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miércoles, 19 de agosto de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 9 Y 10)

(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capítulo 9
LA ENCARNACIÓN DEL VERBO
“He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo...” (Mt 1, 23; Is 7, 14)
Nunca un alma tuvo una alegría parecida a la de José después de sus esponsales. Consideraba su felicidad única en el mundo. No cesaba de repetir las palabras de la Sagrada Escritura: Dichoso el marido de una mujer buena (Sir 26, l). La mujer fuerte... vale mucho más que las perlas (Prv 31, 10). Sabía que había tenido una suerte inmensa y, por eso, no dejaba de pensar en su prometida. La llevaba como un sello en su corazón. La amaba cada día más y su agradecimiento a Dios aumentaba en la misma medida.

Guardémonos de creer que el corazón de María permaneciera insensible tras pronunciar su promesa matrimonial. Así como había de ser un día modelo de esposas y de madres, fue también, en la espera, una perfecta prometida. No trataría, en absoluto, de frenar el impulso que la llevaba hacia José. Lejos de sentir por él un cariño ficticio o reprimido, su amor era tanto más vivo cuanto que se alimentaba en el horno de una pureza inmaculada. También le agradecía al Señor el haber escogido para ella un compañero tan dulce y un apoyo tan seguro.

Se amaban mutuamente, admirando cada uno las bellezas morales del otro. De momento, vivían separados, pero la proximidad de sus casas les permitiría verse con frecuencia. Cada vez que se reunían, sus rostros se iluminaban con una sonrisa confiada. Una perfecta corrección inspiraba sus intercambios de afecto, exentos, por otra parte, de cualquier ceremoniosidad que rompiera su sencillez.

A la espera de verse reunidos bajo un mismo techo, mientras María preparaba su modesto equipo, José fabricaba los muebles del futuro hogar. No sospechaban que Dios estaba a punto de visitarles para hacerles instrumentos iniciales del acontecimiento prodigioso que cambiaría la historia del mundo.

Como ya hemos visto, los exégetas han discutido mucho para dilucidar si en el instante de la Anunciación María ya estaba casada con José o sólo prometida en esponsales, ya que el texto evangélico permite una u otra interpretación. Que estuviese casada o solamente prometida, carece de importancia, ya que los esponsales conferían prácticamente los mismos derechos que el matrimonio y, por lo tanto, pertenecía legalmente a José. Aunque sólo hubiera estado prometida, una maternidad anterior a la formalización del matrimonio no habría manchado en absoluto su honor, antes al contrario, le habría merecido toda clase de felicitaciones, ya que la fecundidad era considerada un gozo y una gloria de la unión conyugal.

María debió recibir la embajada del ángel Gabriel poco tiempo después de sus esponsales. Convenía que fuese en primavera, ya que el acontecimiento haría salir al mundo, sobrenaturalmente, del largo invierno de la espera. La liturgia lo sitúa a finales de marzo, para poder repetir con el Cantar de los Cantares:  el invierno se ha ido, las lluvias han cesado, las flores se abren, la higuera tiene yemas, la viña se perfuma, la tórtola canta.

Sería superfluo revivir la escena. El relato del Evangelio está vivo en el recuerdo... María está en su casa y, a la hora en que el crepúsculo envuelve en sombras la tierra, ella prolonga su oración. De pronto, el ángel se presenta. Calma su turbación y le hace partícipe del gran designio de Dios: es ella la elegida para alumbrar al Mesías. No se llena de orgullo. Piensa solamente en la felicidad que va a inundar al mundo, pero se pregunta también cómo el voto de virginidad que ha pronunciado puede conciliarse con la misión que se le pide, por lo que no duda en preguntar, con precisión y candor, la manera y las circunstancias en que se obrará el prodigio. El ángel la tranquiliza: se convertirá en madre sin perder nada de su integridad virginal, pues el Espíritu Santo en persona será el autor del prodigio. María entonces, serena ya, sabiendo que la mayor sabiduría de la criatura consiste en abrazar la voluntad de Dios, da su consentimiento: he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Inmediatamente, en el seno de María, se opera la Encarnación del Verbo. Se ha consumado el gran misterio del amor de Dios. Las entrañas de María se han convertido en Tabernáculo divino.

