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miércoles, 9 de julio de 2025

EL MISTERIO DEL MAS ALLA: R. P. ROYO MARIN (Primera Parte)



EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ

Antonio Royo Marín, O.P.

AL LECTOR (Artículos apologéticos sobre lo que debemos recordar siempre hasta nuestra muerte para unos y para otros sean estas páginas un retorno a la fe o a la devoción)

Las siguientes páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias.
La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas.

I

EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ

Comenzamos hoy, bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de Atocha, esta serie de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio del más allá.
Y, ante todo, os voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales razones que me han movido a ello:
En primer lugar, por su trascendencia soberana. Ante él, todos los demás problemas que se pueden plantear a un hombre sobre la tierra, no pasan de la categoría de pequeños problemas sin importancia. No voy a invocar una conversación tenida con un alto intelectual. Salid simplemente a la calle. Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿Adónde vas?
Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?

Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿adónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del sepulcro?

Señores: éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen y se esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra existencia, es el de nuestros destinos eternos.
La segunda razón que me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia sobrenatural para orientar a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo no puede dejar indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la vida humana. No se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros destinos inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle forzosamente hasta lo más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es menester ser un loco o un insensato irresponsable.

La tercera razón, señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no puede envejecer jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana, de una manera especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere caracteres de palpitante actualidad. No hay más que contemplar el mundo, señores, para ver de qué manera camina desorientado en las tinieblas por haberse puesto voluntariamente de espaldas a la luz.

Es inútil que se reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales. No lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante Cristo, ante Aquél que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos todos de que por encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos humanos es preciso salvar el alma, se pongan en vigor, en todas las naciones del mundo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales e internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será absolutamente inútil todo cuanto se intente.

Precisamente porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de la otra nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios no lo remedia, acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro resplandor y el estruendo horrísono de las bombas atómicas.


Examinemos, señores, los datos fundamentales del problema.
Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.

La primera podría tener como símbolo una sala de fiestas, un salón de baile, un cabaret, y sobre su frontispicio esta inscripción, estas solas palabras: No hay más allá. Por consiguiente, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Concepción materialista de la vida, señores.

Pero hay otra concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una grandiosa catedral en cuyo frontispicio se leyera esta inscripción: ¡Hay un más allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva todavía: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?

He aquí, señores, la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero hecho de haber nacido: “estamos ya embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda aventura.

Yo comprendo perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo irreflexivo que se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus placeres, sus riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo perfectamente, porque es un insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Pero una persona que tenga un poquito de fe y otro poco de sentido común, que sepa reflexionar y que se plantee el problema del más allá, y se encoja de hombros ante él y diga: “La eternidad, ¿qué me importa eso?”, señores, eso no lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el problema pavoroso del más allá no podemos permanecer indiferentes, no podemos encogernos de hombros. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, si no queremos renunciar, no ya a la fe cristiana, sino a la simple condición de seres racionales.
Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos: del misterio del más allá.

Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!

No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.

A ese incrédulo del “corazón”, a ése que lanza su carcajada volteriana porque “no le interesan las cosas de los curas y de los frailes”, a ése no tengo que decirle absolutamente nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral de San Agustín: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

No me dirijo al incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la calle, que vive quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un corazón recto; a ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón naturalmente cristiano, pero irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Con éste quiero hablar. Con éste quiero entablar diálogo, y le digo: “amigo, escúchame, que estoy completamente seguro de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la inteligencia y al corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a escuchar con sincera rectitud de intención”.

Te voy a hablar de la existencia del más allá. Voy a proponerte tres argumentos. Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas intelectuales. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.


Primer argumento, señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.
Las personas cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso encontrar el principio fundamental de la filosofía planteando su famosa “duda metódica”. Se propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y sencillas, para ver si encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y palmaria que fuera absolutamente imposible dudar de ella, con el fin de tomarla como punto de partida para construir sobre ella toda la filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo tan absoluto y universal, se dio cuenta de que estaba pensando, y al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad, no admite vuelta de hoja, aunque no constituye, ni mucho menos, el principio fundamental de la filosofía: “Pienso, luego existo”.

