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martes, 22 de diciembre de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 28, 29 y último)

 



(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 28

EL GLORIOSO SAN JOSÉ

“Ya que Dios te ha dado a conocer estas cosas, gobernarás mi casa” (Gn 41, 40)

La Iglesia no conserva ninguna  señal concerniente al lugar en que. está enterrado San José, ni tampoco venera sus reliquias. Silencioso durante su vida y silencioso en la muerte, era lógico que también después se viera despojado de todo aquello que no es esencial a una verdadera gloria.

Era el santo por excelencia que había comprendido, en palabras de Bossuet, «que no hay mayor gloria que ocultarse en Jesucristo». Buscaba no lo que el mundo aplaude, sino lo que complace al Señor. Si en ese desaparecer ante la voluntad divina encontró lo que procura al alma sus mayores alegrías, tal cosa no fue más que el preludio de las maravillosas recompensas con que Dios le coronaría. Su glorificación debía edificarse sobre su abajamiento. Porque no había buscado aparentar, fue soberanamente exaltado. Porque amó la oscuridad, Dios, según su promesa, le rodeó de luz y le propuso a la admiración de todo el Universo. Pero, al mismo tiempo, quiso dejar a los hombres la tarea de descubrir su grandeza y adquirir una conciencia cada vez más luminosa de ella, como para verificar la profecía pronunciada por Jacob sobre el otro José del Antiguo Testamento: Joseph acrescens, José está destinado a subir.

María, sin duda, hablaría a San Juan y a los demás Apóstoles de su querido esposo, que la había rodeado de tanto cariño, y dedicación, y que ella había amado con toda su ternura virginal. Podría decirse que los primeros panegíricos de San José fueron pronunciados por ella.

Sin embargo, hay que reconocer que su culto era casi inexistente en la primitiva Iglesia. Al menos, no han quedado huellas de esa devoción. Un velo cubre su nombre y su recuerdo durante los primeros siglos cristianos. Se diría que quien durante toda su vida se complació en el silencio deseaba continuar siendo desconocido, una vez en el seno de la bienaventuranza celestial.,

Esta aparente desatención de los primeros cristianos tiene una explicación muy sencilla. Mientras la Iglesia estuvo en período de formación y de combate, importaba, más que promover el culto debido al esposo de María, procurar que la virginidad de la Madre de Cristo fuese reconocida y honrada para que la divinidad de Nuestro Señor quedase firmemente establecida. Favoreciendo la devoción a San José, la Iglesia corría el riesgo de que alguien se equivocase y pensara que esos honores se le tributaban como padre de Jesús según la carne.

En efecto:  mientras se puede constatar que los primeros cristianos profesaban devoción hacia otros santos, especialmente hacia Juan Bautista, los Apóstoles y los primeros mártires, parecen olvidar a San José. No es que no se le mencione en las homilías o que los grandes Doctores oculten sus prerrogativas como padre nutrido de Jesús. En algunos de ellos, como Orígenes, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo y, sobre todo, San Agustín, encontramos ya el germen de lo que la mística y la teología desarrollarán más tarde. No se trata de la oscuridad absoluta, pero los elogios que se hacen de él no incluyen un culto de invocación.

Ese retraso contribuyó a rodear de un mayor brillo el pavés de honor sobre el que se alzaría un día, pues Dios, que le había tratado en la tierra con tanta deferencia, no podía permitir que durara siempre el silencio en tomo suyo.

En el siglo XII, San Bernardo orientó los espíritus y los corazones hacia el Santo Patriarca, subrayando su incomparable santidad. No invita todavía a los fieles a rezarle, pero establece las bases de su culto, proponiendo sus virtudes a la admiración de los cristianos.

