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jueves, 28 de octubre de 2021

SOBRE LAS FALSAS DEVOCIONES A LA SANTÍSIMA VIRGEN


 

Los Escrupulosos: 

Los devotos escrupulosos son personas que temen deshonrar al Hijo al honrar a la Madre, rebajar al Uno al honrar a la Otra. No pueden tolerar que se tributen a la Santísima Virgen las justísimas alabanzas que le prodigan los Santos Padres. Toleran penosamente que hayan más personas arrodilladas ante un altar de María que delante del Santísimo Sacramento, ¡ como si esto fuera contrario a aquello o si los que oran a la Santísima Virgen, no orasen a Jesucristo por medio de Ella! No quieren que se hable con tanta frecuencia de la Madre de Dios ni que los fieles acudan a Ella tantas veces. 


Oigamos algunas de sus expresiones más frecuentes: "¿De qué sirven tantos Rosarios? ¿Tantas congregaciones y devociones exteriores a la Santísima Virgen? ¡ Cuánta ignorancia hay en tales prácticas! ¡ Esto es poner en ridículo nuestra religión! ¡Hableme más bien de los devotos de Jesucristo! Y, al pronunciar frecuentemente este nombre, lo digo entre paréntesis, no se descubren. Hay que recurrir solamente a Jesucristo. El es nuestro único mediador. Hay que predicar a Jesucristo: ¡esto es lo sólido!"


Y lo que dicen es verdad en cierto sentido. Pero,la aplicación que hacen de ello para combatir la devoción a la Santísima Virgen es muy peligrosa, es un lazo sutil del espíritu maligno, so pretexto de un bien mayor. Porque ¡¡¡ nunca se honra tanto a Jesucristo como cuando se honra a la Santísima Virgen¡¡¡ Efectivamente,si se la honra, es para honrar más perfectamente a Jesucristo y  si vamos a Ella,es para encontrar el camino que nos lleve a la meta, que es Jesucristo.


La Iglesia con el  Espíritu Santo bendice primero a la Santísima Virgen y después a Jesucristo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús". Y esto,no porque la Virgen María sea mayor que Jesucristo o igual a El lo cual sería intolerable herejía sino porque para bendecir más perfectamente a Jesucristo hay que bendecir primero a María. Digamos, pues, con todos los verdaderos devotos de la Santísima Virgen y contra sus falsos devotos escrupulosos. "María, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús"

Los  devotos presuntuosos: 

Los devotos presuntuosos son pecadores aletargados en sus pasiones o amigos de lo mundano. 

Bajo el hermoso nombre de Cristianos y devotos de la Santísima Virgen, esconden el orgullo, la avaricia, la lujuria, la embriaguez, el perjurio, la maledicencia, o las injusticias, etc.; duermen en sus costumbres perversas, sin hacerse mucha violencia para corregirse, confiados en que son devotos de la Santísima Virgen; se prometen a sí mismos que Dios les perdonará, que no morirán sin confesión ni se condenarán, porque rezan el  Rosario ayunan los sábados, pertenecen a la cofradía del Santo Rosario, a la del escapulario y otras congregaciones, llevan el hábito o la cadenilla de la Santísima Virgen, etc.

Cuando se les dice que su devoción no es sino ilusión diabólica y perniciosa presunción, capaz de llevarlos a la ruina, se resisten a creerlo. Responden que Dios es bondad y misericordia; que no nos ha creado para perdición; que no hay hombre que no peque, que basta un buen "¡Señor, pequé!" a la hora de la muerte. Y añaden que son devotos de la Santísima Virgen; que llevan el escapulario, que  todos los días rezan puntualmente siete Padre nuestros y Avemarías en su honor y, algunas veces el Rosario o el oficio de Nuestra Señora, que ayunan, etc.

Para confirmar sus palabras y cegarse aún más, alegan algunos hechos verdaderos o falsos poco importa que han oído o leído, en los que se asegura que personas muertas en pecado mortal y sin confesión, gracias a que durante su vida habían rezado algunas oraciones o ejercitado algunas prácticas de devoción en honor de la Virgen resucitaron para confesarse o su alma permaneció milagrosamente en su cuerpo hasta que lograron confesarse o, a la hora de su muerte, obtuvieron del Señor, por la Misericordia de María, el perdón y la salvación. ¡Ellos esperan correr la misma suerte! 

Nada, en el cristianismo, es tan perjudicial a las gentes como esta presunción diabólica. Porque ¿Cómo puede alguien decir con verdad que ama y honra a la Santísima Virgen, mientras que con sus pecados hiere, traspasa, crucifica y ultraja despiadadamente a Jesucristo, su hijo? Si María se obligará a salvar por su misericordia a esta clase de personas, ¡ Autorizaría el pecado y ayudaría a Crucificar a su hijo! Y esto, ¿ quién osaría siquiera pensarlo.? 

