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martes, 29 de noviembre de 2022

Sermon sobre la Parusía y fin de los tiempos

 


El Evangelio de este Vigesimocuarto y último Domingo de Pentecostés presenta a nuestra consideración la Parusía, es decir, la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo: Verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.

El relato comienza con la señal de la misma: Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo.

¿Cómo se ha llegado a este anuncio profético? Al salir del Templo, Nuestro Señor había anticipado la destrucción de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos, San Pedro, San Andrés, Santiago y San Juan le interrogaron sobre su Parusía, a la cual se había referido hacia el final de dicho discurso.

En su respuesta, Nuestro Señor, después de detallar los sucesos anteriores a esta Segunda Venida, que constituyen el comienzo de los dolores, nos proporciona este signo, propiamente tal de su Regreso en Gloria y Majestad. A esto siguen los detalles del mismo, para terminar con la parábola de la higuera y la exhortación a la vigilancia.

Indicada la profecía de Daniel, Jesús amonesta a sus discípulos a que presten atención a ella, que la interpreten según los indicios que les da, y que sigan sus consejos.

Y para que no lo tomen como hipérbole, añade: Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla.

Con todo, hasta en aquel torbellino de la justicia, deja entrever Dios su misericordia: Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días.

A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre, seguirá la magnificencia de su personal Venida: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre.

Y en medio del universal terror y expectación, verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.

Termina Jesús las terribles predicciones con unas palabras de consuelo y aliento para los suyos: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención.

Los espantosos e imprevistos acontecimientos predichos por el Señor reclaman vigilancia asidua; de lo contrario nos encontrará desprevenidos.

Como enseñanza bien práctica para nosotros, debemos tener en claro que la cuestión de los “signos de los tiempos”, o sea la de las señales del Reino Mesiánico, era una controversia bien debatida en la antigüedad, como lo es en nuestros días. Las dos situaciones parecen análogas.

Las ideas que los fariseos se habían forjado sobre el Reino Mesiánico les impidieron verlo venir, y los llevó a la ruina. Imaginemos por un instante lo que aconteció con el rechazo de Jesucristo y, luego más tarde, al no reconocer los signos de la destrucción de Jerusalén.

Las señales valen también para nosotros, para la Segunda Venida; y, si no vigilamos, nos puede pasar exactamente lo mismo que a ellos. ¿Qué sucedería si no distinguiésemos los signos y nos quedásemos al interior de la ciudad antes de que se cierre al sitio?

Y, sin embargo, ¿qué se dice hoy en día acerca de la Segunda Venida de Nuestro Señor?

Los más grandes doctores y escritores católicos de los últimos dos siglos han vislumbrado el parecido de muchos fenómenos modernos con las “señales” que están en el discurso escatológico y en el Apocalipsis. Mas la herejía contemporánea cierra los ojos y levanta cortinas de humo.

En suma, es un entibiamiento de la fe, que tiene como consecuencia desvirtuar la Sagrada Escritura; lo cual, por otra parte, también está profetizado y constituye otro de los signos precursores del fin del mundo.

Por lo tanto, prestemos atención a las palabras de Nuestro Señor: Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones… Estad en vela, pues; orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre.

Ahora bien, la sociedad toda, tanto civil como religiosa, está en crisis. Y este conflicto muestra signos de una crisis final. A todo nivel, en todos los ámbitos, pueden observarse los signos de un deterioro acelerado, de una decadencia generalizada.

La Iglesia Católica, en particular, desde el Concilio Vaticano II es atacada por la vía jerárquica, tanto en su estructura externa como en su identidad interior. Es la consecuencia de la puesta en práctica de un vasto programa masónico, que cambia sutilmente la religión en un humanismo por medio de la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad, la revolución de la liturgia, la enseñanza catequética perniciosa, las directivas heréticas y subversivas dadas por aquellos que deberían por misión guiar a los fieles en la Fe…

Dada la extraordinaria importancia de la Iglesia para la conservación de la sociedad, desmenuzada aquella, la armazón social cae en ruinas. Y esto es, de hecho, lo que sucede. Es suficiente considerar lo acaecido en los sesenta últimos años en los países que eran oficialmente católicos…, hoy son Estados explícitamente apóstatas… Y a los Pontífices conciliares les cabe la gran responsabilidad.

Si a todo esto sumamos los trastornos y desastres naturales sin precedentes, la simple visión humana, no cegada por las pasiones o intereses mundanos, indicaría que nos encontramos en los últimos tiempos.

Si bien Nuestro Señor no nos ha predicho la fecha precisa de su retorno, que nadie conoce, ni siquiera los Ángeles del Cielo; si bien es cierto que la Iglesia prohíbe a los fieles avanzar fechas exactas, porque sólo el Padre la conoce; sin embargo, los cristianos de todos los tiempos tienen el deber de confrontar los signos de su tiempo con las señales dadas por Nuestro Señor para recocer la inminencia de su Segunda Venida.