Señores, una duda real, absoluta y universal, que no excluya verdad alguna, además de absurda e insensata, es herética y blasfema. El mismo Descartes, que era y actuó siempre como católico, se encargó de aclarar después que no había tratado en ningún momento de extender su duda universal a las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de orden puramente natural y humano.
Nosotros no vamos a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero vamos a fingir, vamos a imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera absolutamente nada sobre la existencia del más allá. Es absurda tal suposición, puesto que esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a imaginarnos, por un momento, ese disparate. Y amontonando nuevos absurdos y despropósitos, vamos a suponer, por un momento, que la razón humana no nos ofreciera tampoco ningún argumento enteramente demostrativo de la existencia del más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad.

¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?

Es indudable, señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no podríamos tomarla a broma.

Reflexionad un momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras, sobre todo cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar. El mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no tiene por qué preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en asegurarlo  contra un posible incendio, porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable. Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido! Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible que se produzca, sino que ni siquiera es probable. Es, simplemente, posible, nada más. No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder, lo asegura y hace muy bien.

Otros hacen seguro contra el pedrisco, otros contra el robo. ¿Es que están convencidos de que sobre sus tierras vendrá el pedrisco y las arrasará, o de que vendrá el ladrón y se apoderará de los bienes de su casa? No. Están completamente convencidos de lo contrario. No habrá pedrisco y, si lo hay, quedará muy localizado y no les arruinará todas sus tierras, ni muchísimo menos. Pero para evitarse el posible perjuicio parcial, firman la póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de fortuna. Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede poner reparo alguno.

Pues, señores, traslademos esto del orden puramente natural y humano, a las cosas del alma, al tremendo problema de nuestros destinos eternos, y saquemos la consecuencia.

Señores, aunque no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no fuera ni siquiera probable, sino meramente posible la existencia de un más allá con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque, si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata de la fortuna material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.

Aunque no tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y probabilidades, valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es del todo claro e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica y aleccionadora:
Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.

El argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!
En cambio, nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...”

¡Qué cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?
Señores, aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la partida a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la suya.


¡Ah!, pero tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos avanzar mucho más y hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar de lleno en el terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico, y después, en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad revelada por Dios.
Primero la filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables por la simple razón natural. Hay otras verdades que rebasan el marco de la simple filosofía y entran de lleno en el terreno de la fe. Por ejemplo, si el mismo Dios no se hubiese dignado revelarnos que es uno en esencia y trino en personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en este mundo. La razón natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede demostrar de una manera apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Ahora bien, si Dios existe, si el alma es inmortal, empezad vosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas en torno a nuestra conducta sobre la tierra.

Señores, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a fondo de ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.
En primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos un alma?

En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un triple argumento: ontológico, histórico y de teología natural.

1.º Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.

Señores, el alma existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la materia.
El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple, porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.

Examinad, señores, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa compuesta.

Luego, si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, señores. No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder infinito de Dios.
Ahora bien, éste es el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.

El principio de nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible: luego, es intrínsecamente inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo, hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás. Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.


Además de este argumento ontológico profundísimo que deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo brevemente.

2.º Argumento histórico. Echad una ojead al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.

Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.

Señores, se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.

¿Os dais cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las épocas, sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la  propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente infrustrable. Todo deseo natural y común a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico, porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.


3.º Argumento de teología natural. No me refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?”

La contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.
Un hombre tan poco sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra, esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

¡Vaya si volverá, señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá al orden después de la muerte.

El vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el joven pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su “despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer! Ya les queda poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el casado que pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y al revés. El obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen! Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus lágrimas, pronto terminará su martirio: porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y la joven obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.

Pero además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.

La certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo, por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica, infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza metafísica es una certeza absolutamente infalible.

Pues bien: La certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo del discurso y de la razón humanas.

