1. EL DESASIMIENTO
La condición previa de una perfecta conformidad es el
perfecto desasimiento. Porque si nuestra voluntad tiene
intensas aficiones, si se encuentra pegada y como clavada, no
se dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la
de Dios. Por poco apegada que esté, pondrá resistencia,
habrá violencias y desgarramientos inevitables y estaremos
muy distanciados de una conformidad pronta y fácil, y más
distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos
razones:
1ª El Santo Abandono es una total unión, una
especie de conformidad de nuestra voluntad con la de Dios,
hasta el punto de estar nosotros dispuestos de antemano a
todo lo que Dios quiera y a recibir con amor todo cuando haga.
Antes del acontecimiento es una espera tranquila y confiada;
después del acontecimiento es la sumisión amorosa y filial.
Por aquí se verá qué profundo desasimiento supone. Y 2ª,
este desasimiento ha de ser tan universal como profundo,
porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con
buena salud, en las consolaciones o en las pruebas de la
piedad, estimados o despreciados, amados u odiados? Siendo
Él el Soberano Dueño, tiene absoluto derecho para disponer
de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá probamos en
los bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la
opinión, como El quiera, sin consultamos, casi siempre de un
modo imprevisto.
Es necesario, pues, que nuestra voluntad, si
ha de conservarse en disposición de recibir todos los quereres divinos, esté constantemente desasida de todos estos géneros
de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y
amigos, desasida de la salud, del reposo, del bienestar, de sus
propios quereres, de la ciencia, de las consolaciones,
desasida de la estima y del cariño de los demás. En todas
estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por
completo desprendida, no buscando sino a Dios y su
santísima voluntad.
De esta suerte, el beneplácito divino, que podrá
manifestarse hasta de un modo imprevisto y bajo cualquier
forma, será recibido sin dificultad y de todo corazón. El que
desea llegar al Santo Abandono ha de tener, pues, en grande
aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea su
nombre: abnegación, renuncia, espíritu de sacrificio, amor de
la cruz. En esto deberá ejercitarse lo más que pueda con
perseverancia infatigable, a fin de llegar por este medio al
perfecto desasimiento y conservarse en él para siempre.
Porque dice con mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería
sin la mortificación tratar de conseguir la indiferencia, puesto
que por la sola mortificación o por la mortificación sobre todo,
puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.» Mas con no
menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es pequeña la
dificultad de añadir a la observancia de los preceptos el
desprecio voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores;
aún es más difícil juntar a esto el desprecio de la reputación y
toda gloria; mucho más difícil todavía, no hacer caso alguno
de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad. Empero, lo más
dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios los
dones sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales,
las virtudes, la gracia, en fin, y la gloria.» Así, pues, el camino
que conduce al Santo Abandono es largo y muy penoso. He
aquí por qué sean tan escasas las almas que llegan a estas
alturas y tan numerosas, al contrario, las que se quedan en los
grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple
resignación.
Querrían el abandono perfecto, pero sin pagar lo
que éste vale. Dios no pide sino que llenemos con sus dones
los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace bastante el
vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la
feliz expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco de Sales:
«Cuando se le preguntaba dónde había encontrado
a Dios, decía allí donde me dejé a mí mismo; y allí donde me
encontré a mi mismo, perdí a Dios.»
Mas, entre todas las formas de renunciamiento, séanos
permitido señalar dos de las más difíciles, a la vez que de las
más indispensables: la obediencia y la humildad. ¿No son el
aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad el
postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el
supremo obstáculo a los progresos y a la paz del alma?
Cuando todo lo demás se ha sacrificado, incluso los bienes
exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta
frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la
voluntad propia. Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de
ser completa, hacer un llamamiento a la obediencia y a la
humildad, dos virtudes hermanas que no quieren estar
separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo
perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer
siempre y en todo, a abrazar la paciencia acallando a la
naturaleza en las cosas duras, en las contrariedades y
humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho
en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo
cuanto se le ordena como un obrero malo e indigno, y llega
hasta llamarse y sinceramente creerse en lo intimo de su
corazón el último y más vil de todos.
