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viernes, 27 de mayo de 2022

Habrá entonces grande tribulación cual no la hubo desde el principio del mundo (Mt 24,21)

 



Zacarías: 13,8 Y sucederá que en toda la tierra, dice el Señor, dos partes de sus moradores serán dispersadas y perecerán, y la tercera parte quedará en ella. 14, 6 Y en aquel día no habrá luz, sino únicamente frió y hielo. 14, 7 Y vendrá un día que solo es conocido del Señor, que no será ni día ni noche; mas al fin de la tarde  aparecerá la luz.

Isaías: 13, 9 Mirad que va a llegar el día del Señor, día horroroso y lleno de indignación, y de ira, y de furor, para convertir en un desierto la tierra, y borrar de ella a los pecadores. 13, 10 Porque las más resplandecientes estrellas del cielo no despedirán la luz acostumbrada: se oscurecerá el sol al nacer, y la luna no alumbrará con su luz. 13, 11 Y castigaré la tierra por sus maldades, y a los impíos por su iniquidad; y pondré fin a la soberbia de los infieles, y abatiré la arrogancia de los fuertes. 22, 5 porque día es este de mortandad, y de devastación, y de gemidos… 22, 3 Enteramente arruinada quedará la tierra, y totalmente devastada. 24, 6b Se libertará un corto número 24,13b como cuando vareado el olivo quedan unas pocas aceitunas en el árbol, y algunos rebuscos después de acabada la vendimia. 29, 6 Y será esto cosa repentina, y no esperada. El Señor de los ejércitos la visitará a esta muchedumbre en medio de truenos y de terremotos, y estruendo grande de torbellinos y tempestades, y de llamas de un fuego devorador. 34, 2 Porque la indignación del Señor va a descargar sobre todas las naciones, y su furor sobre todos los ejércitos: los matará, y hará en ellos una carnicería. 47, 14 He aquí que se han vuelto como paja, el fuego los ha devorado.

Sofonías: 1, 2 Yo quitaré de la tierra todo lo que hay en ella; la talaré toda, dice el Señor: 1, 3 exterminaré de ella hombres y bestias: exterminaré las aves del cielo, y los peces del mar; y perecerán los impíos; y exterminaré de la tierra a los hombres, dice el Señor. 1, 14 Cerca está el día grande del Señor: está cerca, y va llegando con suma velocidad: amargas voces serán las que se oigan en el día del Señor… 1, 15 Día de ira aquel, día de tribulación y de congoja, día de calamidad y de miseria, día de tinieblas y de oscuridad, día de nublados y de tempestades, 1, 16día del terrible sonido de la trompeta contra las ciudades fuertes, y contra las altas torres. 1, 17 Yo atribularé a los hombres: los cuales andarán como ciegos, porque han pecado contra el Señor: y su sangre será esparcida como el polvo, y arrojados sus cadáveres como la basura. 1, 18 Y ni la plata, ni el oro podrá librarlos en aquel día de la ira del Señor, cuyo ardiente celo devorará toda la tierra. 3, 8 b entonces derramaré sobre ellos mi indignación, y toda la ira y furor mío de modo que el fuego de mi celo devorará toda la tierra. 3, 9 Porque entonces purificaré los labios de las naciones, a fin de que todas ellas invoquen el nombre del Señor, y le sirvan debajo de un mismo yugo.

Jeremías: 4,23 Eché una mirada a la tierra, y la vi vacía y sin nada; y a los cielos, y no había luz en ellos. 4, 27 Toda la tierra quedará desierta: mas no acabaré de arruinarla del todo. 23, 19 He aquí que se levantará el torbellino de la indignación divina, y la tempestad, rompiendo la nube, descargará sobre la cabeza de los impíos. 23, 20 No cesará la saña del Señor, hasta tanto que se haya ejecutado y cumplido el decreto de su voluntad: en los últimos días es cuando comprenderéis su designio.

Ezequiel: 7, 5 Esto dice el Señor Dios: la aflicción única, la aflicción singularísima, he aquí que viene. 7, 7 viene el exterminio sobre ti, que habitas en la tierra... cerca está el día de la mortandad 30, 1 Me habló nuevamente el Señor, diciendo: 30, 2 Hijo de hombre, profetiza, y di: esto dice el Señor Dios: prorrumpid en aullidos, ¡ay, ay de aquel día! 30, 3 Porque cercano está el día, llega ya el día del Señor; día de tinieblas, que será la hora del castigo de las naciones.

Joel: 1, 15 ¡Ay, ay! qué día tan terrible es ese día que llega. ¡Ay! cercano está el día del Señor, y vendrá como una espantosa tormenta enviada del Todopoderoso.
Amós 5, 18 b Día de tinieblas será aquel para vosotros, y no de luz. 5, 20 ¿Por ventura aquel día del Señor no será día de tinieblas, y no de luz; y no reinará en él una suma oscuridad, sin rastro de resplandor?
Malaquías: 4, 1 Porque llegará aquel día semejante a un horno encendido, y todos los soberbios, y todos los impíos serán como estopa; y aquel día que debe venir, los abrasará, dice el Señor de los ejércitos, sin dejar de ellos raíz ni renuevo alguno. 4, 2 Mas para vosotros los que teméis mi santo nombre, nacerá el Sol de justicia, debajo de cuyas alas o rayos está la salvación; y vosotros saldréis fuera, saltando alegres como novillos de la manada. 4, 3 Y hollaréis a los impíos, hechos ya ceniza, debajo las plantas de vuestros pies, en el día en que yo obraré, dice el Señor de los ejércitos.

Romanos 9, 28 (citando a Isaías):  porque el Señor en su justicia reducirá a un corto número, el Señor hará una gran rebaja sobre la tierra.
2 Pedro 3,5-7: así como un día desapareció el mundo destruido por las aguas del diluvio, así otro día los cielos y la tierra serán purificados con el fuego, y en ese día perecerán los impíos.

martes, 24 de mayo de 2022

EL SANTO ABANDONO. CAPITULO 3. Artículo 4º.- El lugar y las relaciones

 


I. El religioso se aficiona a su casa como el hijo al hogar paterno, y en tanto este afecto se conserve sumiso al beneplácito divino, nada hay más legítimo ni más digno de respeto. El Monasterio es el jardín cerrado en donde Dios nos ha puesto al abrigo del mundo, en donde El se digna vivir con nosotros en la más deliciosa intimidad. No es aún el Paraíso, no es ya Egipto; es la Tierra prometida, en la que corren en abundancia la leche y la miel. Bajo el mismo techo de Nuestro Señor y a dos pasos de su Tabernáculo, el religioso pasa horas tan dulces como santas en celebrar los augustos misterios, en cantar las alabanzas de Dios, en alimentar su alma con el pan de la oración y piadosas lecturas. Allí es donde fuimos iniciados en las observancias monásticas, formados en la vida interior y ejercitados en las luchas para conseguir la santidad. Gracias a la Regla y a la firmeza de nuestros Superiores que nos sostienen, a los ejemplos de la Comunidad que nos arrastran, ha sido posible apresurar el paso y adelantar algo más en el camino. Estos lugares benditos, regados con tanta abundancia por las aguas de la gracia, fueron los felices testigos de nuestras mejores alegrías, de nuestros combates y de nuestras pruebas. Allí es donde nosotros hemos prometido vivir y morir, de allí es de donde nuestra alma espera volar al cielo, mientras que el compañero de sus trabajos descenderá a dormir allí cerca de nuestros antepasados, esperando su glorioso despertar. Sin embargo, esta adhesión tan legítima a nuestro Monasterio ha de estar subordinada al beneplácito divino, porque Dios será siempre el supremo Arbitro de nuestros destinos. El puede disponer de nosotros por medio de la obediencia, libre es de dejar obrar la malicia de los perseguidores.

 Ciertamente que debemos hacer cuanto de nosotros depende para conservar la estabilidad que hemos prometido, pero si Dios se complace en desterrarnos de nuestro querido Monasterio, ¿no es el Maestro infinitamente sabio e infinitamente bueno? ¿No es la divina Providencia la que debemos mirar por encima de los hombres en esto como en todo lo demás? Y, por consiguiente, ¿osaríamos protestar contra su voluntad soberana, en lugar de someternos a ella con amorosa confianza? La tierra es un lugar de paso, y nuestra ciudad permanente está en el cielo. Que nos dirijamos a ella desde el destierro, desde la patria, poco importa, lo esencial es llegar allí. Mientras Dios nos tenga en el Monasterio, en él estará para nosotros el camino del Paraíso, y nada se le puede comparar; mas si la Providencia nos envía a otra parte, en dondequiera que nos coloque, allí estará en adelante para nosotros la esperanza de la salvación, pues es la obediencia la que nos introduce en el reino de los cielos.

