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lunes, 25 de enero de 2021

EL SANTO ABANDONO (3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA)

 


CAPITULO 1

CAPITULO 2

3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA

Dejamos ya establecido que la voluntad de Dios, tomada

en general, es la sola regla suprema, y que se avanzará en

perfección a medida que el alma se conforme con ella. Bajo

cualquier forma en que llegue hasta nosotros, sea como

voluntad significada o de beneplácito, es siempre la voluntad

de Dios, igualmente santa y adorable. La obra, pues, de

nuestra santificación implica la fidelidad a una y a otra. Sin

embargo, dejando por el momento a un lado el beneplácito

divino, querríamos hacer resaltar la importancia y necesidad

de adherirnos de todo corazón y durante toda nuestra

existencia a la voluntad significada, haciendo de ella el fondo

mismo de nuestro trabajo. Al fin de este capítulo daremos la

razón de nuestra insistencia sobre una verdad que parece

evidente.


La voluntad de Dios significada entraña, en primer lugar,

los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y nuestros deberes

de estado. Estos deben ser, ante todo, el objeto de nuestra

continua y vigilante fidelidad, pues son la base de la vida

espiritual; quitadla y veréis desplomarse todo el edificio.

«Teme a Dios -dice el Sabio-, y guarda sus mandamientos,

porque esto es el todo del hombre». Podrá alguien figurarse

que las obras que sobrepasan el deber santifican más que las

de obligación, pero nada más falso. Santo Tomás enseña que

la perfección consiste, ante todo, en el fiel cumplimiento de la

ley. Por otra parte, Dios no podría aceptar favorablemente

nuestras obras supererogatorias, ejecutadas con detrimento

del deber, es decir, sustituyendo su voluntad por la nuestra.

La voluntad significada abraza, en segundo lugar, los

consejos. Cuando más los sigamos en conformidad con

nuestra vocación y nuestra condición, más semejantes nos

harán a nuestro divino Maestro, que es ahora nuestro amigo y

el Esposo de nuestras almas y que ha de ser un día nuestro

Soberano Juez. Ellos nos harán practicar las virtudes más

agradables a su divino corazón, tales como la dulzura, y la

humildad, la obediencia de espíritu y de voluntad, la castidad

virginal, la pobreza voluntaria, el perfecto desasimiento, la

abnegación llevada hasta el sacrificio y olvido de nosotros

mismos; en ellos también encontraremos el consiguiente

tesoro de méritos y santidad. Observándolos con fidelidad

apartaremos los principales obstáculos al fervor de la caridad,

los peligros que amenazan su existencia; en una palabra, los

consejos son el antemural de los preceptos. Según la

expresión original de José de Maistre:


 «Lo que basta no basta.

El que quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto lo que

no lo está; el que no hace sino lo estrictamente obligatorio,

bien pronto no lo hará completamente.»


La voluntad significada abraza por último las inspiraciones

de la gracia. «Estas inspiraciones son rayos divinos que

proyectan en las almas luz y calor para mostrarles el bien y

animarlas a practicarlo; son prendas de la divina predilección

con infinita variedad de formas; son sucesivamente y según

las circunstancias, atractivos, impulsos, reprensiones,

remordimientos, temores saludables, suavidades celestiales,

arranques del corazón, dulces y fuertes invitaciones al

ejercicio de alguna virtud. Las almas puras e interiores reciben

con frecuencia estas divinas inspiraciones, y conviene mucho

que las sigan con reconocimiento y fidelidad.» ¡ Es tan valioso

el apoyo que nos prestan! ¡Con cuánta razón decía el Apóstol:

«No extingáis el espíritu» , es decir, no rechacéis los piadosos

movimientos que la gracia imprime a vuestro corazón!

¿Necesitaremos añadir que la voluntad significada nos

mandará, nos aconsejará, nos inspirará durante todo el curso

de nuestra vida? Siempre tendremos que respetar la autoridad

de Dios, pues nunca seremos tan ricos que podamos creernos

con derecho a desechar los tesoros que su voluntad nos haya

de proporcionar. Guardar con fidelidad la voluntad significada

es nuestro medio ordinario de reprimir la naturaleza y cultivar

las virtudes; por que la naturaleza nunca muere, y nuestras

virtudes pueden acrecentarse sin cesar. Aunque mil años

viviéramos y todos ellos los pasáramos en una labor asidua,

nunca llegaríamos a parecernos en todo a Nuestro Señor y ser

perfectos como nuestro Padre celestial.

