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martes, 8 de abril de 2025

CAP. 4 FRUTOS DEL SANTO ABANDONO (Muerte santa y valimiento cerca de Dios)

 


Artículo 5º.- Muerte santa y valimiento cerca de Dios

A medida que el alma avanza en el Santo Abandono,

progresa también en el desasimiento de todas las cosas para

no adherirse sino a Dios sólo; la fe, la confianza y el amor con

todas las demás virtudes han tomado en ella vastas

proporciones, y la unión de su voluntad con la de Dios se ha

ido estrechando de día en día. El alma camina a pasos

agigantados por el camino de la perfección. Una santa vida prepara

una muerte santa, y en cierto modo la asegura. La

perseverancia final es siempre la gracia de las gracias, el don

gratuito por excelencia; mas nada hay comparable al Santo

Abandono para mover a nuestro Padre celestial a

concedernos esta gracia decisiva. El, que va en busca del

pecador, ¿podrá acaso rechazar un alma que sólo vive de

amor y filial sumisión? Que ella prosiga por este camino hasta

el fin, y vedla salva, pero al modo de los santos. Aun hablando

de los cristianos ordinarios, el piadoso Obispo de Ginebra

acostumbraba decir: «A Dios con todo su poder le es

imposible condenar a un alma que, al salir de su cuerpo, tiene

su voluntad sumisa a la voluntad divina. Tal como se halla

nuestra voluntad a la hora de nuestra muerte, del mismo modo

permanecerá toda la eternidad. Como queda el árbol al ser

derribado, así permanece. Por este motivo, cuando asistía a

un moribundo hacia los mayores esfuerzos para conseguir que

sometiera por completo su voluntad a la de Dios, y apenas le

hablaba de otra cosa.»


La muerte nos arrebatará nuestros bienes y nuestra

situación, nuestros parientes y hasta nuestro cuerpo. Cuando

uno está bien afianzado en el Santo Abandono, ni siquiera

llega a sentir esas crueles separaciones que desgarran el

alma apegada a las cosas de este mundo. Este abandono nos

ha hecho indiferentes por virtud a todo lo que la muerte nos ha

de arrebatar por fuerza; venga cuando quiera, que el sacrificio

está ya hecho en el corazón y ninguna mella hacen en éste las

cosas que ella nos quita, pues no se quiere sino a Dios solo, y

precisamente la muerte es la que va a colmar este deseo.


Sin duda, traerá un terrible cortejo de sufrimientos y

tentaciones; es el combate decisivo y la prueba dolorosa entre

todas. Nada, empero, dispone a este trance supremo como el

Santo Abandono, pues él nos ha formado para recibirlo todo

de la mano de Dios con amor y confianza, y a cumplir con

valentía nuestro deber hasta bajo el peso de la cruz,

apoyándonos en el poder y en la bondad de Dios. He aquí la

razón por qué Santa Teresa del Niño Jesús haya podido decir

con legítima seguridad: «No temo en manera alguna los

últimos combates, ni los sufrimientos de la enfermedad por

intensos que sean. Dios me ha socorrido siempre: El me ha ayudado

y conducido desde mi tierna infancia... Cuento con

El. Podrá el sufrimiento alcanzar su máxima intensidad, mas

estoy segura de que El no me abandonará jamás.» Aun para

las almas más santas, es una cosa en sumo grado

impresionante el paso del tiempo a la eternidad. « ¡ Qué

solemne hora ésta en que me hallo! -decía en sus últimos

momentos Sor Isabel de la Trinidad-. El más allá es

imponente; parecíame haber vivido en él después de largo

tiempo y, sin embargo, lo desconozco por completo... Yo

experimento un sentimiento indefinible, algo de la justicia, de

la santidad de Dios. ¡Me hallo tan pequeña, tan desprovista de

méritos! ¡Cuán necesario es exhortar a los agonizantes a la

confianza! » « ¡Qué necesario es -decía Santa Teresa del Niño

Jesús-, qué necesario es orar por los agonizantes! ¡Si lo

entendiéramos bien! » Razón tenía ella para expresarse de

esta suerte, pues a pesar de haber llevado una vida tan pura,

percibía el sonido de una voz maldita que murmuraba a sus

oídos: «¿Tienes seguridad de ser amada de Dios? ¿Ha venido

El a decírtelo?» Con esto permaneció durante muchos días en

un estado de angustia que no se puede explicar. «¡Padre mío

-decía a su confesor Santa Juana de Chantal en su agonía-,

os aseguro que los juicios de Dios son espantosos! »


