ENCÍCLICA HUMANUM GENUS (P.P. LEON XIII) Sobre la Masonería
(1) El género
humano, después de apartarse miserablemente de Dios, creador y dador
de los bienes celestiales, por envidia del demonio, quedó dividido
en dos campos contrarios, de los cuales el uno combate sin descanso
por la verdad y la virtud, y el otro lucha por todo cuanto es
contrario a la virtud y a la verdad. El primer campo es el reino de
Dios en la tierra, es decir, la Iglesia verdadera de Jesucristo. Los
que quieren adherirse a ésta de corazón como conviene para su
salvación, necesitan entregarse al servicio de Dios y de su
unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad. El otro
campo es el reino de Satanás. Bajo su jurisdicción y poder se
encuentran todos lo que, siguiendo los funestos ejemplos de su
caudillo y de nuestros primeros padres, se niegan a obedecer a la ley
divina y eterna y emprenden multitud de obras prescindiendo de Dios o
combatiendo contra Dios. Con aguda visión ha descrito Agustín estos
dos reinos como dos ciudades de contrarias leyes y deseos, y con
sutil brevedad ha compendiado la causa eficiente de una y otra en
estas palabras: "Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de
sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el
amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad celestial".
Durante todos los siglos han estado luchando entre sí con diversas
armas y múltiples tácticas, aunque no siempre con el mismo ímpetu
y ardor. En nuestros días, todos los que favorecen el campo peor
parecen conspirar a una y pelear con la mayor vehemencia bajo la guía
y con el auxilio de la masonería, sociedad extensamente dilatada y
firmemente constituida por todas partes. No disimulan ya sus
propósitos. Se levantan con suma audacia contra la majestad de Dios.
Maquinan abiertamente la ruina de la santa Iglesia con el propósito
de despojar enteramente, si pudiesen, a los pueblos cristianos de los
beneficios que les ganó Jesucristo nuestro Salvador. Deplorando Nos
estos males, la caridad nos urge y obliga a clamar repetidamente a
Dios: Mira que bravean tus enemigos y yerguen la cabeza los que te
aborrecen. Tienden asechanzas a tu pueblo y se conjuran contra tus
protegidos. Dicen: "Ea, borrémoslos del número de las
naciones" (Ps.82).
(2) Ante un peligro tan inminente, en medio
de una guerra tan despiadada y tenaz contra el cristianismo, es
nuestro deber señalar el peligro, descubrir a los adversarios,
resistir en lo posible sus tácticas y propósitos, para que no
perezcan eternamente aquéllos cuya salvación nos está confiada, y
para que no sólo permanezca firme y entero el reino de Jesucristo,
cuya defensa Nos hemos tomado, sino que se dilate todavía con nuevos
aumentos por todo el orbe.
I. LA IGLESIA , FRENTE A LA MASONERIA
(3)
Nuestros antecesores los Romanos Pontífices, velando solícitamente
por la salvación del pueblo cristiano, conocieron la personalidad y
las intenciones de este capital enemigo tan pronto como comenzó a
salir de las tinieblas de su oculta conjuración. Los Romanos
Pontífices, previendo el futuro, dieron la señal de alarma frente
al peligro y advirtieron a los príncipes y a los pueblos para que no
se dejaran sorprender por las artimañas y las asechanzas preparadas
para engañarlos. El Papa Clemente XII, en 1738, fue el primero en
indicar el peligro. Benedicto XIV confirmó y renovó la Constitución
del anterior Pontífice. Pío VII siguió las huellas de ambos. Y
León XIII, incluyendo en su Constitución Apostólica Quo graviora
toda legislación dada en esta materia por los Papas anteriores, la
ratificó y confirmó para siempre. Pío VIII, Gregorio XVI y
reiteradamente Pío IX hablaron en el mismo sentido.
