Traducir

martes, 26 de enero de 2016

LA MISA NUEVA: Arzobispo Marcel Lefebvre


¡Cuántos fieles, cuántos sacerdotes jóvenes, cuántos obispos, han perdido la fe desde la adopción de esas reformas! No se puede contrariar a la naturaleza y a la fe sin que ellas se tomen su venganza.






Señoras y señores:

Esta tarde hablaré de la misa evangélica de Lutero y de las semejanzas asombrosas del nuevo rito de la misa con las innovaciones rituales de Lutero.

¿Por qué estas consideraciones? Porque nos las inspira la idea de ecumenismo que presidió la Reforma litúrgica, según palabras del propio presidente de la Comisión; porque si se probare que esa filiación del nuevo rito existe de verdad, el problema teológico, es decir, el problema de la fe no puede dejarse de plantear de acuerdo con el conocido adagio de "Lex orandi, lex credendi".

Pues bien, los documentos históricos de la Reforma litúrgica de Lutero resultan muy instructivos para explicar la Reforma actual.

Para comprender con claridad cuáles fueron los objetivos de Lutero en esas reformas litúrgicas, debemos recordar brevemente la doctrina de la Iglesia referente al sacerdocio y el Santo Sacrificio de la Misa.

El Concilio de Trento en su XXII Sesión nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo, para no poner fin con su muerte a su sacerdocio, instituyó en la última Cena un sacrificio visible destinado a aplicar la virtud salvadora de su Redención a los pecados que cometemos todos los días. Con ese fin estableció que sus apóstoles y sus sucesores fueran sacerdotes del nuevo testamento, instituyendo el sacramento del Orden, que imprime carácter sagrado e indeleble a esos sacerdotes de la Nueva Alianza.

Ese sacrificio visible se cumple sobre nuestros altares por una acción sacrificial por la cual Nuestro Señor, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, se ofrece como Víctima a su Padre. Y al ingerir esa víctima comulgamos en la carne y la sangre de Nuestro Señor ofreciéndonos también en unión con Él.

Así pues, la Iglesia nos enseña que:

El sacerdocio de los ministros es esencialmente diferente del sacerdocio de los fieles, que no tienen sacerdocio pero que forman parte de una Iglesia que requiere absolutamente el celibato y una señal externa que lo distinga de los fieles, o sea, el hábito sacerdotal.

El acto esencial del culto realizado por el sacerdote es el Santo Sacrificio de la Misa, que difiere del sacrificio de la Cruz únicamente en que éste fue cruento y aquél es incruento. Se cumple por un acto sacrificial realizado por las palabras de la Consagración y no mediante un simple relato, memorial de la Pasión o de la Cena.

Por ese acto sublime y misterioso se aplican los beneficios de la Redención a cada alma y también a las ánimas del Purgatorio. Y eso se expresa admirablemente en el Ofertorio.

La presencia real de la víctima se hace, por tanto, necesaria y se opera por el cambio de la substancia del pan y del vino en la substancia del cuerpo y la sangre de Nuestro Señor. Por consiguiente, se debe adorar la Eucaristía y tener por ella un inmenso respeto: de ahí la tradición de reservar a los sacerdotes el encargarse de la Eucaristía.

La Misa del sacerdote solo en la cual él es el único que comulga es, pues, un acto público, un sacrificio del mismo valor que todo sacrificio de la Misa y soberanamente útil al sacerdote y a todas las almas. Por eso, la Misa privada es algo recomendado y deseado por la Iglesia.

Éstos son los principios que dan origen a las oraciones, a los cantos y a los ritos que han hecho de la Misa Latina una verdadera joya cuya piedra preciosa es el Canon. No puede leerse sin emoción lo que acerca de eso dijo el Concilio de Trento: "Como conviene tratar santamente las cosas santas y como ese Sacrificio es la más santa de todas, para que fuese ofrecido y recibido dignamente la Iglesia Católica instituyó muchos siglos atrás el santo Canon, de tanta pureza y tan libre de error que nada hay en él que no exhale santidad y piedad exterior y que no eleve hacia Dios a los espíritus de quienes se ofrecen. En efecto, se compone de las palabras mismas del Señor, de las tradiciones de los Apóstoles y de las piadosas instrucciones de los Santos Pontífices" (Sesión XXII, cap. 4).