Protesto que abusar así de la devoción a la Santísima Virgen, devoción que después de la que se tiene al Señor en el Santísimo Sacramento es la más Santa y sólida de todas constituye un horrible sacrilegio, el mayor y menos digno de perdón después de la comunión sacrílega. Confieso que, para ser verdadero devoto de la Santísima Virgen, no es absolutamente necesario que seas tan santo,  que llegues a evitar todo pecado  aunque esto seria lo más deseable. Pero es preciso, al menos (¡ Nota bien lo que digo!): 

1) mantenerse sinceramente  resuelto a evitar, por lo menos, todo pecado mortal, que ultraja tanto a la Madre como a el Hijo;

2) violentarse para evitar el pecado; 

3)inscribirse en las cofradías, rezar lo cinco o quince misterios del Rosario u otras oraciones, ayunar los Sábados, etc. 

Todas estas buenas obras son maravillosamente útiles para lograr la Conversión de los pecadores por endurecidos que estén. Y si tú, lector, fueras uno de ellos, aunque ya tuvieras un pie en el abismo....te las aconsejó, a condición de que las realices con la única intención de alcanzar de Dios por intercesión de la Santísima Virgen la Gracia de la contrición y perdón de tus pecados y vencer tus hábitos malos y no para permanecer tranquilamente en estado de pecado, no obstante los remordimientos de la conciencia, el ejemplo de Jesucristo y de los Santos y las máximas del Santo Evangelio. 


94-100: Fragmento extraído fielmente del Tratado de La Verdadera Devoción A La Santísima Virgen,de San Luis María Grignionn de Montfort


sábado, 16 de octubre de 2021

CONFERENCIA SOBRE EL MILAGRO DEL SOL Y LAS APARICIONES DE NUESTRA SEÑORA DE FATIMA

PRIMERA PARTE 


SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

EL MILAGRO DEL SOL Y LA VIDA EJEMPLAR DE LOS VIDENTES DE FÁTIMA. CONFERENCIA DEL PADRE JESÚS MESTRE EN 1997. EN AQUELLOS TIEMPOS LA FSSPX LUCHABA POR EL REINADO SOCIAL DE NSJ SIN ACUERDISMO NI CONCESIONES DOCTRINALES





miércoles, 13 de octubre de 2021

MILAGRO DEL SOL EN LA ULTIMA APARICION DE NUESTRA SEÑORA DE FATIMA (13 DE OCTUBRE 1917)

 



Aparición del 13 octubre de 1917.


Durante la noche del 12 al 13 de octubre había llovido toda la noche, empapando el suelo y a los miles de peregrinos que viajaban a Fátima de todas partes. A pie, por carro y carrozas venían, entrando a la zona de Cova por el camino de Fátima – Leiria, que hoy en día todavía pasa frente a la gran plaza de la Basílica. De ahí bajaban hacia el lugar de las apariciones. Hoy en día en el sitio está la capillita moderna de vidrio, encerrando la primera que se construyó y la estatua de Nuestra Señora del Rosario de Fátima donde estaba el encino.


En cuanto a los niños, lograron llegar a Cova entre las adulaciones y el escepticismo que los había perseguido desde mayo. Cuando llegaron encontraron críticos que los cuestionaban su veracidad y la puntualidad de la Señora, quien había prometido llegar al medio día. Ya habían pasado las doce según la hora oficial del país. Sin embargo cuando el sol había llegado a su apogeo la Señora se apareció como había dicho.


"¿Qué quieres de mi?"


Quiero que se construya una capilla aquí en mi honor. Quiero que continúen diciendo el Rosario todos los días. La guerra pronto terminará, y los soldados regresarán a sus hogares.


"Si, Si"


"¿Me dirás tu nombre?"


Yo soy la Señora del Rosario


"Tengo muchas peticiones de muchas personas. ¿Se las concederás?"


Algunas serán concedidas, y otras las debo negar. Las personas deben rehacer sus vidas y pedir perdón por sus pecados. No deben de ofender más a nuestro Señor, ya es ofendido demasiado!


" ¿Y eso es todo lo que tienes que pedir?"


No hay nada más.


Mientras la Señora del Rosario se eleva hacia el este ella tornó las palmas de sus manos hacia el cielo oscuro. Aunque la lluvia había cedido, nubes oscuras continuaban a oscurecer el sol, que de repente se escapa entre ellos y se ve como un suave disco de plata.


"¡Miren el sol!"


En este momento dos distintas apariciones pudieron ser vistas, el fenómeno del sol presenciado por los 70,000 espectadores y aquella que fue vista sólo por los niños. Lucía describe esta aparición en su diario.


Después que la Virgen se desapareció en la inmensa distancia del filmamento, vimos San José y al Niño Jesús que parecían estar bendiciendo el mundo, ya que hacían la señal de la cruz con sus manos. Un poco después cuando esta aparición terminó vi a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, me parece que era lo Dolorosa. Nuestro Señor parecía bendecir al mundo al igual que lo había hecho San José. Esta aparición también desapareció y vi a Nuestra Señora una vez más, parecida a nuestra Señora del Carmen (Sólo Lucia vio la última aparición, anticipando su entrada al Carmelo unos años después.




Estas serían las últimas apariciones en Fátima para Jacinta y Francisco. Sin embargo a Lucía nuestra Señora se la apareció una séptima vez en 1920, como lo había prometido la Señora el mes de mayo. Esta vez Lucía estaba en oración en la Cova, antes de dejar Fátima para ir a un internado de niñas. La Señora vino para alentarla a que se dedicara enteramente a Dios.


