Artículo 2º.- Sencillez y libertad
Jesús al entrar en el mundo habla así a su Padre: «Heme
aquí que vengo para hacer vuestra voluntad.» «¿Pues qué,
observa Monseñor Gay, no viene a predicar, a trabajar, a sufrir
y a morir y a vencer al infierno, a fundar la Iglesia y salvar al
mundo por la cruz? Es verdad que tal es su misión. Mas, si
quiere todo esto, es porque tal es la eterna voluntad de su
Padre. Sólo esta voluntad le conmueve y le decide. Sin dejar
de ver todo lo demás, sin embargo, es a ella sólo a la que
mira; de ella habla, de ella sólo quiere depender. Y cuando
después hace tantas cosas, cosas tan elevadas, tan inauditas,
tan sobrehumanas, no hace jamás, sino esta cosa
sencillísima, es decir, la voluntad de su Padre Celestial.» Tal
sucede al alma que practica el Santo Abandono. Tiene
múltiples deberes que cumplir; mas sea que esté en el coro,
en el trabajo, en las lecturas piadosas, que se ocupe de sí
misma o de los demás, que disponga a sus anchas del tiempo,
o se halle excesivamente ocupada, jamás tiene sino una sola
cosa que hacer: su deber, la santa voluntad de Dios. Pasará
por la salud y la enfermedad, la sequedad y las consolaciones,
la calma y la tentación; en la diversidad de acontecimientos
sólo ve una cosa: al Dios de su corazón que los dirige y por
ellos le manifiesta su voluntad. Los hombres van, vienen y se
agitan; que la aprueben, la critiquen o la olviden, que la
alegren o que la hagan sufrir, levanta más alto sus miradas y
ve a Dios que los dirige, a Dios que se sirve de ellos para
manifestarle lo que de ella espera. No ve, pues, en todo sino a
Dios y su adorable voluntad. He aquí lo que da a su vida una
maravillosa sencillez, una simplicísima unidad. ¿Hay
necesidad de añadir que esta vista constante de Dios produce, como
naturalmente, otro fruto de un precio inestimable; una
altísima pureza de intención? Ella procura también la libertad
de los hijos de Dios. «Si alguna cosa -dice Bossuet- es capaz
de hacer a un corazón libre y dilatado, es el perfecto
abandono en Dios y en su santa voluntad.»
Y sólo él es capaz de esto. Pues qué, ¿son libres los
pecadores que viven a medida de sus deseos? Son unos
desdichados esclavos, y el mundo y sus pasiones son sus
tiranos. ¿Son libres los cristianos débiles aún en la práctica de
su deber? Las ocasiones los arrastran, el respeto humano los
subyuga; desean el bien y mil obstáculos les apartan de él, y
detestan el mal y no tienen valor para alejarse. ¿Son libres, al
menos, los hombres más adelantados, pero que se forman
una devoción a su manera, y buscan las consolaciones
sensibles? En el fondo los domina el amor propio; no están
menos esclavizados por él que los mundanos lo están por sus
pasiones, de donde resulta que son inconstantes y
caprichosos, y que la prueba los desconcierta. Un alma es
libre y desprendida en la proporción en que las pasiones están
amortiguadas, domado el amor propio, pisoteado el orgullo. La
mortificación interior comienza y prosigue esta liberación; mas,
ya lo hemos visto, sólo el abandono la termina, porque sólo él
nos establece plenamente en la indiferencia, sólo él nos
enseña a no ver los bienes y los males sino en la voluntad de
Dios, sólo él nos une a esta santa voluntad con todo el amor,
con toda la confianza de que somos capaces.
Nos hace libres respecto a los bienes y a los males
temporales, a la adversidad o a la prosperidad; ya no nos
esclaviza ni la avaricia, ni la ambición, ni la voluptuosidad; las
humillaciones, los sufrimientos y las privaciones, las cruces de
todo género han cesado de espantarnos; sólo a Dios hemos
entregado nuestro corazón, y estamos dispuestos a todo por
cumplir su adorable voluntad.
Nos hace libres con respecto a los hombres. Deseando tan
sólo complacer a Dios por una amorosa y filial sumisión,
«ningún respeto humano -dice el P. Grou- nos detiene; los
juicios de los hombres, sus críticas, sus burlas, sus
desprecios, nada significan para nosotros, o por lo menos no
tienen la fuerza de desviarnos del camino recto.
En una palabra, nos vemos elevados por encima del mundo, de sus
errores, de sus atractivos y de sus temores. ¿En qué
consistirá, pues, la libertad, si esto no es ser libre?»
Hácenos también libres con respecto a Dios mismo.
«Quiero decir -añade el mismo autor- que sea cual fuere la
conducta que Dios observe para con estas almas, sea que las
pruebe o que las consuele, que se acerque a ellas o que
parezca alejarse», puede El permitirse todo, nada las turba,
nada las desanima. «Su libertad para con Dios consiste en
que, queriendo todo lo que Dios quiere, sin inclinarse
-voluntariamente- ni de uno ni de otro lado, sin detenerse a
considerar sus propios intereses, han consentido de antemano
en todo cuanto les acontezca, han confundido su elección con
la de Dios, han aceptado libremente todo lo que les viene de
su parte.»
Hácenos, en fin, libres con respecto a nosotros mismos,
hasta en las cosas de piedad. El Santo Abandono, en efecto,
nos establece en una total indiferencia para todo lo que no es
el divino beneplácito. Desde este momento, dice San
Francisco de Sales, «con tal que se haga la voluntad de Dios,
de nada más se cuida el espíritu», y el corazón llega a ser
libre. «No se aficiona a las consolaciones, mas recibe las
aflicciones con toda la dulzura que la carne puede permitirle.
No digo que no ame y desee las consolaciones, sino que no
aficiona su corazón a ellas. En manera alguna pone su afecto
en los ejercicios espirituales, de suerte que, si por enfermedad
u otro accidente se le impiden, no se disgusta por ello.
Tampoco digo que no los ame, sino que no se apega a ellos.»
Jamás los omite, a menos de no convencerse de que es tal la
voluntad de Dios; mas los deja con entera libertad tan pronto
como el querer divino se manifiesta por la necesidad, la
caridad o la obediencia. De idéntica manera no se irrita contra
el importuno que le incomoda, interrumpiéndole, por ejemplo,
su meditación, pues no desea sino servir a Dios, y «lo mismo
le da hacerlo meditando que soportando al prójimo, y soportar
a éste es lo que Dios exige de él en el momento presente». No
le impacientan las cosas que van contra sus inclinaciones,
pues en manera alguna se deja arrastrar de ellas, sólo desea
cumplir la voluntad divina.
La práctica del Santo Abandono le ha procurado, pues, la dichosa
«libertad de los hijos amados, es decir, un total desasimiento de su
corazón para seguir la voluntad de Dios conocida».