Más tarde llegaron los grandes heraldos del culto a San José. En el siglo XIV, el Cardenal Pedro d'Ailly que fue el primero en componer un tratado de teología sobre él, y su discípulo Gerson, canciller como su maestro de la Universidad de París, quien, en diversos tratados de rigurosa doctrina, enumeró las razones existentes para honrarle. Luego, un franciscano, San Bernardino de Sena, gran predicador del siglo XV, Isidoro de Isolanis, dominico del siglo XVI, y la reformadora del Carmelo, Santa Teresa de Jesús, contribuyeron con la influencia de sus enseñanzas, de sus escritos y de su ejemplo, a hacer popular la devoción a San José. 

A partir de esa época, el culto de los cristianos al Santo Patriarca no ha cesado de aumentar y de enriquecerse. La Iglesia, por su parte, ha pagado con generosidad el tributo de homenaje que tanto tardó en concederle.

En la Carta apostólica  Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871, Pío IX declara:  «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a fin de aumentar y promover cada vez más en el corazón de los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con la mayor confianza, no se olvidaron, siempre que tuvieron ocasión, de otorgarle, bajo nuevas formas, señales de culto público. Entre esos Pontífices, basta con mencionar a nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso que se incluyera la fiesta de San José en el Breviario y el Misal romanos; Gregorio XV, que decretó el  8 de mayo de 1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto, en todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de 1670 concedió a esa misma fiesta el rito doble de segunda clase; Clemente XI, quien por un decreto de 4 de febrero de 1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre de 1726 ordenó que el nombre de San José se incluyera en las letanías de los Santos ».

El mismo Pío IX, el segundo año de su Pontificado, extendió a la Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la fiesta del Patrocinio de San José, que se celebraba ya en varios lugares por concesión especial de la Santa Sede. Luego, respondiendo a innumerables súplicas procedentes de todos los países de la Cristiandad, declaró expresamente a San José Patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870. «Así como Dios estableció al Patriarca José, hijo de Jacob, gobernador de todo Egipto para asegurar al pueblo el trigo que necesitaba para vivir decía el Papa en el decreto, así también, cuando se cumplieron los tiempos en que el Eterno decidió enviar a la tierra a su Hijo único para rescatar al mundo, escogió otro José, del cual era figura el primero, estableciéndole señor y príncipe de su casa y de sus bienes y constituyéndole guardián de sus más ricos tesoros».

León XIII, por su parte, en su Encíclica Quamquam pluries de 15 de agosto de 1899, desarrollaría las razones y los motivos especiales por los cuales José había sido designado protector de la Iglesia.

El patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón de las funciones que ejerció junto a Jesús y María en la intimidad del hogar de Nazaret. Habiendo sido por voluntad de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la Iglesia se encontraba presente en. estado de germen, ¿cómo actualmente no continuará ejerciendo en el cielo con la Iglesia adulta la misión que ejerció en su nacimiento? Le corresponde, en efecto, velar por este cuerpo de Cristo que es la Iglesia como supo velar por el Niño Jesús, protegiéndola contra sus enemigos y procurando que crezca.

Actualmente, su culto florece en todo el pueblo cristiano. Pocas iglesias o capillas hay que no tengan un altar o una imagen suya. Innumerables son las casas religiosas, los hospitales, las Congregaciones, los colegios bajo su advocación. Le está consagrado un día a la semana, el miércoles, y un mes al año, el de marzo. Un número cada vez mayor de cristianos le rezan con un fervor y una piedad que lleva a algunos a ofrecerse en holocausto para que le sean dados en el seno de la Iglesia honores cada vez más grandes. Y a Roma llegan súplicas para que su nombre sea invocado después del de María en el Confiteor y se haga mención de él en el Canon de la Misa.

Sobre el destino triunfal del humilde José, planean las palabras proféticas que pronunció el Faraón refiriéndose a su primer ministro (Gn 41, 37 y ss): Puesto que Dios te ha dado  a conocer todas estas cosas, no hay nadie que sea tan inteligente y tan sabio como tú. Así pues, gobernarás mi casa y todo mi pueblo obedecerá tu voz...

