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lunes, 24 de octubre de 2022

EL SANTO ABANDONO. Capítulo 4° EL ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU (Art. 6°)

 


SANTO ABANDONO ENTREGA ANTERIOR

Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad 

Algunos empleos espirituales o temporales, traen consigo el trabajo, la fatiga y los cuidados; no es uno dueño de sí mismo, expuesto como se halla continuamente a ser interrumpido por el primero que se presenta durante el trabajo, la oración, las piadosas lecturas. Otros cargos, por el contrario, sólo exigen una atención relativa y no imponen apenas ni cuidados ni molestias, sucediendo lo propio, con mayor razón, cuando no se tiene ningún empleo. 

El reposo y la tranquilidad facilitan en gran manera la observancia regular y la vida interior, nos colocan en circunstancias favorables para cultivar a nuestras anchas nuestra alma y conservarnos unidos a Dios durante el curso del día. Mas pudiera suceder que nos apegáramos tan desordenadamente, que con dificultad renunciáramos a ello cuando se ponga por medio obligaciones del cargo y bien común. Este amor del reposo y de la tranquilidad, tan legítimo en si, llega en tal caso a ser excesivo; degenera en vulgar egoísmo, y no conoce el desinterés ni el sacrificio, y por lo mismo que apaga la llama de la verdadera caridad, nos hace inútiles para nosotros y para los demás. 

El trabajo y los cuidados, las continuas molestias de ciertos cargos, nos proporcionan una inagotable mina de sacrificio y de abnegación; es un perfecto calvario para quien desea morir a si mismo, es una continua inmolación en provecho de todos. Por el contrario, es muy fácil en este torbellino de los negocios y cuidados descuidar su interior y sobrenaturalizar poco nuestras acciones; y sin embargo, con un poco de trabajo es fácil purificar la intención, elevar con frecuencia el alma a Dios y conservarse suficientemente recogido. Nadie ha estado más ocupado que San Bernardo, Santa Teresa, San Alfonso y tantos otros. Pregúntase cómo han podido hallar, en medio de tantos trabajos y cuidados, oportunidad para componer libros de valor tan inestimable, para consagrarse durante tanto tiempo a la oración y ser perfectísimos contemplativos: sin embargo, lo hicieron.

 ¿Qué querrá Dios de nosotros? Aprovecharíamos más en la agitación o en la tranquilidad? Sólo Dios lo sabe. Es, pues, prudente establecernos en una santa indiferencia y estar dispuestos a todo cuanto El quiera. Nosotros, como miembros de una Orden contemplativa, tenemos desde luego derecho a desear la calma y la tranquilidad, a fin de vivir con más facilidad en la intimidad del divino Maestro. San Pedro juzgaba con razón que estaba bien en el Tabor; no deseaba abandonarlo, sino vivir cerca siempre de su dulce Salvador y bajo la misma tienda. No dejó, sin embargo, de añadir, y nosotros hemos de hacerlo también con él: «Señor, si quieres.» Mas, ¿lo querrá? El Tabor no se encuentra aquí abajo de un modo permanente. Necesitamos el Calvario y la crucifixión, y no tenemos el derecho de elegir nuestras cruces y de impedir a Dios que nos imponga otras. Si ha preferido imponernos aquellas que abundan en tal o cual cargo, aceptémoslas con confianza; es la sabiduría infalible y el más amante de los Padres, y ésta es la prueba que necesitábamos para hacer morir en nosotros la naturaleza; pues otra cruz, elegida por nosotros, no respondería seguramente como ésta a nuestras necesidades. 

En esto hay una mezcla de beneplácito divino y voluntad significada. En cuanto de nosotros dependa y lo podamos hacer sin faltar a ninguna de nuestras obligaciones, hemos de amar, desear, buscar la calma y la tranquilidad, y por decirlo así, crear en derredor nuestro una atmósfera de paz y de recogimiento, pues es el espíritu de nuestra vocación. Mas si es del agrado de Dios pedirnos un sacrificio y ponernos en el tráfago de mil cuidados, no tenemos derecho a decirle que no; tratemos únicamente de conservar aun entonces, en cuanto fuera posible, el espíritu interior; el silencio y la unión divina; y cuando se ofreciere un momento de calma, sepamos aprovecharla para internarnos más en Dios. 

Así lo hacía nuestro Padre San Bernardo. Con frecuencia las órdenes del Soberano Pontífice le imponen prolongadas ausencias y asuntos de enorme fatiga, y vuelve a Claraval con una insaciable necesidad de permanecer a solas con Dios. Con todo, su primer cuidado era dirigirse al noviciado para ver a sus nuevos hijos y alimentarlos con la leche de su palabra. Dábase en seguida a sus religiosos a fin de derramar en ellos sus consuelos, tanto más abundantes, cuanto mayor era el tiempo que se habían visto privados de ellos. Primero pensaba en los suyos, y después en sí mismo. «La caridad -decía- no busca sus propios intereses. Hace ya largo tiempo que ella me ha persuadido a preferir vuestro provecho a todo cuanto amo. 

Orar, leer, escribir, meditar y demás ventajas de los ejercicios piadosos, todo lo he reputado como una pérdida por amor vuestro. Soporto con paciencia haber de dejar a Raquel por Lía; y no me pesa haber abandonado las dulzuras de la contemplación, cuando me es dado observar que después de nuestras pláticas el irascible se torna dulce; el orgulloso, humilde; el pusilánime, esforzado, que los hijos pequeños del Señor se sirvan de mí como quieran, con tal que se salven. Si yo no perdono ningún trabajo por ellos, ellos me perdonarán mis faltas, y mi descanso más apetecido será saber que no temen importunarme en sus necesidades. Me prestaré a satisfacer sus deseos cuanto me fuere posible; y mientras tuviere un soplo de vida, serviré a mi Dios sirviéndolos a ellos con una caridad sin fingimiento.» San Francisco de Sales hacía lo propio: «Si alguno, aun cuando fuere de los más pequeños, se dirigía a él, tomaba el Santo la actitud de un inferior ante su superior, sin rechazar a nadie, no rehusando hablar ni escuchar y no dando la más pequeña muestra de disgusto, aunque tuviere que perder un tiempo precioso escuchando frivolidades. 

Su sentencia favorita era ésta: «Dios quiere esto de mí, ¿qué más necesito? En cuanto que ejecuto esta acción no estoy obligado a ejecutar otra. Nuestro centro es la voluntad de Dios, y fuera de El no hay sino turbación y desasosiego.» Santa Juana de Chantal asegura que en la abrumadora multitud de los negocios siempre se le veía unido a Dios, amando su santa voluntad igualmente en todas las cosas, y por este medio, las cosas amargas se le habían vuelto sabrosas.