Mientras los niños veían las diversas apariciones de Jesús, María y San José, la multitud presenció un prodigio diferente, el ahora conocido como el famoso milagro del sol. Entre los testigos estaban los siguientes:


O Seculo (un periódico de Lisboa por gobierno y anticlerical.


Desde el camino, donde estaban estacionados los vehículos donde cientos de personas se habían quedado ya que no querían vencer el lodo, uno podía ver la gran multitud volverse hacia el sol, que parecía sin nubes y estaba en su apogeo. Parecía una placa de pura plata y se podía mirar fijamente sin incomodar. Pudo haber sido un eclipse que sucedía en ese momento. Pero en ese mismo momento se produjo un gran grito, y uno podía escuchar a los espectadores más cercanos gritas: ¡un milagro! ¡un milagro!


Ante el asombro reflejado en los ojos de los espectadores, cuya semblanza era bíblica ya que todos tenían la cabeza descubierta, y que buscaban ansiosamente algo en el cielo, el sol temblaba, hizo ciertos movimientos repentinos fuera de las layes cósmicas – el sol "danzaba" de acuerdo a las expresiones típicas de la gente.


Había un viejecito parado en las escaleras de un ómnibus con su rostro volteado hacía el sol que recitaba el credo en alta voz. Pregunté quien era y me dijeron que era el señor Joao da Cunha Vasconcelos. Lo vi después dirigiéndose a los que estaban a su alrededor con sus sombreros puestos y les imploró vehementemente que se descubrieran sus cabezas ante tan extraordinario milagro.


La gente se preguntaban los unos a los otros lo que habían visto. La gran mayoría admitió ver el sol danzando y temblando, otros afirmaban que habían visto el rostro de la Virgen Santísima. Otros juraron que vieron el sol girar como una rueda que se acercaba a la tierra como si fuera a quemarla con sus rayos. Algunos dijeron haber visto cambios de colores sucesivamente.


O Dia (otro diario de Lisboa, edición 17 de octubre de 1917)


" A la una en punto de la tarde, mediodía solar, la lluvia cesó, el cielo de color gris nacarado iluminaba la vasta región árida con una extraña luz. El sol tenía como un velo de gasa transparente que hacía fácil el mirarlo fijamente. El tono grisáceo madre perla que se tornó en una lámina de plata que se rompió cuando las nubes se abrían y el sol de plata envuelto en el mismo velo de luz gris, se vio girar y moverse en el circulo de las nubes abiertas. De todas las bocas se escuchó un gemido y las personas cayeron de rodillas sobre el suelo fangoso…..


La luz se tornó en un azul precioso, como si atravesara el vitral de una catedral y esparció sus rayos sobre las personas que estaban de rodillas con los brazos extendidos. El azul desapareció lentamente y luego la luz pareció traspasar un cristal amarillo. La luz amarilla tiñó los pañuelos blancos, las faldas oscuras de las mujeres. Lo mismo sucedió en los árboles, las piedras y en la sierra. La gente lloraba y oraba con la cabeza descubierta ante la presencia del milagro que habían esperado. Los segundos parecían como horas, así de intensos eran.


Ti Marto (padre de Jacinta y Francisco)


Podíamos mirar con facilidad el sol, que por alguna razón no nos cegaba. Parecía titilar primero en un sentido y luego en otro. Sus rayos se esparcían en muchas direcciones y pintaban todas las cosas en diferentes colores, los árboles, la gente el aire y la tierra. Pero lo más extraordinario para mi era que el sol no lastimaba nuestros ojos. Todo estaba tranquilo y en silencio y todos miraban hacia arriba. De pronto pareció que el sol dejó de girar. Luego comenzó a moverse y a danzar en el cielo, hasta que parecía desprenderse de su lugar y caer sobre nosotros. Fue un momento terrible.




María Capelinha (una de las primeras creyentes)


El transformó todo de diferentes colores – amarillo, azul y blanco, entonces se sacudió y tembló, parecía una rueda de fuego que caía sobre la gente. Empezaron a gritar "¡nos va ha matar a todos!", otros clamaron a nuestro Señor para que los salvara, ellos recitaban el acto de contrición. Una mujer comenzó a confesar sus pecados en voz alta, diciendo que había hecho esto y aquello….


Cuando al fin el sol dejó de saltar y de moverse todos respiramos aliviados. Aun estabamos vivos, y el milagro predicho por los niños fue visto por todos.


Yo estaba mirando hacia el lugar de las apariciones, esperando serena y fríamente que algo sucediera, y con una curiosidad en descenso por que había pasado mucho tiempo sin que sucediera nada que me llamara la atención, entonces escuche miles de voces gritar y vi que la multitud de pronto se voltio, hacia el lado contrario, sus espaldas en contra del sitio donde yo tenía dirigida mi atención y miré al cielo del lado opuesto.