 Por lo demás, hay algo infinitamente preferible a los muros de nuestro convento: es la vida religiosa que en él se observa; y si para conservarla es preciso resignarnos a sufrir el destierro, ¡bendito sea Dios que aun a tan subido precio nos conserva tan inapreciable bien! ¿Sería éste, después de todo, un sacrificio heroico? Seguros de tener en el destierro las mismas observancias, la misma Comunidad, los mismos Superiores que en el Monasterio, seríamos ciertamente menos dignos de lástima que tantos religiosos imposibilitados de consagrarse en tierra tan extraña a sus obras acostumbradas, como tantos otros, sobre todo los que han sido lanzados al mundo, privados de la vida religiosa. Para nosotros, monjes, formados únicamente para la vida de claustro, volver al mundo es el peor de los infortunios, y para conjurarlo habríase de hacer lo posible y hasta lo imposible. En el caso que la obediencia dispusiera de nosotros, en conformidad con las leyes de nuestra Orden, enviándonos a una fundación, un refugio, etc., el ferviente religioso no ha de ver en eso sino la voluntad de Dios y el bien de su alma, y con magnánimo corazón entregarse al beneplácito divino, y a no ser por un deber de conciencia, hasta evitar observaciones respetuosas y filiales. Apenas ha hablado Dios por boca de un superior, se inclina confiado y sin tardanza, no pensando sino en someterse como verdadero hijo de obediencia, y en sacar de su sacrificio el mejor partido posible a favor de su adelantamiento espiritual. 

II. Tenemos en el claustro una selecta compañía, escogida entre mil y diez mil. Una Comunidad es una familia unida a Jesucristo, en la que cada cual rivaliza en desprecio del mundo, en atractivo por nuestras santas leyes, en celo por agradar a Dios y santificarse; y todos los días experimentamos cuán dulce es habitar reunidos los hermanos. Jamás sabremos ni bendecir suficientemente al Señor por habernos llamado a la religión, ni pagar a nuestra Comunidad todo el bien que nos hace. Con todo, aunque sólo tuviéramos santos en nuestra compañía, hemos de esperar encontrar entre los hombres algunos restos de humana debilidad; por lo menos, habrá diversidad de temperamentos y de caracteres, las divergencias de sentimientos y voluntades, mil pequeñas nonadas que nos harán sufrir, tanto más cuanto que la misma consideración con que habitualmente se nos trata, nos vuelve más sensibles a todo procedimiento menos delicado. Si acontece, pues, que hayamos de soportar algo de parte de los que nos rodean, ante todo hemos de persuadirnos de que esa es la voluntad de Dios. Es El, en efecto, y no el azar, quien nos ha llamado de las cuatro partes del mundo y nos ha juntado en tal Comunidad y bajo tales Superiores, para vivir allí reunidos en perpetuo contacto. El genio, las miras, los gustos, mil otras cosas no se armonizan sino a fuerza de virtud; será preciso hacerse mutuamente muchos sacrificios por el bien de la paz. Dios lo sabia y para esto precisamente nos ha puesto a los unos cerca de los otros. En el cielo disfrutaremos del reposo perfecto, de la paz después de la victoria. 

Aquí abajo, es el tiempo del combate contra nosotros mismos, a fin de reparar nuestras faltas, dominar nuestros defectos, aumentar nuestras virtudes y méritos. Los medios para conseguirlo son múltiples, uno de los mejores será para nosotros la vida común con las renuncias que impone. «Por no haberte penetrado en este gran principio -escribía el P. de Caussade a una de sus dirigidas-, jamás habéis sabido someteros a ciertos estados y acontecimientos, ni, por consiguiente, permanecer en ellos firme y tranquila en la voluntad de Dios. El demonio siempre os ha tentado, inquietado, trastornado con cien ilusiones y falsos razonamientos en este punto. Tratad, pues yo os conjuro por el interés de vuestra salvación y de vuestro reposo, de libraros de semejante extravío de espíritu, y por el mismo hecho pondréis término a todos vuestros despechos y a todas las rebeldías de vuestro corazón.» 

Las penas de la vida de familia y de Comunidad no tanto constituyen con la oposición de humor o de carácter un obstáculo a nuestro progreso espiritual, como medio providencial y muy precioso. En nuestra falta de fe, de humildad y de abnegación ha de buscarse el origen de nuestro malestar, al que las dificultades le ofrecen tan sólo la ocasión de manifestarse. Proviniendo, pues, el mal de nosotros, ahí es donde es preciso aplicar el remedio, y ésta es la razón porque Dios nos ofrece estas oposiciones de carácter, estas pruebas crucificadoras y constantemente renovadas. ¡Excelentes penitencias para las culpas pasadas! Porque «la caridad cubre la muchedumbre de los pecados», y Dios nos tratará como nosotros hubiéremos tratado a nuestros semejantes. Perdonemos, y El nos perdonará; olvidemos los agravios de nuestros hermanos y El olvidará los nuestros. Tengamos tolerancia para con nuestro prójimo, paciencia, misericordia, mansedumbre, y El, fiel a su palabra, hará otro tanto con nosotros. Es costoso sufrir así siempre, mas ¡qué seguridad, qué consuelo poder decir que a este precio se tiene derecho a contar con la divina misericordia! ¡Excelente ejercicio de mortificación! Sin él, cuántas virtudes nos faltarían. Si queremos adquirir la tolerancia mutua, la paciencia y la abnegación, ¿no son necesarias personas que nos contraríen y que sepan hacerlo a tiempo y fuera de tiempo, y por decirlo así, sin piedad? Creeríamos conocernos bien y abrigaríamos quizá extrañas ilusiones, si unos y otros no viniesen en momento propicio a decirnos sin contemplación muchas verdades. ¡ Son precisas tantas humillaciones! ¿Sabríamos nosotros escoger las buenas humillaciones, aquellas de que tenemos necesidad y no las que nos agradan? ¿Tendríamos la firmeza de someternos a ellas con perseverancia, como se somete un enfermo a su régimen austero? En lugar de sublevarnos, bendigamos a Dios que ha tenido la sabiduría y la bondad de poner a nuestro lado tal o cual persona; es de la que teníamos más necesidad. Una santa fundadora decía a sus hijas:

 «Cada una tiene su modo de ser, sus imperfecciones, sus rarezas. Si no existieran en la Comunidad caracteres un tanto difíciles, sería necesario comprarlos para que nos ayudasen a ganar el cielo.» Dios nos provee de ellos gratuitamente. ¡A nosotros toca aprovecharnos de estas gracias para morir a nosotros mismos! Además, estas contrariedades constantemente renovadas, «os ofrecerán cada día no pocas ocasiones de practicar las más raras y sólidas virtudes: la caridad, la paciencia, la dulzura, la humildad de corazón, la benignidad, la renuncia a vuestras inclinaciones, etc.; y estas pequeñas virtudes de cada día, practicadas fielmente, os formarán una rica mies de gracias y de méritos para la eternidad. Por éstas, mejor que por todas las otras prácticas y los demás medios, es como podréis obtener el gran don de la oración interior, la paz del corazón, el recogimiento, la presencia continua de Dios y su puro y perfecto amor. Esta sola cruz llevada con paciencia os atraerá infinidad de gracias, y os servirá más eficazmente que las pruebas en apariencia más dolorosas, para desprenderos perfectamente de vosotros mismos y uniros plenamente a Dios». Así se expresa el P. de Caussade, y dice después: «Lejos de compadeceros, no puedo menos de felicitaros de haber tenido por fin ocasión de practicar la verdadera caridad. La antipatía que experimentáis hacia la persona con quien estáis en continuas relaciones, la oposición de vuestras ideas y de vuestras miras, los rozamientos que ella os causa por sus modales o su lenguaje, son otras tantas señales infalibles de que la caridad que usáis para con ella será puramente sobrenatural sin mezcla alguna de sentimientos humanos. Oro puro es lo que vais a reunir, y sólo de vos depende formar un inmenso tesoro. Agradecédselo, pues, a Nuestro Señor, y para no perder nada de las ventajas inapreciables de vuestra posición presente, seguid con exactitud las reglas que os voy a trazar.

 »1ª Soportad apaciblemente las rebeldías involuntarias que os hacen experimentar los procedimientos de esta persona, a la manera que soportaríais un acceso de fiebre o de jaqueca. Vuestra antipatía es, en efecto, una fiebre interior con sus escalofríos y subidas. ¡Oh! ¡Cuán crucificador, humillante y penoso es todo esto, y por consiguiente, cuán meritorio y santificador! 

»2ª No habléis jamás a propósito de esta persona, como quizá hacen las otras; sino hablad siempre de ella en buen sentido, pues tiene algo bueno. Y, ¿quién no tiene algo malo? ¿Quién es perfecto en este mundo? Puede ser que sin querer ni pensar en ello, vos la probéis más de lo que Dios os prueba por ella! Dios pule a veces un diamante con otro diamante, dice Fenelón. 

»3ª Cuando cometiereis algunas faltas, levantaos sin tardanza, humillándoos dulcemente, sin despecho voluntario ni contra ella, ni contra vos, sin turbación ni enojo y sin inquietud. Nuestras faltas así reparadas llegan a sernos de provecho y ventajosas, y por estas miserias y estas faltas diarias, es como Dios nos empequeñece de continuo y nos mantiene en la verdadera humildad de corazón. 