Basta recordar las significativas declaraciones de los Papas, prácticamente durante un siglo entero, desde Gregorio XVI hasta Pío XII, sobre la proximidad del fin de los tiempos, considerándola como una realidad de su época. Los Sumos Pontífices no fueron reacios a fundamentar sus apreciaciones sobre los signos dados por Nuestro Señor para hacerlas valer.


Consideremos algunos de esos Textos Pontificios:


1) Mirari vos, Gregorio XVI, del 15 agosto 1832:


“Tristes, en verdad, y con muy apenado ánimo Nos dirigimos a vosotros, a quienes vemos llenos de angustia al considerar los peligros de los tiempos que corren para la religión que tanto amáis. Verdaderamente, pudiéramos decir que ésta es la hora del poder de las tinieblas para cribar, como trigo, a los hijos de elección. Sí; la tierra está en duelo y perece, inficionada por la corrupción de sus habitantes, porque han violado las leyes, han alterado el derecho, han roto la alianza eterna.

Es el triunfo de una malicia sin freno, de una ciencia sin pudor, de una disolución sin límite. Se desprecia la santidad de las cosas sagradas; y la majestad del divino culto, que es tan poderosa como necesaria, es censurada, profanada y escarnecida.

De ahí que se corrompa la santa doctrina y que se diseminen con audacia errores de todo género. Ni las leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las santas enseñanzas están a salvo de los ataques de las lenguas malvadas.

De aquí que, roto el freno de la religión santísima, por la que solamente subsisten los reinos y se confirma el vigor de toda potestad, vemos avanzar progresivamente la ruina del orden público, la caída de los príncipes, y la destrucción de todo poder legítimo.

Debemos buscar el origen de tantas calamidades en la conspiración de aquellas sociedades a las que, como a una inmensa sentina, ha venido a parar cuanto de sacrílego, subversivo y blasfemo habían acumulado la herejía y las más perversas sectas de todos los tiempos.”



2) E Supremi Apostolatus, San Pío X, del 4 de octubre de 1904:

“Verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nosotros.

Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.

Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.

Esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.”



3) Caritate Christi compulsi, Pío XI, del 3 de mayo de 1932:

“Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual. Mas ante ese odio satánico contra la religión, que recuerda el mysterium iniquitatis de que nos habla San Pablo (II Tes. 2, 7), los solos medios humanos y las previsiones de los hombres no bastan”.



4) Pío XII, Mensaje Pascual de 1957:

“Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección, que no admita ya ningún dominio de la muerte (…) ¡Ven, Señor Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía a tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine con el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!”



Monseñor Marcel Lefebvre, en reiteradas oportunidades, hizo referencia a los signos apocalípticos.

1) Homilía del 29 de junio de 1987:

“… No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás. Es un combate que pide todas las fuerzas sobrenaturales de las que tenemos necesidad para luchar contra el que quiere destruir la Iglesia radicalmente, que quiere la destrucción de la obra de Nuestro Señor Jesucristo. Lo quiso desde que Nuestro Señor nació y él quiere seguir suprimiendo, destruir su Cuerpo Místico, destruir su Reino, y a todas sus instituciones, cualquiera que fueran. Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico, en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad. No nos atrevemos a declarar más el reino social de Nuestro Señor porque eso suena mal a los oídos del mundo laico y ateo. La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad. Ante esta situación totalmente excepcional, debemos tomar medidas excepcionales”. 

Hay que estar en guardia con el advenimiento de una nueva iglesia falsa que abarcaría a todas, incluida la católica del oficialismo, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets.

Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno. Corremos el riesgo de ver llegar estas cosas. Debemos siempre prepararnos para ello.”

Mons Lefebvre:

2) Artículo Tiempo de tinieblas, publicado en octubre de 1987:

“Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción. Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido. No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal. Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa. Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones. La Iglesia no es más la Esposa de Cristo, que es el único Dios. Por el momento, es una apostasía más material que formal, más visible en los hechos que en la proclamación. No puede decirse que el Papa es apóstata, que ha renegado oficialmente de Nuestro Señor Jesucristo; pero en la práctica, se trata de una apostasía”.

Es muy importante ser conscientes de los tiempos que vivimos; porque no sólo el pasado, sino también el futuro explica el presente: la inminencia de la Parusía explica la magnitud de esta crisis y aporta la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos de calamidades.

Debemos deplorar la indiferencia, la liviandad y hasta el desprecio respecto de la escatología que se encuentran a menudo en la mayoría de los creyentes, muchos de ellos clérigos y religiosos.

Gracias a la Sagrada Escritura, aquello que podría convertirse en desesperación, se torna en viva Esperanza. Conservemos, pues, esta Esperanza en la proximidad del Reino de Cristo, anunciado, precisamente, por el hecho de esta confusión eclesial sin precedentes y por las victorias luciferinas en todo el mundo.

