CAPITULO I
El santo
cura de Ars y el Demonio
Un centenario notable
En
momentos en que la Iglesia Católica entera, y más particularmente la Iglesia de
Francia, celebra el centenario de la muerte del santo cura de Ars, es natural
que busquemos primeramente en su caso las pruebas de la presencia del Diablo en
el mundo. Todos sus biógrafos, al contar su vida, han tenido que tratar este
tema. En este año del centenario se cree que tal vez le serán consagrados por
lo menos veinte volúmenes. La serie ha sido brillantemente iniciada por
monseñor Fourrey, obispo de Belley, la diócesis de la cual depende la parroquia
de Ars. Debemos nombrar entre los autores que han hablado de él o se preparan a
hacerlo al abate Nodet, de Ars, uno de los conocedores más penetrantes de todo
cuanto concierne al santo cura; al R. P. Ravier, a escritores de renombre como
La Varende, Michel de
Saint Pierre, sin olvidar a los maestros como monseñor Trochu,
el autor de la vida del santo más reputada y de varios libros sobre él, o a
Jean Fabréges, etc. Todos ellos nos dicen que es imposible hablar con alguna seriedad
del cura de Ars sin nombrar al "Arpeo".
Era el nombre que daba al Diablo. En el dialecto íde la provincia y de la época
este nombre designaba una horquilla con tres dientes. ¿Por qué había elegido el
cura de Ars esta palabra para apodar al demonio? Sin duda porque Satán trata
sin cesar de arrojar las almas al infierno como se empuja el estiércol con una
horquilla de tres dientes.
Es
necesario antes de abordar el capítulo de las infestaciones diabólicas,
presentar al cura de Ars? Su vida es harto conocida. Resumámosla brevemente
hasta la entrada en escena del diablo.
El santo
cura había nacido en Dardílly, diócesis de Lyon y a ocho kilómetros de esta
ciudad, el 8 de mayo de 1786, en el seno de un modesto hogar campesino. La
Revolución no tardó en desencadenarse, en cerrar las iglesias, en perseguir a
los sacerdotes fieles.
Pero la
fe vivía en el fondo de las almas cristianas a pesar de la tempestad.
Jean-Marie Vianney — era éste su nombre pese a que se lo denomina generalmente
con el nombre que ya es el suyo: el el cura de Ars — recibía de sus
padres y sobre todo de su piadosa madre las santas tradiciones cristianas. Era
muy joven aún cuando decían sus prójimos: "Sabe muchas letanías, habría
que hacer de Jean-Marie
un sacerdote o un hermano." Y sin embargo, ¿cómo podrían pensar, entonces,
que la religión parecía a punto de ser herida de muerte? Pero he ahí que todo
renacerá. La paz religiosa será restablecida por Bonaparte. Los sacerdotes
llamados "refractarios" que la ley perseguía hasta entonces con rigor,
vuelven a desempeñar sus funciones.
Las
iglesias se abren. Las campanas tocan de nuevo a todo vuelo. Jean-Marie Vianney
desea ser sacerdote. Pero su memoria es escasa e infiel. El latín le cuesta. La
teología y sobre todo la filosofía más aún. El joven tiene una enorme
dificultad para proseguir sus estudios. Trabaja, reza, persevera. Dios le da un
maestro en la persona del abate Ballay, cura de Ecully, pero un maestro que se
empeña, que interviene en su favor en el arzobispado y que obtier*e por fin que
sea admitido en las órdenes. Sin duda es nada más que por su fervorosa piedad y
no se le otorgan en seguida los poderes para confesar.
¡Y sin
embargo Dios lo destina a convertirse en uno de los confesores que han oído más
penitentes en el santo tribunal, durantetodo ese
siglo! Después de un laborioso vicariato en Ecully, fué nombrado cura ecónomo
en Ars, una pequeña aldea de Dombes. Estamos en 1818.
Jean-Marie
Vianney trabajará en Ars hasta su muerte acaecida el
4 de
agosto de 18 59. ¡Tal es el sacerdote que vamos a ver en lucha con el Diablo!
Pero es
menester ante todo descartar la objeción que podría nacer en algunos espíritus
y que provendría de las mismas dificultades que hemos señalado a propósito de
sus estudios. ¡Pues bien! ¿Qué autoridad tendrá sobre nosotros esta ciencia que usted declara
tan escasa?