Veamos ahora cómo Lutero realizó su Reforma, es decir, su misa evangélica, como él mismo la llama, y con qué espíritu. Para eso recurriremos a una obra de León Cristiani que data de 1910 y que, por tanto, está libre de que se sospeche alguna influencia de las reformas actuales. Esa obra se titula Del Luteranismo al Protestantismo. Nos interesa por las citas que trae de Lutero o de sus discípulos sobre el tema de la Reforma litúrgica.

Ese estudio es muy instructivo, ya que Lutero no vacila en manifestar el espíritu liberal que lo anima. "Ante todo —escribe—suplico amigablemente (...) a todos los que quieran examinar o seguir la presente ordenanza del servicio divino, no ver en ella una ley obligatoria que por ello esclavice a ninguna conciencia. Que cada uno la adopte cuando, donde y como le plazca. Así lo quiere la libertad cristiana" (p. 314).

"El culto se dirigía a Dios como homenaje; de ahora en adelante se dirigirá al hombre para consolarlo e iluminarlo. El sacrificio ocupaba el primer lugar; ahora lo suplantará el sermón" (p. 312).

¿Qué piensa Lutero del sacerdocio? En su obra sobre la misa privada busca demostrar que el sacerdocio católico es una invención del demonio. Para ello invoca un principio, en lo sucesivo fundamental: "Lo que no está en la Escritura es un agregado de Satanás. Ahora bien, la Escritura no conoce el sacerdocio visible. No conoce más que un sacerdote, un Pontífice, el único: Cristo. Con Cristo todos somos sacerdotes. El sacerdocio es a la vez único y universal. ¡Qué locura querer acapararlo para unos pocos! ... Toda distinción jerárquica entre los cristianos es digna del Anticristo. Por lo tanto, malditos sean los pretendidos sacerdotes" (p. 269).

En 1520 escribe su Manifiesto a la nobleza cristiana de Alemania en el cual ataca a los "Romanistas" y pide un Concilio libre.

"La primera muralla alzada por los Romanistas" es la distinción entre clérigos y laicos. "Se ha descubierto —dice— que el papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes componen el estado eclesiástico, en tanto que los príncipes, los señores, los artesanos y los campesinos forman el estado secular. Eso es una pura invención y una mentira. En verdad, todos los cristianos son el estado eclesiástico, entre ellos no hay más diferencia que la de la función... Si el papa o un obispo da la unción, hace tonsuras, ordena, consagra, se viste de distinta forma que los laicos, puede hacer que tramposos o ídolos sean ungidos, pero no puede hacer un cristiano ni un eclesiástico... todo lo que sale del bautismo puede jactarse de ser consagrado sacerdote, obispo y papa, aunque no convenga a todos ejercer esa función" (pp. 148-149).

De esa doctrina Lutero saca consecuencias contra el hábito eclesiástico y contra el celibato. Él mismo y sus discípulos dan el ejemplo: abandonan el celibato y se casan.

¡Cuántos hechos derivados de las Reformas del Vaticano II se asemejan a las conclusiones de Lutero!: el abandono del hábito religioso y eclesiástico, los numerosos matrimonios aprobados por la Santa Sede, o sea la ausencia de todo carácter distintivo entre el sacerdote y el laico. Ese igualitarismo se manifestará en la atribución de funciones litúrgicas hasta ahora reservadas a los sacerdotes.

La supresión de las órdenes menores y del subdiaconado, el matrimonio de los diáconos, contribuyen al concepto puramente administrativo del sacerdote y a la negación del carácter sacerdotal: la ordenación se orienta hacia el servicio de la comunidad y ya no hacia el sacrificio, que es lo único que justifica la concepción católica del sacerdocio.