Las dos certezas nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de Dios.

Dios ha hablado, señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:

“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)
“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)

Lo ha dicho Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6) ¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:

“Para tus fieles, Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así sea.

viernes, 4 de julio de 2025

NOCIONES DE HISTORIA DE ESPAÑA (FINAL) Fernando VII- Alfonso XII

 


P. ¿Por quién ha sido gobernada España en el siglo XIX?

R. Por los reyes Fernando VII, Isabel II, gobierno provisional, Amadeo I, república y Alfonso XII .


P. ¿Qué le ocurrió a Fernando VII al principio de su reinado?

R. Este príncipe, ya muy querido de los españoles, ganó por completo el amor de sus pueblos, reponiendo en sus destinos a las personas que sin fundamento habían sido destituidas en el reinado anterior, y por medio de otras medidas justas y prudentes.

Napoleón, que estaba decidido a conquistar a España, vio en este movimiento político un motivo para meterse a arreglar las cosas de nuestra patria, y ordenó a su general Murat que entrase en Madrid con las tropas francesas, lo cual efectuó antes que el rey D. Fernando, a quien no reconoció por tal rey de España, obligándole astutamente a que fuera a Bayona para que, puesto de acuerdo con Napoleón, viera éste si había de defender la causa de Carlos IV ó reconocerle como rey; mucho costó tomar esta determinación, pero la fuerza que sobre España ejercían los franceses, las muchas promesas de buen éxito y la debilidad de los consejeros de D . Fernando decidieron al rey a que fuese a Bayona.


P. ¿Qué ocurrió a Fernando VII en Francia?

R. Sin miramientos ni respeto, le propusieron que renunciara la corona, mientras sus ministros eran tratados de traidores. Carlos IV, que había sido llamado a Bayona, trató a su hijo con bastante dureza, diciendo que su renuncia se debió a la violencia. D. Fernando quiso devolver la corona a su padre, pero dentro de España y con ciertas formalidades que no fueron aceptadas: en este estado las cosas, llegó la noticia del pronunciamiento del pueblo de Madrid el día 2 de Mayo, y presentándose Napoleón á Carlos IV , le dijo muy colérico: ¡No más treguas, no más treguas! Haced llamar a vuestro hijo. Llamado D. Fernando, fue severamente reconvenido, culpándole del levantamiento de Madrid y del motín de Aranjuez: obligósele a renunciar la corona en el acto, amenazándole con ser tratado como traidor, y sin más ceremonias hizo la renuncia a favor de su padre, quien el mismo día la renunció a su vez a favor de Napoleón: no satisfecho aún el emperador, obligó a D . Fernando a renunciar sus derechos al trono de España como príncipe de Asturias, y señalándoles una pensión, fueron internados en Francia todos los individuos de la familia real de España.


P. ¿Qué ocurrió el 2 de Mayo en Madrid?

R. Murat se presentó á la Junta de gobierno de Madrid el día 30 de Abril, pidiendo, en nombre de Carlos IV, cuyos derechos y soberanía fingía defender, que pasasen a Francia los infantes que residían en Madrid; la Junta se resistió cuanto pudo, pero hubo de transigir, puesto que Madrid y sus cercanías estaban ocupados militarmente por los franceses. El día 2 de Mayo empezaron a notarse desde muy temprano los síntomas que preceden a toda conmoción popular; en la plaza de Palacio se formaron muchos corrillos de hombres y mujeres, entre los cuales corrió el rumor que el infante D. Francisco, niño todavía, lloraba y se resistía á salir de Madrid; esta noticia enardeció á los paisanos, los cuales se arrojaron sobre el ayudante de Murat, y le hubieran muerto sin la oportuna ayuda de una patrulla francesa, reforzada en el acto con un batallón y algunas piezas de artillería, que, sin otros miramientos, hicieron fuego sobre los paisanos, quienes se dispersaron gritando y deseando venganza.