»4ª No os mezcléis en nada, sino en la medida en que vuestro deber os obliga; cumplido éste, no os preocupéis de nada; no penséis siquiera en ello, si no es en la presencia de Dios. Abandonemos todo a la Providencia, pues la única cosa importante es que seamos todo de Dios y que consigamos la salvación. » En las pruebas de este género, Santa Juana de Chantal es un perfecto modelo. Viuda a los veintiocho años, recibió de su padre político orden de ir a vivir en su compañía con sus cuatro hijos. Sin dificultad pudo entrever la amargura del cáliz que había de beber, pues conocía el carácter del viejo barón, los desórdenes de su casa y los aún mayores de su conducta. Este anciano sombrío ante quien todo había de doblegarse, había caído bajo la dependencia de una criada que mandaba como ama en el castillo, dilapidaba los bienes y hacía murmurar a todo el mundo. Durante más de siete años, la santa será tratada como una extraña que se admite en el hogar doméstico, pero a la que en nada se la consulta ni tiene derecho a hacer observación alguna. Estará, por decirlo así, bajo la férula de una inferior insolente, que no escaseará ni siquiera las injurias. Tenía que pasar por la amargura de ver a los hijos de la sirvienta preferidos a los suyos. Se apoderaba de ella la indignación, revolvíase toda su sangre, especialmente al principio. Mas ahogaba estos gritos de la naturaleza, y a cada insolencia no oponía sino un corazón dulce y un semblante gracioso, llegando hasta el grado de heroísmo de cuidar los hijos de la sirvienta como a los suyos, y prestarles con sus propias manos los servicios más humildes. ¿Y cuál era el secreto de su victoria? Únicamente ocupada en su importante obra, la conversión de su padre político y de la indigna criada, se proponía vencerlos a uno y a otra a fuerza de dulzura; no habla situación ni sacrificio que la asustasen con la esperanza de llevarlos a Dios. Aprovechaba todas las circunstancias para hacerles bien y ninguna violencia, ninguna vejación, fue jamás capaz de disminuir su respeto ni desanimar su paciencia. «A este motivo tan elevado que la sostuvo durante siete años en esta vida heroica, vino a juntarse otro que no le prestó menor apoyo. Era naturalmente un tanto altiva; había heredado con la sangre paterna, yo no sé qué de orgullosa y dominante que ella quería ahogar a todo trance. La ocasión le pareció excelente para llegar a ser humilde a fuerza de humillaciones, y lo con siguió más de lo que puede decirse. En esta ruda escuela, mejor que en el más severo noviciado, hízola Dios adquirir esta rara humildad y esta perfecta obediencia que muy pronto hicieron de ella, bajo la dirección de San Francisco de Sales, el instrumento de tan grandes obras.» ¡Quiera Dios que a las gracias de este género respondamos también nosotros con el mismo espíritu de fe e igual generosidad!

viernes, 20 de mayo de 2022

EXORTACIONES DE SAN PABLO Y SAN PEDRO A LA MUJER CATOLICA

 


Santa Mónica Patrona de las mujeres casadas y modelo de madres cristianas


I Cor. 11:3 y 8-10 = "Mas quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y el varón, cabeza de la mujer, y Dios, cabeza de Cristo (...) No procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; como tampoco fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por tanto, debe la mujer llevar sobre su cabeza la señal de estar bajo autoridad, por causa de los ángeles".

Ef. 5:22-24 = "Las mujeres sujétense a sus maridos como al Señor, porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo cabeza de la Iglesia, salvador de su cuerpo. Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo".

Col. 3:18 = "Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor".

I Tim. 2:11-15 =  "La mujer aprenda en silencio, con toda sumisión. Enseñar no le permito a la mujer, ni que domine al marido, sino que permanezca en silencio. Porque Adán fue formado primero y después Eva. Y no fue engañado Adán, sino que la mujer, seducida, incurrió en la transgresión; sin embargo, se salvará engendrando hijos, si con modestia permanece en fe y amor y santidad".

I Pe. 3:1-6 = "Vosotras, mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, para que si algunos no obedecen a la predicación sean ganados sin palabra por la conducta de sus mujeres, al observar vuestra vida casta y llena de reverencia".


miércoles, 11 de mayo de 2022

EL SANTO ABANDONO. CAPITULO 3: 2. El Abandono en las cosas temporales

 


2. EL ABANDONO EN LAS COSAS TEMPORALES, EN GENERAL 

Hay bienes y males temporales: bienes, como la ciencia, la salud, las riquezas, la prosperidad, los honores; males como la enfermedad, la pobreza, los infortunios. He aquí las cosas que el mundo juzga importantes en primer término y de las que ante todo se preocupa, y por cierto equivocadamente. Las cosas de aquí abajo se deben apreciar a la luz de la eternidad. El soberano Bien, el único necesario, es Dios, y por consiguiente, según enseña Santo Tomás, los bienes principales supremos para nosotros son la bienaventuranza y lo que nos la ha hecho merecer. No cabe abuso en estos bienes, ni pueden tener mal fin. Por esto los santos los piden de una manera absoluta, conforme a estas palabras del Salmo: «Muéstranos tu faz, y seremos salvos», he aquí la bienaventuranza; «conducidnos por las sendas de vuestros mandamientos», he aquí el camino que a ella nos conduce. En cuanto a los bienes temporales, añade el Santo Doctor, sucede con demasiada frecuencia que se emplean mal y pueden tener mal resultado: siendo así que la riqueza y los honores han causado la pérdida de gran número de personas.

No son, pues, los bienes temporales principales y definitivos, sino secundarios y pasajeros, socorros que nos ayudan a caminar hacia la bienaventuranza, en cuanto que conservan la vida temporal y nos sirven de instrumentos para practicar la virtud. Con tal que los estimemos como objeto secundario y no como objeto principal de nuestra solicitud, es perfectamente legítimo desearlos, pedirlos en la oración, buscarlos con una moderada aplicación, pensar aun en el porvenir, en la medida de la necesidad y en el tiempo conveniente.

 Mas nuestra solicitud es excesiva y culpable, si en lugar de usar estos bienes según la necesidad, llegamos hasta considerarlos como nuestro fin; si cuidamos de lo temporal hasta el punto de descuidar lo espiritual, si tememos carecer de lo necesario, aun haciendo lo que debemos, pues, en este caso, es preciso contar con la Providencia. La comida, la bebida, el vestido, son cosas de primera necesidad, y respecto a ellas Nuestro Señor no condena en manera alguna el cuidado moderado que induce al trabajo, pero destierra la solicitud excesiva que va hasta la inquietud; termina diciéndonos que busquemos ante todo los bienes espirituales, con la firme seguridad de que los bienes temporales nos serán dados por añadidura y conforme a la necesidad, si es que hacemos lo que está de nuestra parte. «Aun prohibiendo que nos inquietemos por los bienes temporales como los gentiles, porque Nuestro Padre Celestial sabe de qué cosas tenemos necesidad, Nuestro Señor añade expresamente: "Buscad primero el reino de Dios". 

Con esto quiere el divino Maestro excitar en nosotros los buenos deseos para los que sentimos pesadez, y amortiguar los deseos de los sentidos para los que somos sensibles por demás. Quiere también enseñarnos a hacer distinción entre los bienes que es necesario pedir de un modo absoluto, como lo son "el reino de Dios y su Justicia", y los que se han de pedir tan sólo bajo condición y si Dios los quiere. »Más todavía, Jesucristo mismo nos ha enseñado a decir: El pan nuestro, palabras que entre otros sentidos han significado siempre la petición de los bienes temporales. (La Iglesia ha hecho lo mismo en sus Letanías y su Liturgia.) El perfecto espiritual no excluye esta petición del número de las siete del Padrenuestro, y si se dice que no pida nada temporal, se entiende que no lo pida como un bien absoluto, ni absolutamente, sino en orden a la salvación y bajo reserva de la voluntad de Dios.» 

En efecto, dice San Alfonso, «la promesa divina (de escuchar nuestras oraciones) no se refiere a los favores temporales, tales como la salud, las riquezas, las dignidades y otras prosperidades de este género. Muchas veces Dios las niega con razón, porque ve que comprometerían a la salvación de nuestra alma. En cuanto a los bienes espirituales, es preciso pedirlos sin condición, de un modo absoluto y con certeza de obtenerlos». También los males temporales es preciso considerarlos con los ojos de la fe y a la luz de la eternidad. El pecado, y sobre todo la muerte en el pecado, con su eterna sanción que es el naufragio de nuestro destino y el desastre irremediable, es el mal de los males. Debemos pedir a Dios con insistencia y de una manera absoluta que nos preserve de él a todo trance. Mas la pobreza, los achaques, las enfermedades, las demás aflicciones de este género, la muerte misma no son sino males relativos. En los designios de la Providencia así hemos de considerarlos, o por mejor decir, como gracias precisas y a veces harto necesarias, como el pago de nuestras faltas, remedio de nuestras enfermedades espirituales, origen de grandes virtudes y de méritos sin cuento, siempre que nosotros cooperemos a la acción de Dios con humilde sumisión. 

Por el contrario, la impaciencia y la falta de fe en la prueba convertirían el remedio en ponzoña, nos harían contraer la enfermedad, la muerte quizá allí donde la Providencia nos había preparado la vida. Siendo esto cierto, tenemos perfecto derecho a rogar a Dios que «nos libre del mal, que aleje de nosotros la guerra, la peste, el hambre», y demás calamidades públicas o privadas. Nuestro Señor nos lo hace repetir en la oración dominical y la Iglesia en su Liturgia. Mas Dios no ha prometido escuchar siempre este género de peticiones, y nosotros sólo podemos formularlas bajo condición de que tal sea la voluntad divina. 