La hora legal era cerca de las 2 de la tarde, alrededor del medio día solar. EL sol unos momentos antes había aparecido entre unas nubes, las cuales lo ocultaban y brillaba clara e intensamente. Yo me volví hacia el magneto que parecía atraer todas las miradas y lo vi como un disco con un aro claramente marcado, luminoso y resplandeciente, pero que no hacía daño a los ojos. No estoy de acuerdo con la comparación que escuchado han hecho en Fátima y la de un pesado disco plateado. Era un color más claro rico y resplandeciente que tenía algo del brillo de una perla. No se parecía en nada a la luna en una noche clara porque al uno verlo y sentirlo parecía un cuerpo vivo. No era una esfera como la luna ni tenía el mismo color o matiz. Perecía como una rueda de cristal hacha de la madre de todas las perlas. No se podía confundir con el sol visto a través de la neblina (por que no había neblina en ese momento), porque no era opaca, difusa ni cubierta con un velo. En Fátima daba luz y calor y aparentaba un claro cofre con un arco bien difundido

viernes, 8 de octubre de 2021

EL SANTO ABANDONO (3. Confianza en la Providencia)

 


«La voluntad del hombre es por extremo suspicaz, de
suerte que por regla general sólo se fía de sí mismo y teme
siempre, por lo que atañe a si propio, del poder y de la
voluntad de otro. Lo que se posee de más precioso, fortuna,
honor, reputación, salud, la vida misma jamás se deposita en
manos de otro, a menos de tener una gran confianza en él.
Para el ejercicio de la caridad y del Santo Abandono, es, pues,
necesaria una plena confianza en Dios.» De donde se deduce
que no podrá hallarse el perfecto abandono de un modo
habitual fuera de la vida unitiva, porque sólo en ella la
confianza en Dios llega a su plenitud.

«La sabiduría del hombre es muy limitada en sus
horizontes; su voluntad es débil, mudable y sujeta a mil desfallecimientos y, por consiguiente, en vez de tener
confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos,
incluso de Dios, debiéramos suplicarle, importunarle para que
se haga Su voluntad y no la nuestra, porque Su voluntad es
buena, buena en sí misma, benéfica para nosotros, buena
como lo es Dios y forzosamente benéfica».

¿Quién es aquel que vela sobre nosotros con amor y que
dispone de nosotros por su Providencia? Es el Dios bueno. Es
bueno de manera tal, que es la bondad por esencia y la
caridad misma, y, en este sentido, «nadie es bueno sino
Dios». Santos ha habido que han participado
maravillosamente de esta bondad divina, y, sin embargo, los
mejores de entre los hombres no han tenido sino un riachuelo,
un arroyo o a lo más un río de bondad, mientras que Dios es
el océano de bondad, una bondad inagotable y sin límites.
Después que haya derramado sobre nosotros beneficios casi
innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su
expansión ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad
hasta lo infinito para poder gastarla. A decir verdad, cuanto
más da, más se enriquece, pues consigue ser mejor conocido,
amado y servido, al menos por los corazones nobles. Es
bueno para todos: «hace brillar su sol sobre los buenos y los
malos, hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores».

No se cansa de ser bueno, y a la multitud de nuestras faltas
opone «la multitud de sus misericordias» para conquistarnos a
fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es
infinitamente justo como es infinitamente bueno; mas, «en su
misma vida no olvida la misericordia».

Este Dios tan bueno es «nuestro Padre que está en los
cielos». Como estima tanto este título de Dios bueno y nos
recuerda hasta la saciedad sus misericordias, por lo mismo le
gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan grande y tan
santo y nosotros tan pequeños y pecadores, hubiéramos
tenido miedo de El; para ganarse nuestra confianza y nuestro
afecto, no cesa de recordarnos en los libros santos, que El es
nuestro Padre y el Dios de las misericordias. «De El deriva
toda paternidad en el cielo y en la tierra», y ninguno es padre
como nuestro Padre de los Cielos. El es Padre por
abnegación, madre por la ternura. En la tierra nada hay comparable al corazón de una madre por el olvido de sí, el
afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira tanta
confianza y abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa
infinitamente para nosotros a la mejor de las madres. «¿Puede
una madre olvidar a su hijo, y no apiadarse del fruto de sus
entrañas?, pues aunque se olvidara, yo no me olvidaré de
vosotros» «El que ha amado al mundo hasta el extremo de
darle su Hijo unigénito», ¿Qué nos podrá negar? Sabe mejor
que nosotros lo que necesitamos para el cuerpo y para el
alma; quiere ser rogado, tan sólo nos echará en cara el no
haber suplicado bastante, y no dará una piedra a su hijo que le
pide pan. Si es preciso que se muestre severo para impedir
que corramos a nuestra perdición, su corazón es quien arma
su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno,
enjugará nuestras lágrimas y derramará el bálsamo sobre la
herida. Creamos en el amor de Dios para con nosotros y no
dudemos jamás del corazón de nuestro Padre.