La Sagrada Escritura es categórica en este punto: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación… Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. (Luc XXI.).


lunes, 28 de noviembre de 2022

¿POR QUE DEBEMOS REZAR A NUESTRA SANTA MADRE ?




  Petición: Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.
Por qué cosas te pedimos ruegues:
  Virgen de las vírgenes, azucena celestial, lirio inmaculado, fuente de pureza, inspiradora de la vocación a la castidad, alumbra los ojos de tus devotos para que entiendan cuán grande es la distancia que hay entre la excelencia de ser madre y la excelencia de ser Virgen. No hay en el jardín de la Iglesia flor más hermosa que la de la virginidad, recreo y admiración de los ángeles.
  Ruega por nos para que no manchemos nuestras almas con las suciedades de la carne.
  Ruega por nos para que huyamos de los espectáculos y diversiones, que, si no enlodan las almas con la culpa grave, las hacen bordear graves peligros y las empañan con el vaho de la sensualidad.
  Ruega por nos para que los padres y madres no se cieguen creyendo que, a pesar de la libertad de sus hijos e hijas, saben ellas y ellos conservar su inocencia y su pureza, cuando tantas veces ocurre que no son ángeles sino sólo en la apariencia de los rostros y las palabras.
  Ruega por nos para que los padres y las madres de nuestros niños no los abandonen en manos de servidores sin conciencia, que les hacen perder la pureza antes de conocerla.
 Títulos que tenemos para que ruegues por  nosotros:
  Muchos títulos tenemos para pedirte que ruegues por nosotros: que eres Refugio de pecadores, que eres Auxilio de los cristianos, que eres Virgen poderosa; pero el mejor es que eres santa, y Madre santa, y Virgen y Madre santa, y santa Madre de Dios.
  Y por eso mismo, Madre de misericordia y Madre omnipotente; que si ruegas por nosotros, alcanzarás cuanto quieras.
  Por qué cosas NO te pedimos que ruegues:
  Santa Madre de Dios, no ruegues por nosotros para que nos dé riquezas, sino lo necesario para la vida que Él ganó con el trabajo de sus manos.
  No ruegues por nosotros para que gocemos de esta vida, porque tu Hijo amenazó diciendo: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque día vendrá en que os lamentaréis y lloraréis!”.
  No ruegues por nosotros para que los hombres nos honren y nos aplaudan, porque todo eso es vanidad, y no hay otra dicha en esta vida sino temer y amar a Dios.
  No ruegues para que vivamos muchos años, que, aunque la muerte es dolorosa y repugnante a la naturaleza, y natural y humano el deseo de vivir, y lícito pedir la salud y desear  no venga la muerte ni para nosotros ni para los nuestros; pero queremos que nuestra voluntad se conforme con la de Dios, que nos ama y sabe lo que nos conviene y tiene contados los días y momentos de nuestra existencia.
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo:
  Ruega por nosotros para que alcancemos esas promesas.
  La promesa que cantaron los ángeles en las alturas: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
  La promesa hecha a los pobres de espíritu, que no tienen el corazón apegado a las riquezas: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos”.
  La promesa hecha a los que lloran sus culpas y las culpas ajenas: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.
  Las promesas hechas a los mansos, a los pacíficos, a los limpios de corazón, a los que padecen persecución por la justicia, a los que guardan los mandamientos; que son todas una promesa: la vida eterna.
  Ruega por nosotros para que nos hagamos dignos de las promesas de Cristo luchando valerosamente contra nuestras pasiones, luchando generosamente por la extensión del reino de tu Hijo.
  Ruega por nosotros para que antes de perder esas promesas por el pecado, Dios nos envíe la muerte, que no lo será, sino tránsito y dulce sueño y logro de sus promesas.
  ¡Oh dulce Madre, cuándo será que libres de las miserias y los peligros de esta vida, tengamos la inmensa dicha de ser llevados por nuestros ángeles de la guarda hasta tu trono de gloria, y allí, postrados a tus pies, besar tus divinas y maternales manos y recibir de ellas la corona que ha de ceñir nuestra frente por los siglos de los siglos! Amén.

Ignacianas

viernes, 25 de noviembre de 2022

EL SANTO ABANDONO. Capítulo 5: EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN. (Artículo 2º.- Las humillaciones)

 



Artículo 2º.- Las humillaciones

La humildad es una virtud capital y su acción altamente

beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los

peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y

orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a

los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores;

es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace

adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su

autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido

con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,

«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad

personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al

humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el

humilde se inclina y le colma de gracias, y después del

abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus

secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La

palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será

ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será

humillado».


Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un

tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto

de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la

humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes

no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo

convendría esforzarse por descender. Cuánto convendría

meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño

Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en

todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis

decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no

llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una

elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en

el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer

rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.»


Muchos son los caminos que conducen a la humildad.

Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según

esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación

conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio

a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es

verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o

retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas,

empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen

realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la

perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad?

-concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la

humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis

ser elevados a la humildad.»


Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de

practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al

beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del

abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios

significada. La mayor parte de las personas no quieren sino

ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y

no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio

a medio.


Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar

siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a

nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones.

San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí

mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del

corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado

orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como

humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al

puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina

sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad».

Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para

abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros claustros

será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros

superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los

doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito, se

fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de

esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión

de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose

obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad?

Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente,

sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente

humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente;

porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se

hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de

Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se

considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la

plebe y la escoria del mundo.» Humillación excelente es

también descubrir el fondo de nuestros corazones y de

nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos,

dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras

malas inclinaciones y, en general, de todos los males de

nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse

ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo

Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las

penitencias usadas en nuestros Monasterios. Además de

estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas.

San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas,

porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e

imperceptiblemente, y ponía en sexto grado procurarse las

abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».


El santo estimaba mucho las humillaciones que no son de

nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que

nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de

que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar

nuestro amor propio.


Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos

digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir

todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en

nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya

nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y

oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma

razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a

ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la

Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la

corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por

aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra,

utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes

y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en

caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino

instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o

recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no

viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo

por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para

la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y

bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario,

éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y

dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz,

dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las

faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el

remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y

méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el

precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra

perfección».


La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con

indignación o se sufre murmurando; y esto explica cómo «se

hallan tantas personas humilladas que no son humildes». Sólo

será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la

medida en que la reciba humildemente como si fuera de la

mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la

necesito y bien la he merecido. Y si una ligera ofensa, una

falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente

para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el

orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar

de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi

remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber

agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor

propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera

humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo

después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los

humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y

nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos

de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y

ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía la confusión, se lo

agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a

trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias

de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la

vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en la

presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han

quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es

menos merecido.


San Pedro mártir, puesto injustamente en prisión,

quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he

cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el divino

Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia

en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor,

solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre», y

con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que

le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le

condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al

suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el

más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es

maltratada con bofetadas, manchada con salivazos. No

aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de

reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre

y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque

se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles

criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con

deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y

recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la

Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no

suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones?

¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una

vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a

Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría

derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado,

tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás

siendo todavía sensible a los desprecios»?


Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto

amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto

y hasta se considera uno dichoso en compartir las

humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el amor «nos hace considerar como favor

grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias,

vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace

renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado

Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la

abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no

queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas

del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio

que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los

sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más

gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».


Al hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus

propias disposiciones. En medio de la tempestad, de los

desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a

ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin

conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión

para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si

alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le

hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que

enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca

infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es

precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro

Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios

de mi confusión! Si descaradamente somos insultados,

magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a

montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a

vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los mismos

sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su

compañero: «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que

ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los

lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»

BOLETÍN #3 DEL CONVENTO NUESTRA SEÑORA DE LA SOLEDAD

 


FUENTE

Estimados familiares, amigos y benefactores:

¡Saludos en San Benito!

Al entrar en la temporada santa de Adviento, nuestras reflexiones se vuelven hacia el misterio de la Encarnación de Nuestro Señor. Nuestra Señora nos ha dado el ejemplo perfecto, no sólo de confianza en la Providencia de Dios por su pronta y dispuesta cooperación con su plan para la redención de la humanidad, sino también de la perseverancia y el fervor con que debemos velar y orar por la liberación de los Iglesia de Cristo de sus enemigos y por la salvación de las almas, mientras rezaba con profunda humildad y ansiosa expectación por la venida del Mesías.

En la liturgia del primer domingo de Adviento, leemos: “Despierta, Señor, Tu poder y ven; para que, defendidos por Ti, podamos merecer el rescate de los peligros que se avecinan provocados por nuestros pecados…” El mundo de hoy, esta en un estado de apostasía general y negación de su Creador, celebra esta temporada con un frenesí de entusiasmo y autocomplacencia, una “Navidad” secularizada desprovista de Cristo mismo y sin ningún pensamiento de penitencia y expectativa. Quizás lo que más necesita el hombre de este Adviento es ser sacudido hasta la médula para que vea cuán lejos ha caído de su Dios, cuán tarde es la hora y, antes de que sea demasiado tarde, prepare un lugar en su corazón para el Niño Jesús, el Príncipe de la Paz, a quien el mundo crucifica de nuevo y aniquilaría si fuera posible.