Aun cuando temiéramos perder la paciencia, nos bastaría manifestar a Dios esta alternativa, o que disminuya la carga o que aumente las fuerzas. Lo que sí convendrá pedir siempre y de una manera absoluta, es el espíritu de fe, la paciencia y las demás disposiciones que convienen al tiempo de la prueba, y en tanto que ésta dure, indudablemente Dios quiere que practiquemos estas virtudes, ya que es éste precisamente el fin que se propone al enviárnosla. Los bienes y los males temporales no son, pues, sino bienes o males relativos. De unos y de otros puede hacerse el uso más acertado o el más desgraciado abuso. ¿Seremos tan juiciosos que nos sirvamos de ellos para despegarnos de la tierra y aficionamos solamente a los bienes del cielo? «¿Pasaremos por los bienes temporales de suerte que no perdamos los eternos?» ¿No llegaremos a ser del número de los insensatos que se olvidan de Dios en la fortuna próspera y murmuran de El en la adversidad? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. A propósito de los bienes y males temporales, tendremos diversos deberes que cumplir, y el primero será siempre la conformidad con la voluntad divina. Quiera Dios que la nuestra sea, no la simple resignación, sino el Santo Abandono, es decir, una total indiferencia por virtud, la espera general y pacífica antes de los acontecimientos, y en cuanto el beneplácito divino se haya declarado, una sumisión amorosa, confiada y filial. Dirigiremos una rápida ojeada sobre las situaciones comunes a todos los hombres, ya sean del claustro, ya del mundo. Sin embargo, los consejos que daremos para determinados casos, podrá cada cual extenderlos a otros análogos, según los deberes de su estado. Y con objeto de poner un poco de orden en materia tan compleja, examinaremos uno por uno los bienes y los males del orden temporal que están fuera de nosotros, los que tienen su asiento en nosotros, en el cuerpo o en el espíritu, y los que dependen de la opinión de los demás. 

Antes, empero, hemos de decir una palabra sobre los bienes y los males naturales que no pertenecen ni a nosotros ni a nadie, y que es preciso sufrir de buen grado o por fuerza. Cedamos la palabra al P. Saint-Jure: «Debemos conformar nuestra voluntad con la de Dios en las cosas naturales que están fuera de nosotros: el calor, el frío, la lluvia, el granizo, las tempestades, el trueno, el relámpago, la peste, el hambre y finalmente todas las influencias del aire y el desorden de los elementos. Debemos aceptar todos los tiempos que Dios nos envía, y no soportarlos impacientes y airados, como es costumbre cuando nos son contrarios. No conviene decir: ¡Qué mal tan desesperante y desgraciado, y servirnos de expresiones que manifiesten la contradicción y el descontento de nuestros espíritus. Debemos querer el tiempo como es, puesto que Dios lo ha hecho, y decir en esta incomodidad, con los tres muchachos del horno de Babilonia: "Frío, calor, hielo y nieve, rayos y nubes, bendecid al Señor, alabadle y ensalzadle para siempre". Estas criaturas lo hacen sin cesar obedeciendo a Dios y cumpliendo su santísima voluntad, pues con ellas hemos de bendecirle y glorificarle nosotros por el mismo medio. Debiéramos pensar, a fin de ahogar estos movimientos injustos y estas expresiones desordenadas, que si este tiempo nos es incómodo, a otros les es cómodo; que si no es bueno para la parte, es útil al todo; que si estorba nuestros planes, favorecerá los del vecino, y cuando así no fuera, ¿no nos basta que sea siempre bueno para la gloria de Dios, ya que es según su voluntad y en ello tiene El sus complacencias? 


3. EL ABANDONO EN LOS BIENES Y EN LOS MALES EXTERIORES 

Artículo 1º.- La prosperidad y la adversidad 

Comenzamos por lo que es más general, la adversidad o la prosperidad, tanto para nosotros como para los que nos son queridos (familia, comunidad, etc.). Se puede hacer un buen uso de la prosperidad y de la adversidad, y se puede abusar de ellas. ¿Seremos del número de los sabios o de los necios? ¿Querrá Dios hacernos pasar por buena o por mala fortuna? ¿Tendrá intención de retenernos mucho tiempo sobre la cruz? Nada sabemos, y, por consiguiente, el partido más acertado es establecernos en la santa indiferencia, esperar en paz el divino beneplácito aceptado con amorosa confianza, y sacar de él todo el provecho posible. A la luz de una fe viva, la prosperidad se nos presentará como una sonrisa perpetua de la Providencia, y por lo mismo abriremos gustosos nuestro corazón al reconocimiento, al amor, a la confianza para con nuestro Padre Celestial. 

Cada nueva prenda de su afecto hará brotar de nuestros labios un gracias sincero. Con ella aliviaremos a nuestros hermanos menos afortunados, llevándolos así a bendecir con nosotros al Autor de todos los bienes. Mas desgraciadamente tiene razón San Francisco cuando dice: «La prosperidad tiene atractivos que encantan los sentidos y adormecen la razón; imperceptiblemente nos hace cambiar, de suerte que nos aficionamos a los dones, olvidando al Bienhechor.» Y hasta nos hace descender, por decirlo así, y sin darnos cuenta, hacia una vida menos austera, en busca de nuestras comodidades, por los senderos de relajación. Se verá quizá, y no sin asombro, que algunos hacen profesión de vivir unidos a Jesucristo en la cruz y, sin embargo, andan ansiosos de la prosperidad, ávidos de procurarse los bienes de la tierra, ardientes por fijar en ellos su corazón, presurosos en recurrir a Dios cuando la espina de la adversidad llega a punzarles, impacientes por librarse de ella. Y, sin embargo, el Evangelio no pone la bienaventuranza cristiana sino en la pobreza, en los desprecios, el dolor, las lágrimas, las persecuciones; la misma filosofía nos enseña que la prosperidad es la madrastra de la verdadera virtud y la adversidad su madre. 

Con harta frecuencia el estado de prosperidad habitual es un lazo, y recordando que ella no ha sonreído de esta manera a Nuestro Señor y a los santos, el verdadero espiritual concluirá por inquietarse y deseará no gozar tanto de este mundo; sólo una cosa le dará seguridad: estar en manos de Dios y sentirse bajo su mirada. La adversidad nos abre un camino más seguro. Dios, que es amigo constante y solícito, nos quita la prosperidad que nos perjudicaría, emplea la espada de la adversidad para cortar los afectos rivales de su santo amor; unas veces por la privación, otras por el sufrimiento nos aparta más pronto y seguramente del placer, arranca nuestro espíritu y corazón de esta tierra y los atrae hacia las riberas eternas.

Es la mejor escuela del desasimiento, y también un purgatorio anticipado menos terrible que el de la otra vida, eficacísimo, sin embargo; porque Dios no castigará dos veces la misma falta. Después de habernos purificado en el horno del sufrimiento, como el oro en el crisol, nos hallará dignos de sí y nos recibirá como víctimas de holocausto. La adversidad es una mina de oro de donde se pueden sacar las más sublimes virtudes y méritos inagotables. El P. Jerónimo Natalis preguntaba un día a San Ignacio: «¿Cuál es el camino más corto y más seguro para llegar a la perfección y al cielo?» El santo le respondió: «Sufrir muchas adversidades grandes por amor de Jesucristo.» Una gran adversidad nos lleva al cielo, pero muchas nos llevan a él más pronto y más lejos; porque, para los hombres de fe, según el P. Baltasar Álvarez, «los sufrimientos son como caballos de posta que Dios envía para atraerlos más prontamente a sí, o como una escala que les ofrece para elevarse a virtudes más eminentes... Considérese el dolor de un propietario cuando una terrible granizada viene a destruir su viña, pero si los granizos fueran de oro, ¿sería razonable su aflicción? Pues oro son los desprecios y demás aflicciones que caen como granizo sobre un alma que en verdad es paciente. Lo que gana vale infinitamente más que lo que pierde. El cielo es el reino de los tentados, de los afligidos, de los despreciados». La adversidad es el camino más corto para la santidad. Según Santa Catalina de Génova las injurias, los desprecios, las enfermedades, la pobreza, las tentaciones y todas las demás contrariedades nos son indispensables para sujetar por completo nuestras torcidas inclinaciones, y el desarreglo de nuestras pasiones; es el medio de que el Señor se vale para disponemos a la unión divina, y según San Ignacio, «no hay madera más a propósito para producir y conservar el amor de Dios que la madera de la cruz».

 San Alfonso añade: « La ciencia de los Santos consiste en sufrir constantemente por Jesucristo, y éste es el medio de santificarse pronto». Los favores con que el Señor ha beneficiado a sus amigos, los hechos extraordinarios que les han dado celebridad, son quizá lo que más impresiona en su vida, pero sin motivo alguno. Lo que sí debiéramos señalar son las debilidades, las sequedades, las desolaciones, las persecuciones de todo género que Dios les ha prodigado, y su inalterable paciencia en este dilatado martirio, pues por este medio han llegado a ser santos. Como amantes generosos del divino Maestro, han deseado ser como El pobres, sufridos, despreciados. Dios Padre los ha crucificado con su Hijo tiernamente amado, y los más amantes han sido los más probados, siendo hacia el fin de su vida, época de su más elevada perfección, cuando de ordinario más han sufrido. «Porque eran agradables a Dios, fue necesario que la tentación los probara». La tribulación ha sido, por decirlo así, la recompensa de sus trabajos pasados a la vez que la consumación de su santidad. Nadie hay que no haya vivido sobre la cruz, ni uno que no se haya alegrado de sufrir en ella con su adorado Maestro. Todos, como Nuestro Padre San Benito, han preferido «padecer los desprecios del mundo a recibir sus alabanzas, y a agotarse con trabajos más bien que ser colmados de los favores del siglo». 