Inmediatamente los moradores de la heroica villa se lanzaron a la calle armados de escopetas, carabinas y cuantas armas ofensivas pudieron haber, arrollando a cuantos franceses encontraban a su paso, creyendo seguro el triunfo en vista de la poca resistencia que hallaron al principio; pero Murat, que estaba acostumbrado a pelear y esperaba aquel acontecimiento, tenía colocadas sus tropas estratégicamente, y entraron a la vez por varios puntos de la capital.


P. ¿Resistió el pueblo madrileño a las tropas francesas?

R. A pesar de la desigualdad de las fuerzas y de la superioridad que a los franceses les daba su armamento y disciplina, fueron rechazados en varios puntos por los madrileños, que se batieron con heroico valor, mereciendo especial mención el Parque de Artillería, donde los oficiales Daoiz y Velarde murieron defendiéndose con arrojo extraordinario.

La Junta de gobierno, que tan débil se mostró en este acontecimiento, mostróse humana y ofreció a Murat restablecer la tranquilidad si cesaba el fuego, lo que consiguió fácilmente.

En seguida el general francés publicó un bando cuyo artículo 4.° mandaba disolver los grupos a tiros, y el artículo 5.° incendiar el pueblo donde fuera muerto un francés. Con arreglo a esta vandálica medida, empezaron por fusilar a cuantos cogieron con las armas al restablecer la paz, y los soldados franceses reconocían y prendían a todos los que llevaban algún arma, así fuera una navaja o una tijera, y sin más averiguaciones, eran asesinados en el sitio donde se levanta el fúnebre monumento de el 2 de Mayo, en el Salón del Prado, recordando el patriotismo de los sacrificados y la crueldad de los sacrificadores.

Pocos días después publicó Napoleón un decreto elevando al trono de España a su hermano José; estos hechos llenaron de indignación a todos los buenos españoles. Formaron Juntas en todas las capitales, y el día 6 de Julio, la Junta suprema de gobierno declaró la guerra a Napoleón en Sevilla.


P. ¿Cuáles son los episodios más notables de esta guerra?

R. Muy largo sería de contar los hechos ocurridos en diferentes provincias: todas con igual patriotismo hicieron armas contra los franceses, siendo infinitos los rasgos de valor.

Nuestro mermado ejército sufrió descalabros sensibles como el de Cabeza de la Sal y Rio seco; pero el grueso del ejército francés fue derrotado por el ilustre general Castaños en la batalla de Bailén, donde murieron 3.000 franceses y capitularon 18.000, dejando las armas en nuestro poder para embarcarse en buques españoles que los condujeron a Francia. Esta victoria desanimó de tal modo a los franceses, que el intruso José Bonaparte salió de Madrid, yéndose a Vitoria con todos los suyos. Entretanto España reorganizaba y aumentaba su ejército, que, ayudado por los ingleses, con quienes hizo alianza, abatían por todas partes el orgullo de los franceses, dando lugar a que viniese a España el mismo Napoleón con un ejército de 140.000 hombres para restituir el trono a su hermano José; y así que lo consiguió, se volvió a París, donde urgentes negocios le llamaban, y empezó una nueva guerra, más tenaz y sangrienta que la primera, de la que conservan triste, pero glorioso recuerdo Zaragoza, Gerona y otras no menos nobles y heroicas ciudades.


P . ¿Qué episodios recuerda Y. de esta nueva guerra?

R. En campo abierto perdieron muchas batallas las tropas españolas; pero las guerrillas fueron el azote de los franceses, llegando a hacerse terribles por el apoyo que encontraban en los pueblos.

El año 1811 fueron derrotados los franceses en la batalla de la Albuera, y al año siguiente en la gloriosa batalla de los Arapiles, por cuya victoria salió de Madrid José Bonaparte, y por fin de España después de la de San Marcial, donde el ejército francés sufrió un terrible descalabro, sin que Napoleón pudiera auxiliarlo por estar empeñado en guerra con otras naciones.