No debemos omitir que para un religioso sus votos, sus

Reglas y la acción de los Superiores constituyen la principal

expresión de la voluntad significada, el deber de toda la vida y

el camino de la santidad.




Nuestras Reglas son guía absolutamente segura. La vida

religiosa «es una escuela del servicio divino», escuela

incomparable en la que Dios mismo, haciéndose nuestro

Maestro, nos instruye, nos modela, nos manifiesta su voluntad

para cada instante, nos explica hasta los menores detalles de

su servicio. El es quien nos asigna nuestras obras de

penitencia, nuestros ejercicios de contemplación, las mil

observancias con que quiere practiquemos la religión, la

humildad, la caridad fraterna y demás virtudes; nos indica

hasta las disposiciones íntimas que harán nuestra obediencia

dulce a Dios, fructuosa para nosotros. Esto supuesto, ¿qué

necesidad tenemos -dice San Francisco de Sales- que Dios

nos revele su voluntad por secretas inspiraciones, por visiones

y éxtasis? Tenemos una luz mucho más segura, «el amable y

común camino de una santa sumisión a la dirección así de las

Reglas como de los Superiores. »«En verdad que sois

dichosas, hijas mías -dice en otra parte-, en comparación con

los que estamos en el mundo. Cuando nosotros preguntamos

por el camino, quién nos dice: a la derecha; quién, a la

izquierda; y, en definitiva, muchas veces nos engañan. En

cambio vosotras no tenéis sino dejaros conducir,

permaneciendo tranquilamente en la barca. Vais por buen

derrotero; no hayáis miedo. La divina brújula es Nuestro

Señor; la barca son vuestras Reglas; los que la conducen son

los Superiores que, casi siempre, os dicen: Caminad por la

perpetua observancia de vuestras Reglas y llegaréis

felizmente a Dios. Bueno es, me diréis, caminar por las

Reglas; pero es camino general y Dios nos llama mediante

atractivos particulares; que no todas somos conducidas por el

mismo camino. -Tenéis razón al explicaros así; pero también

es cierto que, si este atractivo viene de Dios, os ha de

conducir a la obediencia».


Nuestras Reglas son el medio principal y ordinario de

nuestra purificación. La obediencia, en efecto, nos despega y

purifica por las mil renuncias que impone y más aún por la

abnegación del juicio y de la voluntad propia que, según San

Alfonso, son la ruina de las virtudes, la fuente de todos los

males, la única puerta del pecado y de la imperfección, un

demonio de la peor ralea, el arma favorita del tentador contra

los religiosos, el verdugo de sus esclavos, un infierno

anticipado. Toda la perfección del religioso consiste, según

San Buenaventura, en la renuncia de la propia voluntad; que

es de tal valor y mérito, que se equipara al martirio; pues si el

hacha del verdugo hace rodar por tierra la cabeza de la

víctima, la espada de la obediencia inmola a Dios la voluntad

que es la cabeza del alma.»


Nuestras Reglas son mina inagotable para el cielo, y

verdadera riqueza de la vida religiosa. Contra la obediencia,

en efecto, no hay sino pecado e imperfección; sin ella, los

actos más excelentes desmerecen; con ella lo que no está

prohibido llega a ser virtud, lo bueno se hace mejor. «Introduce

en el alma todas las virtudes, y una vez introducidas las

conserva», multiplica los actos del espíritu, santificando todos

los momentos de nuestra vida; nada deja a la naturaleza, sino

todo lo da a Dios. El divino Maestro, según la bella expresión

de San Bernardo, «ha hecho tan gran estima de esta virtud,

que se hizo obediente hasta la muerte, queriendo antes perder

la vida que la obediencia». Por eso todos los santos la han

ensalzado a porfía y han cultivado con ardiente celo esta

preciosa virtud tan amada de Nuestro Señor. El Abad Juan

podía decir, momentos antes de presentarse a Dios, que él

jamás había hecho la voluntad propia. San Dositeo, que no

podía practicar las duras abstinencias del desierto, fue con

todo elevado a un muy alto grado de gloria después de solos

cinco años de perfecta obediencia. San José de Calasanz

llamaba a la religiosa obediente, piedra preciosa del

Monasterio. La obediencia regular era para Santa María

Magdalena de Pazzis el camino más recto de la salvación

eterna y de la santidad. San Alfonso añade: 


«Es el único

camino que existe en la religión para llegar a la salvación y a

la santidad, y tan único, que no hay otro que pueda conducir a

ese término... Lo que diferencia a las religiosas perfectas de

las imperfectas, es sobre todo la obediencia.» 