Los sacerdotes obreros, sindicalistas, o que buscan un empleo remunerado por el Estado, contribuyen también a hacer desaparecer toda distinción. Van más lejos que Lutero.

El segundo error doctrinal grave de Lutero será consecuencia del primero y estará fundado también en su primer principio: la fe o la confianza es lo que salva, y no las obras, así como niega el acto sacrificial que es esencialmente la Misa católica.

Para Lutero la misa puede ser un sacrificio de alabanza, es decir, un acto de alabanza, de acción de gracias, pero para nada un sacrificio expiatorio en el que se renueva y se aplica el sacrificio de la Cruz.

Al hablar de las perversiones del culto en los conventos, decía: "El elemento principal de su culto, la misa, sobrepasa toda impiedad y toda abominación, hacen de eso un sacrificio y una obra buena. Aunque no hubiese otro motivo para dejar el hábito, para salir del convento, para romper los votos, ése solo bastaría ampliamente" (p. 258).

La misa es una "sinaxis", una comunión. La Eucaristía ha estado sometida a una triple y lamentable cautividad: se ha retaceado a los laicos el uso del Cáliz, se ha impuesto como dogma la opinión inventada por los tomistas de la transubstanciación, se ha hecho de la misa un sacrificio.

Lutero toca aquí un punto capital. Pero no vacila. "Por lo tanto, es un error evidente e impío —escribe— ofrecer o aplicar la misa por pecados, por satisfacciones, por los difuntos... La misa es ofrecida por Dios al hombre, y no por el hombre a Dios...".

En cuanto a la Eucaristía, como ante todo debe excitar la fe, debería ser celebrada en lengua vulgar, para que todos pudiesen comprender bien la grandeza de la promesa que se les recuerda (p. 176).

Lutero decidirá, como consecuencia de esa herejía, la supresión del ofertorio, que expresa claramente el fin propiciatorio y expiatorio del sacrificio; suprimirá la mayor parte del Canon, conservará los textos esenciales pero como relato de la Cena. Con el fin de estar más cerca de lo que se realiza en la Cena, agregará en la consagración del pan "quod pro vobis tradetur", suprimirá las palabras "mysterium fidei" y las palabras "pro multis". Considerará como palabras esenciales del relato las que preceden a la consagración del pan y del vino y las frases que siguen.

Lutero estima que la misa es, en primer lugar, la liturgia de la Palabra, y en segundo lugar una comunión. No se puede menos que quedar estupefacto al comprobar que la nueva Reforma ha aplicado las mismas modificaciones y que, en verdad, los textos modernos puestos en manos de los fieles ya no hablan de sacrificio sino de la "liturgia de la Palabra", del relato de la Cena y del reparto del pan o de la Eucaristía.

El artículo VII de la Instrucción que introducía el nuevo rito era significativo de una mentalidad ya protestante. La corrección que luego se agregó no satisface en absoluto.

La supresión de la piedra del altar, la introducción de la mesa revestida de un solo mantel, el sacerdote vuelto hacia el pueblo, la hostia colocada siempre sobre la patena y no sobre el corporal, la autorización del pan común, de vasos hechos de cualquier metal, incluso los menos nobles, y muchos otos detalles contribuyen a inculcar en los asistentes las nociones protestantes opuestas esencial y gravemente a la doctrina católica.

Nada más necesario para la supervivencia de la Iglesia Católica que el Santo Sacrificio de la Misa; echar sombras sobre él equivale a sacudir los cimientos de la Iglesia. Toda la vida cristiana, religiosa, sacerdotal, se funda sobre la Cruz, sobre el Santo Sacrificio de la Cruz renovado sobre el altar.

Lutero concluye con la negación de la transubstanciación y de la presencia real, tal como fue enseñada por la Iglesia Católica. Para él, el pan sigue siendo pan. En consecuencia, como lo dice su discípulo Melanchton, que se alza con fuerza contra la adoración del Santísimo Sacramento: "Cristo instituyó la Eucaristía como un recuerdo de su Pasión. Es una idolatría adorarlo" (p. 262).