(4) En efecto,
tan pronto como una serie de indicios manifiestos -instrucción de
proceso, publicación de las leyes, ritos y anales masónicos, el
testimonio personal de muchos masones- evidenciaron la naturaleza y
los propósitos de la masonería, esta Sede Apostólica denunció y
proclamó abiertamente que la masonería, constituida contra todo
derecho divino y humano, era tan perniciosa para el Estado como para
la religión cristiana. Y amenazando con las penas más graves que
suele emplear la Iglesia contra los delincuentes, prohibió
terminantemente a todos inscribirse en esta sociedad. Los masones,
encolerizados por esta prohibición, pensaron que podrían evitar, o
debilitar al menos, en parte con el desprecio y en parte con las
calumnias, la fuerza de estas sentencias, y acusaron a los Sumos
Pontífices que las decretaron de haber procedido injustamente o de
haberse excedido en su competencia. De esta manera procuraron eludir
la grave autoridad de las Constituciones Apostólicas de Clemente
XII, Benedicto XIV, Pío VII y Pío IX. No faltaron, sin embargo,
dentro de la misma masonería quienes reconocieron, aun a pesar suyo,
que las disposiciones tomadas por los Romanos Pontífices estaban de
acuerdo con la doctrina y la disciplina de la Iglesia Católica. En
este punto muchos Príncipes y Jefes de Gobierno estuvieron de
acuerdo con los Papas, ya acusando a la masonería ante la Sede
Apostólica, ya condenándola por sí mismos, promulgando leyes a
este efecto. Así sucedió en Holanda, Austria, Suiza, España,
Baviera, Saboya y otros Estados de Italia.
(5) Pero lo más
importante es ver cómo la prudente previsión de nuestros
antecesores quedó confirmada con los sucesos posteriores. Porque sus
providentes y paternales medidas no siempre, ni en todas partes,
tuvieron el éxito deseado. Fracaso debido, unas veces, al
fingimiento astuto de los afiliados a la masonería, y otras veces, a
las inconsiderada ligereza de quienes tenían la grave obligación de
velar con diligencia en este asunto. Por esto, en el espacio de siglo
y medio la masonería ha alcanzado rápidamente un crecimiento
superior a todo lo que se podía esperar, e infiltrándose de una
manera audaz y dolosa en todos los órdenes del Estado, ha comenzado
a tener tanto poder, que casi parece haberse convertido en dueña de
los Estados. A este tan rápido y terrible progreso se ha seguido
sobre la Iglesia, sobre el poder de los príncipes y sobre la misma
salud pública la ruina prevista ya mucho antes por nuestros
antecesores. Porque hemos llegado a tal situación, que con razón
debemos temer grandemente por el futuro, no ciertamente por el futuro
de la Iglesia, cuyo fundamento es demasiado firme para que pueda ser
socavado por el solo esfuerzo humano, sino por el futuro de aquellas
naciones en las que ha logrado una influencia excesiva la secta de
que hablamos u otras semejantes que están unidas a ella como
satélites auxiliares.
(6) Por estas causas, tan pronto como llegamos
al gobierno de la Iglesia, comprendimos claramente la gran necesidad
de resistir todo lo posible a una calamidad tan grave, oponiéndole
para ello nuestra autoridad. Aprovechando repetidas veces la ocasión
que se nos presentaba, hemos expuesto algunos de los puntos
doctrinales más importantes que habían sufrido influjo mayor de los
perversos errores masónicos. Así, en nuestra Encíclica Quod
Apostolici muneris hemos demostrado con razones convincentes las
utópicas monstruosidades de los socialistas y de los comunistas. Más
tarde, en otra Encíclica, Arcanum, hemos defendido y explicado la
verdadera y genuina noción de la sociedad doméstica, cuya fuente y
origen es el matrimonio. Por último, en la Encíclica Diuturnum
hemos desarrollado la estructura del poder político, configurado
según los principios de la filosofía cristiana; estructura
maravillosamente coherente con la naturaleza de las cosas y con la
seguridad de los pueblos y de los gobernantes. Hoy, siguiendo el
ejemplo de nuestros predecesores, hemos decidido consagrar
directamente nuestra atención a la masonería en sí misma
considerada, su sistema doctrinal, sus propósitos, su manera de
sentir y de obrar, para iluminar con nueva y mayor luz su maléfica
fuerza e impedir así el contagio de tan mortal epidemia.
II. JUICIO
FUNDAMENTAL ACERCA DE LA MASONERIA
(7) Varias son las sectas que,
aunque diferentes en nombre, rito, forma y origen, al estar, sin
embargo, asociadas entre sí por la unidad de intenciones y la
identidad en sus principios fundamentales, concuerdan de hecho con la
masonería, que viene a ser como el punto de partida y el centro de
referencia de todas ellas. Estas sectas, aunque aparentan rechazar
todo ocultamiento y celebran sus reuniones a la vista de todo el
mundo y publican sus periódicos, sin embargo, examinando a fondo el
asunto, conservan la esencia y la conducta de las sociedades
clandestinas. Tienen muchas cosas envueltas en un misterioso secreto.
