Lo que Nuestro Señor es para todos sus fieles en general, lo que ha hecho por todos, esto es y hace también para cada uno en particular.
Cada uno de nosotros es, por decirlo así, el mundo compendiado de Jesús, el compendio de su Iglesia, de su creación natural y sobrenatural. Por tanto puedo resumir en dos palabras lo que el Hijo de Dios hace por mí, lo que hace por cada uno de nosotros individualmente, á saber: me saca de un abismo de males, y abre ante mi fidelidad un mundo de bienes y de felicidades sin fin.
Por el pecado original nací en un estado de degradación y de muerte, cuyo horror ni aun puede concebir mi entendimiento: era hijo de ira, según la terrible expresión de la Escritura;, era enemigo de mi Dios y objeto de su maldición. Estaba excomulgado por la Santísima Trinidad, anatematizado por el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, separado de la compañía de los Ángeles, desterrado de la casa de mi Padre celestial, excluido del Paraíso, privado de ver a Dios. Estaba perdido sin remedio.
Estaba en pecado, es decir, en el mal de los males, en la causa única de todos los males que desoían la tierra y el infierno, el tiempo y la eternidad. ¡Oh qué sima es el pecado! Sin ser infinito en la criatura que le comete y que no es capaz de lo infinito, es sin embargo en sí mismo un mal verdaderamente infinito, porque viola la santidad de Dios, que es infinita; porque ofende a una majestad, a una bondad, a un poder, a una sabiduría infinitas; y por esto merece en estricta justicia una pena infinita, al menos en cuanto a la duración.
Para expiarle digna y plenamente, es necesaria una víctima de una dignidad infinita, esto es, divina. Au-n O 1 ’ cuando todos los Angeles, todos los Serafines y todas las Virtudes de los cielos llegaran á encarnarse, y á sufrir, y á morir; aún cuando todos los Santos, desde el principio hasta el fin del mundo, juntaran sus méritos, sus oraciones, sus penitencias, sus lágrimas, sus buenas obras; aun cuando todos derramáran hasta la última gota de su sangre; aun cuando ¡oh prodigio! la santísima é inmaculada Virgen María ofreciera á Dios los inefables méritos de su vida y de su muerte, el abismo del pecado permanecería siempre abierto, sin que pudiese llenarse el lado por donde es infinito con los esfuerzos de ninguna criatura.
El abismo del pecado no es otro, en efecto, que el abismo del infierno. Luego, si mi Salvador en su infinita misericordia y bondad, sea mil veces bendito, no se hubiese hecho hombro para venir á salvarme; si no hubiese llorado y sufrido por mí miserable; si su divino sacrificio no me hubiese rescatado de la muerte, y muerte eterna, ninguna criatura, ni en el cielo ni en la tierra, hubiera podido sacarme del abismo del pecado, ni librarme de la muerte y del anatema, ni aun refrigerarme por medio de aquella gota de agua que el rico avariento (tipo del condenado) pide en vano hace tanto tiempo. No obstante, por una dicha incomprensible, me encuentro fuer^ de ese. abismo de infidelidad; y ¿á quién lo debo? ¿á quién? ¡Oh Jesús! Vos lo sabéis ¡sólo á Vos! Sí, vuestro amor infinito, vuestro sagrado Corazón, órgano y foco de este amor; la bondad inmensa, la infinita misericordia y el amor incomparable de vuestro Corazón son los nue me han salvado! Esas llamas sagradas me han dado la vida y han apagado las llamas de mi horrible infierno. Y esto lo habéis hecho gratuitamente, y más que gratuitamente, pues me encontraba ante Vos, no sólo desnudo de todo mérito, sino como un réprobo, asqueroso, horrible y hediondo. ¡Qué gracia la vuestra, Dios mío! ¡Qué misterio de amor! ' Y lo que Jesucristo ha hecho por mí al admitirme al Bautismo, lo ha renovado sobreabundantemente mil y mil veces, lo renueva incesantemente en el sacramento de la Penitencia, perdonándome siempre; sí, siempre, siempre; perdonándomelo todo, sin cansarme nunca, ¡ah! sin saber vengarse más que con el perdón.
Esto ha hecho por mí el Corazón de mi Jesús. «¿Qué le daré en acción de gracias? Tomaré el cáliz de salud,»1 y ofreceré á mi celeste Bienhechor un sacrificio digno de El. Orando un día Santa Teresa delante del Santísimo Sacramento, se encontraba como agobiada por el peso de las misericordias divinas, y experimentaba grande angustia por no poder agradecerlas como convenía. Entonces salió una voz del Tabernáculo, que le dijo: «Manda celebrar una misa; esto basta.» También yo tomaré, para otrecérosla en acciones de gracias infinitas, la sangre de ese mismo Sacrificio que me ha redimido y salvado. Recibidla, Señor Jesús, como recibisteis en el seno de vuestro Padre el sacrificio de Abel, y no permitáis que pierda jamás por mi infidelidad el fruto de vuestra pasión y muerte.