De ahí la comunión en la mano y bajo las dos especies: efectivamente, al negar la presencia del cuerpo y la sangre de Nuestro Señor bajo cada una de las dos especies, es normal que la Eucaristía sea considerada como incompetente bajo una sola especie.

Ahí se puede medir la extraña similitud de la Reforma actual con la de Lutero. Todas las nuevas autorizaciones referentes al uso de la Eucaristía van en sentido de menos respeto, del olvido de la adoración: comunión en la mano y su distribución por laicos, incluso por mujeres; reducción de las genuflexiones, lo cual ha llevado a que numerosos sacerdotes las omitan; uso de pan común y de vasos comunes, todas reformas que contribuyen a la negación de la presencia real tal como se enseña en la Iglesia Católica.

No se puede menos que sacar como conclusión que, por estar los principios íntimamente unidos con la práctica según el adagio "lex orandi, lex credendi", el hecho de imitar en la liturgia de la Misa la Reforma de Lutero lleva infaliblemente a adoptar poco a poco las propias ideas de Lutero. La experiencia de los últimos seis años, a partir de la publicación del nuevo Ordo, lo prueba con creces. Las consecuencias de ese modo de proceder, presuntamente ecuménico, son catastróficas, primeramente en el terreno de la fe, y sobre todo en la corrupción del sacerdocio y la escasez de vocaciones, en la unidad de los católicos, desunidos en todas partes por causa de esa cuestión que los toca tan de cerca, y en las relaciones con los protestantes y los ortodoxos.

La concepción protestante sobre ese tema vital y esencial de la Iglesia —Sacerdocio-Sacrificio-Eucaristía— es totalmente opuesta a la de la Iglesia Católica. No por nada se celebró el Concilio de Trento y se produjeron todos los documentos del Magisterio vinculados con él desde hace cuatro siglos.

Resulta imposible, desde el punto de vista psicológico, pastoral, y teológico, que los católicos abandonen una liturgia que constituye verdaderamente la expresión y el sostén de su fe para adoptar nuevos ritos que fueron concebidos por herejes, sin someter con ello su fe a un enorme peligro. No se puede imitar constantemente a los protestantes sin convertirse en uno de ellos.

¡Cuántos fieles, cuántos sacerdotes jóvenes, cuántos obispos, han perdido la fe desde la adopción de esas reformas! No se puede contrariar a la naturaleza y a la fe sin que ellas se tomen su venganza.

Os resultará de provecho leer el relato de las primeras misas evangélicas y sus consecuencias para convencernos de ese extraño parentesco entre las dos Reformas.

"En la noche del 24 al 25 de diciembre de 1521, la muchedumbre invadió la Iglesia parroquial... La «misa evangélica» iba a comenzar. Karlstadt sube a la cátedra, predica sobre la Eucaristía, presenta la comunión bajo las dos especies como obligación y la confesión previa como inútil. Basta solamente con la fe. Karlstadt se presenta en el altar con traje seglar, recita el Confiteor, empieza la misa como siempre hasta el evangelio. El ofertorio, la elevación, en una palabra, todo lo que recuerda la idea de sacrificio, se suprime. Después de la consagración viene la comunión. Entre los asistentes muchos no se han confesado, muchos han comido y bebido y hasta tomado aguardiente, pero se acercan igual que los otros. Karlstadt distribuye las hostias y presenta el cáliz. Los comulgantes toman con la mano el pan consagrado y beben a su gusto. Una de las hostias se escapa y cae sobre la ropa de un asistente, un sacerdote la levanta. Otra hostia cae al suelo. Karlstadt dice a los laicos que la levanten y, como se niegan a ello por respeto o por superstición, se contenta con decir: que se quede donde está, siempre que no le pasen por encima".

