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martes, 31 de enero de 2023

LA IGLESIA OCUPADA Libro de Jacques Ploncard d’Assac (CAPITULO 2)

 


CAPITULO II - EL “ORBIS CHRISTIÁNUS”

Todo se miraba bajo SPECIAE AETERNITAS, desde el punto de vista eterno.

C. V. GHEORGHIU

La Edad Media duró mil años. Mil años durante los cuales se forja el ORBIS CHRISTIANUS, el Universo cristiano. Es el más formidable ensayo de imperio universal que jamás haya sido intentado, conseguido y mantenido.


“El esfuerzo principal de la clase dirigente —la clase eclesiástica— era unificar el planeta. La consigna era: REDUCERE AD UNUM. Un solo jefe: el representante de Dios en la tierra. Una sola lengua: el latín. Una sola ley: la ley de la Iglesia. El ideal era hacer depender de la Iglesia todas las formas de vida, con todos sus valores y todas sus virtudes, no negadas pero sí avasalladas”.


Al cabo de estos mil años, un fenómeno trastorna todo: la aparición del Capitalismo.

¿Cómo se produjo? Muy sencillamente, las finanzas y la economía consiguieron escapar de las normas de la Iglesia y comenzaron a desarrollarse según la ley de la ganancia. Esto sucede cuando Lutero fija sus tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, en octubre de 1517. El ORBIS CHRISTIANUS estalla. Se entra en el mundo moderno.

 

Este mundo moderno que, observa C. V. Gheorghiu, cesará “un mes de octubre — siempre octubre— de 1917. En el momento del estallido del mundo moderno y del advenimiento de la revolución rusa, a partir de la muerte de la sociedad moderna, todas las ramas de la actividad dejan de ser independientes. Están subordinadas a la idea central, absoluta y considerada como inviolable. En octubre de 1917, SE REANUDA LA FÓRMULA DE VIDA DE LA EDAD MEDIA. Karl Marx es el continuador de Santo Tomás de Aquino, en cuanto a la concepción de la organización social. Así como en la Edad Media no se concebía más que una filosofía cristiana, unas matemáticas cristianas, una medicina cristiana y un amor cristiano, allí donde son aplicadas las reglas de la nueva sociedad, en la mitad del planeta, no existe exclusivamente más que una filosofía marxista, una literatura marxista, una moral marxista y un ejército marxista (...) Así como antes no existía rama de la actividad humana sin la opinión y la aprobación de la religión, no existe en la sociedad marxista ninguna especie de actividad que no esté controlada y dirigida por la idea central marxista. La sociedad que ha surgido en octubre de 1917 es una continuación de la Edad Media EN LA QUE DIOS FALTA y el equipo técnico sobra. El resto es exactamente igual, idéntico”.

Así, la sociedad capitalista no habría sido más que un enorme paréntesis entre dos sociedades universalistas, SIN DIOS la segunda.

Karl Marx, escribe M. Trévor-Roper, vive en el protestantismo la ideología propia del capitalismo, el epifenómeno religioso de un fenómeno económico. Max Weber y Werner Sombart invierten la proposición.

“Considerando que el espíritu liberal precedía a la letra, lanzaron la hipótesis de un espíritu creador, el ESPÍRITU DEL CAPITALISMO. Weber y Sombart, como Marx, situaron el desarrollo del capitalismo moderno en el siglo XVI y, por consiguiente, ambos buscaron el origen de este nuevo ESPÍRITU DEL CAPITALISMO entre los acontecimientos de ese siglo. Weber, seguido en esto por Ernest Troeltsch, encontró este origen en la Reforma; el espíritu del capitalismo, dice, es una consecuencia directa de la nueva “ética protestante, tal como la enseñaba Calvino”.


Sombart fue más lejos que Weber y vio en los judíos sefardíes, que en el siglo XVI huyeron de Lisboa y de Sevilla y llegaron a Hamburgo y Amsterdam, a los verdaderos instauradores del capitalismo, cuyo ESPÍRITU denunciaba en la ética judía del TALMUD.