Es nuestro Redentor, que vela sobre nosotros; es más que
un hermano, más que un amigo incomparable, es el médico
de nuestras almas, nuestro Salvador por voluntad propia. Ha
venido a «salvar el mundo de sus pecados», curar las
dolencias espirituales, traernos «la vida y una vida más
abundante», «encender sobre la tierra el fuego del cielo».
Salvarnos, he aquí su misión; salir bien en esta misión, he
aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá El no sentir interés por
nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones, su cuerpo
surcado de heridas, su alma llena de dolor, el calvario y el
altar, todo nos muestra que ha hecho por nosotros locuras de
amor. «¡Nos ha adquirido a tan alto precio! » ¿Cómo no le
hemos de ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener
confianza, si no en este dulce Salvador, sin el cual estaríamos
perdidos? Por otra parte, ¿no es Él el Esposo de nuestras
almas? Abnegado, tierno y misericordioso para con cada una,
ama con marcada dilección a aquellas que todo lo han dejado
por adherirse sólo a El. Tiene sus delicias en verlas cerca de
su tabernáculo y vivir con ellas en la más dulce intimidad.

«Cuando os hallareis en la aflicción -dice el P. de la
Colombière-, considerad que el autor de ella es Aquel mismo
que ha querido pasar toda su vida en los dolores, para con ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel cuyo ángel está
siempre a nuestro lado vigilando por orden suya sobre todos
nuestros caminos; Aquel que ruega sin cesar sobre nuestros
altares y se sacrifica mil veces al día en favor nuestro; Aquel
que viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la
Eucaristía; Aquel para quien no existe otro placer que unirse a
nosotros. -Mas me hiere cruelmente, deja caer su pesada
mano sobre mí. -¿Qué podéis temer de una mano que ha sido
agujereada, que se ha dejado atar a la cruz por nosotros? -Me
parece andar por un camino erizado de espinas. -Pero si no
hay otro para ir al cielo, ¿preferirías perecer siempre antes
que sufrir durante unos momentos? ¿No es éste el mismo
camino que El ha seguido antes de vosotros y por vosotros?
¿Podréis encontrar una espina que El no haya enrojecido con
su sangre? -Me ofrece un cáliz lleno de amargura. -Sí, pero
recordad que es vuestro Redentor quien os lo presenta.
Amándoos como os ama, ¿podría resolverse a trataros con
rigor, si no hubiera para ello una utilidad extraordinaria o una
urgente necesidad?».

Siendo como es bueno y santo, no obra sobre nosotros
sino con los fines más nobles y beneficiosos. «Su objeto es y
será indefectiblemente uno»: la gloria de Dios. «El Señor ha
hecho todas las cosas para sí mismo», nos dice la Escritura, y
no hemos de lamentamos por esto, pues esta gloria no es otra
cosa que la alegría de darnos la eterna felicidad... Teniendo el
universo por fin la glorificación de Dios mediante la
beatificación de la criatura racional, síguese que en un plan
secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la tierra,
es la Iglesia católica, pues ella es la madre de la Salvación.

Todas las cosas terrestres, todas, hasta las persecuciones,
están hechas o permitidas por Dios para el mayor bien de la
Iglesia... Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras
al bien de los elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se
identifica con la salvación eterna del hombre, de lo cual hemos
de concluir que en un tercer plano, el término invariable de las
evoluciones y revoluciones de aquí abajo, no es otro que la
llegada de los elegidos a su eterno destino; tanto es así, que
tal vez nos sea dado ver en el cielo países enteros, removidos
por la salvación de un grupo de elegidos... ¿No es cosa loable ver a Dios gobernar al mundo con el único fin de hacer seres
felices y regocijarse en ellos? La voluntad de Dios es, por tanto, la santificación de las almas.

No existe un solo segundo en que, en un punto cualquiera
del universo, se le pueda sorprender ocupado en otra cosa.
He aquí la razón de todos estos acontecimientos grandes y
pequeños que agitan en diversos sentidos las naciones, las
familias. la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy
enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me
proporciona este encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me
hace chocar contra esta piedra y me entrega a esta tentación.
Todos estos procedimientos los determina su amor, su deseo
de mi mayor bien. ¿Con qué confianza y docilidad no
debiéramos dejarnos hacer y corresponder si
comprendiéramos mejor sus misericordiosos caminos? Tanto
más, cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal
bondad un poder infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en
efecto, el fin particular de cada alma, el grado de gloria a que
la destina en el cielo, la medida de santidad que la tiene
preparada. Para llegar al término y a la perfección sabe qué
caminos ha de seguir, por cuáles pruebas ha de atravesar, qué
humillaciones ha de sufrir. En estos mil acontecimientos de
que estará formada la trama de su existencia, la Providencia
es la que tiene el hilo y lo dirige todo al fin propuesto. Del lado
de Dios que lo dispone nada viene que no sea luz, sabiduría,
gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente
poderoso, puede todo cuanto quiere. El es el dueño, tiene en
su poder la vida y la muerte, conduce a las puertas del
sepulcro y saca de él. Hay en nosotros sombras y claridades,
tiempo de paz y tiempo de aflicción; hay bienes y males; todo
viene de El, no hay absolutamente nada de que su voluntad
no sea dueña soberana. Hace todo según su libre consejo, y si
una vez ha decretado salvar a Israel, nadie hay que pueda
oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle variar sus
designios; contra el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni
profundidad de consejos.