Tal es,
en efecto, la objeción. Veremos que fué hecha al santo cura de Ars por sus
propios colegas. Y veremos también la respuesta que los acontecimientos le
dieron. Por fin tendremos que consultar la opinión de los médicos que lo vieron
y pudieron juzgarlo. Ellos nos dirán si fué un ser más o menos tonto, víctima
de su imaginación y de sus nervios. Por el momento, vamos directamente a los
hechos.
Primeros ataques
El abate
Vianney tenía treinta y dos años cuando llegó a Ars.
La
pequeña parroquia estaba muy abandonada, muy pobre, muy indiferente.
El estaba
devorado por el amor a su Dios y a las almas.
Pvecurrió
a la plegaria y al ayuno. Fué desde el primer día lo que iba a seguir siendo
toda la vida, lo que la Iglesia dice de él en la oración de su aniversario: el
hombre de la plegaria incansable y de la continua penitencia. ¿Y qué le pedía a
Dios en sus oraciones incesantes y sus mortificaciones cotidianas?': la
conversión de su parroquia.
Si
existen enemigos del alma que nosotros llamamos demonios, no pudieron ignorar
por mucho tiempo estas grandes aspiraciones del joven sacerdote. Y no podían
evitar el deseo de anular sus esfuerzos.
Justamente
el joven cura, desde sus primeros sermones en la iglesia, se había erigido
contra los vicios y el desorden que manchaban su parroquia: el baile y la
ebriedad. Era fatal que los intereses lesionados por sus palabras se sublevaran
en contra de él. Los dueños de cabarets, los asiduos de las tabernas, los
infaltables a los bailes, los profanadores del domingo, se sintieron amenazados
en sus pasiones, sus costumbres, sus apetitos sensuales. En su parroquia, con
todo, lo veían tan bueno, tan dulce, tan piadoso, tan fervoroso que lo
consideraban ya como un santo. Pero los muchachos malvados del vecindario,
extranjeros a la parroquia, no vacilaron en emplear contra él el arma de la más
odiosa de las calumnias: tuvieron la audacia de atribuir su palidez, la flacura
de su rostro, a secretas perversiones.
Este
hombre que vivía como un ángel, que castigaba su carne toda los días para
domarla como a una esclava dócil, y para asociarse
a la Cruz
del Salvador, hicieron sobre él canciones innobles, le enviaron cartas anónimas,
colgaron en su puerta carteles ignominiosos. "En esa época — escribe
Catherine Lassagne, el testigo más asiduo y más seguro de sus virtudes — fué
calumniado, despreciado. Iban a tocar la corneta debajo de su ventana . .
Sin
querer atribuirle sólo al demonio toda esta maniobra, cabe ver en esta campaña
odiosa contra su reputación y su honor, el el joven cura. Y faltó poco para que
este ataque fuera coronado por el éxito. Un testigo dirá, en efecto, en el
proceso de beatificación:
"Se
sintió tan cansado de los viles rumores que se propagaban sobre él que quiso
dejar su parroquia, y lo hubiese hecho si una persona que estaba cerca de él no
lo hubiera convencido que su partida podía acreditar esos rumores
infames."
¿Qué
debía hacer entonces? Abandonarse a Dios, seguir rezando y haciendo penitencia
y rogar, en particular, por sus perseguidores.
Así lo
hizo y fué su primera victoria sobre Satán.
Horrible tentación
El
Demonio no se dio, sin embargo, por vencido. Y en un nuevo ataque la emprendió
directamente contra su adversario. Las mortificaciones mismas que éste se
infligía tuvieron tal vez por resultado quebrantar su salud. Aunque de
constitución robusta, como verdadero hijo de campesinos que era, tuvo que pasar
en los primeros años de su ministerio en Ars una enfermedad bastante grave,
debida sin duda a lo que él llamaba más tarde sus "locuras de
juventud", es decir los ayunos y maceraciones que se imponía en su
prebisterio aislado, bajo las únicas miradas de su Dios. Tuvo, en el transcurso
de su enfermedad, pensamientos de desfallecimientos y desesperación.
Se creyó
muy cerca de la muerte. En varias ocasiones le pareció oír, en lo más profundo
de sí mismo, una voz insolente que decía:
"¡Ahora
es cuando tendrás que caer en el infierno!" Todo esto se sabe por él mismo
y por los testigos que han declarado en el proceso de beatificación, pero sobre
todo por Catherine Lassagne, ya nombrada por nosotros.
En el
fondo de su corazón, no obstante, su fe era tan ardiente
que gritó
su confianza en Dios y que, por este medio, volvió a encontrar prontamente la
paz interior que había estado a punto de perder.