El mismo día un sacerdote de los alrededores daba la comunión bajo las dos especies a unas cincuenta personas, de las cuales solamente cinco se habían confesado. El resto había recibido la absolución en masa y como penitencia se les había recomendado simplemente no recaer en el pecado.

Al día siguiente Karlstadt celebraba sus esponsales con Anna de Mochau. Muchos sacerdotes imitaron su ejemplo y se casaron.

Durante ese tiempo, Zwilling, escapado de su convento, predicaba en Eilemburgo. Se había quitado el hábito de monje y usaba barba. Con traje de seglar, tronaba contra la misa privada. En Año Nuevo distribuyó la comunión bajo las dos especies. Las hostias se distribuyeron de mano en mano. Muchos se las guardaron en el bolsillo y se las llevaron. Una mujer, al consumir la hostia, dejó caer unos trozos al suelo. Nadie hizo caso. Los fieles tomaron ellos mismos el cáliz y apuraron grandes tragos.

El 29 de febrero de 1522 Zwilling se casó con Catherine Falki. Hubo entonces una verdadera epidemia de casamientos de sacerdotes y de monjes. Los monasterios comenzaron a vaciarse. Los monjes que quedaban en los conventos arrasaron los altares con excepción de uno solo, quemaron las imágenes de los santos, y hasta el óleo de los enfermos.

Entre los sacerdotes reinaba la mayor anarquía. Cada uno decía la misa a su gusto. El consejo, desbordado, resolvió fijar una liturgia nueva destinada a poner orden, aprobando las reformas.

Por ese medio se reguló la manera de decir misa. El introito, el Gloria, la epístola, el evangelio y el Sanctus se conservaban, seguidos por una predicación. El ofertorio y el canon se suprimieron. El sacerdote recitaría simplemente la institución de la Cena, se dirían en alta voz y en alemán las palabras de la Consagración, y se daría la comunión bajo las dos especies. El canto del Agnus Dei de la comunión y del Benedicamus Dominus terminaba el servicio (pp. 281-285).

Lutero se preocupa por crear nuevos cánticos. Busca poetas y los encuentra, no sin dificultades. Las fiestas de los santos desaparecen. Lutero dispone las transiciones. Conserva el mayor número posible de ceremonias antiguas, limitándose a cambiar su sentido. La misa conserva gran parte de su aparato exterior. El pueblo vuelve a encontrar en las iglesias la misma decoración, los mismos ritos, con retoques hechos para agradarle, porque ahora se le tienen muchas más contemplaciones que antes. Tiene conciencia de que se lo toma más en cuenta en el culto. Toma parte más activa por el canto y la oración en alta voz. Poco a poco el latín da paso definitivamente al alemán.

La consagración será cantada en alemán y se concibe en estos términos: "Nuestro Señor, la noche en que fue traicionado, tomó pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo que fue entregado por vosotros. Haced esto, todas las veces que lo hagáis, en memoria mía. De la misma manera tomó el cáliz después de la cena y dijo: Tomad y bebed todos, éste es el cáliz, un nuevo testamento, en mi sangre que fue vertida por vosotros y por la remisión de los pecados. Haced esto, todas las veces que lo hagáis, en memoria mía" (p. 317).

De esa manera se ve el agregado de las palabras "quod pro vobis tradctur" (que fue entregado por vosotros) y la supresión de "mysterium fidei" y de "pro multis" en la consagración del vino.

Estos relatos acerca de la misa evangélica, ¿no expresan los sentimientos que tenemos en cuanto a la liturgia reformada a partir del Concilio?

Todos esos cambios del nuevo rito son verdaderamente peligrosos porque poco a poco, sobre todo los sacerdotes jóvenes, que ya no tienen idea del Sacrificio, de la presencia real, de la transubstanciación y para los cuales todo eso ya no significa nada, repito, los sacerdotes jóvenes pierden la intención de hacer lo que hace la Iglesia, y ya no dicen misas válidas.