Y el Faraón, quitándose el anillo, lo puso en el dedo de José, y lo hizo revestir con trajes de fino lino, y le paso en el cuello un collar de oro. Le hizo montar en el segundo de sus carros, y gritaban ante él: ¡De rodillas!

 

Capitulo 29

EL MAYOR DE LOS SANTOS DESPUÉS DE MARIA

“El Faraón hizo montar en el segundo de sus carros a José, y gritaban ante él: ¡De rodillas!” (Gn 41, 43)

Fue una especie de lugar común entre los teólogos, a partir del siglo XVI, comparar la grandeza de San José con la de otros santos para precisar el lugar que le correspondía en la asamblea de los que Dios ha coronado en el cielo.

En sus discusiones citaban a menudo el texto precursor de San Gregorio Nacianceno, quien había escrito: «El Señor ha reunido en José, como en el sol, toda la luz y el esplendor que los demás santos tienen juntos».

Es indudable que cuando Dios predestina un alma a una misión le otorga todos los dones necesarios para su realización. Ahora bien, después de la de María, Madre del Verbo encarnado, ¿qué otra función sobrepasa o incluso iguala la de José, padre adoptivo de Cristo y esposo de su Madre? Comparándola, pues, a María, se decía justamente que después de Ella ninguna criatura habla estado tan cerca del Verbo encarnado y que ninguna, en consecuencia, había poseído en el mismo grado la gracia santificante.

León XIII, en su Encíclica Quamquam pluries, se hacía eco de esa misma opinión: «Ciertamente —dice—, la dignidad de Madre de Dios es tan alta que nada la puede sobrepasar. Sin embargo, como existe entre la Bienaventurada Virgen y José un lazo conyugal, no cabe duda de que éste se aproximó más que nadie a esa dignidad supereminente que coloca a la Madre de Dios muy por encima de todas las demás criaturas».

Por haber llevado en sus brazos a quien es el corazón y el alma misma de la Iglesia, se le consideraba más grande que San Pedro, sobre el que Jesús quiso edificar su Iglesia. Y por haber vivido durante treinta años en la intimidad de Cristo y en la meditación constante del espectáculo de su vida, se estimaba su grandeza superior a la de San Pablo, quien, sin embargo, había recibido la revelación de tan sublimes misterios. Se le consideraba también más grande que Juan el Evangelista, que había tenido el privilegio de posar una vez su cabeza en el pecho del Salvador, mientras que él había sentido a menudo los latidos de su corazón infantil. Y más grande que los demás Apóstoles, que propagaron el nombre adorable de Jesús, pero que José mismo le impuso...

Más difícil era tratar de colocarle por encima de San Juan Bautista, a causa de las palabras de Jesús: En verdad os digo que no ha habido nadie más grande que él entre los hijos de mujer.Dificultad que se resolvió diciendo que Jesús, al pronunciar estas palabras, quiso establecer una comparación con los profetas del Antiguo Testamento, los cuales anunciaban al Cristo futuro, mientras que Juan Bautista le anunció cuando ya había venido, mostrándole, por decirlo así, con el dedo. Puede decirse, por otra parte, que esas palabras de Jesús no tenían más objeto que comparar a Juan Evangelista, el profeta más grande del Antiguo Testamento, con la nueva grandeza que confiere a un elegido la llamada al reino de los cielos, un reino del que la Iglesia representa la primera fase; por eso añadió Jesús:  Qui minor est in regno coelorum ,major est illo. Que puede traducirse así: "Por grande que sea Juan Bautista, que cierra el Antiguo Testamento, su grandeza no es nada ante la del más pequeño de los cristianos".

La doctrina de la preeminencia de San José sobre todos los demás santos se presenta actualmente con garantías de seria probabilidad, y tiende a convertirse en enseñanza comúnmente admitida en la Iglesia'. La declaración de León XIII, antes citada, es particularmente reveladora en este punto.