Bien es verdad que dispone de los seres racionales
respetando su libre albedrío. Pueden, pues, oponer su voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque. Mas en
realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son
conocidas desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al
determinar sus planes; halla en los recursos infinitos de su
omnipotente Sabiduría la mayor facilidad para cambiar los
obstáculos en medios, a fin de hacer servir a nuestro bien las
maquinaciones que el infierno y los hombres traman para
perdernos. «Lo que yo he resuelto, dice el Señor en Isaías,
permanecerá estable, mi voluntad se cumplirá en todas las
cosas». Obrad como queráis, es necesario que la voluntad de
Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro libre albedrío,
reservándose el dar a cada uno según sus obras; mas todos
los medios que podáis emplear para eludir sus designios, El
sabrá hacerlos servir para el cumplimiento de estos mismos.
«Entonces, ¿Qué podemos temer?, ¿Qué no debemos esperar
siendo hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y
en voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los
medios convenientes a este fin y tan moderado para
aplicarlos, tan bueno para querer, tan perspicaz para ordenar,
tan prudente para ejecutar?»

RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES
«Los pensamientos de Dios no son nuestros
pensamientos; tanto como el cielo se eleva sobre la tierra, los
caminos del Señor superan a los nuestros». De ahí surgen un
sinnúmero de malas inteligencias entre la Providencia y el
hombre que no sea muy rico en fe y abnegación. Señalaremos
cuatro.

1º La Providencia se mantiene en la sombra para dar lugar
a nuestra fe, y nosotros querríamos ver. Dios se oculta tras las
causas segundas, y cuanto más se muestran éstas más se
oculta El. Sin El nada podrían aquéllas; ni aun existirían; lo
sabemos, y con todo, en vez de elevarnos hasta El,
cometemos la injusticia de pararnos en el hecho exterior,
agradable o molesto, más o menos envuelto en el misterio.

Evita manifestarnos el fin particular que persigue, los caminos
por donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de
tener una ciega confianza en Dios, querríamos saber, casi
osaríamos pedirle explicaciones. ¿Acaso un niño se inquieta por saber adónde le conduce su madre, por que escoge este
camino en vez del otro? Por ventura, ¿no llega el enfermo
incluso a confiar su salud, su vida, la integridad de sus
miembros al médico, al cirujano? Es un hombre como
nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a causa de su
abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No deberíamos
tener infinitamente más confianza en Dios, médico
omnipotente, Salvador incomparable? Al menos, cuando todo
es sombrío en derredor nuestro y ni aun sabemos por dónde
andamos, quisiéramos un rayo de luz. ¡Oh, si supiéramos
siquiera darnos cuenta que la gracia es quien obra y que todo
va bien! Pero ordinariamente no se dará uno cuenta del
trabajo del divino decorador antes de que esté terminado. Dios
quiere que nos contentemos con la simple fe y que confiemos
en El, con corazón tranquilo, en plena oscuridad. ¡Primera
causa de la pena!

2º La Providencia tiene distintas miras que nosotros, ya
sobre el fin que se propone, ya sobre los medios destinados a
su consecución. En tanto no nos hayamos despojado por
completo del amor desordenado a las cosas de la tierra,
querríamos encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él
por camino de rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que
está en razón, a la estima de gentes de bien, al afecto de los
suyos, a los consuelos de la piedad, a la tranquilidad interior,
etc., y que se saboree tan poco la humillación, las
contrariedades, la enfermedad, la prueba en todas sus formas.
Las consolaciones y el éxito se nos presentan más o menos
como la recompensa de la virtud, la sequedad y la adversidad
como el castigo del vicio; nos maravillamos de ver con
frecuencia prosperar al malo y sufrir al justo aquí abajo. Dios,
por el contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra,
sino hacer que lo merezcamos tan perfecto como sea posible.
Si el pecador se obstina en perderse, es necesario que reciba
en el tiempo la recompensa de lo poquito que hace bien. En
cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el cielo; lo
esencial, mientras aquél llega, es que se purifiquen, que se
hagan ricos en méritos. ¡Es tan buena la prueba con este fin!
No escuchando sino a su austero y sapientísimo amor, Dios
trabajará por reproducir a Jesucristo en nosotros a fin de hacernos reinar con Jesús glorificado. ¿Quién no conoce por
lo demás las bienaventuranzas anunciadas por el divino
Maestro? Así, la cruz será el presente que El ofrecerá a sus
amigos con más gusto. «Considera mi vida toda llena de
sufrimientos -dijo a Santa Teresa-, persuádete que aquel es
más amado de mi Padre que recibe mayores cruces; la
medida de su amor es también la medida de las cruces que
envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi predilección que
deseando para vosotros lo que deseé par mí mismo?»
Lenguaje divino y sapientísimo, mas, ¡qué pocos lo entienden!
Y ésta es la segunda causa de las equivocaciones.