Y según San

Doroteo, «cuando viereis un solitario que se aparta de su

estado y cae en faltas considerables, persuadíos de que

semejante desgracia le acontece por haberse constituido guía

de sí mismo. Nada, en efecto, hay tan perjudicial y peligroso

como seguir el propio parecer y conducirse por propias

luces» .


«La suma perfección -dice Santa Teresa- claro es que no

está en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni en

visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra

voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa

entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra

voluntad y tan alegremente tomemos lo amargo como lo

sabroso, entendiendo que lo quiere su Majestad.» De ello

ofrece la santa diversas razones; después añade: «Yo creo

que, como el demonio ve que no hay camino que más presto

llegue a la suma perfección que el de la obediencia, pone

tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien.» La

santa conoció personas sobrecargadas por la obediencia de

multitud de ocupaciones y asuntos, y, volviéndolas a ver

después de muchos años, las hallaba tan adelantadas en los

caminos de Dios que quedaba maravillada. « ¡ Oh dichosa

obediencia y distracción por ella, que tanto pudo alcanzar!» .

San Francisco de Sales abunda en el mismo sentir: «En

cuanto a las almas que, ardientemente ganosas de su

adelantamiento, quisieran aventajar a todas las demás en la

virtud, harían mucho mejor con sólo seguir a la comunidad y

observar bien sus Reglas; pues no hay otro camino para llegar

a Dios.» Era Santa Gertrudis de complexión débil y enfermiza,

por lo que su superiora la trataba con mayor suavidad que a

las demás, no permitiéndole las austeridades regulares.

«¿Qué diréis que hacía la pobrecita para llegar a ser santa?

Someterse humildemente a su Madre, nada más; y por más

que su fervor la impulsase a desear todo cuanto las otras

hacían, ninguna muestra daba, sin embargo, de tener tales

deseos. Cuando le mandaban retirarse a descansar, hacíalo

sencillamente y sin replicar; bien segura de que tan bien

gozaría de la presencia de su Esposo en la celda como si se

encontrara en el coro con sus compañeras. Jesucristo reveló a

Santa Matilde que si le querían hallar en esta vida le buscasen

primero en el Augusto Sacramento del Altar, después en el

corazón de Gertrudis.» Cita el piadoso doctor otros ejemplos y

luego añade: «Necesario es imitar a estos santos religiosos,

aplicándonos humilde y fervorosamente a lo que Dios pide de

nosotros y conforme a nuestra vocación, y no juzgando poder

encontrar otro medio de perfección mejor que éste» .


«Y a la verdad, siendo Dios mismo quien nos ha escogido

nuestro estado de vida y los medios de santificarnos, nada

puede ser mejor ni aun bueno para nosotros, fuera de esta

elección suya. Santa fue por cierto la ocupación de Marta, dice

un ilustre Fundador; santa también la contemplación de

Magdalena, no menos que la penitencia y las lágrimas con

que lavó los pies del Salvador; empero todas estas acciones,

para ser meritorias, hubieron de ejecutarse en Betania, es

decir, en la casa de la obediencia, según la etimología de esta

palabra; como si Nuestro Señor, según observa San Bernardo,

hubiera querido enseñarnos con esto que, ni el celo de las

buenas obras, ni la dulzura en la contemplación de las cosas

divinas, ni las lágrimas de la penitencia le hubiesen podido ser

agradables fuera de Betania» .