Ciertamente, los sacerdotes de edad, cuando celebran según el nuevo rito, tienen todavía la fe de siempre. Han dicho Misa durante tantos años que conservan sus mismas intenciones y se puede creer que sus misas son válidas. Pero en la medida en que esas intenciones se alejan, desaparecen; en tal medida, sus misas ya no serán válidas.

Han querido aproximarse a los protestantes, pero son los católicos los que se han vuelto protestantes, y no los protestantes los que se han vuelto católicos. Eso es evidente.

Cuando cinco cardenales y quince obispos asistieron al "Concilio de jóvenes" en Taizé, ¿cómo pueden esos jóvenes saber qué es el catolicismo y qué es el protestantismo? Algunos tomaron la Comunión entre los protestantes, y otros entre los católicos.

Cuando el cardenal Willebrands fue al Consejo Ecuménico de Iglesias, en Ginebra, declaró:"Debemos rehabilitar a Lutero". ¡Y lo dijo como enviado de la Santa Sede!

Veamos la Confesión. ¿En qué se ha convertido el Sacramento de la Penitencia con esa absolución colectiva? Esa manera de decir a los fieles: "Os hemos dado la absolución colectiva, podéis comulgar, y cuando tengáis ocasión, si tenéis pecados graves, iréis a confesaros en los próximos seis meses, o dentro de un año...", ¿quién puede decir que esa manera de obrar sea pastoral? ¿Qué idea podremos forjarnos del pecado mortal?

El sacramento de la Confirmación también se encuentra en análoga situación. Ahora hay una fórmula corriente: "Te signo con la Cruz y recibe el Espíritu Santo". Deben aclarar cuál es la gracia especial del Sacramento por el cual se da el Espíritu Santo. Si no se dice: "Ego te confirmo in nomine Patris...", ¡no hay Sacramento! También lo dije a los cardenales porque me afirmaron: "¡Dais la Confirmación en donde no tenéis derecho a hacerlo!". Lo hago porque los fieles tienen miedo de que sus hijos ya no tengan la gracia de la Confirmación, porque tienen dudas sobre la validez del Sacramento que se da ahora en las iglesias. Para tener al menos la seguridad de recibir verdaderamente la gracia, me piden dar la Confirmación. Lo hago porque me parece que no puedo rehusarme a los que me piden la Confirmación válida, aun cuando no sea lícita. Porque estamos en una época en la que el derecho divino natural y sobrenatural se impone al derecho positivo eclesiástico cuando éste se le opone en lugar de ser su canalización.

Nos encontramos en una crisis extraordinaria. No podemos seguir esas reformas. ¿Dónde están los buenos frutos que han dado? ¡Eso es lo que me pregunto, en verdad! La reforma litúrgica, la reforma de los seminarios, la reforma de las congregaciones religiosas... ¡Todos esos capítulos generales! ¿Dónde han puesto ahora a esas pobres congregaciones? Todo desaparece... ¡Ya no hay novicios, ya no hay vocaciones! .

El Cardenal-Arzobispo de Cincinatti lo reconoció asimismo en el Sínodo de Obispos en Roma: "En nuestros países —representaba a todos los países de habla inglesa—ya no hay vocaciones porque ya no se sabe qué es el sacerdote". Por lo tanto, debemos permanecer en la Tradición. Sólo la Tradición nos da verdaderamente la gracia, nos da verdaderamente la continuidad en la Iglesia. Si abandonamos la Tradición, contribuiremos a la demolición de la Iglesia.

También le dije a los cardenales: "¿No veis en el Concilio que el esquema sobre la libertad religiosa es un esquema contradictorio? En su primera parte se dice: "Nada ha cambiado en la Tradición" y en el contenido de ese esquema todo es contrario a la Tradición. Es contrario a lo que dijeron Gregorio XVI, Pío IX y León XIII".

"Entonces, ¡hay que elegir! O estamos de acuerdo con la libertad religiosa del Concilio y en ese caso nos oponemos a lo que dijeron esos Papas; o estamos de acuerdo con esos Papas y en ese caso no estamos de acuerdo con lo que se dice en el esquema de la libertad religiosa. Es imposible estar de acuerdo con las dos cosas. Y agregué: Opto por la Tradición, estoy por la Tradición y no por esas novedades, que son el liberalismo.