Las dos tesis no son inconciliables, incluso se complementan y forman una nueva tesis que se podría expresar así: el hundimiento de la ética cristiana en el siglo XVI, bajo los golpes del liberalismo erasmista, de la Reforma luterana y calvinista, de la ética judía, permitió el nacimiento de un capitalismo de especulación que tiende a la plutocracia.


H. R. Trévor-Roper demuestra que en el siglo XVI, en los países católicos y protestantes, los hombres de negocios son calvinistas. “Constituyen —escribe—, una fuerza internacional, la ¿élite económica de Europa. Es como si fuesen los únicos capaces de hacer fructificar el comercio y la industria y al hacerlo administran importantes sumas de dinero destinadas, bien a mantener ejércitos, bien a reinvertir en otras grandes empresas económicas”.


Se trata de una clase apátrida, no solamente formada por calvinistas: “Analizando la clase de empresarios de las nuevas ciudades ‘capitalistas’ del siglo XVI, se descubre que esta clase está esencialmente formada por emigrantes y que éstos, cualquiera que sea su religión, provienen esencialmente de cuatro regiones. Primeramente, vienen los flamencos calvinistas, lo que permite a Weber defender su tesis. Después vienen los judíos de Lisboa y de Sevilla a los que Sombart hizo rivales de los calvinistas de Weber. En tercer lugar, están los alemanes del Sur, en particular de Augsburgo. Por último, en cuarto lugar los italianos, sobre todo los de Como, Locarno, Milán y Lucca”.

Todos tienen un denominador común: HAN ROTO CON LA CRISTIANDAD.

¿Por qué aparece de repente esta clase capitalista apátrida? ¿Por razones económicas, como cree Karl Marx? Por eso no. Aparece porque la Iglesia de la Contrarreforma ha vuelto a tomar en sus manos la estructura social.

La creación de la Internacional capitalista que se forma en el Norte de Europa en el siglo XVI, se debe a las medidas religiosas, políticas y sociales de la Contrarreforma. El protestantismo ha engendrado un nuevo tipo de hombres que engendran a su vez el capitalismo apátrida, porque la Iglesia de la Contrarreforma rechazó el capitalismo liberal que se había introducido bajo el amparo del liberalismo erasmista.


Esta Internacional del Oro, esta Plutocracia “flor del mal del peor capitalismo”, se forma y se adhiere a las Corporaciones cuyo control conserva la Iglesia.


Dos tipos de sociedad se enfrentan: la sociedad corporativa cristiana, que busca proteger el empleo reglamentando los cambios de técnicas, y la sociedad capitalista, que busca acrecentar sin límite sus beneficios por la aceleración de los cambios técnicos. Es la sociedad del interés y de consumo.

 No hay pues, en absoluto, como lo ha creído Marx, una causa económica que engendra un estado de espíritu, sino al contrario, un estado de espíritu que, rechazando las reglas del ORBIS CHRISTIANUS milenario, tendió al provecho individual y engendró una economía capitalista.

 La resistencia a este empuje fue aplicada en el sitio debido por la Contrarreforma, pero la Reforma sirvió de refugio ideológico y territorial a la nueva internacional, la del Oro.

 Esta se funda, dirá C. V. Gheorghiu, “en un descubrimiento a primera vista pueril. La Iglesia, la autoridad suprema, única, de todas las actividades y de la vida humana en la tierra, enseña a los fieles que: PECUNIA PECUNIAM NON PARERE POTEST, lo cual quiere decir una moneda no puede tener hijos. Ahora bien, los hombres han visto con sus propios ojos de qué forma las monedas producen otras. A causa de este descubrimiento el ORBIS CHRISTIANUS y la organización social de la Edad Media se han derrumbado”. 

Pero esto se ha hecho en contra de la ley de la Iglesia.