Dios Todopoderoso nos colocó a cada uno de nosotros en el mundo durante este tiempo por una razón, habiéndolo ordenado así desde toda la eternidad. Él ha permitido que la oscuridad envuelva el mundo y que el caos y una sensación de desesperanza se extiendan sin ningún final aparente a la vista como la consecuencia natural de nuestros pecados y de alejarnos de Él.

La humanidad ha desarrollado una falsa seguridad y se ha dejado adormecer, siendo así arrastrada río abajo por la corriente del mundo cuyo príncipe, el Diablo, pretende llevar consigo al infierno tantas almas como sea posible, sabiendo también cuán tarde la hora es, lamentablemente, parece que incluso la mayoría de los católicos están dormidos o satisfechos con una falsa sensación de seguridad. Se exigirá una cuenta severa a los obispos y sacerdotes que, en lugar de predicar a los fieles contra los errores de Rusia y el comunismo que se están extendiendo rápidamente por el mundo (el cumplimiento de la advertencia de Nuestra Señora en Fátima), contra el Vaticano II y su nueva religión del hombre, contra el uso de vacunas contaminadas con el uso o la experimentación con células extraídas de bebés masacrados, sobre lo avanzado de la hora y la grave necesidad de la penitencia y la oración para invocar la misericordia de Dios sobre este mundo pecador, más bien desparramar ellos mismos al engañar al rebaño de Cristo y, como en el caso de la FSSPX y la falsa resistencia del obispo Williamson, en realidad llevan a las almas de vuelta a los brazos abiertos de los enemigos de Cristo.

Poco a poco, a medida que mueren las generaciones de aquellos que conocían la Fe antes del Vaticano II y lucharon valientemente contra ella, una nueva generación se ha levantado y adoctrinado en una “religión híbrida”, dirigida por la FSSPX conciliar y la falsa resistencia, que mezclan la tradición con el modernismo y el liberalismo del Vaticano II para ser “todas las cosas para todos los católicos”… excepto aquellos que son fieles a la Verdad sin compromiso. La FSSPX, ahora renombrada como esta religión híbrida con grandes y hermosos edificios, escuelas y seminarios y todos los adornos para atraer a los fieles que prefieren las campanas y silbatos externos y cualquier "Misa en latín" a las verdades inmutables de la fe católica, y es ya no se distinguen de los otros grupos “tradicionales” de oposición controlados (FSSP, ICR, etc.) que vendieron la Verdad por los privilegios que les otorgaba la nueva “iglesia” del hombre. No hace falta mirar más allá del preámbulo doctrinal del obispo Fellay de 2012 para ver, en sus propias palabras, la traición.

En el caso de la falsa resistencia de los obispos Williamson, Faure, Dom Thomas Aquinas y Zendejas, y todos aquellos sacerdotes y religiosos asociados con ellos, uno se pregunta ¿a qué están resistiendo y por qué dejaron la FSSPX? El obispo Williamson apenas puede hablar en estos días sin pronunciar un veneno escandaloso que señala a los fieles de nuevo a la FSSPX y al Novus Ordo. Los obispos y el clero asociado con él comparten su culpa por su silencio en medio de errores tan mortales. Por muy hermosos que sean sus sermones y retiros, los católicos no pueden mezclar la verdad con el error, y en la balanza está la salvación eterna de las almas. Lamentamos este terrible estado de cosas. Nosotros no lo pedimos, y rezamos y nos sacrificamos constantemente para que estos clérigos renuncien a sus errores y, una vez convertidos, confirmen a sus hermanos.

Finalmente, más recientemente, los escritos y advertencias del arzobispo Viganò han comenzado a aparecer cada vez con mayor frecuencia entre los católicos tradicionales. Para los católicos que necesitan desesperadamente algo esperanzador a lo que aferrarse, se ha convertido en un “salvador” lleno de esperanza. A esto, ¡advertimos a todos nuestros amigos y familiares que tengan cuidado! Mientras rezamos y nos sacrificamos por todos estos clérigos, nunca debemos olvidar que Nuestro Señor nos amonestó a “vigilar ¿Quién es el arzobispo Viganò? ¿Ha renunciado completamente a la “iglesia” Novus Ordo ya todos los grupos de falsa resistencia que realizan el trabajo del enemigo mediante una oposición controlada? ¿Ha reconocido que los nuevos ritos sacramentales son dudosos en el mejor de los casos, que incluirían su propia consagración episcopal? El enemigo es muy inteligente; sin embargo, si tenemos un gran amor y sed de verdad, fortalecidos por una vida de oración, Nuestro Señor no permitirá que seamos engañados. No debemos buscar una falsa sensación de seguridad en las cosas o personas humanas. Nuestra esperanza está solamente en Dios todopoderoso.