Sin embargo, como garantía de su mensaje, el ángel le anuncia que en otro matrimonio bien conocido por ella se ha obrado otro prodigio parecido: Y he aquí que Isabel, tu pariente, ha concebido también un hijo en su vejez, y se encuentra ya en el sexto mes aquella que se llamaba estéril, porque para Dios nada es imposible.

Esta información del ángel embajador fue para María como una señal. Estimó que era su deber, puesto que Dios se tomaba la molestia de facilitarle un signo, ir a comprobarlo personalmente, aunque, evidentemente no pusiera en duda un solo momento la veracidad del mensaje celestial. Por otra parte, la moción del niño que acababa de concebir en su vientre la impelía hacer ese viaje: el Mesías tenía prisa en ir a santificar a su Precursor.

Al día siguiente de la Anunciación, cuando José fue a visitar a María, nada notó en ella que le hiciera sospechar el misterio a no ser, tal vez, una luz todavía más dulce en su rostro y una gravedad más atenta en su mirada. Pero María no le dijo nada: ni una insinuación, ni una alusión que pudiera hacerle adivinar el divino secreto.

Expresó, sin embargo, un deseo a su prometido. Quería visitar, lo más pronto posible, a su prima Isabel, que le había informado de su inesperado y tardío embarazo, y que, quizá, necesitara su ayuda. José, probablemente, se extrañaría de esa prisa repentina por emprender un viaje del que nada le había dicho hasta entonces, y que implicaba una separación dolorosa. No obstante, convencido de que todos los deseos de su prometida eran siempre razonables, y dispuesto como siempre a aceptar toda clase de sacrificios en prueba de su amor, no le pidió ninguna explicación, diciéndole que, a pesar de que lo sentía mucho, podía irse tranquila.

Algunos autores piensan que José la acompañó. Alegan que como Isabel vivía lejos, posiblemente en Hebrón o.en Karem, hoy Ain-Karim, y se necesitaban cuatro o cinco días de marcha para llegar, no habría dejado irse a María sola, expuesta a los riesgos de un viaje de casi treinta leguas a través de regiones inhospitalarias y malos caminos jalonados de salteado res y bandoleros. Nada se opone a tal suposición, aunque el texto del evangelio da a entender que viajó sola. De lo que podemos estar seguros es de que el fiel guardián de María procuraría que estuviera segura. Si no la acompañó, la confiaría a un pariente o a una caravana de peregrinos que fueran a Jerusalén para la Pascua.

En cualquier caso no parece ser que asistiera al encuentro entre las dos primas y, sin duda, no escuchó a María entonar el Magnificat, pues de haberlo oído se habría enterado del misterio de su maternidad, acontecimiento que sólo conoció por la revelación del Ángel.

La prometida de José, partió, pues, dispuesta y presurosa; sabiendo que llevaba en su seno a Aquél que la libraría de todos los peligros, nada turba su tranquilidad. A lo largo del camino irían cuajando en su alma los versículos del Magnificatmientras caminaba deprisa, impaciente por contar a su prima las grandes cosas que Dios había obrado en ella, por cantar con aquella que —según los Santos Padres— representaba a la Ley Antigua el himno de acción de gracias de los nuevos tiempos.

Durante los tres meses que va a permanecer ausente, José, con el corazón lleno de una inexpresable emoción, esperará su regreso. Los días se le hacen interminables, pero su radiante esperanza le hace olvidar su pena: piensa que pronto va a poder llevar a su casa —que acaba de amueblar y que querría convertir en un palacio— a la que Dios ha destinado para ser reina de su hogar...  No sospecha en absoluto que lleva ya en su seno un germen de vida que no es otro que el Hijo de Dios encarnado. Aquel que, más tarde, hará oír esta tremenda advertencia: el que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga...