Las almas bien cimentadas en la obediencia y en la
humildad, evitarán por este medio muchos tropiezos que
provienen de la falta de virtud. A pesar de todo, el sufrimiento
llegará con frecuencia a alcanzarlas y ciertamente no serán
insensibles a él, pero estarán dispuestas a dispensarle una
buena acogida y su misma humildad las inclinará al perfecto
abandono. En el sentimiento siempre vivo de sus pecados
como almas humildes y puras, rinden homenaje a la Justicia
infinita que reclama lo que se le debe; y aceptan agradecidas
el castigo de sus faltas. A cada prueba que se les presenta
dicen: Yo debo sufrir para expiar. Gracias, Dios mío, no es aún
todo lo que he merecido, y si no temieran su debilidad,
añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme siempre para que yo
satisfaga vuestra Justicia.»
O bien, considerando las malas inclinaciones que les quedan,
y viendo que cosa de tan poca monta basta para
turbarlas, sienten una urgente necesidad de sufrir y de ser
humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión de morir a
sí mismas. A veces, olvidando su propia pena y no pensando
sino en la que han causado a Dios, le dicen, como Gemma
Galgani: « Pobre Jesús, os he ofendido demasiado...
sosegaos, sosegaos y volved a mí.» O con otra alma
generosa: « Lo que es más penoso que todos los tormentos
interiores, lo que es una verdadera tortura, es la ofensa
inferida al objeto amado, el dolor que yo le he causado.»
A pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas,
llenas de luz, se consideran muy indignas de comparecer ante
la infinita Santidad, y en su ardiente deseo de agradarla
aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas. De aquí
se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al
Santo Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la
obediencia y en la humildad, se rodea por esta causa de
dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada para
darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los
hombres, a menos de sentir que la tiene bien merecida y que
la necesita el alma, adopta la posición de quien no es
comprendido, toma modales de víctima, la rehúye o se enoja,
llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen
pruebas. A este propósito, se podría decir que la humildad es
tan necesaria al alma colmada de gracias como el agua lo es
a la flor. Para que se desarrolle y se conserve fresca y
hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la
humildad y que se bañe continuamente en esta agua
bienhechora. Si tan sólo tuviera los ardores del sol, pronto se
secaría, se marchitaría y caería al fin.
Santa Teresita del Niño Jesús preconiza un camino de
infancia espiritual todo amor y confianza, tomando, como no
podía menos, por base la humildad. Su práctica y sus
lecciones pueden resumirse en estas palabras: amar a Dios y
ofrecerle muchos pequeños sacrificios, abandonarse en sus
brazos como un niño, y en este obedecer como un niño ser
humilde como un niño. Se hace con este fin la sirvienta de sus
hermanas, se esfuerza por obedecer a todas sin distinción, y
no abriga otro temor que el de conservar su voluntad. Se propone no
elevarse por el orgullo, sino permanecer siempre
pequeña por la humildad, tan pequeña que nadie piense en
ella, que todas la puedan poner bajo los pies y que el divino
Niño la trate como a juguete sin valor. ¡Qué muerte a si
misma, qué humildad, sobre todo, se necesita para llegar a
esto! No es de extrañar que Dios glorifique a un alma tan
humilde y tan generosa, haciéndola la gran taumaturga de
nuestros días.
Monseñor Gay, hablando de esta infancia espiritual había
dicho: «¡Qué perfecta es! Lo es más que el amor de los
sufrimientos, pues nada inmola tanto al hombre como ser
sincera y tranquilamente pequeño. El orgullo es el primero de
los pecados capitales: es el fondo de toda concupiscencia y la
esencia del veneno que la antigua serpiente ha inoculado en
el mundo. El espíritu de infancia lo mata más eficazmente que
el espíritu de penitencia. El hombre vuelve a hallarse a si
mismo fácilmente cuando lucha con el dolor, pudiendo creerse
allí grande y admirarse a si mismo; si es verdadera mente niño
el amor propio se desespera... Pensad este fruto de la santa
infancia, no extraeréis otra cosa que el abandono. Un niño se
entrega sin defensa y se abandona sin oponer resistencia.
¿Qué sabe? ¿Qué puede? ¿Qué entiende? ¿Qué pretende
saber, entender o poder? Es un ser al que se domina por
completo; por eso, ¡con qué precaución se le trata y cuántas y
qué caricias se le hacen! ¿Obramos de esta suerte con los
que se guían por sus propias luces?»