Antes de cerrar este estudio sobre el abandono en las
penas interiores, citaremos dos ejemplos memorables, propios
especialmente para instruirnos y animarnos. Por ellos veremos
cómo trata Dios a las almas grandes y el modo como ellas
santifican sus pruebas.
«Hacia el fin de 1604 viose Santa Juana de Chantal
asediada de horribles tentaciones contra la fe, de dudas
acerca de los misterios más adorables, y en particular sobre la
divinidad de la Iglesia. Si por un momento disminuían esas
tentaciones, era para dar lugar a oscuridades, a impotencias,
a grandes sequedades, a una ausencia absoluta de gusto y de
sentimiento en la práctica de la virtud. En vano se entregaba a
la oración; su espíritu tan vivo en todas las cosas, quedaba en
las tinieblas. Se aplicaba a amar a Dios, y le parecía que su
corazón era de mármol. El solo nombre de Dios la volvía tibia
e indiferente; de todo lo cual resultaban desolaciones
imposibles de describir. » Duró tan penoso estado más de
cuarenta años, pero en los nueve últimos se redobló su
intensidad y se transformó en una «terrible agonía que no
cesó sino un mes antes de su muerte. Entonces fue su alma
abandonada a tantas y tan crueles penas interiores, que ella
misma no se conocía. No osaba ni bajar los ojos a su interior,
ni elevarlos a Dios. Su alma se le representaba manchada de
pecados, colmada de negra ingratitud, desfigurada y horrible a
la vista. Cuando mayores cosas hacía por Dios, cuanto su
perfección brillaba más a los ojos del mundo, más desnuda se
veía también de todas las virtudes y despojada de todo mérito.
A excepción de los pensamientos de impureza, de que nunca
fue asaltada, no hubo idea perversa de que su espíritu no
estuviera invadido, ni acciones detestables que no se
presentasen a su mente.
Las dudas acerca de los más adorables misterios, las blasfemias contra los atributos más
misericordiosos de Dios, los juicios más abominables sobre el
prójimo se disputaban su imaginación; por lo que al hablar de
sus penas gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Durante
la noche oíasela suspirar como a un enfermo en agonía, y
durante el día se olvidaba de tomar el sustento necesario. Y lo
más horrible era que, en medio de estas tentaciones, le
parecía que Dios la había abandonado, que no la miraba, que
no se cuidaba de ella.
Tendíale ella los brazos, mas como se
hace en la oscuridad a un amigo desaparecido para siempre.
O más bien, Dios estaba para ella más que ausente, era su
enemigo, la rechazaba. En vano para calmar su espanto
trataba de representársele bajo las imágenes de pastor, de
esposo o de amigo; en seguida vedle aparecer como juez
irritado, como señor despreciado y que pide venganza. Poco a
poco se le convirtieron en una carga todos los ejercicios
referentes a Dios. Poníase del todo temblorosa cuando era
preciso acudir a la oración, sobre todo a la Comunión, en
donde la idea de sus crímenes y la de la santidad de Dios
atravesaban su alma cual dos agudas espadas». Era una
altísima contemplación, terriblemente purificadora. «Hasta
entonces había conservado todas sus luces, siquiera para la
dirección de los demás. Mas no fue así en lo sucesivo, pues
este ministerio se convirtió para ella en una fuente de
espantosas tentaciones. No podía oír hablar de una pena sin
que fuese para ella un sufrimiento, ni oír nombrar un pecado
sin imaginarse que lo cometía.
«¡Espectáculo digno de eterna meditación! continúa su
historiador. -¡Ved a esta mujer fuerte, a esta robusta y
poderosa inteligencia, vedla anonadada, abatida, incapaz de
dirigirse, obligada a andar a tientas en este camino de la vida
espiritual que tan conocido le era para los otros, en el que no
veía claro para sí misma! Así es como la reduce Dios a la gran
humildad, así es como conserva en ella a esos grandes santos
que admiramos en la historia, que resucitan los muertos, que
anuncian el porvenir, y acerca de los cuales nos preguntamos
a veces temblando, qué hacen para ser humildes. En tanto
que se los lleva en triunfo y se les besa los pies, Dios los
humilla en el secreto de su alma; les inflige afrentosas bofetadas, y les hace sufrir en el fondo del corazón una agonía
que los vuelve insensibles a todos los honores del mundo.»
