San Juan Bosco tomó como modelo, la vida mortificada, tanto externa,
como interna, del Divino Salvador, crucificando sus pasiones y sus naturales
inclinaciones.
A sus alumnos recomendaba la
mortificación, recordándoles que quien quiere gozar con Cristo en el cielo es
necesario que sufra con El en la tierra.
Insistía especialmente en que fuera mortificados en el comer, en beber,
en charlar y el dormir, diciendo que el demonio, a quienes más pecados hace
cometer es a los que no hacen sacrificios.
Insistía en que se comiera con calma, sin apuros y sin excesos.
Repetía la frase bíblica: “El trago trae impureza”.
Solía decir: “presentadme una persona que sabe mortificarse en la
comida, en la bebida, en el charlar y en el dormir, y lo veréis virtuoso,
cumplidor de su deber, y dispuesto a hacer el bien. Presentadme alguien que
come todo lo que quiere, sin hacer sacrificio ninguno, que bebe todo lo que desea,
sin mortificarse en nada, que charla y charla, y que duerme hasta que se
aburre, y pronto lo veréis lleno de todos los vicios. ¡Oh! Cuántas personas se
perdieron por no haber hecho sacrificios. Por eso decía San Vicente: “Si yo tengo un pie
en el cielo, y dejo de mortificarme, todavía puedo condenarme”.
Quizá San Juan Bosco no usaba cilicio ni se daba azotes, ni tampoco
ayunaba a pan y agua tres días seguidos, pero su mortificación era tan continua
que se puede decir que llevaba una vida como la del más rígido ermitaño, y que
a cada hora portaba su cruz: fatigas, afanes, incomprensiones, dolores, etc.
Al Padre Rúa le dijo un día que desde los 25 a los 50 años jamás durmió
más de cinco horas cada noche, y que cada semana pasaba una noche entera en vela
en su escritorio. Hasta 1866 se veía la luz siempre en su pieza hasta las once
y media de la noche, y otra vez a las 4:30 de la madrugada. (a veces ya a las
tres).
El que le arreglaba su pieza, muchas veces encontraba la cama sin
destender por la mañana, y lamentándose con don Bosco, éste respondía: -“Es que
había tanto que hacer, que no hubo tiempo para dormir”.
Ni siquiera en el invierno más frío se quedaba en la cama hasta las seis
de la mañana.
Muchísimas veces en el crudo invierno trabajaba en su escritorio, sin
fuego, sin calentador, y parecía que la pluma fuera a caérsele de entre los
dedos, de tanto frío, pero jamás se quejó del clima.
Su desayuno era un poco de café
mezclado con achicoria. El pan era del común, y en cantidad muy pequeña que no
quebrantaba el ayuno. Cada sábado ayunaba en honor de la Santísima Virgen
María.
Los primeros años de su sacerdocio la comida la hacía el domingo y
duraba hasta el jueves. Cada día se recalentaba y así se servía.
Era admirable su total indiferencia por las comidas. A veces tomaba él
primero la sopa. Después venía otro y al probarla la dejaba por su sabor
repugnante. Y él nada había dicho. Otras veces llevaban huevos o frutas ya
empezando a descomponerse, y las comía sin manifestar ninguna contrariedad. Su
resolución era no decir jamás: “esto me gusta”, o “esto no me gusta”.
Comía tan parcamente que nos admirábamos de que pudiera con eso
mantenerse en pie. Al vino le mezclaba siempre buena cantidad de agua.
Casi nunca comía carne y si comía eran porciones pequeñísimas. Un día se
atrevió a decir: “Me abstengo de comer carne porque temo la rebelión de la
concupiscencia. Quizás otros no sean tan sensibles como yo y no necesiten tanto
de esta precaución”.
Jamás tomaba bebida alguna fuera de las horas de comida. Cuando el
cansancio y la sed, por el gran calor, lo tenían agobiado, no tomaba nada. En
los grandes calores le ofrecían limonada con hielo, y graciosamente lo
rechazaba.
Es famoso el hecho que le sucedió en una parroquia campesina cuando
estuvo confesando desde la una de la tarde hasta las once de la noche sin comer
nada, y un poco antes de la medianoche pasó a la cocina de la casa cural para
ver si le habían dejado algo de comer. Encontró en una ollita una especie de
sopa espesa y sin sabor. Le echó sal y se la comió. Y al día siguiente la
sirvienta esta disgustadísima porque se le había desaparecido el engrudo que
tenía preparado, y averiguando, se supo que esa había sido la cena de Don
Bosco.