El bienaventurado Susón, cuando por excepción disfrutaba una tregua en sus continuas pruebas, lamentábase ante las religiosas, sus hijas espirituales: «Temo mucho ir por mal camino, porque hace ya cuatro semanas que no he recibido ataques de nadie; tengo miedo de si Dios no pensará ya en mí». Apenas acababa de hablar cuando se le viene a anunciar que personas poderosas han jurado su perdición. A esta noticia no pudo menos que experimentar inmediatamente un movimiento de terror. «Desearía saber por qué he merecido la muerte. - Es por las conversiones que obráis. - ¡Entonces! ¡Sea Dios bendito! » Vuelve lleno de gozo a la reja: «Animo, hermanas mías, que Dios ha pensado en mí y aún no me ha olvidado». 

Nosotros decimos en nuestras pruebas: Basta, Dios mío, basta. La venerable María Magdalena Postel, por el contrario, repetía sin cesar: «Aún más, Señor, aún más; ven, cruz, que te abrazo. ¡Dios mío, bendito seáis! Vos no nos humilláis sino para elevarnos más». En una circunstancia muy penosa, Santa Teresa del Niño Jesús escribía a su hermana: « ¡Cuánto nos ama Jesús, pues que nos envía dolor tan grande! La eternidad no será bastante larga para bendecirlo por ello. Nos colma de sus favores como colmaba a los grandes Santos... El sufrimiento y la humillación son el único camino que forma los Santos. Nuestra prueba es una ruina de oro que es preciso explotar. Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Jesús para salvar las almas». De todo esto concluyamos con San Alfonso:

 «Algunas personas se imaginan que son amadas de Dios, cuando prosperan en todo y no tienen nada que sufrir. Pero se engañan, porque Dios prueba la fidelidad de sus servidores, y separa la paja del grano por la adversidad y no por la prosperidad: el que en las penas se humilla y se resigna con la voluntad de Dios, es el grano destinado al Paraíso, y el que se enorgullece, se impacienta, y por fin abandona a Dios, es la paja destinada al infierno. El que lleva su cruz con paciencia, se salva; el que la lleva con impaciencia, se pierde».

 Dos fueron los crucificados a cada lado de Jesús, y la misma pena hizo, del uno, un santo y, del otro, un réprobo. ¡Ojalá que tomáramos nuestras cruces, no sólo con paciencia y resignación, sino aun con amor y confianza filial! Dos cosas nos ayudarán especialmente a conseguirlo: el espíritu de fe y la humildad. Por poco que se escuche a la naturaleza, retrocederá siempre ante la adversidad; mas impóngasele silencio para no considerar sino a Dios, y pronto diremos con el Rey Profeta: «Me he callado, Señor, y no he abierto mi boca, porque sois Vos quien lo ha hecho todo». 

El orgulloso cree con facilidad que no se le hace justicia, y los caminos de Dios, cuando son dolorosos, le espantan y desconciertan. El humilde, por el contrario, penetrado por un vivo sentimiento de sus miserias y de sus faltas, bendecirá a Dios hasta en sus rigores: «Adoro, Señor, la equidad de vuestros juicios y hasta me hacéis gracia y yo alabo vuestras misericordias, pues estáis lejos de castigarme tanto como he merecido. Y además, me es necesario el remedio del sufrimiento, y las penas que me enviáis son precisamente las que mejor responden a mis necesidades». 

Artículo 2º.- Calamidades públicas y privadas 

Debemos conformarnos con la voluntad de Dios en las calamidades públicas, tales como la guerra, la peste, el hambre, y todos los azotes de la divina Justicia. Otro tanto es preciso hacer cuando la desgracia viene a caer sobre nosotros personalmente o sobre los nuestros. El gran secreto para conseguirlo, es mirar todas las cosas con los ojos de la Fe, adorar los juicios del Altísimo con corazón contrito y humillado, y sean cualesquiera los azotes que nos hieran, persuadirnos bien de que la Providencia, infinitamente sabia y paternal, no se determinaría a enviarlos ni a permitirlos, si no fueran en sus manos los instrumentos de renovación y de salvación para los pueblos o para las almas. 

«Así es como ella conduce al cielo por el camino del sufrimiento a una multitud de personas que se perderían siguiendo otra dirección. ¡Cuántos pecadores, llamados a Dios por el duro camino de la aflicción, renuncian a sus antiguas iniquidades y mueren en los sentimientos de un verdadero arrepentimiento! ¡Cuántos cristianos ocuparán un día un puesto glorioso en el cielo, que sin esta saludable prueba, hubieran gemido eternamente en las llamas del infierno! Lo que nosotros llamamos calamidad y castigo es frecuentemente una gracia de primer orden, una prueba brillante de misericordia. Acostumbrémonos a no considerar las cosas sino desde estos magníficos puntos de vista de la Fe, y nada de lo que sucede en este mundo nos escandalizará, nada alterará la paz de nuestra alma y su confiada sumisión a la Providencia. Mas entremos en algunos pormenores, comenzando por las desgracias públicas. 

I. Es fácil ver la mano de la Providencia en la peste, el hambre, las inundaciones, la tempestad y demás calamidades de este género, porque los elementos insensibles obedecen a su autoridad sin resistirla jamás. Pero, ¿cómo verla en la persecución con su malignidad satánica, o en la guerra con sus furores? Y allí está, sin embargo, como dejamos ya dicho. Por encima de los hombres buenos y malos, y hasta más allá de los satélites del infierno, está el Arbitro supremo, la Causa primera que los mueve quizá sin ellos saberlo, y sin la cual nada puede hacerse. La política de los príncipes, las órdenes de los jefes, la obediencia de los soldados, los proyectos tenebrosos de los perseguidores, su ejecución por los subalternos, las ruinas y el sufrimiento que de esto ha de resultar, todo ha sido previsto hasta el menor detalle; todo ha sido combinado y decretado en los consejos de la Providencia, formándose de esta suerte una extraña colaboración de la malicia del hombre y de la santidad de Dios. El, infinitamente santo, no puede dejar de odiar el mal, y si lo tolera, es por no quitar a los hombres el libre uso de su libertad. Mas su justicia pedirá cuenta a cada uno a su tiempo: a las naciones y a las familias aquí abajo, porque no cuentan como tales en la eternidad; a los individuos, en este mundo o en el otro. 

Entre tanto, Dios quiere utilizar para conseguir sus intentos, la malicia de los hombres y sus faltas, no menos que sus buenas disposiciones y santas obras, de suerte que aun el desorden del hombre entra bajo el orden de la Providencia. Por parte de los hombres puede haber en ello no poco que reprender, y Dios los juzgará. Por parte de la Providencia, «todo es justo, todo sabio, todo es bueno, todo recto, todo dirigido a un fin laudable, todo llega a un resultado final, absoluto e infinitamente amable. Nerón es un monstruo, pero hace mártires. Diocleciano lleva hasta los últimos límites los furores de la persecución, mas prepara la reacción y el advenimiento de Constantino. Arrio es un demonio encarnado, que quisiera arrebatar a Jesucristo su divinidad, pero da ocasión a las definiciones de la Iglesia sobre esta misma divinidad. Los bárbaros, precipitándose sobre el viejo mundo, le inundan de sangre, mas preparan al Evangelio una raza capaz de ser cristiana. 

Las Cruzadas parecen fracasar porque no salvan a Jerusalén, mas salvan a Europa. La revolución francesa lo trastorna todo, mas, con esta ocasión, el vigor y la vida renace en la sociedad cristiana obligada a la resistencia». En nuestra época de persecución es evidente que Satanás está suelto, y que ha recibido el poder de cribar al justo. Y ¿por qué es este triunfo de los malos?, ¿por qué esta aparente derrota de la Iglesia?, ¿por qué esta prevención de las muchedumbres?, ¿por qué estos gobiernos impíos que pierden a los pueblos?, ¿por qué este oscurecimiento y tibieza de los que se llaman buenos?, ¿por qué, en una palabra, el imperio del mal sobre el bien? ¿Por qué? Por respeto a la libertad que es la condición del mérito y del demérito. Dios deja obrar, pero cuando juzgare llegado el tiempo, para confundir a los malos, para despertar a los dormidos, para reanimar a los tibios, para defender a los justos, dejará desencadenarse sobre el mundo culpable una guerra universal. Preséntase el azote, se hace un silencio inquietante, cállase la política, despiértase la fe, las Iglesias se llenan. Dejábase a Dios en el olvido, pero ahora se recuerda que El es el dueño de los acontecimientos. Y ¿cómo no verlo? 