El orgulloso y déspota emperador de los franceses, el gran Napoleón I, temió a los españoles, que llegaron a penetrar en territorio francés, y reconoció a Fernando VII como legítimo soberano de España, quien, libre de toda presión con la caída del emperador en Francia, volvió a su patria con los infantes D. Carlos y D. Antonio, el año 1814, donde fue recibido con trasportes de alegría.


P. ¿Qué hizo Fernando VII cuando volvió a España?

R. Desembarcó en Valencia, y firmó un decreto que ponía las cosas en el mismo estado en que se hallaban el año 1808, suprimiendo la Constitución y las Cortes, haciendo en seguida su entrada en Madrid, mostrándose muy severo con los que ayudaron en el gobierno a José Bonaparte y no muy generoso con los que defendieron su causa.

Propúsose reconquistar las Américas, que durante su expatriación se declararon independientes; pero no pudo llevar adelante su proyecto, porque el general Riego se sublevó en Cabezas de San Juan con parte del ejército que tenía reunido para este objeto, y proclamó la Constitución, la cual aceptó el rey en vista de que varias ciudades la proclamaron también.

La guardia real, que era poco adicta a este movimiento, se sublevó el día 7 de Julio de 1822, y atacó a la milicia nacional, siendo rechazados y presos la mayor parte; por estos sucesos empezó a formarse un partido a favor del infante D . Carlos, siendo muchas las partidas anticonstitucionales que en España se levantaron.


P. ¿Cómo se abolió la Constitución?

R. El gobierno español se negó a reformar la Constitución, a pesar de las notas de los reyes que formaron la llamada Santa Alianza, y esta negativa dio lugar a que entraran en España 100.000 franceses a las órdenes del duque de Angulema el año 1823. El rey, las Cortes y los liberales más caracterizados se trasladaron a Sevilla, y luego a Cádiz, cuya ciudad fue sitiada, bombardeada y tomada por los franceses, quienes desarmaron a la milicia nacional. Fernando VII, así que se vió libre y entre los realistas, abolió el sistema representativo, y se fue a Cataluña, donde habían proclamado rey a su hermano D. Carlos. Concedió amnistía a los insurrectos, y después de pacificado el país y de haber recorrido muchas provincias de España, volvió a Madrid y acordó con el rey de Francia que las tropas francesas desalojaran el reino el año 1828.


P. ¿Cómo acabó su reinado Fernando VII?

R. Sintiéndose enfermo, encargó los negocios del Estado a su mujer D.a María Cristina, y aun después de restablecido continuó esta señora ayudándole en el gobierno hasta que le alcanzó la muerte el año 1833.


P. ¿Quién fué el sucesor de Fernando VII?

R. Su hija D.a Isabel II. Apenas murió su padre Fernando VII empezó la guerra civil entre los partidarios de D.a Isabel y los de D. Carlos, su tío, cuya fratricida lucha llenó de luto a España por espacio de siete años, terminando con el convenio de Vergara, llevado a cabo entre los generales Espartero y Maroto, el año 1839. El día 22 de Octubre de 1859, España declaró la guerra al imperio de Marruecos, donde nuestras armas habían sido insultadas por los moros.

Pasó a vengar aquella ofensa un ejército español a las órdenes del generalO’Donnell, quien dió veintiséis batallas, quedando victorioso en todas ellas, y firmando un tratado de paz muy honroso para España el día 25 de Marzo de 1860.


P. ¿Cómo terminó el reinado de D.a Isabel II?

R. Con el alzamiento de la marina en Cádiz el año 1868, secundado por el pueblo de Madrid, y con la derrota del general Novaliches en la batalla de Alcolea, donde se batieron las tropas reales con las insurrectas a las órdenes del general Serrano, duque de la Torre, quien vino a ser presidente del Gobierno provisional y luégo fue nombrado regente del reino, hasta el 16 de Noviembre de 1870, en que las Cortes eligieron por rey de España a D. Amadeo de Saboya.