Este Adviento, queridos amigos, recordemos las palabras de Nuestro Señor, “velad y orad”. Despertemos de nuestro letargo y velemos vigilantes, ofreciendo nuestras oraciones y sacrificios, en unión con la Santísima Virgen María y San José en Nazaret, para que el Príncipe de la Paz encuentre digna morada en nuestras almas en esta Navidad y podamos ser hallado fiel en el día de Su Venida.

En los Corazones de Jesús, María y San José

Sor María Magdalena de la Madre Dolorosa OSB

Noticias de la comunidad:


El 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, nuestra comunidad celebró con gran alegría y solemnidad la toma de hábito de Sor María Teresa de Nuestra Señora del Rescate, OSB. Por favor, manténganla a ella y a nuestra creciente comunidad en sus oraciones cuando ella entre en su período de noviciado. ¡Que otras almas valientes se animen con su ejemplo de generosidad y sacrificio!

miércoles, 23 de noviembre de 2022

MARTIRIO DEL PADRE PRO (23 NOVIEMBRE 1927)


Plegaria escrita por el Padre Pro el 13 de noviembre de 1927:

“¡Déjame pasar la vida a tu lado, Madre mía, acompañado de tu soledad amarga y tu dolor profundo…! ¡Déjame sentir en mi alma el triste llanto de tus ojos y el desamparo de tu corazón!

   No quiero en el camino de mi vida saborear las alegrías de Belén, adorando entre tus brazos virginales al niño Dios. No quiero gozar en la casita humilde de Nazaret de la amable presencia de Jesucristo. ¡No quiero acompañarte en tu Asunción gloriosa entre los coros de los ángeles!
   Quiero en mi vida las burlas y mofas del Calvario; quiero la agonía lenta de tu Hijo, el desprecio, la ignominia, la infamia de su Cruz. Quiero estar a tu lado, Virgen dolorosísima, de pie, fortaleciendo mi espíritu con tus lágrimas, consumando mi sacrificio con tu martirio, sosteniendo mi corazón con tu soledad, amando a mi Dios y a tu Dios con la inmolación de mi ser”.

   El 23 de noviembre de 1927 el Padre Pro se coloca en el lugar que se le designa, de frente al pelotón. El mayor Torres le pregunta si desea alguna cosa: -Que me permitan rezar –responde.

   Se postra de rodillas, se santigua lentamente, cruza los brazos sobre el pecho, ofrece a Dios el sacrificio de su vida, besa devotamente el pequeño crucifijo que tiene en la mano y se levanta.
   Rehúsa ser vendado y se vuelve de cara a los espectadores y soldados, y los deja atónitos con su serenidad.

   En una mano aprieta el crucifijo, en otra el rosario. Extiende los brazos en forma de cruz, levanta los ojos al cielo.
-¡Viva Cristo Rey!

   Hace la señal a los soldados de que está dispuesto. Resuena una descarga cerrada y cae con los brazos extendidos. Un soldado se le acerca y le da el tiro de gracia en la sien. Eran las 10:38.

   A  las 4:00 sale el cadáver del Padre Pro, en hombros de varios sacerdotes. Por todas partes resonaban aplausos y gritos de ¡Viva Cristo Rey! De los balcones caía copiosísima lluvia de flores. En las calles las gentes de arrodillaban.

   Espontáneamente la multitud se puso a rezar el rosario. Más de 20,000 personas esperaban en el panteón. Se depositó el cadáver del Padre Pro en su nicho y, entretanto, todos los asistentes guardaron respetuoso silencio.

   A lo lejos se oyó una voz firme que entonaba el conocido cántico:
   Tú reinarás, ¡oh Rey Bendito!
   Pues Tú dijiste reinaré.
   Y toda aquella multitud derramando lágrimas respondió:
   Reine Jesús por siempre,
   Reine su Corazón,
   En nuestra patria, en nuestro suelo,
   Que es de María la nación.

   La multitud emprende el camino de regreso hacia la ciudad. Los cánticos y vivas llenan el espacio. Desde las ventanas de su Castillo, pudo ver el presidente Calles desfilar a sus enemigos vencedores, que cantaban:
-¡Viva Cristo Rey!
   De la misma manera, hace diecinueve siglos, pasaban delante de Nerón los primeros cristianos, que venían de ver morir a sus hermanos.
   “Dios quiere que aceptemos todo lo que nos pasa como venido de Su Santísima mano. La mayor santidad consiste en cumplir su voluntad”. Padre Pro
   “Una cosa que le dará mucha alegría, es saber que, mientras más desolados y solos nos encontramos, más cerca de nosotros está Cristo Jesús”. Padre Pro
   “Óyeme. Los últimos escalones de una subida difícil son los más costosos, el último esfuerzo de un corredor para llegar a la meta es el más arduo… y tú que estás a punto de coronar la obra, emprendida con tanta abnegación ¿desfallecerás? ¡Hijitos míos, nos dice Jesús, no los dejará huérfanos! ¡Yo estaré con ustedes hasta la consumación de los siglos! Si esta promesa es siempre verdadera, dime: ¿no será cierta en el momento más difícil de nuestra vida? Escucha a Nuestro Señor que te dice: Yo estoy contigo porque me amas. Sigue esa calle de la amargura; sube al Gólgota del vencimiento, muere conmigo en la cruz del amor, porque la blanquísima luz de la resurrección va a brillar muy pronto en tu alma…”  Padre Pro

martes, 15 de noviembre de 2022

HEROICO MARTIR DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

 