3º La Providencia sacude recios golpes y la naturaleza se
lamenta. Hierven nuestras pasiones, el orgullo nos reduce,
nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente heridos por
el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro
gangrenado. Estamos persuadidos de que no hay para
nosotros remedio sino en la amputación, mas no tenemos
valor para hacerla con nuestras propias manos. Dios, cuyo
amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este
doloroso servicio. En consecuencia nos enviará
contradicciones imprevistas, abandonos, desprecios,
humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una enfermedad
que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los
que liga y aprieta el miembro gangrenado, le hiere la parte
más conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar
a lo vivo. La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha,
porque este rudo tratamiento es la curación, es la vida. Estos
males que de fuera nos llegan, son enviados para abatir lo que
se subleva dentro, para poner límites a nuestra libertad que se
extravía y freno a nuestras pasiones que se desbocan. He
aquí por qué permite Dios se levanten por todas partes
obstáculos a nuestros designios, por qué nuestros trabajos
tendrán tantas espinas, por qué no gozaremos jamás de la
tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán con
frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene
la naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos
sinsabores; los hombres, injusticias, y su carácter, tantas y tan
inoportunas desigualdades. A derecha e izquierda somos
acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra voluntad, que es demasiado libre, así probada, estrechada y
fatigada por todas partes, se despoje al fin de sí misma y no
busque sino la sola voluntad de Dios. Mas ella se resiste a
morir, y ésta es la tercera causa de los disgustos.

4º La Providencia emplea a veces medios desconcertantes.
« Sus juicios son incomprensibles»; no sabríamos penetrar
sus motivos, ni atinar con los caminos que escoge para
ponerlos en ejecución. «Dios comienza por reducir a la nada a
los que encarga alguna empresa, y la muerte es la vía
ordinaria por la que conduce a la vida; nadie sabe por dónde
pasa.» Y, por otra parte, ¿Cómo su acción va a contribuir al
bien de sus fieles? Nosotros no lo vemos y aun
frecuentemente creemos ver lo contrario. Mas adoremos la
divina Sabiduría que ha combinado perfectamente todas las
cosas, estemos bien persuadidos de que los mismos
obstáculos le servirán de medios y que llegará siempre a
sacar de los males que permite el invariable bien que se
propone, es decir, los progresos de la Iglesia y de las almas
para la gloria de su Padre.

En consecuencia, si consideramos las cosas a la luz de
Dios, llegaremos a la conclusión de que muchas veces los
males en este mundo no son males, los bienes no son bienes,
hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que
son un castigo.

Citemos algunos ejemplos entre mil, para poner estas
verdades en todo su esplendor. Dios se compromete a hacer
de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las
naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo
de las promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente
que no: mas quiere probar la fe de su servidor y a su tiempo
detendrá el brazo. Se propone someter a José la tierra de los
Faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de sus
hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna,
conducido a Egipto, vendido como esclavo, después pasa en
la cárcel años enteros, todo parece perdido, y, sin embargo,
por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus gloriosos
destinos. Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su
pueblo del yugo de los madianitas, improvisa soldados que
apenas serán uno contra cuatro. En lugar de aumentar su número, el Señor despide a la mayor parte, no conservando
sino trescientos y, armándolos de trompetas, de lámparas, con
cántaros de barro, les conduce, ¿a dónde, diremos, a la
batalla o al matadero? Y con este inverosímil ejército es por el
que asegura a su pueblo una sorprendente y segura victoria.
Mas dejemos el Antiguo Testamento.

Después de las ovaciones y de los ramos, Nuestro Señor
es traicionado, prendido, abandonado, negado, juzgado,
condenado, abofeteado, azotado, crucificado y pierde su
reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la
herencia de las naciones? Triunfa el infierno y todo parece
perdido, no obstante, por ahí mismo nos viene la salvación.
Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo que es débil.
Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la
conquista del mundo; nada son, pero El está con ellos. Deja a
la persecución campear durante tres siglos, y, según su
palabra profética, aquélla apenas ha de cesar; renueva a la
Iglesia en lugar de destruirla y la sangre de los mártires es aún
hoy día semilla de cristianos. La impiedad de los filósofos, las
argucias de los heresiarcas se aprestan al asalto para
extinguir las estrellas del cielo; y con eso precisamente se
hace la fe más explícita y más luminosa. Los reyes y los
pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo, que es,
sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el momento
que El ha escogido, «el Hijo del carpintero, el Galileo»,
siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en un ataúd
y los citará a su tribunal. Mientras la tierra se agita en un sin
fin de revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta,
indestructible y luminosa sobre las ruinas de los tronos y de
las nacionalidades.

Quédanle medios propios suyos, medios inverosímiles, que
Dios escogerá para salvar a un pueblo, conmover las
muchedumbres, instituir familias religiosas.
Hubo un tiempo en que daba pena el reino de Francia;
para arrancarlo de una pérdida total e inminente, Dios va a
suscitar no poderosas armas, sino una inocente niña, una
pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil instrumento libra a
Orleáns y conduce triunfalmente al Rey a Reims para ser
consagrado. En nuestros días conmueve países enteros a la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote rural, y a
excepción de la santidad, hombre de menguado valer. Dios
quería nuestra Orden: suscita tres santos para fundarla y le
prepara las más abundantes bendiciones, y, sin embargo, la
persecución que se dejó caer sobre nuestros Padres en
Molismo los siguió a Cister. Se obliga a San Roberto por
obediencia a dejar su obra sin terminar. San Alberico durante
su gobierno y San Esteban durante algunos años apenas
reciben novicios. La muerte hace sus vacíos y una epidemia
arrebata la mitad de la pequeña Comunidad. Los
supervivientes se preguntan, no sin ansiedad, si llegarán a
tener sucesores o si su obra va a desaparecer con ellos.
¿ Querrá la Providencia divina destruir sus piadosos
designios? Todo lo contrario, quiere de este modo asegurarlos,
pero a su manera; propónese santificar a los fundadores, pone
en vigor todos los puntos de la Regla, establece sólidamente
la observancia y la vida interior. Una vez preparada la
colmena, atraerá las abejas por enjambres.