Preguntóle aquél si tenía miedo. - «No, respondió ella; mas os

aseguro que los juicios de Dios son terribles.» Es el grito de la

naturaleza en el último trance, es el pasmo de este momento

decisivo, infinitamente solemne; es la angustia de una

conciencia delicada, alarmada por su misma humildad. Un

alma que vive en el Santo Abandono triunfará de este temor.

No descuida medio alguno de completar su preparación, mas

ante todo piensa en que va por fin a ver a su Padre, a su

Amigo, a su Amado, a Aquel en quien ella ha puesto todas sus

complacencias; el Dios de su corazón, al cual no ha cesado de

dar su vida gota a gota; gusta recordar con una dulce emoción

las innumerables pruebas de su amor, de sus misericordias,

de sus inefables ternuras, y siente que ella le ama del fondo

de su alma y que a su vez es aún mucho más amada. ¡Cuán

feliz se considera pudiendo decir con el Salmista en esta hora

tan seria y decisiva: «Vos sois mi Dios, y mi suerte está en

vuestras manos!». En una palabra, ella ha vivido de amor y de

 confianza, muere en el amor y en la confianza. Después de

una vida tan llena de penas interiores, Santa Juana de Chantal

y San Alfonso de Ligorio tuvieron la más dulce muerte. Tal vez

quiera Dios conservarnos sobre la cruz hasta el fin, mas no es

raro ver a las almas que han practicado el abandono morir sin

temor alguno, irse a la eternidad tranquilas y alegres, como un

niño que entra en el hogar paterno, cual religioso que se dirige

a cantar el Oficio. Tal fue el fin de la bienaventurada María

Magdalena Postel: «En su muerte no encontramos debilidad

alguna, ningún temor. Después de haber estado tan

perfectamente sometida a la divina voluntad durante su larga

carrera, no podía dejar de estarlo en el día decisivo. Sus horas

postreras rebosan en calma, en confianza y en abandono. A la

invitación del capellán para que ofrezca el sacrificio de su vida,

responde: "Nada me cuesta, ¡hágase en todo la voluntad de

Dios!" Maravilladas de su serenidad y sosiego, pregúntanle

sus hijas si es feliz. "¡Que si soy feliz!" y su rostro se tomó

radiante, parecía transparente como un alma que vuela al

cielo, no cesando de unirse a su Amado por actos de fe y

amorosas aspiraciones.» En esta hora decisiva nadie se

encontrará sobradamente puro ni bastante rico en méritos. Es

verdad, mas nada hay de tanta eficacia como el Santo

Abandono para hacer del todo fructuosa la suprema prueba.

¡Cuánto se gana soportando con una amorosa paciencia el

duro trabajo de la destrucción, recibiendo de la mano de Dios

con filial confianza el golpe de la muerte! Esto formará un

magnifico haz de méritos añadidos a otros muchos, y éste

será el más cargado de buen grano. Es además una ofrenda

muy agradable a la justicia divina, y quizá una satisfacción

suficiente por nuestros pecados. Según San Alfonso, «aceptar

la muerte que Dios nos presenta para conformarnos con su

voluntad, es merecer una recompensa parecida a la de los

mártires: éstos no son reputados por tales, sino en cuanto han

aceptado los tormentos y la muerte para agradar a Dios. El

que muere conformándose con la Divina Voluntad tiene una

muerte santa, y el que muere en una mayor conformidad tiene

una muerte más santa. Asegura el Padre Luis de Blosio que

en la muerte, un acto de perfecta conformidad nos preserva no

tan sólo del infierno, sino que también del purgatorio». ¿No será, al

 menos, un motivo de angustia dejar en el

destierro, en los peligros, en la necesidad tal vez, todo lo que

se ha amado después de Dios: su familia, su Comunidad,

seres queridos que habrán puesto su confianza en nosotros?