 “El interés del capital es un robo”, había dicho San Bernardo. El ORBIS CHRISTIANUS consideraba que el derecho de propiedad “pertenecía en primer lugar al género humano considerado como unidad moral”. Edouard Drumont lo ha recordado en un capítulo muy notable de La Fin, d’un Monde: “Originariamente, escribe, nadie tiene derecho a sustraer de la comunidad una parte de los bienes terrestres y de apropiársela con exclusión de los demás. Según la ley natural, los bienes temporales serían más bien comunes. Si los hombres fuesen tales que la ley natural pudiese ser aplicada, pura y simplemente, es decir, si se encontrasen en la condición íntegra de su primera naturaleza, la comunidad de los bienes terrestres sería el mejor y el más preferible de los estados.

“Este estado de naturaleza ideal, soñado tan a menudo, no habiendo existido jamás y no pudiendo realizarse ni en el presente, ni en el futuro, desde la caída del hombre, la comunidad absoluta de bienes no ha podido ser aplicada nunca, ni lo será jamás fuera de las asociaciones religiosas cuyos miembros tienden a aproximarse a la entera perfección”.

Luego, la propiedad privada no se admite más que “como un orden, en la mayoría de los casos, más ventajoso para la colectividad que la comunidad de bienes”.


Pero aunque la Iglesia admita la propiedad privada, “no ha dejado menos de conservarle su carácter de usufructo, de simple delegación, unida a la obligación de no disfrutar de la propiedad más que dentro de muy estrictos límites, y de distribuir su parte a los que sufren”.


El ORBIS CHRISTIANUS fundado sobre esta concepción de la propiedad no podía admitir que “la moneda engendrase monedas”. San Gregorio Nacianceno había dicho que “el que llamase ROBO y PARRICIDIO a la inicua invención del interés del capital no estaría muy alejado de la verdad. En efecto ¡qué importa que te adueñes del bien ajeno escalando muros o matando a los caminantes o que adquieras lo que no te pertenece por los efectos despiadados del préstamo!”.

En el ORBIS CHRISTIANUS la moneda es sólo un instrumento de medida. Por lo demás se utiliza poco, el comercio es esencialmente un trueque.

Salvo a los judíos a quienes la Iglesia tolera en sus ghettos, el ORBIS CHRISTIANUS sólo abarca a los cristianos y “la Iglesia no es un ejemplo de verdades especulativas con las cuales la fe o la razón puedan estar de acuerdo o en conflicto. Se impone con el mismo derecho que una constitución política o que las leyes jurídicas”.

En esta sociedad, las relaciones sociales no se imponen por exigencias humanas, tales como las concebimos hoy en día, sino por exigencias divinas. El hombre forma parte del tiempo eterno, con las Estaciones, los Angeles, el Paraíso y el Infierno, “con unidades de medida tales como el Cielo y la Eternidad, la manera que tenía el hombre de mirar las cosas, los acontecimientos y la vida era totalmente diferente de la del hombre moderno. Todo se miraba bajo SPECIAE AETERNITAS, desde el punto de vista eterno”.


En esta sociedad todo se encadena con lógica: “El hombre medieval considera el universo como una máquina creada por Dios (...) El único camino por el que el hombre puede subir al Paraíso, son los peldaños de la Iglesia. EL QUE LOS ESCALA ENCONTRARÁ A DIOS. Con el fin de facilitar la obra de la salvación del planeta, “LA MÁQUINA PARA SALVAR A LAS ALMAS” ha dividido la población de la tierra en tres categorías... los BELLATORES o los que combaten, los ORATORES o los que rezan los LABORATORES o los que trabajan para alimentar, vestir y servir a las dos categorías primeras”.


Estas divisiones descansan a la vez en el empleo de las capacidades de cada uno. Ninguna discriminación de valor entre estas clases. “Por inferior que sea la función que el hombre ejerza, forma parte del cuerpo del universo (. . .). Gracias a esta doctrina, los contrastes que en el mundo moderno son considerados como antítesis irreconciliables, se presentan en el mundo medieval bajo el aspecto de una perfecta armonía”.


La conciencia del carácter efímero de la vida humana, la convicción de que no es más que un período de paso hacia la vida verdadera, un tiempo de prueba, son tan vivas en la sociedad del ORBIS CHRISTIANUS que los mismos comerciantes tienen buen cuidado en no ceder a la tentación de las posibilidades de ganancias que se les ofrecen.

