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viernes, 5 de junio de 2020

EL SANTO ABANDONO (2. La Voluntad Divina significada y la Voluntad de beneplácito)


PRIMERA PARTE

2. LA VOLUNTAD DIVINA SIGNIFICADA Y LA VOLUNTAD DE BENEPLACITO

La voluntad divina se muestra para nosotros reguladora y
operadora. Como reguladora, es la regla suprema del bien,
significada de diversas maneras; y que debemos seguir por la
razón de que todo lo que ella quiere es bueno, y porque nada
puede ser bueno sino lo que ella quiere. Como operadora, es
el principio universal del ser, de la vida, de la acción; todo se
hace como quiere, y no sucede cosa que no quiera, ni hay
efecto que no venga de esta primera causa, ni movimiento que
no se remonte a este primer motor, ni por tanto hay
acontecimiento, pequeño o grande, que no nos revele una
voluntad del divino beneplácito. 

A esta voluntad es deber nuestro someternos, ya que Dios tiene absoluto derecho de disponer de nosotros como le parece. Dios nos hace, pues,conocer su voluntad por las reglas que nos ha señalado, o por los acontecimientos que nos envía. He ahí la voluntad de Dios significada y su voluntad de beneplácito.

La primera, «nos propone previa y claramente las verdades que Dios quiere que creamos, los bienes que esperemos, las penas que temamos, las cosas que amemos, los mandamientos que observemos y los consejos que sigamos. 

A esto llamamos voluntad significada, porque nos ha
significado y manifestado cuanto Dios quiere y se propone que
creamos, esperemos, temamos, amemos y practiquemos. La
conformidad de nuestro corazón con la voluntad significada
consiste en que queramos todo cuanto la divina Bondad nos
manifiesta ser de su intención; creyendo según su doctrina,
esperando según sus promesas, temiendo según sus
amenazas, amando y viviendo según sus mandatos y advertencias»

La voluntad significada abraza cuatro partes, que son: los
mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, los consejos,
las inspiraciones, las Reglas y las Constituciones.
Es necesario que cada cual obedezca a los mandamientos
de Dios y de la Iglesia, porque es la voluntad de Dios absoluta
que quiere que los obedezcamos, si deseamos salvarnos.
Es también voluntad suya, no imperativa y absoluta, sino
de sólo deseo, que guardemos sus consejos; por lo cual, aun
cuando sin menosprecio los dejamos de cumplir por no
creernos con valor para emprender la obediencia a los
mismos, no por eso perdemos la caridad ni nos separamos de
Dios; además de que ni siquiera debemos acometer la
práctica de todos ellos, habiéndolos como los hay entre sí
opuestos, sino tan sólo los que fueren más conformes a
nuestra vocación... 

Hay que seguir, pues, concluye el santo, los consejos que Dios quiere sigamos. No a todos conviene la observancia de todos los consejos. Dados como están para favorecer la caridad, ésta es la que ha de regular y medir su ejecución... Los que tenemos que practicar los religiosos, son los comprendidos en nuestras Reglas. Y a la verdad, nuestros votos, nuestras leyes monásticas, las órdenes y consejos de nuestros Superiores constituyen para nosotros la expresión de la voluntad divina y el código de nuestros deberes de estado.

Poderosa razón tenemos para bendecir al divino Maestro,
pues ha tenido la amorosa solicitud de trazarnos hasta en los
más minuciosos detalles su voluntad acerca de la Comunidad
y sus miembros.

En las inspiraciones nos indica sus voluntades sobre cada
uno de nosotros más personalmente. « Santa María Egipciaca
se sintió inspirada al contemplar una imagen de nuestra
Señora; San Antonio, al oír el evangelio de la Misa; San
Agustín, al escuchar la vida de San Antonio; el duque de
Gandía, ante el cadáver de la emperatriz; San Pacomio,
viendo un ejemplo de caridad; San Ignacio de Loyola, leyendo
la vida de los santos»; en una palabra, las inspiraciones nos
vienen por los más diversos medios. Unas sólo son ordinarias
en cuanto nos conducen a los ejercicios acostumbrados con
fervor no común; otras «se llaman extraordinarias porque
incitan a acciones contrarias a las leyes, reglas y costumbres
de la Santa Iglesia, por lo que son más admirables que imitables.» 