Nada menos que ese liberalismo que fue condenado por todos los Pontífices durante un siglo y medio. Ese liberalismo ha entrado en la Iglesia a través del Concilio: la libertad, la igualdad y la fraternidad".

La libertad: la libertad religiosa; la fraternidad: el ecumenismo; la igualdad: la colegialidad. Y ésos son los tres principios del liberalismo, que provino de los filósofos del siglo del siglo XVI y desembocó en la Revolución francesa.

Ésas son las ideas que han entrado en el Concilio por medio de palabras equívocas. Y ahora vamos a la ruina, la ruina de la Iglesia, porque esas ideas son absolutamente contra natura y contra la fe. No hay igualdad entre nosotros, no hay verdadera igualdad. Ya lo dijo muy bien y con toda claridad el Papa León XIII en su encíclica sobre la libertad.

Después, la fraternidad. Si no hay un padre, ¿adónde iremos a buscar la fraternidad? Si no hay Padre, si no hay Dios, ¿cómo vamos a ser hermanos? ¿Cómo podemos ser hermanos sin un padre común? ¡Imposible! ¿Tenemos que abrazar a todos los enemigos de la Iglesia, a los comunistas, a los budistas, a todos los que están contra la Iglesia?, ¿a los masones?

Y ese decreto fechado hace una semana que dice que ahora ya no hay excomunión para un católico que entra en la masonería. ¿La masonería que destruyó a Portugal?, ¿que estuvo en Chile con Allende, y ahora en Vietnam del Sur? Hay que destruir a los Estados católicos: Austria durante la Primera Guerra mundial, Hungría, Polonia... ¡Los masones quieren la destrucción de los países católicos! ¿Qué pasará dentro de un año en España, en Italia, etcétera? ¿Por qué la Iglesia abre los brazos a toda esa gente que son enemigos de la Iglesia?

¡Ah, cuánto debemos rezar, rezar! Presenciamos un ataque del demonio contra la Iglesia como jamás se vio. Debemos rezar a Nuestra Señora la Santísima Virgen María; para que venga en nuestra ayuda, porque verdaderamente no sabemos qué ocurrirá mañana. ¡Es imposible que Dios tolere todas esas blasfemias, esos sacrilegios, que se hacen a Su gloria, a Su majestad! Pensemos en las leyes del aborto, que vemos en tantos países, en el divorcio en Italia, toda esa ruina de la ley moral, esa ruina de la verdad. ¡Resulta difícil creer que todo eso pueda ocurrir sin que un día Dios hable y castigue al mundo con penas terribles!

Por eso debemos pedir a Dios misericordia para nosotros y para nuestros hermanos; perodebemos luchar, combatir. Combatir para mantener la Tradición y no tener miedo. Mantener, por sobre todo, el rito de nuestra Santa Misa, porque es el fundamento de la Iglesia y de la civilización cristiana. Si ya no hubiera una verdadera Misa en la Iglesia, la Iglesia desaparecería.

Debemos, pues, conservar ese rito, ese Sacrificio. Todas nuestras iglesias se construyeron para esa Misa, no para otra: para el Sacrificio de la Misa, no para una Cena, para una Comida, para un Memorial, para una Comunión. ¡No! ¡Fue para el Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo que continúa sobre nuestros altares! ¡Por eso nuestros antepasados construyeron esas iglesias hermosas, no para una Cena ni para un memorial, no!

Confío en vuestras oraciones para mis seminaristas, para hacer de ellos verdaderos sacerdotes, que posean la fe y que así puedan dar los verdaderos sacramentos y el verdadero Santo Sacrificio de la Misa. Muchas gracias.

(Conferencia pronunciada en Florencia el 15 de febrero de 1975).


LA MISA NUEVA
Mons. Marcel Lefebvre