Los hombres que han desencadenado la tempestad no saben ni dirigirla ni ponerse a cubierto de ella, mas Dios, reservándose el hacer justicia a su tiempo, utilizará la previsión de unos y la imprevisión de otros, las máquinas perfeccionadas y los planes hábilmente concebidos, el valor y las acciones brillantes, las faltas, la malicia y aun el crimen. Todo le sirve para pasear su azote sobre las naciones, las familias y los individuos. Pero no lo hará sino en la medida útil a sus fines. Caiga el hombre de rodillas, que El gustoso se apaciguará; mas si las buenas impresiones de los primeros días se disipan, si los ojos se obstinan en permanecer cerrados y los corazones sin arrepentirse, ¿habrá derecho a extrañar que la guerra se prolongue y surjan quizá otros nuevos azotes? ¿Sería preferible que, siguiendo un funesto olvido de las leyes divinas, las naciones continúen descendiendo al abismo y las almas al infierno? Y ¿cómo explicar semejante severidad en un Dios tan bueno? Para extrañarse, preciso es no haber comprendido los desconocidos derechos de Dios, su amor despreciado, la multitud de sus gracias y los excesos de nuestra malicia, las alegrías de la eternidad feliz o los tormentos de un infierno sin fin. Precisamente porque es infinitamente bueno, es por lo que Nuestro Padre celestial nos ama sin debilidades y tal como lo exige nuestra eternidad. Todas las prosperidades del mundo serán el peor de los azotes, si adormecen a las almas en el descuido y en el olvido, y su despertar se verificará en el fondo del abismo. Por el contrario, las más espantosas calamidades, aun cuando durasen años enteros, nada son al lado de un infierno eterno, pues hasta son gran misericordia de parte de Dios, y para nosotros dichosa fortuna si podemos a este precio desarmar la justicia divina, evitar el infierno y recobrar nuestros derechos al Cielo. Tal es el designio de Nuestro Padre celestial. No le gusta castigar, pero si a ello le constreñimos por el olvido de nuestros deberes y de nuestros verdaderos intereses, nuestra es la falta. Si manifestamos insubordinación cuando nos corrige, nuestra falta es mucho mayor. 

Después de todo, Dios no se apresura a castigar, y para no verse precisado a hacerlo, amenaza largo tiempo, hasta usa de tanta paciencia que los débiles se maravillan y los malos blasfeman. Vendrá empero un día en que Dios se verá obligado a obrar como Soberano y justo Juez para restablecer el orden, y como Padre Salvador de las almas para volverlas al camino de salvación por los medios del rigor, ya que se obstinan en hacer inútiles los medios de dulzura. Los azotes de Dios traen a unos la prueba, a otros, el castigo, y a todos los de buena voluntad gracias de renovación. ¡Dichoso el que sabe reconocerlas y aprovecharse de ellas! «Estas desgracias -dice el P. Caussade- son para muchos otras tantas gracias de predestinación. Mas es necesario declarar que pueden ser al mismo tiempo para otros motivos de reprobación, bien que esto no sucederá sino por culpa suya, y por no pequeña culpa, pues ¿qué más razonable y fácil, en cierto sentido, que hacer de la necesidad virtud? ¿Por qué levantarse inútil y criminalmente contra la mano paternal de Dios, que no nos castiga, sino para despegarnos de los miserables bienes de acá abajo? Como su misma ira nace de su misericordia, no nos hiere sino para apartarnos del pecado y salvarnos. A manera de un sabio cirujano que corta hasta lo vivo las carnes podridas, a fin de conservar la vida y de preservar el resto del cuerpo.» ¿Cómo portarnos en medio de las calamidades? 

1º «Humillarnos bajo la poderosa mano de Dios», y abandonarnos a su Providencia con sumisión filial, en la íntima convicción de que es Dios quien lo ha dirigido todo, de que sus designios impenetrables tienen por principio el amor de las almas, y de que sabrá poner al servicio del bien los acontecimientos más desconcertantes. Por lo que personalmente nos concierne, nos conviene recordar que estamos en manos de Nuestro Padre celestial, y si quiere salvarnos, le es tan fácil hacerlo en medio de los peligros, como llamarnos a Sí cuando ningún peligro pareciera amenazarnos, y si es que quiere probarnos, ¡bendito sea su santo nombre para siempre! 

2º Cumplir nuestros deberes del mejor modo posible y sacrificarnos por el bien común, según el tiempo y las circunstancias, y como nuestra situación lo permita. «La tempestad es tempestad. A ella se resigna el marinero y trabaja.» Hagamos nosotros lo mismo. No entremos en la agitación de las olas que nos sacuden, y adhierámonos a la roca de la Providencia, diciendo: «¡Dios mío, os adoro, os alabo, acepto la prueba, soporto estos malos días y me mantengo en paz!» 

3º En consecuencia, es preciso orar, ante todo orar y siempre orar. Pidamos, busquemos, llamemos, importunemos a Dios, ya para que abrevie la calamidad si tal es su beneplácito, ya también, y esto de un modo absoluto, para que perezcan las menos almas posibles en la tormenta, para que los pueblos vuelvan a Dios con corazón contrito y humillado, los santos se multipliquen, la Iglesia sea más fielmente escuchada y Dios menos ofendido. Y como «la oración unida al ayuno es especialmente buena y la limosna hace hallar misericordia», la época de las calamidades es el tiempo oportuno cual ningún otro, para renovarnos en la fidelidad a nuestros deberes, y de añadir a nuestros sacrificios obligatorios algunas mortificaciones que las sobrepasan, a fin de aplacar mejor el justo enojo de Dios. Porque las calamidades son, en general, el castigo del pecado, y cuando son más universales y terribles, es señal que fue mayor la ola de iniquidad que provocó la cólera divina. Nada mejor puede hacerse que enmendar nuestra propia vida y ofrecer al Dueño irritado, al Padre no reconocido, un acrecentamiento de amor y de fidelidad por lo referente a nosotros, un abundante tributo de desagravio y reparación por nuestras culpas y por las del mundo pecador. 

II. Casi idéntica ha de ser nuestra manera de conducirnos cuando la calamidad venga a descargar sobre nosotros, sobre nuestras familias o sobre nuestra Comunidad. Trataremos de no ver a ella sino a Dios, y a Dios paternalmente ocupado en el bien de las almas. «La muerte de una persona querida me parece una calamidad, y si hubiera vivido algunos años más, quizá hubiera muerto en estado de pecado. Yo debo treinta o cuarenta años de vida a esa enfermedad que he sufrido con tan poca paciencia. Mi salud eterna pendía de esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. No había remedio para mi alma, si yo no hubiera perdido ese dinero. ¿De qué nos quejamos? ¡Dios se encarga de conducirnos y nosotros nos inquietamos!» ¡Oh! si penetráramos mejor sus amorosos designios sobre nosotros, le bendeciríamos hasta en sus aparentes rigores. 

Este filial abandono multiplicaría nuestros méritos, nos traería la paz, movería el corazón de Dios y sería frecuentemente el mejor medio de acertar. Dos meses después de la fundación de la Orden de la Visitación, enfermó tan gravemente Santa Juana de Chantal, que la muerte parecía inevitable. Fue esta una dura prueba para el piadoso Obispo de Ginebra, porque teniendo la seguridad de que aquella obra era de Dios y destinada a producir mucho bien, veía con toda claridad que, caído el pastor, se dispersaría el rebaño. Sin embargo, tuvo el ánimo de decir: «Dios quiere quizá contentarse con nuestros primeros pasos, sabiendo que no somos bastante fuertes para realizar el viaje entero.» Dios, que no esperaba sino este acto de abandono, inmediatamente devolvió a la Santa Fundadora la salud para largos años. 

Los principios más penosos, las dificultades de reclutar gente, los muertos, las decepciones, un cisma, una insurrección, la pobreza rayana en miseria, la persecución de fuera y las importunidades de la autoridad, nada le faltó a San Alfonso de Ligorio en el establecimiento de su Congregación. Pero en medio de las tempestades oraba, y hacia todo cuanto humanamente era posible, «no quería sino sólo la voluntad de Dios». Era, pues, designio del cielo que el piadoso fundador llegase a ser un perfecto modelo, y su Instituto un plantel de santos, y para esto, ¿no convenía que el Padre de este ilustre linaje se asemejase al divino Redentor, pobre y humilde y perseguido? Una de las pruebas más fuertes es la pérdida de los seres queridos. Después de la muerte de su madre, el dulce Obispo de Ginebra escribe a Santa Juana de Chantal: «¿No es preciso en todo y por todo adorar esta suprema Providencia, cuyos consejos son santos, buenos y amables? 