El piadoso Obispo de Ginebra indica con qué señales se pueden discernir las inspiraciones divinas y la manera de entenderlas, terminando con estas palabras: «Dios nos significa su voluntad por sus inspiraciones. No quiere, sin embargo, que distingamos por nosotros mismos sí lo que nos ha inspirado es o no voluntad suya, menos aún que sigamos sus inspiraciones sin discernimiento. No esperemos que El nos manifieste por Sí mismo sus voluntades, o que envíe ángeles para que nos las enseñen, sino que quiere que en las cosas dudosas y de importancia recurramos a los que ha
puesto sobre nosotros para guiamos» .

Añadamos, por último, que los ejemplos de Nuestro Señor
y de los santos, la doctrina y la práctica de las virtudes
pertenecen a la voluntad de Dios significada; si bien es fácil
referirlas a una u otra de las cuatro señales que acabamos de
indicar.

«He ahí, pues, cómo nos manifiesta Dios sus voluntades
que nosotros llamamos voluntad significada. Hay además la
voluntad de beneplácito de Dios, la que hemos de
considerar en todos los acontecimientos, quiero decir, en todo
lo que nos sucede; en la enfermedad y en la muerte, en la
aflicción y en la consolación, en la adversidad y en la
prosperidad, en una palabra, en todas las cosas que no son
previstas.» La voluntad de Dios se ve sin dificultad en los
acontecimientos que tienen a Dios directamente por autor; y lo
mismo en los que vienen de las criaturas no libres, porque si
obran es por la acción que reciben de Dios a quien sin
resistencia obedecen. Donde hay que ver la voluntad de Dios
es principalmente en las tribulaciones, que por más que El no
las ame por sí mismas, las quiere emplear, y efectivamente las
emplea, como excelente recurso para satisfacer el orden,
reparar nuestras faltas, curar y santificar las almas. 

Más aún, hay que verla incluso en nuestros pecados y en los del
prójimo: voluntad permisiva, pero incontestable. Dios no
concurre a la forma del pecado que es lo que constituye su
malicia: lo aborrece infinitamente y hace cuanto está de su
parte para apartarnos de él; lo reprueba y lo castigará. Mas,
para no privarnos prácticamente de la libertad que nos ha
concedido, como nosotros nada podemos hacer sin su
concurso, lo da en cuanto a lo material del acto, que por lo
demás no es sino el ejercicio natural de nuestras facultades.

Por otra parte, El quiere sacar bien del mal, y para ello hace
que nuestras faltas y las del prójimo sirvan a la santificación
de las almas por la penitencia, la paciencia, la humildad, la
mutua tolerancia, etc. Quiere también que, aun cumpliendo el
deber de la corrección fraterna, soportemos al prójimo, que le
obedezcamos conforme a nuestras Reglas, viendo hasta en
sus exigencias y en sus sinrazones los instrumentos de que
Dios se sirve para ejercitamos en la virtud. Por esta razón, no
temía decir San Francisco de Sales que por medio de nuestro
prójimo es como especialmente Dios nos manifiesta lo que
desea de nosotros.

Existen profundas diferencias entre la voluntad de Dios
significada y la de beneplácito.

1º La voluntad significada nos es conocida de antemano, y
por lo general, de manera clarísima mediante los signos del
pensamiento, a saber: la palabra y la escritura. De esta
manera conocemos el Evangelio, las leyes de la Iglesia,
nuestras santas Reglas; donde sin esfuerzo y a nuestro gusto
podemos leer la voluntad de Dios, confiaría a nuestra memoria
y meditarla. Las inspiraciones divinas y las órdenes de
nuestros Superiores sólo en apariencia son excepciones, pues
ellas tienen por objeto la ley escrita, cristiana o monástica. Al
contrario, «casi no se conoce el beneplácito divino más que
por los acontecimientos.» 