Y es ley fundamental de tales sociedades el diligente y cuidadoso
ocultamiento de estas cosas no sólo ante los extraños, sino incluso
ante muchos de sus mismos adeptos. Tales son, entre otras, las
finalidades últimas y más íntimas, las jerarquías supremas de
cada secta, ciertas reuniones íntimas y ocultas, los modos y medios
con que deben ser realizadas las decisiones adoptadas. A este fin se
dirigen la múltiple diversidad de derechos, obligaciones y cargos
existente entre los socios, la distinción establecida de órdenes y
grados y la severidad disciplinar con que se rigen. Los iniciados
tienen que prometer, más aún, de ordinario tienen que jurar
solemnemente, no descubrir nunca ni en modo alguno a sus compañeros,
sus signos, sus doctrinas. Así, con esta engañosa apariencia y con
un constante disimulo procuran con empeño los masones, como en otro
tiempo los maniqueos, ocultarse y no tener otros testigos que sus
propios con-militones. Buscan hábilmente la comodidad del
ocultamiento, usando el pretexto de la literatura y de la ciencia
como si fuesen personas que se reúnen para fines científicos.
Hablan continuamente de su afán por la civilización, de su amor por
las clases bajas. Afirman que su único deseo es mejorar la condición
de los pueblos y extender al mayor número posible de ciudadanos las
ventajas propias de la sociedad civil. Estos propósitos, aunque
fuesen verdaderos, no son, sin embargo, los únicos. Los afiliados
deben, además, dar palabra y garantías de ciega y absoluta
obediencia a sus jefes y maestros; deben estar preparados a la menor
señal e indicación de éstos para ejecutar sus órdenes; de no
hacerlo así, deben aceptar los más duros castigos, incluso la misma
muerte. De hecho, cuando la masonería juzga que algunos de sus
seguidores han traicionado el secreto o han desobedecido las órdenes
recibidas, no es raro que éstos reciban la muerte con tanta audacia
y destreza, que el asesino burla muy a menudo las pesquisas de la
policía y el castigo de la justicia. Ahora bien, esto de fingir y
querer esconderse, de obligar a los hombres, como esclavos, con un
fortísimo vínculo y sin causa suficientemente conocida, de valerse
para cualquier crimen de hombres sujetos al capricho de otros, de
armar a los asesinos procurándoles la impunidad de sus delitos, es
un crimen monstruoso, que la naturaleza no puede permitir. Por esto,
la razón y la misma verdad demuestran con evidencia que la sociedad
de que hablamos es contraria a la justicia y a la moral natural.
(8)
Afirmación reforzada por otros argumentos clarísimos, que ponen de
manifiesto esta contradicción de la masonería con la moral natural.
Porque por muy grande que sea la astucia de los hombres para
ocultarse, por muy excesiva que sea su costumbre de mentir, es
imposible que no aparezca de algún modo en los efectos la naturaleza
de la causa. No puede árbol bueno dar malos frutos, ni árbol malo
dar frutos buenos (Mt.7,8). Los frutos de la masonería son frutos
venenosos y llenos de amargura. Porque de los certísimos indicios
que antes hemos mencionado, brota el último y principal de los
intentos masónicos; a saber: la destrucción radical de todo el
orden religioso y civil establecido por el cristianismo, y la
creación, a su arbitrio, de otro orden nuevo con fundamentos y leyes
tomados de la entraña misma del naturalismo.
(9) Todo lo que hemos
dicho hasta aquí, y lo que diremos en adelante, debe entenderse de
la masonería considerada en sí misma y como centro de todas las
demás sectas unidas y confederadas con ella, pero no debe entenderse
de cada uno de sus seguidores. Puede haber, en efecto, entre sus
afiliados no pocas personas que, aunque culpables por haber ingresado
en estas sociedades, no participan, sin embargo, por sí mismos en
los crímenes de las sectas e ignoran los últimos intentos de éstas.
De la misma manera, entre las asociaciones unidas a la masonería,
algunas tal vez no aprueban en modo alguno ciertas conclusiones
extremas, que sería lógico abrazar como consecuencias necesarias de
principios comunes, si no fuese por el horror que causa su misma
monstruosidad. Igualmente algunas asociaciones, por circunstancias de
tiempo y lugar, no se atreven a ejecutar todo lo que querrían hacer
y otras suelen realizar; no por esto, sin embargo, deben ser
consideradas como ajenas a la unión masónica, porque esta unión
masónica debe ser juzgada, más que por los hechos y realizaciones
que lleva a cabo, por el conjunto de principios que profesa.