Traducir

lunes, 2 de septiembre de 2019

PREPARACION PARA LA MUERTE (Consideración 2)

CONSIDERACIÓN 2
Todo acaba con la muerte
El fin llega; llega el fin
Ez. 7

PUNTO 1
Llaman los mundanos feliz solamente a quien goza de los bienes de este mundo,
honras, placeres y riquezas. Pero la muerte acaba con toda esta ventura terrenal. ¿Qué es
vuestra vida? Es un vapor que aparece por un poco (Stg. 4, 15).

Los vapores que la tierra exhala, si acaso, se alzan por el aire, y la luz del sol los dora
con sus rayos, tal vez forman vistosísimas apariencias; mas, ¿cuánto dura su brillante
aspecto?... Sopla una ráfaga de viento, y todo desaparece... Aquel prepotente, hoy tan
alabado, tan temido y casi adorado, mañana, cuando haya muerto, será despreciado, hollado
y maldito. Con la muerte hemos de dejarlo todo.

El hermano del gran siervo de Dios Tomás de Kempis preciábase de haberse
edificado una bella casa. Uno de sus amigos le dijo que notaba en ella un grave defecto.
“¿Cuál es?” –le preguntó aquél–. “El defecto –respondió el amigo– es que habéis hecho en
ella una puerta”. “¡Cómo! –dijo el dueño de la casa–, ¿la puerta es un defecto?” “Sí –
replicó el otro–, porque por esa puerta tendréis algún día que salir, ya muerto, dejando así la
casa y todas vuestras cosas.”.

La muerte, en suma, despoja al hombre de todos los bienes de este mundo... ¡Qué
espectáculo el ver arrojar fuera de su propio palacio a un príncipe, que jamás volverá a
entrar en él, y considerar que otros toman posesión de los muebles, tesoros y demás bienes
del difunto!

Los servidores le dejan en la sepultura con un vestido que apenas basta para cubrirle
el cuerpo. No hay ya quien le atienda ni adule, ni, tal vez, quien haga caso de su postrera
voluntad.

Saladino, que conquistó en Asia muchos reinos, dispuso, al morir, que cuando
llevasen su cuerpo a enterrar le precediese un soldado llevando colgada de una lanza la
túnica interior del muerto, y exclamando: “Ved aquí todo lo que lleva Saladino al sepulcro”.
Puesto en la fosa el cadáver del príncipe, deshácense sus carnes, y no queda en los
restos mortales señal alguna que los distinga de los demás. Contempla los sepulcros –dice
San Basilio–, y no podrás distinguir quién fue el siervo ni quién el señor.

En presencia de Alejandro Magno, mostrábase Diógenes un día buscando muy
solícito alguna cosa entre varios huesos humanos. “¿Qué buscas?” –preguntó Alejandro con
curiosidad–. “Estoy buscando –respondió Diógenes– el cráneo del rey Filipo, tu padre, y no
puedo distinguirle. Muéstramelo tú, si sabes hallarle”.
Desiguales nacen los hombres en el mundo, pero la muerte los iguala, dice Séneca. Y
Horacio decía que la muerte iguala los cetros y las azadas. En suma, cuando viene la
muerte, finis venit, todo se acaba y todo se deja, y de todas las cosas del mundo nada
llevamos a la tumba.

AFECTOS Y SÚPLICAS
Señor, ya que dais luz para conocer que cuanto el mundo estima es humo y demencia,
dadme fuerza para desasirme de ello antes que la muerte me lo arrebate. ¡Infeliz de mí, que
tantas veces, por míseros placeres y bienes de la tierra, os he ofendido a Vos y perdido el
bien infinito!...

¡Oh Jesús mío, médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las
llagas que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis
sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y
como me arrepiento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Salmo 40, 5).
Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a entender que
hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste (Ez. 18, 21). Las detesto y
aborrezco sobre todos los males...

Olvidad, pues, Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en
adelante, perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia... ¿De qué me
servirían sin ella todos los bienes del mundo?

Dignaos ayudarme, Señor, ya que conocéis mi flaqueza... El infierno no dejará de
tentarme: mil asaltos prepara para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me
abandonéis. Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha
creado, redimido y amado sin límites... Sois el único que merece amor, y a Vos solo quiero
amar.

PUNTO 2
Felipe II, rey de España, estando a punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto
real con que se cubría, mostróle el pecho, ya roído de gusanos, y le dijo: Mirad, príncipe,
cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de este mundo... Bien dice Teodoreto
que la muerte no teme las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura; y que así de los
vasallos como de los príncipes, se engendra la podredumbre y mana la corrupción. De
suerte que todo el que muere, aunque sea un príncipe, nada lleva consigo al sepulcro. Toda
su gloria acaba en el lecho mortuorio (Sal. 48, 18).

Refiere San Antonio que cuando murió Alejandro Magno exclamó un filósofo: “El
que ayer hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le bastaba la tierra entera;
hoy tiene bastante con siete palmos. Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy
unos pocos sepultureros le llevan al sepulcro.

Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la
ceniza? (Ecli. 10, 9). ¿Para qué inviertes tus años y tus pensamientos en adquirir grandezas
de este mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas grandezas y todos tus designios
(Salmo 145, 4).

¡Cuán preferible fue la muerte de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta años en
una gruta, a la de Nerón, emperador de Roma! ¡Cuánto más dichosa la muerte de San Félix,
lego capuchino, que la de Enrique VIII, que vivió entre reales grandezas, siendo enemigo
de Dios!