Otros problemas concernientes a presuntos privilegios de San José que se le quieren atribuir como prolongación de los de María, siguen siendo objeto de discusión entre los teólogos. Hay que reconocer que sus conclusiones, cuando pretenden ser afirmativas, reposan sobre bases más débiles.

No se trata, por supuesto, de considerar a José exento del pecado original, pero algunos piensan que pudo ser santificado en el seno de su madre. Dicen que si este privilegio les fue concedido a algunos santos, como jeremías y San Juan Bautista, no le pudo ser negado al esposo de la Virgen María, cuya grandiosa predestinación sobrepasa con mucho la de esos personajes. Tal es la opinión de Gerson, de San Alfonso María de Ligorio y de muchos otros teólogos. La misión de padre adoptivo de Jesús, que le coloca tan cerca del Redentor, requiere, según ellos, que fuese santo antes de nacer. Los teólogos que profesan una opinión contraria objetan que siendo la santificación desde el seno maternal un favor excepcional concedido sólo con vistas a una utilidad común, no le era necesaria a José antes de nacer, pues su oficio no comenzó realmente hasta que se convirtió en prometido de María. Suárez concluye razonablemente que no se podría abrazar la tesis de la presantificación del esposo de María —la cual no se apoya en ningún texto de la Escritura— más que si se pudiera respaldar con  razones válidas y con la autoridad de la mayoría de los Padres de la Iglesia, lo que no es el caso.

Los pareceres están igualmente divididos cuando se discute si la concupiscencia se hallaba en José no suprimida, pero sí encadenada o paralizada por una gracia especial, hasta el punto de permitirle evitar todo pecado, incluso el venial. También en este caso hay que responder que nuestra admiración y nuestra devoción a José no nos obligan a suponer este privilegio. Se trata de una tesis indemostrable que no se apoya en ninguna razón seria. La concesión de un privilegio tan especial, tan absoluto, tan completo, no puede ser considerada como algo imposible incluso para un hombre venido a este mundo con la mancha del pecado original, pero tampoco puede ser objeto de una demostración teológica. Todo lo que se puede afirmar es que José, confirmado con la gracia desde sus esponsales con María, beneficiándose constantemente de la proximidad de la que había sido concebida inmaculada, y no habiéndose resistido nunca a las gracias actuales que recibía, vio aumentar constantemente .en su alma ese tesoro sobrenatural; pudo elevarse así a un estado de tan eminente perfección que el pecado le fue extraño en la medida en que esto es posible para una criatura humana.

Algunos autores, entre ellos Suárez, San Bernardino de Sena, San Francisco de Sales y Bossuet, e incluso varios Padres de la Iglesia, consideran como seguro que José fue uno de los santos de que nos habla el Evangelio (Mt 27, 52-53) que abandonaron sus tumbas tras la muerte de Jesús y se aparecieron a muchos en Jerusalén. Santo Tomás dice a este respecto que su resurrección fue definitiva y absoluta, y San Francisco de Sales llega a decir que «si es cierto —como debemos creer— que en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos nuestros cuerpos resucitarán en el día del juicio, no cabe duda que Nuestro Señor haría subir al cielo en cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la gracia de llevarle a menudo en sus benditos brazos».  Los que comparten esta opinión hacen valer como argumento que Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar aún más su propia resurrección y dar más brillo a su triunfo, tuvo que incluir entre ellos y colocar en primera fila a su padre adoptivo; por otra parte, sin la asunción gloriosa de José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia, reconstituida en el cielo, habría tenido una nota discordante en su exaltación gloriosa.

Tales asertos son sin duda respetables, pero no tenemos ningún medio de verificarlos. Nada nos impide tenerlos por probables, como nadie puede obligamos a aceptarlos. La opinión contraria tiene numerosos partidarios que no admiten en el cielo actualmente otros cuerpos gloriosos que el de Nuestro Señor y el de su Santísima Madre.

