De no hacerlo así, jamás curaríamos de una presunción secreta y de una orgullosa confianza en nosotros mismos. Nunca llegaremos a comprender, cual conviene, que todo el mal viene de nosotros, y todo bien sólo de Dios; y para hacernos habitual este doble sentimiento, se precisa un millón de experiencias personales, y tanto más, cuanto que estos vicios ocultos en nuestra alma son mayores y más arraigados. Son, pues, para nosotros muy saludables estas caídas, en cuanto que sirven para conservarnos siempre pequeños y humillados delante de Dios, siempre desconfiados de nosotros mismos, siempre anonadados a nuestros propios ojos.
Nada más fácil, en efecto, que servirnos de cada una de nuestras faltas para adquirir un nuevo grado de humildad, y de este modo ahondar más en nosotros el fundamento de la verdadera santidad. ¿Por qué no admirar y bendecir la infinita bondad de Dios, que así sabe sacar nuestro mayor bien hasta de nuestras faltas? Basta para esto no amarlas, humillarse dulcemente y levantarse con infatigable constancia después de cada una de ellas, y después trabajar en corregirse.» En cuanto a las consecuencias penales del pecado, si Dios permite que no las podamos evitar, hemos de recibirlas con humilde aquiescencia al divino beneplácito. Consecuencias del pecado son, por ejemplo, la confusión en presencia de nuestros hermanos, alguna herida causada a nuestra reputación, un quebrantamiento en la salud. Puede acontecer que nuestra negligencia, nuestras indiscreciones, maledicencias, arrebatos, en fin, nuestro mal carácter, nos procuren disgustos, humillaciones, mortificaciones, perjuicios en nuestros intereses. Nuestras faltas nos dejarán tras sí una turbación, preocupación de espíritu, penosas inquietudes.
Dios no ha querido el pecado, pero quiere sus consecuencias; nos hace sufrir para curarnos, y nos hiere aquí abajo, a fin de no verse precisado a castigarnos en el otro mundo. ¡Señor!, hemos de exclamar entonces, bien merecido lo tengo; Vos lo habéis permitido, Vos lo habéis querido así, hágase vuestra voluntad, que yo la adoro y a ella me someto. Todo esto lo realizamos sin turbación, sin disgusto, sin inquietud, sin desaliento, recordando que Dios, aunque odia el pecado, sabe hacer de él instrumento muy útil para conservarnos en la abyección y en el desprecio de nosotros mismos. Con esta misma filial tranquilidad aceptaremos las consecuencias penales de nuestras imprudencias.
En opinión del P. de Caussade, «apenas hay prueba más mortificante para el amor propio; y por lo mismo, no existe quizá otra más santificadora que ésa. No es tan difícil ni con mucho aceptar las humillaciones que vienen de fuera y que en manera alguna hemos provocado. Nos resignamos también más fácilmente a la confusión causada por faltas más graves en sí mismas con tal que se mantengan ocultas; mas una sencilla imprudencia que lleva consigo consecuencias desagradables, patentes a la vista de todos, he aquí sin género de duda la más humillante de las humillaciones, y ved ahí, por consiguiente, una excelente ocasión para herir de muerte al amor propio, y que jamás habremos de desperdiciar. Tómase entonces el corazón con ambas manos y se le obliga, a pesar de su resistencia, a hacer un acto de perfecta resignación, siendo éste el momento más favorable para decir y repetir el fiat de un perfecto abandono; más aún, es preciso esforzarse por llegar hasta la acción de gracias y añadir al fiat el Gloria Patri. Una sola prueba así aceptada hace progresar a un alma más que numerosos actos de virtud». San Francisco de Sales «jamás se impacientaba contra sí mismo, ni contra sus propias imperfecciones, y el disgusto que experimentaba por sus faltas era tranquilo, reposado y firme; pues juzgaba que nos castigamos mucho más a nosotros mismos con el arrepentimiento tranquilo y constante, que con el agrio, inquieto y colérico; y tanto más, cuanto que estos arrepentimientos de la impetuosidad no obedecen a la gravedad de nuestras faltas, sino a nuestras inclinaciones.
En cuanto a mí -decía-, si hubiera dado una caída lamentable, no reprendería a mi corazón de esta forma: ¿no eres un miserable y digno de abominación, tú que, después de tantas resoluciones, aún te dejas arrastrar de la vanidad? Muere de vergüenza, y no levantes ya los ojos al cielo, ciego, desconsiderado, traidor y desleal a tu Dios.
Más bien le corregiría razonablemente y por vía de compasión: Vamos, pobre corazón mío; arriba, pues otra vez hemos caído en la fosa que tanto habíamos procurado evitar. ¡Vamos!, levantémonos, abandonémosla para siempre, imploremos la misericordia de Dios y esperemos que ella nos asistirá para ser más firmes en lo sucesivo, y volvamos al camino de la humildad. Animo, pues; velemos sobre nosotros mismos, que Dios nos ayudará. Y como efecto de esta reprensión querría tomar una sólida y firme resolución de no volver a caer, tomando para ello los medios convenientes».
Por su parte, el P. de Caussade aconseja dirigir sin cesar a Dios esta oración interior: «Señor, dignaos preservarme de todo pecado, y de un modo especial en tal materia. Mas, en cuanto a la pena que debe curar mi amor propio, a la humillación, a la santa abyección que hiere mi orgullo y que debe abatirlo, la acepto por el tiempo que os plazca, y os la agradezco como una gracia especial. Haced, Señor, que estos amargos remedios produzcan su efecto, que curen mi amor propio y me ayuden a adquirir la santa humildad, que es el sólido fundamento de la vida interior y de toda perfección.»
A pesar de la oración y de los esfuerzos, se cometerán nuevas faltas, cuyo único remedio estriba en humillarnos siempre más profundamente, volver a Dios con la misma confianza y reanudar el combate sin desanimarnos jamás. «Si de una vez aprendemos a humillamos sinceramente por nuestras menores faltas, levantarnos sin demora mediante la confianza en Dios, con paz y dulzura, será esto seguro remedio para lo pasado, un socorro poderoso para el presente, un eficaz preservativo para el porvenir. Mas el abandono bien comprendido ha de librarnos de esta impaciencia que hace deseemos llegar de un salto a la cumbre de la montaña, de la santidad y que sólo consigue alejarnos de ella. El único camino es el de la humildad; y la impaciencia es una de las formas del orgullo. Trabajemos con todas nuestras fuerzas en la corrección de nuestros defectos, mas resignémonos a no conseguirlo en un solo día. Pidamos a Dios con las más vivas instancias y confianza más filial, esta gracia decisiva que nos arrancará por completo de nosotros mismos para hacernos vivir únicamente en El y dejémosle con filial abandono el cuidado de determinar el día y la hora en que tal gracia ha de sernos otorgada.»