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jueves, 19 de agosto de 2021

EL SANTO ABANDONO ( Capitulo 2. Fundamentos del Santo Abandono)

 



1. EL DESASIMIENTO

La condición previa de una perfecta conformidad es el

perfecto desasimiento. Porque si nuestra voluntad tiene

intensas aficiones, si se encuentra pegada y como clavada, no

se dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la

de Dios. Por poco apegada que esté, pondrá resistencia,

habrá violencias y desgarramientos inevitables y estaremos

muy distanciados de una conformidad pronta y fácil, y más

distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos

razones: 

1ª El Santo Abandono es una total unión, una

especie de conformidad de nuestra voluntad con la de Dios,

hasta el punto de estar nosotros dispuestos de antemano a

todo lo que Dios quiera y a recibir con amor todo cuando haga.

Antes del acontecimiento es una espera tranquila y confiada;

después del acontecimiento es la sumisión amorosa y filial.


Por aquí se verá qué profundo desasimiento supone. Y 2ª,

este desasimiento ha de ser tan universal como profundo,

porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con

buena salud, en las consolaciones o en las pruebas de la

piedad, estimados o despreciados, amados u odiados? Siendo

Él el Soberano Dueño, tiene absoluto derecho para disponer

de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá probamos en

los bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la

opinión, como El quiera, sin consultamos, casi siempre de un

modo imprevisto. 


Es necesario, pues, que nuestra voluntad, si

ha de conservarse en disposición de recibir todos los quereres divinos, esté constantemente desasida de todos estos géneros

de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y

amigos, desasida de la salud, del reposo, del bienestar, de sus

propios quereres, de la ciencia, de las consolaciones,

desasida de la estima y del cariño de los demás. En todas

estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por

completo desprendida, no buscando sino a Dios y su

santísima voluntad.


De esta suerte, el beneplácito divino, que podrá

manifestarse hasta de un modo imprevisto y bajo cualquier

forma, será recibido sin dificultad y de todo corazón. El que

desea llegar al Santo Abandono ha de tener, pues, en grande

aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea su

nombre: abnegación, renuncia, espíritu de sacrificio, amor de

la cruz. En esto deberá ejercitarse lo más que pueda con

perseverancia infatigable, a fin de llegar por este medio al

perfecto desasimiento y conservarse en él para siempre.


Porque dice con mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería

sin la mortificación tratar de conseguir la indiferencia, puesto

que por la sola mortificación o por la mortificación sobre todo,

puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.» Mas con no

menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es pequeña la

dificultad de añadir a la observancia de los preceptos el

desprecio voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores;

aún es más difícil juntar a esto el desprecio de la reputación y

toda gloria; mucho más difícil todavía, no hacer caso alguno

de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad. Empero, lo más

dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios los

dones sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales,

las virtudes, la gracia, en fin, y la gloria.» Así, pues, el camino

que conduce al Santo Abandono es largo y muy penoso. He

aquí por qué sean tan escasas las almas que llegan a estas

alturas y tan numerosas, al contrario, las que se quedan en los

grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple

resignación. 


Querrían el abandono perfecto, pero sin pagar lo

que éste vale. Dios no pide sino que llenemos con sus dones

los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace bastante el

vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la

feliz expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco de Sales:

 «Cuando se le preguntaba dónde había encontrado

a Dios, decía allí donde me dejé a mí mismo; y allí donde me

encontré a mi mismo, perdí a Dios.»


Mas, entre todas las formas de renunciamiento, séanos

permitido señalar dos de las más difíciles, a la vez que de las

más indispensables: la obediencia y la humildad. ¿No son el

aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad el

postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el

supremo obstáculo a los progresos y a la paz del alma?


Cuando todo lo demás se ha sacrificado, incluso los bienes

exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta

frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la

voluntad propia. Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de

ser completa, hacer un llamamiento a la obediencia y a la

humildad, dos virtudes hermanas que no quieren estar

separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo

perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer

siempre y en todo, a abrazar la paciencia acallando a la

naturaleza en las cosas duras, en las contrariedades y

humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho

en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo

cuanto se le ordena como un obrero malo e indigno, y llega

hasta llamarse y sinceramente creerse en lo intimo de su

corazón el último y más vil de todos.