En cuanto al título de corredentor, que algunos creen poder atribuirle, hay que reconocer que procede de intenciones poco prudentes. José fue corredentor sólo en la medida en que lo son todos los que voluntariamente unen sus méritos y sus sufrimientos a los del Salvador, con objeto, como dice San Pablo, de completar lo que falta a la Pasión de Cristo. Lo fue, eso sí, en mayor grado, por haber guardado, protegido y alimentado a la Víctima divina con vistas al Sacrificio de la Cruz, por haberle ofrecido anticipadamente al Templo como un bien que le pertenecía y por haber experimentado, a causa de Jesús, sufrimientos cuyo mérito satisfactorio aprovecha a toda la humanidad, rescatada por la sangre de Cristo.

Digamos, como conclusión, que para expresar la grandeza de José no es preciso adornarle con títulos sobreañadidos y de orden excepcional. Basta, pensando en la humildad con que quiso vivir, evocar las palabras de Jesús (Mc 18, 4): El que se humille como un nido, ese será el más grande en el reino de los cielos.

 

Capitulo 30

MODELO DE LOS CRISTIANOS

“Recurrimos a ti en nuestras tribulaciones, bienaventurado José... a fin de que sostenidos por tu ejemplo y tu ayuda, podamos vivir santamente...»  (Oración de León  XIII a San José)

Nuestros antepasados, sabiendo quizá mejor que nosotros que Dios no es extraño a ningún detalle, por pequeño que sea, de nuestro destino, se entretuvieron en estudiar el nombre de José', observando que todas las letras que lo constituyen son iniciales de virtudes primordiales del Santo: J, de justicia, 0, de obediencia, S, de silencio, E, de experiencia, P, de prudencia y H, de humildad'. Tal vez nos sintamos tentados a sonreír ante este candor que busca signos providenciales hasta en las letras de un nombre, pero hay que reconocer que esas virtudes caracterizaron en efecto el alma de José, tal como la tradición cristiana las refiere y enumera.

Todas las perfecciones evangélicas coexisten en su alma en admirable equilibrio, bajo el signo de una serenidad que se nos muestra como emanación de la divina Sabiduría.

La primera de las virtudes que colocó en su vida en un lugar de honor fue la obediencia. Siempre que el Evangelio nos habla de él es para mostrárnoslo en el ejercicio de la misma: Así pues, levantándose, hizo todo lo que Dios le había significado. “Levantarse", en el vocabulario de la Biblia, expresa la prontitud, la docilidad y la energía con que uno se entrega a la tarea que acaba de serle asignada.

José se nos aparece, pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente, como el centurión del Evangelio al que se le dice "Ve", y él va, "Ven", y él viene, "Haz esto", y lo hace.  Los hombres aún no conocían el Padrenuestro y ya José había pronunciado su frase central: "Padre, hágase tu voluntad". Había comprendido que, para los seres creados, la verdadera sabiduría consiste en vivir de acuerdo con su Creador, a semejanza del Hijo de Dios, que al venir a este mundo se ofreció en oblación: Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad. Así, a cada consigna del cielo, se entrega a su cumplimiento como un niño, es dócil a todas sus llamadas, rápido en responder a todos los trabajos, a todas las pruebas, a todos los sacrificios. Ha puesto toda su vida en manos de Dios: está siempre a la escucha, al acecho de sus mandatos. No sabe a dónde le conduce Dios, pero le basta con saberse conducido por él. jamás desfallece en su misión. No regatea, no tergiversa, no objeta nada, no pide explicaciones. No se irrita, no se queja cuando se le trata aparentemente sin miramientos y sólo se ve iluminado en el último momento.  No retarda el momento de entregarse. Va hasta el fin en el cumplimiento de su deber sin dejarse intimidar por nada.

