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viernes, 9 de octubre de 2015

SI ES ALGUNA VEZ RECOMENDABLE LA UNIÓN ENTRE CATÓLICOS Y LIBERALES PARA UN FIN COMÚN, Y CON QUÉ CONDICIONES.


A propósito de la aceptación de los "dones" de Francisco por parte de Mons. Fellay y su Fraternidad, de la búsqueda de amistad y reconocimiento por parte de los modernistas conciliares transcribimos importantes pensamientos del gran téologo español Félix Sardá Salvany en el Liberalismo es pecado.


CAPÍTULO XXXVI

Otra cuestión se ha agitado muchísimo en nuestros días, y
es la relativa a la unión entre católicos y liberales menos
avanzados, para el fin común de contener a la revolución
más radical y desencadenada. Sueño dorado o candorosa
ilusión de algunos; de otros, empero, pérfida asechanza
con que sólo pretendieron (y han logrado en parte)
desunirnos y paralizarnos. ¿Qué hemos de pensar, pues, de
tales conatos unionistas los que deseamos, sobre todo otro
interés, el de nuestra Santa Religión?

En tesis general hemos de pensar que no son buenas ni
recomendables tales uniones. Dedúcese rectamente de los
principios hasta aquí sentados. El Liberalismo es en su
esencia, por moderado y mojigato que se presente en la
forma, oposición directa y radical al Catolicismo. Los
liberales son, pues, enemigos natos de los católicos, y sólo
en algún concepto accidental pueden tener intereses
verdaderamente comunes.

Pueden, sin embargo, darse de estos algunos rarísimos
casos. Puede, en efecto, suceder que contra una de las
fracciones más avanzadas del Liberalismo sea útil en un
caso dado la unión de fuerzas íntegramente católicas con
las de otro grupo más moderado del propio campo liberal.
Cuando realmente así convenga, deben tenerse en cuenta
las siguientes bases para la unión.

1.ª No partir del principio de una neutralidad o conciliación
entre lo que son principios o intereses esencialmente
opuestos, cuales son los católicos y los liberales. Esta
neutralidad o conciliación está condenada por el Syllabus, y
es de consiguiente base falsa; tal unión es traición, es
abandono del campo católico por parte de los encargados 
de defenderlo. No se diga, pues: "prescindamos de
diferencias de doctrina y de apreciación". Nunca se haga
esta vil abdicación de principios. Dígase ante todo: "A pesar
de la radical y esencial oposición de principios y
apreciaciones, etc." Háblese así y óbrese así para evitar
confusión de conceptos, escándalo de incautos y alardes del
enemigo.

2.ª Mucho menos se concede al grupo liberal la honra de
capitanearnos con su bandera. No; conserve cada cual su
propia divisa, o véngase por aquellos momentos a la
nuestra quien con nosotros quiera luchar contra un común
enemigo. Más claro: únanse ellos a nosotros; nunca
nosotros a ellos. A ellos, abigarrados siempre en su
insignia, no les será tan difícil aceptar nuestro color; a
nosotros, que lo queremos todo puro y sin mezcla, ha de
sernos más intolerable tal barajamiento de divisas.

3.ª Nunca se crea con esto dejar establecidas bases para
una acción constante y normal. No pueden serlo más que
para una acción fortuita y pasajera. Una acción constante y
normal no puede establecerse más que con elementos
homogéneos y que engranen entre sí como ruedas
perfectamente combinadas. Para entenderse durante
mucho tiempo personas radicalmente opuestas en su
convicción, fueran necesarios continuos actos de heroica
virtud por parte de todos. Y el heroísmo no es cualidad
común ni de todos los días. Es exponer, pues una obra a
lamentable fracaso, edificarla sobre base de encontradas
opiniones, por más que en algún punto accidental
concuerden ellas entre sí. Para un acto transitorio de
defensa común o de común arremetida, puede muy bien
intentarse esta coalición de fuerzas, y puede ser laudable y
de verdaderos resultados, siempre que no se echen en
olvido las otras condiciones o reglas que hemos puesto
como de imprescindible necesidad.

A no ser con estas condiciones, no sólo no creemos
favorable la unión de católicos y liberales para empresa
alguna, sino que la estimamos altamente perjudicial. En vez de 
multiplicar las fuerzas, como sucede cuando la suma es
de cantidades homogéneas, paralizará y anulará el vigor de
aquellas mismas que aisladas hubieran podido hacer algo
en defensa de la verdad. Es cierto que hay un proverbio
que dice: "¡Ay del que va solo!" Pero también hay otro
enseñado por la experiencia y en nada opuesto a éste, que
dice: "Vale más soledad que ruin compañía" Creemos que
es Santo Tomás quien dice en no recordamos qué punto:
Bona est unio, ser potior est unitas. "Excelente cosa es la
unión, pero mejor es la unidad". Si se debe, pues, sacrificar
la unidad verdadera en aras de una ficticia y forzada unión,
nada se gana en el cambio, antes se pierde muchísimo, a
nuestro pobre entender.

Además de estas consideraciones, que podrían creerse
meras divagaciones teóricas, la experiencia acreditó ya de
sobras lo que sale por lo regular de tales conatos de unión.
El resultado suele ser siempre mayor exacerbación de
luchas y rencores No hay ejemplo de una coalición de éstas
que haya servido para edificar o consolidar.