Hasta
aquí nos vemos obligados a comprobar que el joven sacerdote está en la línea
más pura del apostolado cristiano, que da pruebas de buen sentido, de cordura
espiritual, de fuerza y de solidez mental.
Calumnias,
tentaciones: no salimos todavía de los métodos comunes, de los procedimientos
ordinarios que caracterizan las intervenci ones diabólicas en nuestros destinos
humanos.
Pero
ahora llegamos a las infestaciones demoniacas que constituyen una
cosa completamente distinta, como vamos a ver.
Los juegos de Satán
Va a
producirse en la lucha de Satán contra el cura de Ars un crescendo notable.
Parecería, pues, que le ocurre exactamente lo que le había
sucedido muchos siglos antes al que llamamos "el santo hombre Job".
Las tentaciones se convierten en infestaciones.
El demonio ha
obtenido de Dios, soberano Señor de nuestros destinos, el permiso para llegar
más allá de los límites que le son comúnmente impuestos con respecto a nosotros
— felizmente, por otra parte —. Admitamos
que San Agustín haya podido hablar de "ese perro encadenado" que no
puede morder.
Pero la
cadena, con el permiso divino, puede aflojarse un poco.
La cosa
comenzó para el abate Vianney durante el invierno de 1824
a 1825.
Era cura de Ars desde hacía seis años y contaba treinta y ocho. Siempre los
fenómenos extraños se producían durante la noche.
Ruidos
inquietantes le impedían dormir. Nada miedoso, creyó al principio que se trataba
de vulgares roedores que desgarraban los cortinajes de su cama. Puso entonces a
mano una horquilla para espantarlos. Fué inútil, cuanto más golpeaba las
cortinas para atemorizar a las ratas, más ruidosos se tornaban los dientes roedores. Pero de
día no quedaba ningún rastro de sus estragos en las cortinas.
Ni un
instante, sin embargo, pensó que tenía que vérselas con el diablo. De acuerdo
con las palabras de un sacerdote, que más tarde le fué enviado como ayudante,
el abate Toccanier: "No era un crédulo y no prestaba fe con facilidad a
las cosas extraordinarias."
No
obstante, todo nos induce a creer que se trataba ya entonces de intervenciones
demoníacas, como lo demostraron los acontecimientos ulteriores.
Un autor, que
tendremos oportunidad de citar largamente más adelante y que goza de autoridad
en materia de mística diabólica, como asimismo de mística divina, el canónigo
Saudreau, escribe con mucha claridad: "El demonio actúa sobre todos los
hombres, tentándolos... Nadie escapa a sus ataques: son éstas sus operaciones
comunes. En otros casos mucho más raros, los demonios muestran su presencia
mediante vejaciones penosas, pero que son más aterradoras que peligrosas: hacen
ruidos, se mueven, trasladan, hacen caer y a veces rompen ciertos objetos: es lo
que se llama infestación." No es imposible que el canónigo Saudreau haya
tenido presente al escribir estas líneas precisamente las experiencias del cura
de Ars, pero no eran éstas las únicas, sin duda, que ocupaban su mente. Y Satán
siempre, creemos nosotros, con el permiso de Dios, va a ir más lejos.
Pronto,
en efecto, en el silencio de las noches, el joven cura oyó que golpeaban a las
puertas; gritos extraños cuyo eco resonaba en el presbiterio. El abate Vianney
siguió sin pensar en el demonio y simplemente atribuyó a ladrones tentados por
los bellísimos adornos y objetos preciosos ofrecidos a su iglesia por el
vizconde de Ars que ya se hallaban almacenados en el granero. Se levantó, pues,
bajó hasta el pequeño patio, revisó todo, buscó en los rincones y recovecos.
Nada. ¡No había nada! Todavía no comprendió. Y decidió pedir ayuda a algunos
fieles contra los asaltantes invisibles que lo amenazaban.
El relato de un testigo
El
carretero de la aldea era entonces un fuerte muchacho de veintiocho años
—estamos en 1826 — y vivirá lo bastante para declarar como testigo en el
proceso de beatificación. Se llamaba André Verchére. Hay que dejarle la palabra
y leer simplemente su declaración hecha bajo juramento, por primera vez el 4 de
junio de 1864, cinco años después de la muerte del santo, y por segunda vez el
2 de octubre de 1876.
"Desde
hacía varios días — dice —, el padre Vianney oía en su presbiterio un ruido
extraordinario. Una noche fué a verme y me dijo: —No sé si serán ladrones. . .
¿Querría usted venir a dormir en
el
presbiterio? "—Cómo no, señor cura, voy a cargar mi fusil.