Estaba, pues, Santa Juana de Cantal reducida a tal
extremo que nada en el mundo era capaz de darle un
pequeño alivio, sino el pensamiento de la muerte. «Hace ya
cuarenta y un años que las tentaciones me aplastan, decía un
día. ¿He de perder por eso el ánimo? No, yo quiero esperar en
Dios, aunque El me matara y aniquilara para siempre.» Y
añadía estas humildes y magníficas palabras: «Mi alma era un
hierro tan enmohecido por los pecados, que ha sido necesario
este fuego de la divina justicia para sacarle un poco de brillo.»
«En este estado de desamparo -dice San Alfonso- su regla
única de conducta era mirar a su Dios y dejarle obrar.
Conservaba siempre sereno el semblante, aparecía dulce en
su conversación, y tenía de continuo fija su mirada en Dios,
reposando en el seno de su adorable voluntad. San Francisco
de Sales, su director, que conocía cuán agradable era esta
alma a los ojos de Dios, comparábala a un músico sordo que,
cantando primorosamente, no pudiera recibir de ello placer
alguno, y a ella misma la escribía de la siguiente manera: "Es
necesario manifestar una invencible fidelidad hacia el Señor,
sirviéndole puramente por amor a su voluntad, no solamente
sin gusto, sino en medio de tristezas y de temores." Más tarde
la Madre Chantal dábale este consejo tan prudente y varonil:
"No habléis jamás de vuestras penas ni con Dios ni con vos
mismo. No hagáis examen alguno de ellas; mirad a Dios, y si
podéis hablarle, sea de El mismo." Otras almas necesitarán
hablar de esas penas a Dios en la oración, a su ministro en la
dirección; pero qué hermoso es "desapropiar las almas de sí
mismas, enseñarlas a no mirarse tanto a si mismas y a ver
más a Dios; a ocuparse mucho de El, y muy poco de sí
mismas; a ahogar así las penas interiores, como se ahoga un
incendio cercenando su alimento"».
Y San Alfonso añade: «De esta manera se llega a la
santidad. En el edificio espiritual, los santos son las piedras
escogidas, que labradas a cincel, es decir, por medio de las
tentaciones, temores, tinieblas y otras penas interiores y
exteriores, llegan a ser aptos para coronar los muros de la
celestial Jerusalén, o para ocupar los más elevados tronos en el reino del paraíso.»
San Alfonso se expresaba así por experiencia. « Por Dios
lo había dejado todo, había crucificado su carne, había
afrontado las fatigas de un duro apostolado, había sufrido con
paciencia crueles persecuciones, hasta la afrenta de ser
arrojado de su Congregación. Mil veces había desgarrado
todo esto su corazón; restábale, sin embargo, el tesoro que
nadie le podía robar; restábale su Dios, el amigo que había
consolado sus dolores, y que con frecuencia habíale atraído a
sí con dulces arrobamientos. Con Jesús ya no se encontraba
aislado, y la celda se le convertía en paraíso.
»
Pero de pronto, este paraíso desapareció, y Dios, el sol
de su alma, cesó de derramar en ella su luz. Una noche más
espantosa que la de la tumba envolvió al pobre solitario.
Velase abandonado de todos, abandonado de Dios y al borde
del infierno; y si volvía los ojos a su vida pasada, no
encontraba sino pecados. Todos sus trabajos, todas sus
buenas obras no eran sino frutos maleados que inspiraban
horror a Dios. Su conciencia atormentada desde la mañana a
la noche por los escrúpulos, era juguete de todas las ilusiones,
como que convertía en pecados graves sus acciones más
sencillas y aun las más santas. El, el gran moralista que había
dado su dictamen y con tan perfecto discernimiento sobre
todos los casos de conciencia, que había dirigido miles de
cristianos en los caminos de la perfección, que había
confortado a los pecadores hablándoles de las infinitas
misericordias de Dios, y que había consolado tantas veces a
las almas presas de la inquietud, caminaba ahora a tientas, y
como ciego temblaba bordeando abismos, incapaz de dar un
paso sin la ayuda de brazo ajeno.