Y, sin embargo, es este, como hemos dicho antes, el sueño
dorado, la eterna ilusión de muchos de nuestros hermanos.
Creen éstos que lo que le importa principalmente a la
verdad es sean muchos sus defensores y amigos. Número
paréceles sinónimo de fuerza: para ellos sumar, aunque
sean cantidades heterogéneas, es siempre multiplicar la
acción, así como restar es siempre disminuirla. Vamos a
esclarecer un poco más este punto, y a emitir algunas
últimas observaciones sobre esta ya agotada materia.

La verdadera fuerza y poder de todas las cosas, así en lo
físico como en lo moral, está más en la intensidad de ellas
que en su extensión. Mayor volumen de igual intensa
materia es claro que da mayor fuerza; mas no por el
aumento de volumen, sino por el aumento o suma mayor
de intensidades. Es regla, pues, de buena mecánica
procurar aumento en la extensión y número de las fuerzas,
mas a condición de que con esto resulten verdaderamente
aumentadas las intensidades. Contentarse con el aumento,
sin detenerse a examinar el valor de lo aumentado, es no
solamente acumular fuerzas ficticias, sí que exponerse,
como hemos indicado, a que con ellas salgan paralizadas en
su acción hasta las verdaderas, si algunas hubiere.

Es lo que pasa en nuestro caso, y que nos costará
poquísimo demostrar.
La verdad tiene una fuerza propia que comunica a sus
amigos y defensores. No son éstos los que se la dan a ella;
es ella quien a ellos se la presto. Mas a condición de que
sea ella realmente la defendida. Donde el defensor, so capa
de defender mejor la verdad, empieza por mutilarla y
encogerla o atenuarla a su antojo, no es ya tal verdad lo
que defiende, sino una invención suya, criatura humana de
más o menos buen parecer, pero que nada tiene que ver
con aquella otra hija del cielo.

Esto sucede hoy día a muchos hermanos nuestros, víctimas
(algunos inconscientes) del maldito resabio liberal. Creen
con cierta buena fe defender y propagar el Catolicismo;
pero a fuerza de acomodarlo a su estrechez de miras y a su
poquedad de ánimo, para hacerlo (dicen) más aceptable al
enemigo a quien desean convencer, no reparan que no
defienden ya el Catolicismo, sino una cierta cosa particular
suya, que ellos llaman buenamente así, como pudieran
llamarla con otro nombre. Pobres ilusos que, al empezar el
combate, y para mejor ganarse al enemigo, han empezado
por mojar la pólvora y por quitarle el filo y la punta a la
espada, sin advertir que espada sin punta y sin filo no es
espada, sino hierro viejo, y que la pólvora con agua no
lanzará el proyectil. Sus periódicos, libros y discursos,
barnizados de catolicismo, pero sin el espíritu y vida de él,
son en el combate de la propaganda lo que la espada de
Bernardo y la carabina de Ambrosio, que tan famosas ha
hecho por ahí el modismo popular para representar toda
clase de armas que no pinchan ni cortan.

¡Ah! no, no, amigos míos; preferible es a un ejército de
esos una solo compañía, un solo pelotón de bien armados
soldados que sepan bien lo que defienden y contra quién lo
defienden y con qué verdaderas armas lo deben defender.
Denos Dios de esos, que son los que han hecho siempre y
han de hacer en adelante algo por la gloria de su Nombre, y
quédese el diablo con los otros, que como verdadero
desecho se los regalamos.

Lo cual sube de punto si se considera que no sólo es inútil
para el buen combate cristiano tal haz de falsos auxiliares,
sino que es embarazosa y casi siempre favorable al
enemigo. Asociación católica que debe andar con esos
lastres, lleva en si lo suficiente para que no pueda hacer
con libertad movimiento alguno. Ellos matarán a la postre
con su inercia toda viril energía; ellos apocarán a los más
magnánimos y reblandecerán a los más vigorosos; ellos
tendrán en zozobra al corazón fiel, temeroso siempre, y con
razón, de tales huéspedes, que son bajo cierto punto de
vista amigos de sus enemigos. Y, ¿no será triste que, en
vez de tener tal asociación un solo enemigo franco y bien
definido a quien combatir, haya de gastar parte de su
propio caudal de fuerzas en combatir, o por lo menos en
tener a raya, a enemigos intestinos que destrozan o
perturban por lo menos su propio seno? Bien lo ha dicho La
Civiltá Cattolica en unos famosos artículos.

"Sin esa precaución, dice, correrían peligro ciertísimo no
solamente de convertirse tales asociaciones (las católicas)
en campo de escandalosas discordias, mas también de
degenerar en breve de los sanos principios, con grave ruina
propia y gravísimo daño de la Religión."

Por lo cual concluiremos nosotros este capítulo trasladando
aquí aquellas otras tan terminantes y decisivas palabras del
mismo periódico, que para todo espíritu católico deben ser
de grandísima, por no decir de inapelable autoridad. Son
las siguientes:
"Con sabio acuerdo las asociaciones católicas de ninguna
cosa anduvieron tan solicitas como de excluir de su seno,
no sólo a todo aquel que profesase abiertamente las
máximas del Liberalismo, si que a aquellos que, forjándose
la ilusión de poder conciliar el Liberalismo con el
Catolicismo, son conocidos con el nombre de católicos
liberales".