Un día los discípulos del santo llamaron la atención del cocinero (pobre
hombre que tenía que atender con pocos ayudantes a más de 500 comensales de Don
Bosco, a cual más de pobres, y de excelente apetito) acerca de esta comida tan
rústica que le preparaban para los días de largas confesiones y el rudo
cocinero respondió: “Y qué, ¿es que Don Bosco es distinto de los demás? Él es
un hombre como cualquier otro”. Los alumnos le contaron al gran educador esta
respuesta y Don Bosco respondió sonriente: -Tiene razón mi amigo el cocinero.
Yo no valgo más que ningún otro, y la comida para mí tiene que ser tan pobre
como para todos los demás, porque en esta casa todos somos de familias muy
pobres. ¿Por qué me iban a tratar mejor?
Don Bosco era el último en acostarse, “Antes de ir a acostarme –decía-
después de haber pasado por todos los dormitorios, al mirar desde la pieza el
cielo estrellado, y pensar en la majestad de Dios, y en la dicha que nos espera
allá arriba y en el premio que tendremos por nuestras buenas obras, me emociono
tanto que no me queda más remedio que… acercarme a mi cama y … Suaz! A roncar!
Estas salidas de humor le acompañaron toda la vida).
Su compostura era siempre admirable: siempre derecho, aunque estuviera
arrodillado. Jamás se acostaba sobre el espaldar de la silla o de la banca. Sus
manos, si no escribían estaban juntas, cruzando los dedos. Fue espiado, fue
sorprendido muchas veces por inoportunos que entraban sin previo aviso, y
siempre su compostura tenía el máximo de modestia. Jamás se apoyaba en el brazo
de otro. (Ya ancianito, una señora quiso llevarlo de la mano y él, jocosamente
exclamó: “Señora, un granadero del año 15 –año de su nacimiento- nunca anda de
la mano”-)
Las mortificaciones que recomendaba a sus alumnos son las que nadie
nota, fortalecen la voluntad y traen premio de Dios. No las que dañan la salud
y traen orgullo.
Fue insultado muchas veces, y nunca demostró rencor o frialdad. Fue
regañado muy injustamente por ciertos superiores, y nadie jamás le oyó una
palabra de queja o de protesta. “Si quieres que Don Bosco te trate mejor que a
todos los demás, trátalo mal,” decían los jóvenes. Tal era su espíritu de
perdón y de olvido de las ofensas.
En la confesión los insectos le proporcionaban molestias, pero no las
manifestaba. En verano lo asaltaban
nubes de mosquitos, y mientras los demás los espantaban, él los dejaba
comer tranquilos. Al llegar al comedor tenía sus manos hechas un brote
completo, de tantas picaduras.
Todos notaban su mortificación en el
hablar. Evitaba toda palabra hiriente y cualquier cosa que pudiera
significar resentimiento. Recordaba el adagio antiguo: “Tenemos dos oídos y una
sola lengua, para que gastemos el doble de tiempo en escuchar que el que
empleamos en hablar”. Tenía un verdadero odio por la murmuración. Recordaba que
la Sagrada Escritura pone la murmuración en la lista de pecados, inmediatamente
después de asesinato, adulterio, borrachera y robo, señal del gran asco que Dios tiene hacia el
hablar mal de los demás. A los
murmuradores los hacía hábilmente cambiar de tema.
Recibía cartas violentísimas y las respondía con tanta humildad y
mansedumbre que el ofensor quedaba convencido de que quien de tal manera le contestaba era en verdad un
auténtico discípulo de Cristo.
Frenaba en natural deseo de ver y saber cosas que no le pertenecían de
oficio. Sus ojos, cuando viajaba, iban bajos. Jamás fue a funciones, a teatros
o a conciertos.
Las dos mortificaciones que más recomendaba eran: Trabajo y obediencia.
La penitencia y la mortificación son necesarias para todos los que
deseen evitar el pecado mortal.
Insistía: “preguntaos frecuentemente: Mi vida es ¿de mortificación o de
satisfacción? Y según el grado en que os
sepáis mortificar, podéis medir el estado de santidad que habéis conseguido”.
“¿Quieres ver efectos admirables en tu vida? Rézale cada noche las tres
AveMarías a Nuestra Señora y repítele cada día varias veces esta jaculatoria:
“María Auxiliadora, rogad por nosotros”.
La novena que San Juan Bosco aconsejaba era esta: Rezar cada día 3
Padrenuestros, 3 Ave Marías, 3 Gloria y
3 Salves. Después de cada Gloria decir: “Sea alabado y reverenciado en todo
momento el Santísimo y Divinísimo Sacramento”, y después de cada Salve decir:
“María Auxiliadora, rogad por nosotros”.