 

“Nadie habría aceptado una transacción que le hubiese llevado —automáticamente— al Infierno o al Purgatorio, igual que hoy ningún hombre sensato aceptaría hacer un negocio que lo llevase automáticamente a la cárcel. Los hombres de negocios del ORBIS CHRISTIANUS tenían todos un consejero eclesiástico a quien consultar antes de cada operación, como los hombres de negocios de los tiempos modernos tienen un consejero jurídico a quien consultar para no acabar en la cárcel” .


Al primer gran capitalista del siglo XVI, Jacques Fugger, le vemos dudar todavía e inquietarse ante ciertos negocios. Por mediación de Johannes Eck, accede al Papa “con el fin de obtener licencia y absolución para ciertas operaciones que, normalmente, conducen al Infierno al que se dedica a ellas”.

 Pero desde que Fugger y sus semejantes han descubierto que la moneda se reproduce, la tentación es fuerte y todos ceden a ella, incluso los teólogos.

 Durante cierto tiempo, los “astutos” creyeron mantener dentro de ciertos límites el capitalismo naciente. Erasmo, por ejemplo, “no condena la riqueza en sí, ni la libertad de empresa que permite a los hábiles negociantes hacer fructificar su capital” (...). Su cristianismo liberal no se asombra de tal comportamiento. “Cristo —escribe en su Banquet religieux— no ha prohibido la habilidad para los negocios, sino la preocupación tiránica del lucro”.

 Erasmo es el comensal de los Fugger de Augsburgo y de los Welsers de Amberes pero, tan fuerte es el poder de las costumbres cristianas que todavía se estremece cuando descubre los procedimientos de los “acaparadores’ que hacen pasar hambre al pueblo, provocando alzas artificiales de productos coloniales tales como el azúcar. En su dedicatoria de las obras de San Juan Crisóstomo, vemos a Erasmo meterse con los monopolios que, a pesar del descubrimiento de las nuevas vías marítimas de las Indias, no hacen que se note un descenso del precio de los productos exóticos. Hubo incluso algunos problemas con la censura de Lisboa a propósito del monopolio arrendado a poderosos traficantes que no pensaban en absoluto bajar los precios, pues la disminución del precio de costo servía para enriquecerlos con más rapidez.

 Inquieto porque prevé las consecuencias del desarrollo del liberalismo económico, no contando ya con la fuerza moral que él ha contribuido a debilitar, Erasmo, para restablecer la igualdad de cargas, no ve más solución que los impuestos.

 “Deseaba un sistema fiscal que desgravase los artículos de primera necesidad de los que el pueblo hace o debería hacer gran consumo, tales como el trigo, el pan, el vino, la cerveza, las telas y que gravase con pesadas tasas los productos de lujo tales como el lino, la seda, las materias primas para tinturas, las especias, las piedras preciosas”.

 En este ORBIS CHRISTIANUS que se deshace, donde la autoridad de la Iglesia se debilita, Erasmo se vuelve hacia el Estado para pedirle que vigile el bien común.

 “Es al Estado al que corresponde estimular las actividades económicas en expansión y no alentar las formas de industria y de comercio que no enriquecen al país, sino que crean, por el contrario, necesidades ficticias y que no interesan más que a una minoría de privilegiados. Es el Estado el que debe decidir opciones fundamentales, como las de una economía agrícola mejor que industrial, la apertura o cierre de ciertos mercados, mirando sólo el interés común”.

Se adivina la inquietud que nace de la dislocación de un orden social cuyos frenos estaban en el INTERIOR DE LOS INDIVIDUOS, en su conciencia, y en la aparición de un mundo nuevo en el cual los frenos sólo podrán actuar desde el exterior.

Esos frenos, ¿en qué manos van a estar? ¿En las del Estado? Pero, ¿qué Estado?

Ya estamos tocando las consecuencias políticas de la Reforma. La Boétie, en su Discours sur 1a servitude volontaire, pone ya todas las condiciones de la democracia permisiva. Por lo demás el sofisma es hábil: “Ciertamente —escribe— no hay nada claro ni visible en la naturaleza en lo que no podamos hacernos los ciegos, así es como la naturaleza, este ministro de Dios y Gobernador de los hombres, ha hecho a todos de la misma forma y según parece de un mismo molde, a fin de que nos reconozcamos todos por compañeros o más bien HERMANOS.