"Llegada
la noche fui al presbisterio. Conversé al calor de la chimenea, con el señor
cura, hasta las diez. «Vamos a acostarnos», dijo él por fin. Me cedió su cuarto
y ocupó el contiguo. No me dormí.
Alrededor
de la una oí que sacudían con violencia el pestillo y el pomo de la puerta que
da sobre el patio. Al mismo tiempo, contra la misma puerta, resonaban golpes de
maza, en tanto que en el presbiterio se oía el ruido de truenos como si fuera
el rodar de varios coches. "Así mi fusil y me precipité hacia la ventana
que abrí. Miré y no vi nada. La casa tembló alrededor de un cuarto de hora. Mis
piernas hicieron otro tanto y me sentí mal durante ocho días. Cuando el ruido
empezó, el señor cura había encendido una lámpara. Se acercó a mí.
"—
¿Ha oído usted? —me preguntó.
"—Por
supuesto que he oído, por eso me he levantado y tengo mi fusil.
"El
presbiterio se movía como si la tierra temblara.
"—
¿Tiene miedo, entonces? —volvió a preguntarme el señor cura.
"—No
— repuse —, no tengo miedo, pero siento que mis piernas
se
aflojan. ¡El presbiterio va a derrumbarse! . . .
"—
¿Qué cree usted que es?
"—
¡Creo que es el Diablo!
"Cuando
cesó todo el ruido volvimos a acostarnos. El señor cura regresó la noche
siguiente a rogarme que volviera con él. Le contesté:
—Señor
cura, ¡ya he tenido bastante con lo de anoche!"
Este
relato fué confirmado por el mismo cura de Ars que contaba, años más tarde, en
la "Providencia" —institución de caridad fundada por él— cómo su
primer guardián, en el presbiterio había tenido miedo: "El pobre Verchére
—decía riendo— estaba todo tembloroso con su fusil.. . ¡No se acordaba más que
lo tenía en la mano!"
Otros testigos
Con la
retirada del carretero, el abate Vianney se dirigió al alcalde quien envió al
presbiterio a dos guardias juntos: su propio hijo
Antoine,
fuerte muchachón de veintiséis años, y el jardinero del castillo de Ars, Jean
Cotton, de veinticuatro. Todas las noches durante unos diez días pernoctaron en
el presbiterio. Y éstas fueron sus declaraciones en el proceso de
beatificación:
"No
oímos ningún ruido — informa Jean Cotton —. No ocurrió lo mismo con el señor
cura que dormía en un departamento contiguo.
Más de
una vez su sueño fué perturbado y nos interpelaba diciendo: ¿Hijos, no oyen
ustedes nada? Le contestábamos que ningún ruido llegaba a nuestros oídos. Con
todo, en cierto momento, oí un ruido semejante al que produce la hoja de un
cuchillo golpeando con rapidez un recipiente con agua... Habíamos dejado
nuestros relojes cerca del espejo del cuarto. «Estoy muy asombrado
— Nos
dijo el señor cura — porque los relojes de ustedes no se han roto.»"
A pesar
de todo el abate Vianney no se atrevía aún a pronunciarse sobre el origen y la
naturaleza de los ruidos insólitos que oía. Pero por fin se hizo la luz plena
en su espíritu como consecuencia de una nueva experiencia.
Las
calles se hallaban cubiertas de nieve. Era pleno invierno. Súbitamente, en el
transcurso de la noche se oyen gritos en el patio
del
presbiterio. "Era —escribe Catherine Lassagne, que lo sabía por el mismo
cura — como un ejército de austríacos o de cosacos que hablaban confusamente un
idioma que él no comprendía."
Baja, entonces,
abre la puerta, mira la nieve inmaculada en la calle. ¡Ninguna huella de pasos!
Entonces ¡todo este barullo, todos estos rumores de ejércitos que pasan, no
eran más que imaginación!
En todo
caso, pensó, no hay nada de humano en todo esto. Pero si no era humano no podía
tampoco ser hecho por "espíritus buenos".
¡Esta
vez, había tenido miedo! Fué el presentimiento de un ataque infernal. Su
convicción estaba hecha: "Pensé que era el demonio — decía más tarde a su
obispo, monseñor Devie, que lo interrogaba —, porque tenía miedo: ¡Dios no da
miedo!"
Desde ese
momento no creyó útil recurrir a protecciones humanas.
Despachó
a todos los guardianes y quedó solo frente al Adversario.
El Arpeo
Este
Adversario — es el sentido, lo sabemos ya, de la palabra
Diablo o
Satán — él lo llamaba el Arpeo, y hemos dicho por qué.
