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viernes, 4 de abril de 2014

EL SANTO ABANDONO (continuación)


Continuación del Libro El Santo Abandono


    La Providencia sacude recios golpes y la naturaleza se lamenta. Hierven nuestras pasiones, el orgullo nos reduce, nuestra voluntad se deja arrastrar.  Profundamente heridos por el pecado,  nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro gangrenado. 

Estamos persuadidos de que no hay para nosotros remedio sino en la amputación, mas no tenemos valor para hacerla con nuestras propias manos. Dios, cuyo amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este doloroso servicio. En consecuencia nos enviará contradicciones imprevistas, abandonos, desprecios, humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una enfermedad que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los que liga y aprieta el  miembro gangrenado, le hiere la parte más conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar a lo vivo.

 La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha, porque este duro tratamiento es la curación, es la vida. Estos males que de fuera nos llegan, son enviados para abatir lo que se subleva dentro, para poner límites a nuestra libertad que se extravía y freno a nuestras pasiones que se desbocan. He aquí por qué permite Dios se levanten por todas partes obstáculos a nuestros designios, por qué nuestros trabajos tendrán tantas espinas, por qué no gozaremos jamás de la tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán con frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene la naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos sinsabores; los hombres, injusticias, y su carácter, tantas y tan inoportunas desigualdades. A derecha e izquierda somos acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra voluntad, que es demasiado libre, así  probada, estrechada y fatigada por todas partes, se despoje al fin de sí misma y no busque sino la sola voluntad de Dios. Mas ella se resiste a morir, y esta es una de las causas de los disgustos.


   La Providencia emplea a veces medios desconcertantes. “Dios comienza por reducir a la nada a los que encarga alguna empresa”. Mas adoremos la divina Sabiduría que ha combinado perfectamente todas las cosas, estemos bien persuadidos de que los mismos obstáculos le servirán de medios y que llegará siempre a sacar de los males que permite el invariable bien que se propone, es decir, los progresos de la Iglesia y de las almas para la gloria de su Padre.


   En consecuencia, si consideramos las cosas a la luz de Dios, llegaremos a la conclusión de que muchas veces los males en este mundo no son  males, los bienes no son bienes, hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que son un castigo.


   Citemos algunos ejemplos entre mil, para poner estas verdades en todo su esplendor. Dios se compromete a hacer de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo de las promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente que no: mas quiere probar la fe de su servidor y a su tiempo detendrá el brazo. Se propone someter a José la tierra de los faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de sus hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna, conducido a Egipto, vendido como esclavo, después pasa en la cárcel años enteros, todo parece perdido, y, sin embargo, por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus gloriosos destinos. Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su pueblo  del yugo de los medianitas, improvisa soldados que apenas serán uno contra cuatro. En lugar de aumentar su número, el Señor despide a la mayor parte, no conservando sino trescientos y, armándolos de trompetas, de lámparas, con cántaros de barro, les conduce, ¿a dónde, diremos, a la batalla o al matadero? Y con este inverosímil ejército es con el que asegura a su pueblo una sorprendente y segura victoria.


   Después de las ovaciones de los ramos, Nuestro Señor es traicionado, prendido, abandonado, negado, juzgado, condenado, abofeteado, azotado, crucificado y pierde su reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la herencia de las naciones? Triunfa el infierno y todo parece perdido, no obstante, por ahí mismo nos viene la salvación. Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo que es débil. Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la conquista del mundo; nada son, pero Él está con ellos. Deja a la persecución  campear durante tres siglos, y, según su palabra profética, aquélla apenas ha de cesar; renueva a la Iglesia en lugar de destruirla y la sangre de los mártires es aún hoy día  semilla de cristianos. Los reyes y los pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo, que es, sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el momento que Él ha escogido, el “Hijo del carpintero, el Galileo”, siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en una  ataúd y los citará a su tribunal. Mientras la tierra se agita en un sin fin de revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta, indestructible y luminosa sobre las ruinas de los tronos y de las nacionalidades.


   Quédanle medios propios suyos, medios inverosímiles, que Dios escogerá para salvar a un pueblo, conmover las muchedumbres, instituir familias religiosas.   Hubo un tiempo en que daba pena el reino de Francia; para arrancarlo de una pérdida total e inminente, Dios va a suscitar no poderosas armas, sino una inocente niña, una pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil instrumento libra a Orleáns y conduce triunfalmente al Rey a Reims para ser consagrado. Conmueve países enteros a la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote rural, y a excepción de la santidad, hombre de menguado valer.


    Abrumado por el peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y abdica al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión.


   ¿No es así cómo día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos; abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida sobre  nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente más sabio que nosotros, no escucha nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con  nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono; de verdadera santidad.


Continuará..