Decimos casi, porque hay excepciones; lo que Dios hará más tarde, podemos conocerlo de antemano, si a El le place decirlo; también se puede presentir, conjeturar, adivinar, ya por el rumbo actual de los hechos, ya por las sabias disposiciones tomadas y las
imprudencias cometidas. 

Mas, en general, el beneplácito divino se descubre a medida que los acontecimientos se van desarrollando, los cuales están ordinariamente por encima de nuestra previsión. Aun en el propio momento en que se verifican, la voluntad de Dios permanece muy oscura: nos envía, por ejemplo, la enfermedad, las sequedades interiores u otras pruebas; en verdad que éste es actualmente su
beneplácito, mas ¿será durable? ¿Cuál será su desenlace? Lo
ignoramos.

2º De nosotros depende siempre o el conformarnos por la
obediencia a la voluntad de Dios significada o el sustraernos a
ella por la desobediencia. Y es que Dios, queriendo poner en
nuestras manos la vida o la muerte, nos deja la elección de
obedecer a su ley o de quebrantarla hasta el día de su justicia.
Por su voluntad de beneplácito, al contrario, dispone de
nosotros como Soberano; sin consultarnos, y a las veces aun
contra nuestros deseos, nos coloca en la situación que nos ha
preparado, y nos propone en ella el cumplimiento de los
deberes. Queda en nuestro poder cumplir o no estos deberes,
someternos al beneplácito o portarnos como rebeldes; mas es
preciso aguantar los acontecimientos, queramos o no, no
habiendo poder en el mundo que pueda detener su curso. Por
ese camino, como gobernador y juez supremo, Dios
restablece el orden y castiga el pecado; como Padre y
Salvador, nos recuerda nuestra dependencia y trata de
hacernos entrar en los senderos del deber, cuando nos hemos
emancipado y extraviado.

3º Esto supuesto, Dios nos pide la obediencia a su
voluntad significada como un efecto de nuestra elección y de
nuestra propia determinación. Para seguir un precepto o un
punto de regla, para producir los actos de las virtudes
teologales o morales, nos es preciso sin duda una gracia
secreta que nos previene y nos ayuda, gracia que nosotros
podemos alcanzar siempre por medio de la oración y de la
fidelidad. Pero aun cuando la voluntad de Dios nos sea
claramente significada, puestos en trance de cumplirla, lo
hacemos por nuestra propia determinación; no necesitamos
esperar un movimiento sensible de la gracia, una moción
especial del Espíritu Santo, digan lo que quieran los
semiquietistas antiguos y modernos. Por el contrario, si se
trata de la voluntad del beneplácito divino, es necesario
esperar a que Dios la declare mediante los acontecimientos:
sin esa declaración no sabemos lo que El espera de nosotros;
con ella, conocemos lo que desea de nosotros, primero, la
sumisión a su voluntad, después, el cumplimiento de los
deberes peculiares a tal o cual situación que El nos ha
deparado.

San Francisco de Sales hace, a este propósito, una
observación muy atinada: «Hay cosas en que es preciso juntar
la voluntad de Dios significada a la de beneplácito» . Y cita
como ejemplo el caso de enfermedad. Además de la sumisión
a la Providencia divina será preciso llenar los deberes de un
buen enfermo, como la paciencia y abnegación, y permanecer
manteniéndose fiel a todas las prescripciones de la voluntad
significada, salvo las excepciones y dispensas que puede
legitimar la enfermedad. 

Insiste mucho el santo Doctor sobre que en esta concurrencia de voluntades «mientras el beneplácito divino nos sea desconocido, es necesario adherirnos lo más fuertemente posible a la voluntad de Dios que nos es significada, cumpliendo cuidadosamente cuando a
ella se refiere; mas tan pronto como el beneplácito de su
divina Majestad se manifieste, es preciso rendirse
amorosamente a su obediencia, dispuestos siempre a
someternos así en las cosas desagradables como agradables,
en la muerte como en la vida, en fin, en todo cuanto no sea
manifiestamente contra la voluntad de Dios significada, pues
ésta es ante todo». Estas nociones son algo áridas, pero
importa entenderlas bien y no olvidarlas, por la mucha luz que
derraman sobre las cuestiones siguientes.

El Santo Abandono
DOM VITAL LEHODEY