La obediencia es propia de almas fuertes y humildes. Solo Dios podría medir la profundidad de la humildad de José. Se sabía incomparablemente privilegiado por Dios, en razón de su misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse o en reservarse un puesto en el gran misterio de la Encarnación que domina la Historia; ni siquiera utiliza su título de padre adoptivo del Hijo de Dios para destacarse y subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen caído en el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magnificat de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que descubre en él no ve más que un don gratuito de Dios y de su liberalidad. Sólo se distingue de los demás por su profunda modestia y su discreción total. Más todavía que Isabel, se dice:  ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios y su Madre se dignen habitar en mi casa? Y más también que Juan Bautista, añade:  Es menester que Jesús crezca y yo disminuya.

Pone todo su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no nos transmite una sola palabra suya. En todas las situaciones singulares en que Dios le pone, permanece silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le manda, y que el silencio es e¡ ambiente propio de una vida que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con El.

No tenemos por qué lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio. Se' sabe depositario del secreto del Padre eterno y, para mejor. guardarlo sin que nada se transparente, se envuelve él mismo en el secreto; no quiere que se vea en él más que un obrero que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus palabras obstaculicen la manifestación del Verbo.

Su desaparecer silencioso no expresa tan sólo su aceptación de los designios divinos; es también un rendido homenaje a las magnificencias de Dios, la expresión de su asombro frente a lo que ha querido hacer de él, un pobre hombre que nada merece. Se reconoce tan repleto de dones que. sólo el silencio le parece digno de sus acciones de gracias. Las palabras le faltan para expresar su anonadamiento ante el misterio que se desarrolla en su casa. Necesita un recogimiento cada vez más profundo para meditar todas las gracias cuyo recuerdo guarda en su corazón.

Hay quien no ve en José, el silencioso, más que un pobre santo arcaico que vivió hace dos mil años en un oscuro pueblo y que no tiene nada que enseñar a los hombres de hoy. La realidad es, por el contrario, que muestra a nuestra época  —la cual no brilla precisamente por su modestia y su sumisión— las enseñanzas más urgentes y necesarias. Ningún modelo con más verdadera grandeza. Actualmente no se estima más que la agitación, el ruido, el oropel, el resultado inmediato. Falta fe en las ventajas y la fecundidad del retiro, del silencio, de la meditación; esas virtudes primordiales no aparecen ya más que como prácticas periclitadas, esfuerzos perdidos para el progreso del mundo. Se  rechaza todo lo que contraría un vulgar aburguesamiento. Todo contribuye, en nuestros días, a exaltar la independencia de la persona humana y a reivindicar unos pretendidos derechos. El gran sueño de muchos hombres es tener un nombre y cubrirse de oropeles, obtener distinciones, subirse a un estrado, tener una situación que obligue a los demás a inclinarse ante ellos.

José nos enseña que la única grandeza consiste en servir a Dios y al prójimo, que la única fecundidad procede de una vida que, desdeñando el brillo y las hazañas  pendencieras, se aplica a realizar consciente y amorosamente su deber, por humilde que sea, sin buscar otra compensación que agradar a Dios y someterse a sus designios, no teniendo otro temor que no servir bastante bien. Servidor por excelencia es aquel que, olvidándose de sí mismo, no vive más que para .la gloria de su Señor y organiza toda su existencia en función de esa gloria; No ' busca una actividad incesante, porque es dentro de su alma donde no cesa de crecer su amor, siempre a la escucha de la voluntad divina, en espera de la menor indicación para actuar.

El mensaje de José es una llamada a la primacía de la vida interior, de la contemplación sobre la acción exterior y la agitación;, nos habla de la urgencia de la abnegación, fundamento indispensable' de toda fecundidad.

Nos enseña, finalmente, que lo esencial no es parecer, sino ser; no es estar adornado de títulos, sino servir, vivir la vida bajo el signo del querer divino y la busca de la gloria de Dios.

Sobre la santidad incomparable de José, fulgurante de esplendores ocultos, planean las palabras que pronunció Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 11, 25).