He aquí que ha sido de su agrado retirar de este miserable mundo a nuestra muy querida madre para tenerla, como lo espero, cerca de Si, y a su derecha. Confesemos que Dios es bueno y eterna su misericordia. Todas sus voluntades son justas; todos sus decretos, equitativos, su beneplácito es siempre santo y sus decisiones, muy dignas de amor.» Como hijo amante, experimentó con esta muerte un dolor vivísimo, pero tranquilo; no osaría manifestar descontento ni aun lamentarse porque es Dios quien ha descargado ese golpe. Después de la muerte de su hermana, escribe a Santa Juana de Chantal, muy afligida con tal motivo: «Menester es no sólo aceptar el que Dios nos hiera, sino también conviene conformarse en lo que haga en la parte que sea de su agrado. Es preciso dejar a Dios la elección, porque le pertenece... ¡Jesús, Señor mío!, sin reserva, sin condiciones, sin peros, sin excepción, sin limitación, hágase vuestra voluntad acerca del padre, de la madre, de la hija, en todo y por todo. Y no digo que no se haya de rogar y desear su salud, pero decir a Dios: "dejad esto y tomad aquello", en manera alguna conviene, hija mía, tal lenguaje... Tenéis cuatro hijos, un suegro, un hermano muy amado, además un padre espiritual, todo esto es muy querido y con razón, porque Dios lo quiere. ¡Bien! Si Dios os arrebatara todo esto, ¿no tendríais lo suficiente con poseer a Dios? ¿No pensáis así? Aunque nada poseyéramos fuera de Dios, ¿no sería esto mucho?» Por una parte, la muerte es tan sólo una breve separación. Un fin dichoso después de una santa vida y la eterna reunión cerca de Dios, ¿no es lo esencial? ¿Y no sabe Dios mejor que nadie el tiempo y el modo más favorable ya para nosotros, ya para los nuestros? «Que se viertan algunas lágrimas en la muerte de un pariente, de un amigo -dice San Alfonso-, es una debilidad perdonable, mas abandonarse a toda la vehemencia del dolor, es falta de virtud, falta de amor de Dios. Esto no es decir que las buenas religiosas no sientan la pérdida de los parientes y de ciertas personas particularmente estimadas, pero piensan: 

Así lo quiere Dios, y se van resignadas y tranquilas a suplicar por estas almas queridas, multiplicando oraciones y comuniones, a fin de unirse más estrechamente a Dios, y de consolarse con la santa esperanza de volver a encontrar un día a todos reunidos en el Cielo.» San Bernardo perdió a uno de sus hermanos. «Resistía -nos dice- a los sentimientos de mi corazón con todas las fuerzas de mi fe, representándome que la muerte es el tributo a la naturaleza, la deuda universal, la necesidad de nuestra condición, la orden del Todopoderoso, la decisión del justo Juez, el azote del Dios terrible, y finalmente el beneplácito del Señor. Pude imponerme a mis lágrimas, mas no a mi dolor, que cuanto más lo comprimía dentro, más violento se hacía; y declaro que fui vencido. Vosotros sabéis cuán justo es mi dolor, qué fiel compañero era aquel que me ha sido arrebatado, hasta qué extremo era vigilante, laborioso, dulce y agradable. ¿Quién me amó como él? ¿Quién me fue tan necesario? Era yo débil de cuerpo y él me llevaba y animaba, perezoso y negligente y él me excitaba, olvidadizo y sin previsión y él me advertía. Menos unidos estábamos por los lazos de la sangre que por el parentesco del espíritu, la armonía de sentimientos y la conformidad de carácter. Nuestras almas no formaban sino una sola, y un mismo golpe las ha herido, enviando una mitad al cielo y dejando la otra en la tierra. Y mi Gerardo ¡era tanto para mí! ... hermano mío por la sangre, hijo mío por la profesión, mi padre por su piadosa solicitud, un otro yo por el espíritu, mi íntimo por el cariño. Me ha dejado, y siento el golpe, herido como estoy hasta el fondo del alma. Lloro, pero no dirijo reconvención alguna a la mano que me ha herido. Mis palabras están llenas de dolor, mas no de murmuración, reconociendo que una misma sentencia ha castigado al uno y coronado al otro, a cada cual según su mérito; el Señor dulce y justo ha hecho misericordia a Gerardo su servidor, y a mí me ha hecho sentir el peso de su justicia. Señor, vos me disteis a Gerardo, Vos me lo habéis quitado. Lloro porque me ha sido arrebatado, pero no olvido que de Vos lo había recibido y os doy gracias por haber podido disfrutar de él. Habéis reclamado vuestro depósito y tomado lo que era vuestro. Mis lágrimas ponen fin a mi discurso; poner, Señor, medida y fin a mis lágrimas.» Artículo 3º.- Riquezas y pobreza «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y San Francisco de Sales añade:

 «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a ellos pertenece la miseria del infierno. Rico de espíritu es aquel que tiene las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas Pobre de espíritu es aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni su espíritu en las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no dejan sino una pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla del mar, y además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las olas por encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando siempre permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar. Así debe ser, amada Filotea, vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable a las riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón libre de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas. No, no coloquéis este espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por su Señora la Pobreza. Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la bienaventuranza alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario pedirla de una manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la miseria, por ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la observación de San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el amor de la pobreza». 

Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza afectiva, son uno de los principales objetos del Santo Abandono. Sin un mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien, el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse todo a lo espiritual. Como Dios nos ha constituido sus administradores y los dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado, puesto que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para Dios, a la vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es mucho más agradable dar que recibir». Tiene, pues, razón San Francisco de Sales al decir en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran dicha del cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las riquezas para este mundo y el mérito de la pobreza para el otro». Mas, según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente, pone al religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el amor de Dios. Al seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la llave de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la estima de si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una palabra, «puesto que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males», difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es rico para sí mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra opíparos festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad. Por otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por decirlo así, imposible. Entre la fortuna y la miseria hállase un grado intermedio, que el Apóstol mira como una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido. Hablábase a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado:

 «Después de todo -respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo. Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los bienes del Obispado. Quien menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos cuidados de pensar a quién es preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere ser servido y honrado con equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a veces tanto, que al fin del año no han conservado más que yo, si es que no se han cargado de deudas. Yo hago consistir la principal riqueza en no deber nada.» Y de otra parte, «mi Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de Toledo, porque me vale el paraíso o el infierno». El mismo Santo también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el espíritu en el cielo y el cuerpo en la tumba. La verdadera felicidad de aquí abajo está en contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan amada de Nuestro Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida? Para aprender a contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más pobres que nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si nos contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo lo que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en poco tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a los escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las hacen por adición.» Es preciso, pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para evitar la miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de orden y economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da o los rehúsa según le place. 

Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a desconoceros y decir: ¿Quién es el Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer injusticias». Que Dios nos conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una mezcla de su beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente, nosotros habremos de unir la obediencia al abandono. Si El nos ha distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el precepto del Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos en nuestros pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas riquezas, hacer limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de nuestros bienes, acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer un sólido fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna». Esforcémonos entre tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por armonizar en nuestros afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran cuidado y un desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de los mundanos por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y nosotros para Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento del deber de donde procede. «Dios quiere en efecto que obremos así por su amor.» Juntemos a esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que aquel cuidado se convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud los bienes que aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos, hasta el punto de temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a perderlos, no apenarnos con exceso: «Pues nada manifiesta tanto el afecto a la cosa perdida como el afligirse cuando se pierde.» 

«Cuando se presentaren inconvenientes que nos empobrezcan en poco o en mucho, como sucede en las tempestades, los incendios, las inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces es la verdadera ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta disminución de los bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este empobrecimiento. Por muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer necesidad de alguna cosa. Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con ánimo varonil, sufridlas alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios en vuestras enfermedades o de fuego durante el invierno, o también de alimento o de vestido, decid: Dios mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.» «Si realmente sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la necesidad virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que vale. Su brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y de ser tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía: Nuestro Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que fue la nodriza de toda su vida.» 

La venerable María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su pequeña Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta, porque ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue recibido ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de Belén.» Y algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades. No deseemos sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con el trabajo de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser ricos; mas desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad deben ser la base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día en que se pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.» San José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad. «Dios quiere que sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas que nos pueden sobrevenir. El se somete amorosamente y durante toda su vida. Su pobreza fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa. La pobreza voluntaria de que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más cuanto que no impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo superfluo. Mas la pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen no era de tal naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la amaban con cariño, no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada, despreciada. Todos consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero, quien sin duda no podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas necesarias por más que se esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no tiene igual, por el mantenimiento de su familia. Después de esto, sometíase humildemente a la voluntad de Dios, para continuar en su pobreza y abyección, sin dejarse en manera alguna vencer ni abatir por el disgusto interior, que seguramente había de hacer tentativas para turbarle.» Para imitar estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, amada Filotea, de vuestra pobreza; porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto. No os desconsoléis por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser pobre y no sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las riquezas». (126)

Continuará

jueves, 5 de mayo de 2022

ALERTA NO VACUNEN A SUS NIÑOS ES UN GRAN PELIGRO

 


El riesgo de muerto en menores de 16 años por enfermarse de "Covid 19" es menos de 0.001%, la vacuna no es necesaria, además esta hecha con partes de fetos abortados, además tiene nanotecnología, por eso quieren vacunar a todo el mundo incluyendo bebes y niños.

miércoles, 4 de mayo de 2022

Santa Mónica, viuda. 4 de mayo.

 



Santa Mónica, viuda.

4 de mayo.

“¡Cuántas lágrimas derramó esa santa mujer por la conversión del hijo! ¡Y cuántas mamás también hoy derraman lágrimas para que los propios hijos regresen a Cristo! 

Mónica nació en Tagaste, norte de África (actual Túnez), el año 331. Siendo joven, por un arreglo de sus padres, se casó con Patricio, un hombre violento y mujeriego. Alguna vez le preguntaron por qué su marido nunca la golpeaba teniendo tan mal genio. Entonces ella respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos y yo no acepto la pelea, pues.... no peleamos". Quizás, tal actitud podría pasar por simple sumisión o pasividad, pero, por el contrario, en Mónica revelaba humildad y prudencia. Ella sabía muy bien que la violencia no conduce sino a más violencia. Por eso, es más lógico pensar que ella escogió el mejor camino: el de la perseverancia, la caridad comprometida, la paciencia y la inteligencia.