 “Entonces, puesto que esta buena madre nos ha dado a todos la tierra como morada, nos ha albergado a todos un una misma casa, nos ha configurado a todos de la misma pasta, para que cada uno se pueda mirar y casi reconocer uno en otro; si ha mostrado en todas las cosas que nos quería unidos a todos, todos UNOS (es decir iguales), no hay que dudar de que todos seamos NATURALMENTE LIBRES”.

 La Iglesia y la Sociedad ya no van a dejar de verse turbadas por estas falsas concepciones de la igualdad y de la libertad.

Cuando la crisis alcance su punto culminante, a finales del siglo XIX, León XIII tendrá que recordar que la libertad es SOLAMENTE “la facultad de hacer el bien, sin trabas y siguiendo las normas impuestas por la eterna justicia”, es decir Dios, y que esta libertad “es la única digna del hombre y ÚTIL A LA SOCIEDAD”.

 Reprobará con energía la libertad “acordada indistintamente a la verdad y al error, al bien y al mal”. Condenará la idea de que la autoridad pueda residir en “la mayoría popular” y que pueda no estar “sometida a otras leyes más que a las que ella misma haya traído según su capricho”.

 En efecto, ¿cuáles serían las consecuencias de tal interpretación de la libertad? Sería admitir que el hombre tiene el derecho “de sustraerse a la voluntad de Dios” y, a partir de entonces, “ninguna ley podría moderar la libertad humana”.

 Todas las consecuencias a las que hemos llegado en este fin de siglo y cuyo daño comprobamos, han sido anunciadas por León XIII: “El juicio y la apreciación de las ideas y por ello naturalmente también de los actos puestos en manos de todo hombre hace que la autoridad pública de los gobernantes se encuentre disminuida y debilitada. Pues sería extraordinario que los que están persuadidos de esta opinión, la más perversa de todas, de que de ninguna manera están sujetos al gobierno y obediencia de Dios, reconozcan alguna autoridad humana y que se sometan a ella.

 “Así pues, habiendo derribado los fundamentos sobre los que se apoya toda autoridad, la sociedad civil se disuelve y se desvanece; ya no hay Estado y sólo queda el dominio de la fuerza y del crimen”

¿Asombrosa premonición de los tiempos actuales? No, sino apreciación lógica de las consecuencias de los principios planteados por la herejía del siglo XVI. En cuanto a la idea de igualdad, tal como la entendía La Boétie, León XIII nos muestra por el contrario que “la naturaleza ha puesto diferencias tan variadas como profundas entre los hombres: diferencias de inteligencia, de talento, de habilidad, de salud, de fuerza: DIFERENCIAS NECESARIAS de donde nace espontáneamente la desigualdad de condiciones”.

 Entonces, ¿es injusta la naturaleza? No, puesto que esta desigualdad “sirve al provecho de todos, tanto de la sociedad como de los individuos, pues la vida social requiere un organismo muy variado y con muy diversas funciones, y lo que precisamente lleva a los hombres a la distribución de estas funciones es sobre todo la diferencia de sus condiciones respectivas”.

 Lejos de haber armado a los hombres unos contra otros, la naturaleza ha dispuesto la sociedad como el cuerpo humano en el cual “los miembros, a pesar de su diversidad, se adaptan maravillosamente uno a otro, de manera que formen un todo exactamente proporcionado”.

 El huevo de Erasmo había estallado, incubado por Lutero, Rosseau, Lammenais y sus émulos. Hoy vemos qué asombroso gallinero ha creado.

 ¿De qué serviría analizar los efectos sin remontarse a las causas? Tal ha sido la ambición de este corto capítulo. Creo que he dicho lo bastante para suscitar al menos la curiosidad de conocer más sobre ello y sembrar la duda en el espíritu de los que creen en el “sentido de la historia” cuando, en realidad, nos encontramos ante la lógica de la historia.