Dios revela a la venerable María Postel que ella ha de
fundar, en medio de muchas tribulaciones, una Comunidad
que será la más numerosa de la diócesis de Coutances.
Durante treinta años se la verá conducida por caminos
oscuros, sometida a todo género de pruebas, contradicha por
los acontecimientos, probada por repetidos fracasos. ¿Olvida
acaso el Señor su promesa? Muy al contrario, así es como
asegura su perfecto cumplimiento, elevando a la fundadora a
la más encumbrada santidad, imprimiendo a la Congregación
naciente el espíritu que deberá siempre animarla. San Alfonso
de Ligorio, ilustre Fundador de los Redentoristas, se vio en
sus últimos años indignamente acusado ante el Sumo
Pontífice por dos de los suyos; es condenado, privado de su
cargo de Superior General y hasta excluido del Instituto que le
debía su existencia. Animábase leyendo la vida de San José
de Calasanz, el Fundador de las Escuelas Pías, que fue como
él perseguido, expulsado de su Orden y cuyo Instituto fue
suprimido, y más tarde restablecido por la Santa Sede. Mas
San Alfonso predice: que Dios que ha querido la Congregación
en el reino de Nápoles, sabrá mantenerla en él, y que a
ejemplo de Lázaro saldrá de la tumba llena de vida, cuando él ya no exista. «Dios ha permitido la dimisión -decía- para
multiplicar las casas en los Estados Pontificios.» Y de hecho,
cuando el santo anciano haya apurado hasta las heces el cáliz
de las humillaciones y de los dolores, cuando haya sufrido su
martirio con la más inalterable paciencia, el cisma, causa de
este martirio, cesará como por ensalmo; la Congregación, más
floreciente que nunca, extenderá sus ramas por todos los
países. Así, aquella horrorosa tempestad que parecía iba a
aniquilar el Instituto fue el medio elegido por Dios para
propagarlo por el mundo entero, a la vez que consumaba la
santidad del Fundador. Y día llegó en que los perseguidores
del Santo fueron los más empeñados, según su predicción, en
pedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de
sus maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de
decepciones y de remordimientos!

Tratándose de la santificación individual, Dios sigue los
mismos caminos siempre austeros y a veces desconcertantes.
Nuestro Padre San Bernardo ama con pasión su soledad
llena por completo de Dios, «su bienaventurada soledad es su
única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de
pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le
arranca una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro,
lánzale en medio de un mundo que aborrece, en el tráfago de
mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios a sus gustos de
reposo en Dios.

No puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus
hermanos, y por eso, se inquieta. «Mi vida -dice- es
monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy la quimera
del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje
por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal.
¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos.»
Dios no le escucha, por lo menos en este sentido, y es
preciso bendecirle por ello. Porque el santo «aconseja a los
Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos, pone fin al
cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio de
tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse
una soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto
monje y no vuelve a su claustro sino acompañado de multitud
de discípulos. Es, no la quimera, sino la maravilla de su siglo.

Abrumado por el peso de los negocios, San Pedro
Celestino suspira por su amada soledad y abdica al Sumo
Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en
forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue
puesto en prisión. «Pedro -decíase a sí mismo entonces-,
tienes lo que tanto tiempo deseaste, la soledad, el silencio, la
celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y
bienaventurada prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha
satisfecho los deseos de tu alma de una manera más segura y
agradable a sus ojos que la que tú proyectabas. Quiere Dios
ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero de Loyola,
herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido
su porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este
accidente mil veces feliz a la maravillosa conversión de la que
había de nacer la Compañía de Jesús.

¿No es así como día tras día la mano de Dios nos hiere
para salvarnos? La muerte deja claros en nuestras filas y nos
arrebata las personas con las que contábamos; relaciones
inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros
actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la
confianza de nuestros superiores, abundan las penas
interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se
multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre
suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y
hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a
semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente
más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de
escuchar nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con
nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre
la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros
mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de
abandono; de verdadera santidad.

En resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios
para con nosotros. Creamos sin titubear en la sabiduría, en el
poder de nuestro Padre que está en los cielos. Por numerosas
que sean las dificultades, por amenazadores que puedan
presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la
Providencia exige, aceptemos de antemano la prueba si Dios
la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen Maestro, 
y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en
bien de nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único
que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios
sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y de sumisión,
porque El no quiere violentar nuestra voluntad. Si nosotros por
nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de
misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el
tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto
a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien
que El deseaba hacernos.