Santa Mónica, sin lugar a dudas, jugó un rol muy activo dentro de su familia. Nunca dejó de rezar y ofrecer sacrificios por la conversión de su esposo, cosa que finalmente logró. El padre de Agustín se bautizó poco antes de morir y dejó este mundo como un cristiano.

Lamentablemente, su dolor no terminaría ahí. Agustín, su hijo mayor, era un joven de actitudes egoístas e impetuosas, que llevaba una vida disoluta y no tenía ningún interés en la fe. Mónica sufría al ver a su hijo alejado de Dios aunque guardaba la esperanza en que se convertiría como lo hizo su esposo. Ella siguió rezando y ofreciendo sacrificios espirituales por su hijo.

Ciertamente, la relación con Agustín pasó por periodos difíciles en los que hubo tensiones e incomprensiones que pusieron a prueba su paciencia y su fe. Más de una vez pensó que todo esfuerzo era inútil, especialmente cuando veía a su hijo comportarse de manera inmoral. Se dice que Mónica se apartó de él en varias oportunidades, incluso negándole que permaneciera en su casa. Desesperada, un día llegó a pedirle al obispo de la ciudad que hable con Agustín y lo convenza. Fue entonces que recibió aquella célebre respuesta: “esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Dios le dio, de esa manera, el consuelo, la fuerza que le faltaba y la sabiduría necesaria para entender mejor que “nuestros tiempos” no son siempre los tiempos de Dios.

Después de muchos años de incertidumbre sobre la salvación de su hijo, finalmente sus oraciones dieron el fruto esperado. Agustín, quien después de un largo itinerario espiritual e intelectual que lo sumió en el vacío, recibió el bautismo en la Pascua del año 387. Mónica logró estar durante ese tiempo a su lado pues lo había seguido hasta Milán, ciudad en la que Agustín abrazó el cristianismo.

- El hecho de que San Agustín fue un pecador y estuvo en la secta de los maniqueos antes de su conversión, muestra la actitud materna de la Iglesia católica para recibir con los brazos abiertos, a sus hijos pecadores arrepentidos. Por ello se le da el título de "Refugium pecatorum" a la Virgen María, "Refugio de los pecadores", ya que en ella se refugian los seres humanos rechazados y despreciados.

No mucho tiempo después, cuando San Agustín y Santa Mónica se encontraban de camino de regreso a Tagaste, Mónica cae enferma y muere en el puerto de Ostia Antica (actual Italia). Tenía 56 años.


Sancta Mónica, Ora pro nobis! +

martes, 3 de mayo de 2022

SAN ALEJANDRO I, Papa y Mártir SANTOS EVENCIO Y TEÓDULO, Mártires

 



SAN  ALEJANDRO I, Papa y Mártir     

 San Alejandro I, Papa y mártir, fue natural de Roma, e hijo de un ciudadano romano llamado también Alejandro. Sucedió en la silla pontifical al Sumo Pontífice Evaristo, el año 107. Fue Alejandro en la santidad admirable, y en la fe, constancia y celo muy esclarecido. Era mozo de treinta años cuando comenzó a gobernar la Iglesia; pero su vida y doctrina suplían bien el defecto de su edad.

 Convirtió con su predicación y trato celestial a muchos senadores y gran parte de la nobleza de Roma, y entre ellos a un prefecto llamado Hermes, con toda su casa y familia, que fueron en número de mil doscientas cincuenta personas, por lo cual fue preso por mandato de un gobernador llamado Aureliano; y echado en la cárcel, hizo muchos y grandes milagros entre los cuales fue uno, que estando en ella aherrojado, vino a él de noche un niño con una hacha encendida en sus manos, que le dijo: "Sígueme Alejandro; y habiendo hecho oración, y entendido que era el Ángel del Señor, le siguió, sin que las paredes, ni puertas, ni guardias le impidiesen la salida de la cárcel; y el niño le guió hasta la casa de Quirino, tribuno, en la cual estaba preso Hermes, que deseaba mucho verse con San Alejandro, y había prometido a Quirino que por más que estuviese preso vendría a su casa.

 Cuando se vieron se abrazaron los dos santos mártires, y derramaron muchas lágrimas de consuelo, animándose el uno al otro a padecer por Jesucristo. Esto espantó mucho al tribuno Quirino; el cual había oído algunas razones a Hermes, y el modo con que él se había convertido a la fe de Cristo, y visto que San Alejandro con el tacto de sus cadenas había sanado a una hija suya llamada Balbina, que estaba gravemente enferma de lamparones, se convirtió también él a la fe de Jesucristo con su hija y todos los presos que estaban en la cárcel; y el Santo Pontífice Alejandro mandó a Evencio y a Teódulo, sacerdotes, que habían venido de Oriente, que los bautizasen.

 Vino esto a noticia de Aureliano; enojóse sobre manera, y habiendo mandado atormentar a los que en la cárcel se habían bautizado, mandó traer delante de sí a Alejandro con los dos presbíteros Evencio y Teódulo, y después de haber entre ellos mediado algunas palabras, dijo Aureliano: Dejémonos de pláticas, y tratemos de lo que hace el caso; e hizo que los verdugos desgarrasen a Alejandro, y le extendiesen en el potro, y atormentasen con uñas aceradas sus carnes, y quemasen los costados con hachas encendidas. En este tormento estaba callado; y le preguntó Aureliano: ¿Por qué callas? ¿Por qué no te quejas?; respondió Alejandro: Cuando el cristiano ora, con Dios habla.


SANTOS EVENCIO Y TEÓDULO,   Mártires

Por el mismo tormento pasaron Evencio y Teódulo. Era Evencio de 81 años, y se había bautizado de 11, y ordenado sacerdote de 20; y como los Santos Mártires con los tormentos creciesen en la fe y amor de Dios, y Aureliano no podía ablandarlos a su voluntad, mandó encender un horno y echar en él a Alejandro y Evencio, y a Teódulo poner a la boca de él, para que viendo como se abrazaban y temiendo semejante castigo, sacrificara a los dioses; pero Teódulo no sólo no se espantó por ver en el fuego a sus santos compañeros, antes encendido del amor divino se dejó caer con ellos, que desde el horno le llamaban, y le decían que allí donde estaban no había dolor ni tormento, sino refrigerio y holganza; y así fue, porque las llamas no los dañaron, antes salieron del horno más resplandecientes, como el oro sale del crisol.

 No se ablandó con este milagro el duro y rebelde corazón del tirano, antes mandó degollar a Evencio y Teódulo, y con unas leznas de acero muy agudas punzar, atravesar por todos los miembros de su cuerpo a Alejandro, para que muriera más cruelmente; y tras este tormento, siendo degollado dio su bendita alma a Dios el día 3 de mayo del año 115, imperando Adriano, el cual por haber sido apoderado de Trajano, se llamó Trajano Adriano, lo que motiva que algunos autores, engañados de la semejanza del nombre, escriban que fuese martirizado en el tiempo de Trajano.

 Los cuerpos de San Alejandro y sus compañeros fueron enterrados fuera de la ciudad en la vía Nomentana, a siete millas de Roma, y después se trasladaron a la Iglesia de Santa Sabina, que es convento de los Padres de Santo Domingo.

 Fue Alejandro celocísimo del culto divino: ordenó que en la Misa se consagrase pan sin levadura, para denotar la puridad del Santísimo Sacramento y por imitar a Cristo Nuestro Señor, que en la institución de este sagrado ministerio, la noche de la cena, así lo hizo. Dio por ley que en la consagración del cáliz se mezclase una poca de agua con el vino, para significar la unión de Cristo con su Iglesia, y representar la Sangre y el agua que salieron de su costado.

Y cuando decimos que San Alejandro ordenó estas ceremonias sagradas, no queremos dar a entender que él las instituyó de nuevo, porque los Apóstoles las usaron, sino lo que ellos aprendieron de Cristo, y enseñaron a la Iglesia, este Santo Pontífice lo aprobó y estableció con sus cánones.

Mandó que ningún clérigo pudiese decir más de una Misa cada día. Pronunció excomunión contra los que impidiesen a los legados apostólicos que puedan hacer lo que el Sumo Pontífice les fuere mandado. Celebró tres veces órdenes en el mes de diciembre, y en ellas consagró cinco obispos, seis presbíteros y dos diáconos. Escribió tres epístolas, que se hallan en el primer tomo de los Concilios, de los cuales se sacan los decretos y ordenaciones que hemos referido, y otra muy importante de bendecir el agua con sal, y con las ceremonias que hoy día celebra la Iglesia, y tenerla en los templos, casas y aposentos contra las tentaciones y asechanzas de los demonios, que continuamente nos persiguen e infestan: la cual costumbre ha preservado en la Iglesia Católica desde sus principios, y el Señor ha hecho innumerables milagros de muchas y diversas maneras por medio del agua bendita, sanando todo género de enfermedades, apagando fuegos e incendios, sosegando las tormentas del mar y temblores de la tierra, y tempestades del aire, y rayos del cielo, y librando las almas y cuerpos de los demonios.