La bienaventurada María Magdalena deja en el mayor

desamparo una Congregación apenas fundada, «pero ella,

que no había sido durante su vida sino el instrumento de la

Providencia, muere sin preocupación por su Comunidad; no

habiendo contado nunca con ningún brazo humano, en sus

últimos momentos tampoco cuenta sino con el Señor». A todos

los que se ha amado según Dios, no se deja de amarlos en el

cielo; lejos de esto, el afecto se hace más intenso y más puro,

y se está mejor situado para velar sobre ellos y para manejar

sus verdaderos intereses. ¿No es Dios el Soberano Dueño de

su suerte? ¿Y quién será tan poderoso cerca de El como un

alma que no ha vivido sino de su amor, en una constante

fidelidad para cumplir su voluntad significada, en un perfecto

abandono a su beneplácito? El mismo nos ha declarado «que

hará la voluntad de los que le temen, y que escuchará sus

ruegos». No hay palabra que más anime que ésta: hagamos la

voluntad de Dios, y El hará la nuestra; hagamos todo lo que El

quiere, que El hará todo lo que nosotros queramos. De ahí es

de donde procede el poder de intercesión de las almas que

viven en una amorosa y perfecta conformidad: ellas nada

niegan a Dios y Dios no les negará nada a ellas. El poder de

su oración en la tierra y en el cielo, estará siempre en relación

con su grado de amor, de obediencia y de abandono; y si Dios

se complace en glorificar algunas almas entre las mejores, no

busquemos en otra parte la causa de su elección.


He aquí por qué Santa Teresa del Niño Jesús es el gran

taumaturgo de nuestros días. Al fin de su vida parece tener

conciencia de su misión, cuyos secretos revela más de una

vez: «Yo quiero pasar mi cielo haciendo bien sobre la tierra.

Después de mi muerte haré caer una lluvia de rosas. Siento

que mi misión va a comenzar, mi misión de hacer amar a Dios

como yo le amo y de manifestar mi pequeño camino a las

almas. «¿Cuál es el pequeño camino que queréis enseñar?»

«Es el camino de la infancia espiritual, es el camino de la

confianza y del completo abandono.» Escuchemos ahora la razón que ella pone en primer término. «Yo no he dado a Dios

sino amor. El me devolverá amor. El cumplirá todos mis

deseos en el cielo, porque yo no he hecho jamás mi voluntad

en la tierra.»


Terminemos por un rasgo que se encuentra en todas

partes, pero que de un modo especial nos pertenece: pues el

héroe es un hermano converso de nuestra Orden, el

bienaventurado Aniano de Eberbach, y el narrador es también

de los nuestros, el bienaventurado Cesáreo, Prior de

Heisterbach. Vivía en el Monasterio de Eberbach un santo

hermano que se distinguía sobre todo por la obediencia y

simplicidad. Habíale Dios otorgado con tanta largueza el don

de milagros, que con sólo tocar su cinturón o sus hábitos los

enfermos sanaban de cualquier enfermedad. Maravillado de

un favor tan singular, y no advirtiendo en este hermano señal

alguna de santidad, preguntóle su Abad un día cómo explicaba

que Dios hiciera tantos prodigios por su mediación.-No lo sé,

respondió éste, porque ni oro, ni velo, ni trabajo, ni ayuno más

que mis hermanos; lo único que puedo decir es que en

cualquier acontecimiento, próspero o adverso, adoro la

voluntad de Dios. Tengo siempre un gran cuidado de querer

en todas las cosas lo que Dios quiere, y El me concede la

gracia de conservar mi voluntad enteramente abandonada a la

suya. Ni me eleva la prosperidad, ni me abate la adversidad,

porque todo lo recibo indiferentemente como de la mano de

Dios, y el único fin de mis oraciones es que se cumpla

perfectamente su santa voluntad en mí y en todas las

criaturas. - Decidme, replicó el Abad, ¿no os turbasteis algo

cuando el otro día una mano malvada incendió la granja, y

destruyó nuestros medios de subsistencia? - No, padre, muy

por el contrario, he dado gracias a Dios, según mi costumbre

en semejantes ocasiones, persuadido de que el Señor nada

hace o permite que no redunde en su gloria y en mayor bien

nuestro. Habida esta respuesta, que muestra tan perfecta

conformidad con la voluntad de Dios, ya no se maravilló el

Abad de que aquel religioso obrase tantos prodigios.