Capitulo 10
LA DOLOROSA PASIÓN  DE JOSÉ

“José... resolvió repudiaría en secreto ” (Mt 1, 19)
María —dice el Evangelio— permaneció unos tres meses con su prima Isabel y luego regresó a su casa. Este lacónico texto nos permite imaginar los sentimientos de la Virgen durante el viaje de vuelta...

Volvía feliz, pensando en José, pero su felicidad era menos clara que a la ¡da. Sabía que pronto su prometido advertiría su estado, y tal idea le causaba una inquietud que sólo podía paliar pensando en la gloria del Ser divino que llevaba en su seno, adorándole llena de confianza y de abandono.

Al llegar a Nazaret, José la acogería con desbordante gozo, que le impediría reparar en su estado.  Sin embargo, los signos de su futura maternidad ya habrían comenzado a manifestarse y ciertos síntomas la traicionarían... Las gentes de Nazaret, al darse cuenta, no dejarían de felicitar a la joven pareja...

Es entonces cuando estalla el drama en el alma de José. Al principio, no termina de creérselo. Está a punto de rechazar como injurias las enhorabuenas, pero pronto comprende que no hay error posible. No cabe duda: María lleva un niño en su vientre... Y ante esta realidad indudable, sucumbe. Su espíritu se hunde en un abismo de agonía...

¿Dudó de la virtud de María? Bastantes Padres de la Iglesia así lo creen: San Justino, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Agustín... Nosotros pensamos que no, pues nos repugna imaginar que la virginidad de María fuese puesta en entredicho, incluso fugitivamente, en el espíritu de José. Preferimos, con mucho, la opinión de San Jerónimo: «José, sabedor de la virtud de María, rodeó de silencio el misterio que ignoraba».

¿Cómo iba a dudar de la inocencia de María? ¿Cómo iba a creerla culpable de esa debilidad...? Rechazaría tal pensamiento como un crimen. Habría creído más fácilmente a quien le hubiera dicho que las aguas del Jordán corrían hacia su fuente o que el monte Hermón había desaparecido. La inocencia de María era patente en todas sus palabras, en todos sus gestos. Seguía siendo igual de cándida, igual de sencilla... Continuaba realizando sus tareas habituales con la misma dedicación, sin artificio ni duplicidad. Ninguna inquietud, ningún gesto equívoco, rompía la serenidad de su sonrisa o la pureza de su semblante. Cuando se acercaba a él, le miraba con sus ojos profundos, más llenos que nunca de amor y de lealtad, y le tendía las manos con su naturalidad habitual... No, no es una culpable la que tiene ante él. Además, ¿no le ha hecho partícipe de su voto de virginidad?... Pero, ¿por qué no le dice nada? ¿Por qué calla? ¿No tiene acaso derecho a saber la verdad?

María, con una sola palabra, hubiera podido tranquilizar e inundar de gozo al angustiado José. Si no lo hizo, fue porque no había recibido el mandato de descubrir el secreto del Rey. Pensaría que era conveniente que, por delicadeza, no hiciera ella tal confidencia a su esposo, y esperaría, llena de confianza, que Dios hablara a José. Y mientras esperaba, rezaría y se abandonaría, en manos de la Sabiduría infinita.

Este abandono no impedía que sufriera. Si guardaba silencio era porque tenía una fe heroica, no porque. fuera indiferente. Veía la profundísima angustia que atenazaba a su esposo y la sentía como propia, viviendo as¡ su primer misterio doloroso. Observaba en su frente arrugada, en sus rasgos afilados y ensombrecidos, una especie de desesperación tanto más profunda cuanto que. no podía compartirla con nadie. Sus ojos estaban enfebrecidos y fatigados, y ella adivinaba que debía estar pasando horribles noches en vela. Le veía ir a su trabajo como a rastras y, sin embargo, continuaba guardando silencio, aceptando la idea atroz de que José alimentase sospechas sobre esa virginidad que él santamente había respetado.