P. ¿Qué me dice V. del reinado de Amadeo I?

R. D. Amadeo I, hijo de Víctor Manuel, rey de Italia, hizo su entrada en Madrid el día 2 de Enero de 1871, y renunció la corona el día 11 de Febrero de 1873, proclamándose en el acto la república, de cuya presidencia se encargó D. Estanislao Figueras. Esta forma de gobierno duró hasta el día 27 de Diciembre de 1874, en que el general Martínez Campos proclamó en Sagunto a D. Alfonso XII, actual rey de España.

jueves, 3 de julio de 2025

EL ESPÍRITU SANTO

 




El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou

   En el día de la Ascensión, Jesucristo se elevó desde el Monte de los olivos de una manera sensible a presencia suya, y entró en una nube que lo ocultó a sus ojos. Por medio de esta misteriosa desaparición, despegó enteramente sus corazones de los objetos terrestres, disipando sus falsos conceptos, y dándoles claramente a entender que su reino no era de este mundo, y que para reinar con Él era preciso que transportasen al cielo todos sus deseos y toda su ambición.

   Así es como les preparó para el descenso del Espíritu Santo, al cual no podían recibir, sino después de haber perdido la presencia sensible de Jesucristo.

   Tomad para vosotros estas palabras, almas demasiado pegadas a dulzuras y a consolaciones sensibles, que os quedáis desoladas cuando de ellas se os priva; y aprended en qué sentido es preciso perder a Jesucristo, para poseerle de una manera más pura y más excelente por medio de la recepción del Espíritu divino.

   Notemos también que quien envía el Espíritu Santo a sus apóstoles es el mismo Jesucristo. Observad bien el orden de los sucesos. Jesús debió sufrir antes de entrar en su gloria; Jesús debió ser glorificado antes de enviarnos el Espíritu Santo. Así, pues, a las humillaciones y a los sufrimientos del Salvador debemos que nos envíe el Espíritu Santo a nuestros corazones, el que el llamado el don de Dios por excelencia.

   Dios guarda empero en nuestra santificación un orden enteramente opuesto. Empieza por enviarnos el Espíritu Santo que toma posesión de nuestros corazones, y los llena de caridad, es decir, de sí mismo. Enseguida les inspira el aprecio, el amor y el deseo de las cruces, y por este mismo espíritu les comunica el valor y la fuerza necesaria para soportarlas. Cuando ya abrazadas las cruces y sostenidas por el amor, han destruido el hombre viejo con sus dos principales vicios, el orgullo y el amor propio; el Espíritu Santo reina pacíficamente en el hombre nuevo que es su obra, acaba de perfeccionarla, y cuando ha llegado a la medida de la santidad que Dios le tiene destinada, se le hace pasar de este mundo a la morada de la gloria.

   Dios, por el don de su espíritu, echa en nosotros las raíces de la vida interior. Nada podemos conocer de ella antes de ser ilustrados por su luz, y aún menos podemos gustarla y amarla antes que nos haya dado percibir su atractivo. ¿Qué cosa es la vida interior? Una vida conforme a la doctrina y a los ejemplos de Jesucristo. Esta doctrina y estos ejemplos son enteramente sobrenaturales. Nada entendemos de las máximas de Jesucristo hasta que el Espíritu Santo nos descubre su sentido. Mudos son sus ejemplos para nosotros, y ninguna impresión hace en nuestros corazones, si el Espíritu Santo no nos mueve por una gracia espiritual. Juzguemos de esto por los Apóstoles. Habían vivido tres años enteros con Jesucristo, habían sido testigos de sus discursos, de sus hechos, de sus milagros, había puesto particular cuidado en formarlos, y les había dicho, que cuanto había aprendido de Su Padre todo se los había enseñado. ¿Eran por esto menos groseros, más inteligentes en las cosas de Dios? No. Porque no habían aún recibido el Espíritu Santo. Sus pensamientos y sus deseos no se elevaban sobre lo de la tierra; su celo y su adhesión a su maestro eran enteramente humanos, y se limitaban a esperanzas temporales: muy bien lo manifestaron en el momento de Su Pasión, porque el Espíritu Santo no les había sublimado todavía a los objetos celestiales.