»
En este estado de inquietud y desolación, no se atrevía a
comulgar. Su amor a Jesucristo arrastrábale hacia el altar, y el
temor le impedía abrir su boca para recibir la sagrada hostia»,
hasta que la palabra de su director o de su superior le hubo
tranquilizado. «En lo más recio de estas angustias recurría al
consuelo que procura la oración, mas le parecía que entre él y
Dios se levantaba un muro infranqueable. Creciendo entonces
de continuo la oscuridad, apoderábase de él el sentimiento de
que el Corazón de Dios, le estaba cerrado, y el Paraíso perdido para él. En estos momentos de indecible angustia
miraba al Crucifijo arrasados en lágrimas los ojos, dirigíase a
la Santísima Virgen y pedía misericordia: "¡No, Jesús mío, no
permitáis que yo sea condenado! Señor, no me arrojéis al
infierno, porque en el infierno no se os puede amar.
Castigadme como lo merezco mas no me arrojéis de vuestra
presencia.»
«A los escrúpulos que le hacían la vida insoportable
vinieron pronto a unirse, para abrumarle, las más espantosas
tentaciones contra todas las verdades. En su espíritu surgían
dudas contra todas las verdades del Credo, y como su
conciencia oscurecida no distinguía entre el sentimiento y el
consentimiento, parecíale que la fe se extinguía en su alma.»
Entonces asíase, por decirlo así, a la verdad, y multiplicaba los
actos de fe, exclamando con ardor: «Creo, Señor, si, yo creo;
quiero vivir y morir hijo de la Iglesia.»
Había el demonio recibido el poder de molestarle, y de él
usaba para suscitar tempestades de tentaciones y
desolaciones, para darle asaltos furiosos, para inventar
pérfidos artificios. Púsolo todo en juego a fin de inspirar al
santo un sentimiento de orgullo a causa de sus escritos.
«Impotente para excitar el orgullo, emprendió la tarea de
despertar en su víctima la concupiscencia de la carne, y
perder por la impureza a este ángel de inocencia, que desde
la infancia hasta la extrema vejez había conservado sin
mancha la vestidura bautismal.» Alfonso experimentó por
espacio de más de un año los terribles efectos del poder de
Satanás sobre la imaginación y los sentidos. «Tengo ochenta y
ocho años, decía un día, y siento en mí el ardor de la
juventud.» Tan violentos llegaban a veces a ser los asaltos,
que prorrumpía en gemidos, y golpeaba con el pie la tierra
exclamando: « ¡Jesús mío, haced que muera antes que
ofenderos! ¡Oh María, si no venís en mi ayuda, me volveré
más criminal que Judas!» Llamaba entonces en su socorro a
sus directores y a su superior, pues en este terrible huracán
que duró dieciocho meses, «su único aliento era la
obediencia». Incapaz de juzgar por sí mismo, aceptaba
ciegamente las decisiones de su director o de cualquier otro
sacerdote, a pesar de los sentimientos que experimentaba, y las contrarias razones que le sugería el demonio. «Mi cabeza
-decía- no quiere obedecer.» Muchas veces se le oía
exclamar: «Señor, haced que sepa vencerme y someterme;
no, no quiero contradecir, no quiero seguir mi parecer.» De
este modo la obediencia triunfaba de todas las tentaciones.
«Si se pregunta por qué permite el Señor que sus mejores
amigos sean sometidos a pruebas tan dolorosas, la cruz nos
explica este misterio. Es preciso que los santos, miembros
vivos de Jesucristo, terminen en ellos su dolorosa Pasión.
Cuando las humillaciones y los sufrimientos los han depurado
y transfigurado, Dios los saca del purgatorio en que los tenía
encerrados, las tinieblas ceden su puesto a la luz,
sobreabunda la alegría allí donde abundaba la aflicción, y
pronto vemos con admiración un extático o un taumaturgo en
el hombre que parecía abandonado de Dios. Tal sucedió por lo
menos a San Alfonso después de esta cruel persecución y
prueba, y aun en medio de sus más amargas tribulaciones.
Sus éxtasis y sus raptos fueron más frecuentes que nunca.»
Dios no conduce a todas las almas por estos mismos caminos;
al menos estas penas interiores, generosamente soportadas,
traerán siempre un inmenso acrecentamiento de la vida
espiritual.