De hecho, en el alma de José se desarrollaba un dramático combate. Dios no ha puesto jamás en una situación como aquella a un alma superior en santidad y amada por El con amor de predilección. Durante noches y días tuvo que luchar con aquel enigma irresoluble, dándole vueltas y más vueltas. Cada hora que pasaba estrechaba más y más el lazo que apretaba su corazón.

Al principio pensó en interrogar a María. Intentó hablarle varias veces, pero no lo logró. Las palabras preparadas para iniciar el diálogo morían antes de salir de su boca, convencido de que el silencio de su esposa encerraba un misterio cuyo velo no se creía autorizado a levantar.

Se sentía perplejo ante la doble imposibilidad de conservar a María y de condenarla. Su lealtad le ,prohibía tanto seguirla teniendo por esposa como exponerla a la vergüenza pública. No ignoraba la férrea norma dictada por Moisés que ordenaba, en casos como éste, entregarla a 1 los tribunales de justicia, pero como estaba convencido de que María era inocente, buscaba la manera de dejarla en libertad salvaguardando al mismo tiempo su honor.

Por una parte no podía conservarla, pues a ello se oponía la Ley. No tenía ningún derecho sobre el fruto que llevaba en sus entrañas, cuyo origen ella le ocultaba, y tampoco quería hacerse solidario de un misterio que le estaba vedado. Se sentía incapaz de construir su matrimonio sobre una mentira.

Por otra parte, no quería tampoco tratar a María como a esas adúlteras a que se refería la Ley. El texto del Evangelio lo señala claramente: Porque era "justo", no quería denunciar a su prometida ante los tribunales, ya que estaba envuelta en un misterio que no le correspondía desvelar, un misterio que presentía que venía de Dios.

Así pues, sólo una cosa podía hacer, incluso a riesgo de difamarse él mismo. Una cosa con la que creía salvaguardar al mismo tiempo el honor de María y la obediencia a la Ley: se separaría de su prometida no por despecho, sino para respetar un misterio que no le estaba permitido desentrañar. No tendría más remedio que abandonarla, después de devolverle su anillo y de recuperar los presentes que le había hecho en los esponsales... Sí: la dejaría en secreto, sin decir nada a nadie. Tal vez le acusaran de cobardía, pero eso era mejor que acusarla a ella...

Pero José tarda en ejecutar su proyecto. Lo aplaza día tras día, hasta que llega el momento en que la situación ya no puede prolongarse. Dios, sin duda, ha aceptado su sacrificio —puesto que nada dice—, un sacrificio tan duro como el que pidió a Abraham mandándole sacrificar a Isaac, su único hijo. Por fin, se decide: Mete en un saco lo que se va a llevar, para partir con el alba... Y mientras espera, dice: "Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué permites que sufra tal martirio?..."

Porque eras agradable a Dios, José, la tentación había de probarte. Porque en la mente del Altísimo estabas predestinado a ser ahogado de las causas perdidas, hacia quien volverán sus ojos las almas doloridas en las horas tenebrosas y aplastantes, era preciso que tú mismo lo experimentases, que estuvieras preparado para desempeñar tu papel, porque te había correspondido el indecible honor de ser padre adoptivo del Verbo encarnado, tenías que quedar marcado con la Cruz, signo supremo de su Redención. Y esa Cruz debía alcanzarte en el punto más sensible para ti: el amor que profesabas a aquella que, después de Dios, ocupaba el centro de tus pensamientos...

Porque debías ocupar un lugar privilegiado en el drama de nuestra Salvación, tenías que participar en el sufrimiento. No ibas a estar presente, al lado de María, junto a la Cruz del Gólgota, pero tenías que conocer , tú también, y vivir por anticipado, el misterio de Getsemaní y del Viernes Santo.

Sin embargo, tranquilízate, José: pronto se te aparecerá un ángel que apartará la espada, porque Dios se va a contentar con aceptar tu holocausto sin exigir que se realice...