   Ved a estos mismos Apóstoles después que este hubo descendido sobre ellos. Ya no son los mismos hombres. ¿En qué han cambiado? Nada es para ellos la tierra, no piensan sino en el Cielo y en los medios de llegar a él, y de conducir a él a los demás. Sus pasiones, el amor, el odio, el temor, el deseo, la alegría, la tristeza ya no se mueven sino por causa de objetos sobrenaturales. Estos cobardes que habían abandonado a Jesucristo, lo anuncian con una intrepidez asombrosa. Ya no temen ni las amenazas, ni los malos tratos, se alegran de haber sido juzgados dignos de sufrir un oprobio por el nombre de Jesús. No predican si no su Cruz, no aman más que a su Cruz, no viven con gusto sino en medio de las cruces, van a buscarlas hasta el extremo del universo, no quieren otro fruto de sus trabajos que derramar su sangre por la gloria de su Maestro. Este cambio prodigioso fue la obra del Espíritu Santo, un momento realizó lo que tres años pasados en la escuela de Jesucristo no habían ni aún comenzado.

   Si nos fijamos en los primeros fieles de Jerusalén, no hallaremos menos admirable su conversión. Aquellos judíos, aquellos hombres pegados a la tierra apenas recibieron  el bautismo y el Espíritu Santo, se convirtieron de repente en hombres interiores; para desasirse de todo, venden sus posesiones, llevan su precio a los Apóstoles sin reservarse ni aún su distribución entre sus mismos hermanos pobres. Libres de todo cuidado, y viviendo en común, perseveran en la oración; la Eucaristía viene a ser su diario alimento, y la caridad produce entre ellos tal unión, que no formaban sino un solo corazón, una sola alma. El descenso del Espíritu Santo produce el mismo efecto en los gentiles e idólatras, abismados en la corrupción y en los más infames vicios. Ellos forman aquellas iglesias tan edificantes, que hacen aún en el día nuestra admiración y que después de tantos siglos no se han encontrado más sobre la tierra.

   ¿De qué proviene, que entonces casi todos los cristianos eran interiores, y que hay tan pocos de ellos en el día? ¿Era entonces más abundante la gracia del Espíritu Santo? No. Desde que conocieron la verdad, y se sintieron movidos por ella, la abrazaron enteramente toda, renunciaron a cuanto se oponía a ello en lo interior de sí mismos; pisotearon resueltos todos los respetos humanos y todos los obstáculos exteriores, se dispusieron a sacrificar sus bienes, sus padres, su honor, su vida, y con esta determinación se hacían cristianos y recibían el Espíritu Santo. ¿Es de admirar que de este modo produjese en ellos efectos admirables?


   Hoy día baja el Espíritu Santo sobre nosotros en una edad en que apenas sabemos lo que es ser cristiano. Los niños mejor educados y más piadosos toman por rutina los ejercicios de piedad. Ni sus padres, ni sus maestros, ni sus confesores les ponen en buena disposición.  Se les enseña el catecismo, tienen libros para la misa. Se cuidan mucho de arreglar su exterior, más del interior, que forma el verdadero cristiano, apenas se les habla. Su espíritu toma las ideas y las preocupaciones del mundo, su corazón se pega a las cosas de la tierra, se desarrollan las pasiones, el orgullo y el amor propio se arraigan y se fortifican. Aun aquellos que conservan el temor de Dios y el espíritu de devoción, se forman un plan de piedad en el cual nada se trata de la vida interior, no se proponen imitar a Jesucristo, ni caminar a la luz de su gracia, ni estimar y amar lo que Él estimó, amó y escogió para sí. No se renuncian a sí mismos. No aspiran a la perfección cristiana.  No saben lo que es entrar en el fondo de su corazón para escuchar allí a Dios. Al contrario, huyen de sí mismos, buscan siempre objetos exteriores. ¿Habremos de sorprendernos que tales cristianos no reciban el Espíritu Santo, o que no produzca en sus almas efecto alguno semejante a los que producía en los fieles de los primitivos tiempos?