La obediencia a la voluntad de Dios significada es, por

consiguiente, el medio normal para llegar a la perfección. Y no

es que queramos desestimar, ni mucho menos, la sumisión a

la voluntad de beneplácito, antes proclamamos su alta

importancia y su influencia decisiva. Pues Dios con esa su

voluntad nos depara y escoge los acontecimientos en vista de

nuestras particulares necesidades, prestando de esta manera

a la acción benéfica de nuestras reglas un apoyo siempre

utilísimo y a veces un complemento necesario; apoyo y

complemento tanto más precioso cuanto nos es más personal,

al contrario de las prescripciones de nuestras reglas, que por

fuerza han de ser generales. Sin embargo, no es menos cierto

que la obediencia a la voluntad significada sigue siendo, en

medio de los sucesos accidentales y variables, el medio fijo y

regular, la tarea de todos los días y de cada instante. Por ella

es preciso comenzar, por ella continuar y por ella concluir.

Hemos juzgado conveniente recordar esta verdad capital al

principio de nuestro estudio, a fin de que los justos elogios que

han de tributarse al Santo Abandono no exciten a nadie a

seguirle con celo exclusivo, como si él fuera la vía única y

completa. Forma, a no dudarlo, una parte importante del

camino, pero jamás podrá constituir la totalidad. De otra

suerte, ¿para qué guardamos la obediencia? Al descuidaría

nos perjudicaríamos enormemente, sobre todo si se atiende a

que durante todo el día, desde que el religioso se levanta

hasta que se acuesta, casi no hay momento en que le deje de

la mano y en que no lo dirija con alguna prescripción de regla;

además, que la voluntad de Dios sea significada de antemano

o declarada en el curso de los acontecimientos, siempre tiene

la obediencia los mismos derechos e impone los mismos

deberes y no nos es dado escoger entre ella y el abandono;

ambos deben ir de acuerdo y en unión estrechísima.


Ofrécese la oportunidad de señalar aquí ciertas

expresiones peligrosas. Decir, por ejemplo, que Dios «nos

lleva en brazos» o que nos hace adelantar «a largos pasos»

en el abandono, y al revés que nosotros damos «nuestros

cortos pasos» en la obediencia, ¿no es acaso rebajar el precio

de ésta y encarecer con exceso el valor del primero?

Si sólo se considera su objeto, la obediencia, es cierto, nos

invita por lo regular a dar pasos cortitos; mas, pudiéndose

contar éstos por cientos y por miles al día, su misma

multiplicidad y continuidad nos hacen ya adelantar muchísimo.

La constante fidelidad en las cosas pequeñas está muy lejos

de ser una virtud mediocre; antes bien, es un poderoso medio

de morir a sí mismo y de entregarse todo a Dios; es,

llamémosle con su verdadero nombre, el heroísmo oculto. Por

lo demás, ¿Qué impide que nuestros pasos sean siempre

largos y aun más largos? Para ello no es necesario que el

objeto de la obediencia sea difícil o elevado, basta que las

intenciones sean puras y las disposiciones santas. La

Santísima Virgen ejecutaba acciones en apariencia

vulgarísimas, mas ponía en ellas toda su alma,

comunicándoles así un valor incomparable. ¿No podríamos,

en la debida proporción, hacer nosotros otro tanto?

El abandono a su vez se ejercitará más frecuentemente en

cosas menudas que en pruebas fuertes. Además, no es cierto

que Dios por su voluntad de beneplácito nos «lleve en brazos»

y nos haga avanzar sin trabajo alguno de nuestra parte.

Ordinariamente al menos, pide activa cooperación y personal

esfuerzo del alma, cuyo espiritual aprovechamiento guarda

relación con esa su buena voluntad. Y al revés, ocasiones

habrá en que por desgracia contrariemos la acción de Dios,

enorgulleciéndonos en 1a prosperidad, rebelándonos en la

adversidad; en cuyo caso también caminaremos a largo

pasos, pero hacia atrás.


Dos cosas dejamos, pues, asentadas: primera, que

debemos respetar ambas voluntades divinas, esto es,

obedecer generosamente a la voluntad significada y

abandonarnos con confianza a la de beneplácito; y segunda,

que así en la obediencia como en el abandono Dios no quiere

en general santificarnos sin nosotros; siendo, por tanto,

necesario que nuestra acción concurra con la divina, y ello en

tal forma que la buena voluntad venga a ser la indicadora de

nuestro mayor o menor progreso.