Cuando ya
estuvo seguro de lo que se trataba adoptó una táctica muy sencilla y muy
juiciosa.
"Le
pregunté varias veces — declaró su confesor, el abate Beau —cómo rechazaba
estos ataques. Me contestaba: —Me vuelvo hacia
Dios;
hago la señal de la Cruz; dirijo algunas palabras de desprecio al demonio. Por
lo demás he advertido que el ruido es más fuerte y los ataques más frecuentes
cuando, al día siguiente, debe venir a verme un gran pecador."
Esto fué
para el humilde cura, que los pecadores iban a ver desde todos los puntos de la
diócesis y aún mismo desde toda Francia y a veces del extranjero para
confesarse con él, un gran descubrimiento y una maravillosa consolación.
"Tenía
miedo — decíale más tarde a un amigo fiel que declaró luego—, tenía miedo en
los primeros tiempos; no sabía qué era; pero ahora estoy contento. Es una buena
señal: la pesca del día siguiente es siempre excelente." Y otra vez:
"El diablo me ha perturbado en grande esta noche; mañana tendremos a mucha
gente . . . El Arpeo es muy tonto: me anuncia él mismo la llegada de los
grandes pecadores. . . Está encolerizado: ¡tanto mejor!"
Un ejemplo memorable
Uno de
los ejemplos más notables de estas infestaciones diabólicas es el que se produjo
en ocasión de los ejercicios del jubileo, en diciembre de 1826, en
Saint-Trivier-sur-Moignans.
Esta
pequeña ciudad se halla situada a una docena de kilómetros de Ars. Todos los
sacerdotes de los alrededores se habían dado allí cita para el jubileo que
debía, según se esperaba, atraer a muchas gentes y suscitar numerosas
confesiones.
El abate
Vianney había salido de su casa mucho antes del alba.
Mientras
caminaba rezaba su rosario. Era su arma favorita contra
Satán.
Cosa inexplicable en este mes del año, cercano al invierno, alrededor de él se
levantaban fulgores siniestros. El aire parecía en llamas. Veía arder los
arbustos a los lados del camino. Pensó que sería Satán que, previendo los
frutos de salvación que el jubileo iba a producir, intentaba espantarlo. Pero
esto no le impidió proseguir su camino.
Cuando
llegó al presbiterio de Saint-Trivier, empezó sin tardanza la tarea que le era
propia. Por la noche, cuando todo se hallaba en calma en el presbiterio, se
oyeron ruidos inexplicables. Parecían provenir del cuarto del cura de Ars. Sus
colegas, molestos por estos ruidos insólitos, fueron a quejársele. "Es el Arpeo
— repuso él sencillamente—: ¡está enojado por todo el bien que se hace
aquí!"
Pero sus
colegas no hicieron sino reírse de su seguridad: "Usted no come, no duerme
—le dijeron—, le zumba la cabeza, ¡las ratas le corren por el cerebro! . .
."
Y en los
días siguientes las bromas arreciaron. Pero una noche que los reproches se
hicieron más vehementes no dijo nada. Apenas se había acostado cuando se oyó el
ruido como de un carruaje muy cargado que hacía temblar el presbiterio. Todos
se levantaron aterrados.
Mientras
se preguntaban de dónde podía venir semejante barullo, se oyó en el cuarto del
cura de Ars un escándalo tal que el cura del lugar, Benoit, exclamó:
"¡Están asesinando al cura de Ars!" En seguida, todos se dirigieron a
la habitación y abrieron la puerta. ¿Y qué vieron? El abate Vianney
estaba tranquilamente acostado en su cama, pero manos desconocidas lo habían
empujado hasta el centro
del
cuarto. En ese momento, se despertó para decirles tranquilamente:
"Es
el Arpeo el que me ha arrastrado hasta aquí y que ha hecho todo este
estruendo . . . No es nada . . . siento no haberlos prevenido.
Pero es
buena señal: mañana habrá aquí un pez gordo."
Se
preguntaron de cual "pez" se trataría.
Sus
compañeros lo embromaron un poco temiendo lo que llamaban sus
"alucinaciones". Sin embargo no se había equivocado. Lo vieron bien
cuando un personaje de la región que todos sabían alejado de las
prácticas religiosas, el caballero de Murs, entró en la iglesia y se dirigió
directamente al confesionario del cura de Ars.
Esta
conversión hizo una impresión enorme en toda la provincia.
Desde ese
momento, uno de los críticos más agresivos con respecto al abate Vianney empezó
a considerarlo como "un gran santo".
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