Las almas bien cimentadas en la obediencia y en la

humildad, evitarán por este medio muchos tropiezos que

provienen de la falta de virtud. A pesar de todo, el sufrimiento

llegará con frecuencia a alcanzarlas y ciertamente no serán

insensibles a él, pero estarán dispuestas a dispensarle una

buena acogida y su misma humildad las inclinará al perfecto

abandono. En el sentimiento siempre vivo de sus pecados

como almas humildes y puras, rinden homenaje a la Justicia

infinita que reclama lo que se le debe; y aceptan agradecidas

el castigo de sus faltas. A cada prueba que se les presenta

dicen: Yo debo sufrir para expiar. Gracias, Dios mío, no es aún

todo lo que he merecido, y si no temieran su debilidad,

añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme siempre para que yo

satisfaga vuestra Justicia.»


O bien, considerando las malas inclinaciones que les quedan,

 y viendo que cosa de tan poca monta basta para

turbarlas, sienten una urgente necesidad de sufrir y de ser

humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión de morir a

sí mismas. A veces, olvidando su propia pena y no pensando

sino en la que han causado a Dios, le dicen, como Gemma

Galgani: « Pobre Jesús, os he ofendido demasiado...

sosegaos, sosegaos y volved a mí.» O con otra alma

generosa: « Lo que es más penoso que todos los tormentos

interiores, lo que es una verdadera tortura, es la ofensa

inferida al objeto amado, el dolor que yo le he causado.»


A pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas,

llenas de luz, se consideran muy indignas de comparecer ante

la infinita Santidad, y en su ardiente deseo de agradarla

aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas. De aquí

se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al

Santo Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la

obediencia y en la humildad, se rodea por esta causa de

dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada para

darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los

hombres, a menos de sentir que la tiene bien merecida y que

la necesita el alma, adopta la posición de quien no es

comprendido, toma modales de víctima, la rehúye o se enoja,

llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen

pruebas. A este propósito, se podría decir que la humildad es

tan necesaria al alma colmada de gracias como el agua lo es

a la flor. Para que se desarrolle y se conserve fresca y

hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la

humildad y que se bañe continuamente en esta agua

bienhechora. Si tan sólo tuviera los ardores del sol, pronto se

secaría, se marchitaría y caería al fin.


Santa Teresita del Niño Jesús preconiza un camino de

infancia espiritual todo amor y confianza, tomando, como no

podía menos, por base la humildad. Su práctica y sus

lecciones pueden resumirse en estas palabras: amar a Dios y

ofrecerle muchos pequeños sacrificios, abandonarse en sus

brazos como un niño, y en este obedecer como un niño ser

humilde como un niño. Se hace con este fin la sirvienta de sus

hermanas, se esfuerza por obedecer a todas sin distinción, y

no abriga otro temor que el de conservar su voluntad. Se propone no

elevarse por el orgullo, sino permanecer siempre

pequeña por la humildad, tan pequeña que nadie piense en

ella, que todas la puedan poner bajo los pies y que el divino

Niño la trate como a juguete sin valor. ¡Qué muerte a si

misma, qué humildad, sobre todo, se necesita para llegar a

esto! No es de extrañar que Dios glorifique a un alma tan

humilde y tan generosa, haciéndola la gran taumaturga de

nuestros días.


Monseñor Gay, hablando de esta infancia espiritual había

dicho: «¡Qué perfecta es! Lo es más que el amor de los

sufrimientos, pues nada inmola tanto al hombre como ser

sincera y tranquilamente pequeño. El orgullo es el primero de

los pecados capitales: es el fondo de toda concupiscencia y la

esencia del veneno que la antigua serpiente ha inoculado en

el mundo. El espíritu de infancia lo mata más eficazmente que

el espíritu de penitencia. El hombre vuelve a hallarse a si

mismo fácilmente cuando lucha con el dolor, pudiendo creerse

allí grande y admirarse a si mismo; si es verdadera mente niño

el amor propio se desespera... Pensad este fruto de la santa

infancia, no extraeréis otra cosa que el abandono. Un niño se

entrega sin defensa y se abandona sin oponer resistencia.


¿Qué sabe? ¿Qué puede? ¿Qué entiende? ¿Qué pretende

saber, entender o poder? Es un ser al que se domina por

completo; por eso, ¡con qué precaución se le trata y cuántas y

qué caricias se le hacen! ¿Obramos de esta suerte con los

que se guían por sus propias luces?»