Pero es preciso atender a que los Santos, para alcanzar muerte semejante, lo
abandonaron todo: patria, deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron
pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la tierra para no ser, al morir,
sepultados en el infierno... Mas, ¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo,
como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas?
Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no le
hallarán (Jn. 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la
justa venganza (Dt. 32, 35).

Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre
mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya
hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse
y dejarse vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance? Necesitaría una extraordinaria y poderosa
gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La
habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?... Y, sin embargo, trátase en tal
ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas...

¿Cómo es posible que, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje
todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Señor! ¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia!... ¡En qué miserable estado
se hallaba entonces mi alma!... ¡La odiabais Vos, y ella quería vuestro odio! Condenado
estaba ya al infierno; sólo faltaba que se ejecutase la sentencia...
Vos, Dios mío, siempre os habéis acercado a mí, invitándome al perdón. Mas ¿quién
me asegurará que ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de vivir, Jesús mío, con este
temor hasta que vengáis a juzgarme?... Con todo el dolor que siento por haberos ofendido,
mi deseo de amaros y vuestra Pasión, ¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que estaré en
vuestra gracia. Arrepiéntome de haberos ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre
todas las cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y vuestro amor.
Deseáis Vos que sienta alegría el corazón que os busque (1 Co. 16, 10). Detesto,
Señor, las injurias que os hice; inspiradme confianza y valor. No me reprochéis más mi
ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.

Dijisteis que no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez. 33,
11). Pues todo lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os busco y os quiero y os
amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro amor, y nada más os pido...
¡Oh María, que sois mi esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!

PUNTO 3
A la felicidad de la vida presente llamaba David (Salmo 72, 20) un sueño de quien
despierta, y comentando estas palabras, escribe un autor: “Los bienes de este mundo
parecen grandes; mas nada son de suyo, y duran poco, como el sueño, que pronto
desaparece”.

La idea de que todo se acaba con la muerte inspiró a San Francisco de Borja la
resolución de entregarse por completo a Dios. Habíanle dado el encargo de acompañar
hasta Granada el cadáver de la emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales fueron el
horrible aspecto que ofreció y el hedor que despedía, que todos los acompañantes huyeron.
Mas San Francisco, alumbrado por divina luz, quedóse a contemplar en aquel cadáver
la vanidad del mundo, considerando cómo podía ser aquella su emperatriz Isabel, ante la
cual tantos grandes personajes doblaban reverentes la rodilla. Preguntábase qué se habían
hecho de tanta majestad y tanta belleza.

Así, pues, díjose a sí mismo: “¡En esto acaban las grandezas y coronas del mundo!...
¡No más servir a señor que se me pueda morir!...” Y desde aquel momento se consagró
enteramente al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en Religión si antes que él moría
su esposa; y, en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la Compañía de Jesús.

Con verdad un hombre desengañado escribía en un cráneo humano: Cogitanti
vilescunt omnia... Al que en esto piensa todo le parece vil... Quien medita en la muerte no
puede amar la tierra... ¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo? Porque no
piensan en la muerte...

¡Míseros hijos de Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3), ¿por qué no desterráis
del corazón los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la mentira? La que
sucedió a vuestros antepasados os acaecerá también a vosotros; en vuestro mismo palacio
vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están allí, y lo propio os ha de suceder.
Entrégate, pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No dejes para mañana lo
que hoy puede hacer (Ecc. 9, 10); porque este día de hoy pasa y no vuelve; y en el de
mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada te permitiría hacer.

Procura sin demora desasirte de lo que te aleja o puede alejarte de Dios. Dejemos
pronto con el afecto estos bienes de la tierra, antes que l muerte por fuerza nos los arrebate.
¡Bienaventurados los que al morir están ya muertos a los afectos terrenales! (Ap. 14, 13).
No temen éstos la muerte, antes bien, la desean y abrazan con alegría, porque en vez de
apartarlos de los bienes que aman, los une al Sumo Bien, único digno de amor, que les hará
para siempre felices.

AFECTOS Y SÚPLICAS
Mucho os agradezco, amado Redentor mío, que me hayáis esperado. ¡Qué hubiera
sido de mí si me hubierais hecho morir cuando tan alejado me hallaba de Vos! ¡Benditas
sean para siempre vuestra misericordia y la paciencia con que me habéis tratado!...
Os doy fervientes gracias por los dones y luces con que me habéis enriquecido...
Entonces no os amaba ni me cuidaba de que me amaseis. Ahora os amo con toda el alma, y
mi mayor pena es el haber desagradado a vuestra infinita bondad. Atorméntame este dolor:
¡dulce tormento que me trae la esperanza de que me hayáis perdonado! ¡Ojalá hubiera
muerto mil veces, dulcísimo Salvador mío, antes de haberos ofendido!... Me estremece el
temor de que en lo futuro pudiera volver a ofenderos...

¡Ah, Señor! Enviadme la muerte más dolorosa que hubiere antes de que otra vez
pierda vuestra gracia.

Esclavo fui del infierno; ahora vuestro siervo soy, ¡oh Dios de mi alma!... Dijisteis
que amaríais a quien os amase... Pues yo os amo; soy vuestro y Vos sois mío... Y como
pudiera perderos en lo porvenir, sólo os pido la gracia de que me hagáis morir antes que de
nuevo os pierda... Y si tantos beneficios me habéis dado sin que yo los pidiera, no puedo
temer me neguéis éste que os pido ahora. No permitáis, pues, que os pierda. Concededme
vuestro amor, y nada más deseo...
¡María, esperanza mía, interceded por mí!