Juan Duarte Martín nació en Yunquera el 17 de marzo de 1912. Sus padres fueron Juan Duarte Doña y Dolores Martín de la Torre. De este matrimonio nacieron diez hijos, de los que sobrevivieron seis, Juan era el cuarto de ellos.

Su padre era un labrador autónomo, con bienes suficientes para no tener que trabajar por cuenta ajena, aunque no para llevar una vida desahogada; hombre de campo de recia piedad; miembro veterano de la Adoración Nocturna, como recuerda la insignia expuesta en el chinero de su casa, que mantuvo una relación muy estrecha con su hijo Juan, desde que era pequeño, y aún más cuando le comunicó su deseo de ingresar en el Seminario. Era, sin duda, su hijo preferido, lo cual nunca despertó celos en sus hermanos, pues ellos también le tenían como el mejor de todos.

Fue bautizado en la parroquia de la Encarnación de Yunquera el 20 de marzo de 1912 de la mano del párroco Don Francisco López Rodríguez, donde recibió también la Primera Comunión a los ocho años y poco después la Confirmación por el Obispo y Santo Manuel González. De la recepción de estos sacramentos no hay partidas, porque el archivo parroquial fue totalmente destrozado en el año 1936 y las hojas de sus libros sirvieron para envolver los productos que se adquirían en la iglesia, convertida entonces en economato.

Desde niño, con cinco años, ya se entretenía en su casa haciendo altares y cuando su padre le preguntaba por qué hacía aquello, él le decía que eso le gustaba más que estar jugando en la calle. Vecinos de su calle relataron que en torno a la Semana Santa solía jugar con los niños a montar pequeños tronos y a hacer procesiones.

Ingresó en el Seminario en el curso 1925-1926, a la edad de trece años. A decir verdad, fue una decisión que a nadie sorprendió, pues desde muy pequeño ya mostró su cercanía y su inclinación hacia la Iglesia. Y se sentía tan firme en su vocación que cuando, ante los insuficientes medios económicos de la familia, el padre le planteó cómo podrían pagar sus estudios, él sin vacilar respondió: «No se preocupe, el Señor le va a ayudar».
En el Seminario Juan se sintió perfectamente, pues más que un internado se encontró una verdadera familia, con un auténtico padre –el rector– y un excelente director espiritual, el P. Soto.

Juan quería mucho al Seminario, como permanentemente pudieron constatar sus padres y sus hermanos. Cuando estaba en el pueblo pasando las vacaciones de verano, contaba los días que faltaban para el regreso. Y en una ocasión muy señalada, cuando, después de la quema de iglesias y de conventos en Málaga en mayo del 1931, se planteó la necesidad de regresar al Seminario y su padre le pidió que aplazara su vuelta hasta que la situación política se normalizase, Juan Duarte fue de los valientes que volvieron al Seminario, dispuestos a emprender aquella nueva etapa, huérfanos de su Obispo tan querido, D. Manuel González, y con muy escasos recursos económicos, pero con unos superiores que vivían ya el ideal expresado en aquellos días por el propio D. Manuel: «Espíritu Santo, concédenos el gozo de servir a la Madre Iglesia de balde y con todo lo nuestro».

Durante los años de Seminario, Juan era, como decía el Padre Soto, «un seminarista ejemplar». Inteligente y estudioso, fue aprobando siempre con las máximas calificaciones. Reconociendo su capacidad, en los últimos cursos se le encomendó la tarea de prefecto de los seminaristas menores, educador de ellos. Era alegre y sencillo, de lo cual tuvieron constancia los niños del catecismo de la parroquia de la Victoria y los de Yunquera. De él y de otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, también de Yunquera, se decía que en sus vacaciones traían la alegría al pueblo. Era muy notable su profunda vocación apostólica. Contaba a este respecto su hermana que Merino le dijo un día: «Cuando sea sacerdote, quiere irse a las misiones».

El 1 de julio de 1935 recibió el Subdiaconado; de la noche anterior tenemos una plegaria a la que él alude en una emotiva carta al Obispo Don Manuel González: «¡Con qué ganas me pongo en brazos de la Iglesia y con qué ganas le pido al Señor que me quite la vida si no he de servirla con la alegría que inunda mi alma el día que a ella me entrego!».
Al año siguiente fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo de 1936.

Cualidades sobresalientes de Duarte eran su arrojo y valentía, pese a ciertas apariencias de timidez. Prueba de ello es la respuesta que dio a uno de los principales dirigentes políticos y revolucionarios de su pueblo, cuando, estando en su casa, preguntó a su hermana Dolores y a su novio por qué si llevaban 11 años de noviazgo no se casaban o se juntaban, y él, adelantándose a ellos, respondió: «Se casarán cuando las cosas cambien a mejor». Así mismo se hizo patente este arrojo cuando, en plena vorágine revolucionaria, un día pasó junto a la puerta de su casa uno blasfemando y él quiso salir para abofetearle, o en su empeño de salir por las calles con sotana hasta el último momento, o de negarse a esconderse en el zulo que le había preparado su padre, como le pedían con lágrimas en los ojos su madre y sus hermanas.

Juan Duarte, sin embargo, dudaba de su capacidad para afrontar el martirio «si llega el momento», como le confesó un día a su amigo Merino.
A este arrojo y valentía de Duarte bien pueden llamársele «parresía», esto es, libertad recibida del Espíritu para decir y hacer lo que él quiere. Su familia y los que le trataron de cerca en aquellos meses saben que una respuesta que frecuentemente salía de sus labios cuando alguien le advertía que la situación empeoraba era: «¡El Señor triunfará, el Señor triunfará!
Quizás ese arrojo o «parresía» fuese la razón última de por qué no fue martirizado en El Burgo como sus dos compañeros José Merino Toledo y Miguel Díaz Jiménez, y se lo llevaran a Álora para matarle en este pueblo, después de una semana de torturas y humillaciones.

Su detención ocurrió el 7 de noviembre, por la delación de alguien que, tras un registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación, en una pequeña pocilga que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo se encontraban en casa su madre y él, pues de sus hermanas dos habían ido al campo para lavar la ropa y la otra, la más pequeña, Carmen, se encontraba aprendiendo a bordar para confeccionarle la cinta con la que sus padres atarían las manos de Juan en su ordenación sacerdotal.

De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí, con los otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, sobre las cuatro de la tarde, lo trasladaron a El Burgo, donde quedaron sus dos compañeros, martirizados en la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera de Ardales, hasta Álora.

Los motivos para no asesinar a Juan en El Burgo, como hicieron con los otros, y llevarlo a Álora no son suficientemente conocidos, pero parece ser fruto de un acuerdo del Comité Local de Yunquera con algún dirigente revolucionario de Álora.

En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a la Garipola o calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas sin cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él siempre respondía: «¡Viva el Corazón de Jesús!» o «¡Viva Cristo Rey!».
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la Garipola fueron muy variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a avisar que el cable se habría debido desconectar de la batería, porque no sentía la corriente) hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con el mismo objetivo. De cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de varios familiares y amigos, ya difuntos.

La buena gente de Álora vivió la pasión de Juan Duarte como la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que aquel sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su actitud.
De la Garipola lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la muerte.

Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este atropello no dio el resultado apetecido, uno de los milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los paseó por el pueblo.
Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: «Pero, ¿qué me han hecho, qué me han hecho?».
Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud de Juan Duarte se hacía más provocadora –pues con serenidad preguntaba a sus verdugos si no se daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban haciendo al Señor–, los dirigentes del Comité decidieron acabar con él proporcionándole una muerte horrenda.

 

Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de noviembre. Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora, y allí a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el suelo y con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina el vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.

Durante este último tormento, Juan Duarte sólo decía: «Yo os perdono y pido que Dios os perdone… ¡Viva Cristo Rey!».
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y mirando al cielo fueron: «¡Ya lo estoy viendo… ya lo estoy viendo!».
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno de ellos le interpeló: «¿Qué estás viendo tú?». Y acto seguido, le descargó su pistola en la cabeza.

Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros familiares se presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar bajo la arena, pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca profundidad que su hermano José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus manos, topó enseguida con sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de abrirle el vientre y el estómago.

Y finalizamos estas breves notas afirmando que, al conocer así los datos tan impresionantes de aquella semana de pasión, puede decirse, con toda certeza, que el martirio de nuestro diácono y ahora Beato, Juan Duarte Martín, aquel joven de sólo 24 años de edad, no es menor que el de los insignes diáconos de la Iglesia, San Esteban y San Lorenzo.


Guede Fernández, L. Martirologio Malaginense; edición del autor; Málaga-2003.
Orellana Hurtado, L. Dios ha soltado la cuerda; edición del autor; Málaga-2006.
Sánchez Trujillo, P. La fuerza de la fe, vida y martirio de Juan Duarte;
edición del autor; Málaga-2003.
Id. Juan Duarte Martín, un amigo valiente de Jesús;
edición del autor; Málaga-2007.
Para catequistas y niños de catequesis.