CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS
por S. E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE
Carta Pastoral nº 1
LA IGNORANCIA RELIGIOSA
“Dios de lo alto de los
cielos mira los hijos de los hombres para ver si hay algún sabio que busca a
Dios. Todos están extraviados, todos son pervertidos”.
Con estas palabras del salmista
hacen eco las de San Pablo: “Los hombres son inexcusables, puesto que
habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado como Dios y no le han dado
gracias, pero se han vuelto vanos en sus pensamientos y su corazón sin
inteligencia se cubrió de tinieblas”.
Aun más, no es raro ver a
numerosos bautizados ignorar todo o casi todo de la religión, incapaces de
recitar las oraciones más elementales. ¡Cuántos entre ellos, aun con diplomas
universitarios, son incapaces de distinguir la verdadera religión en la cual
han sido bautizados, de las herejías o cultos inventados por los hombres!
Si esta ignorancia se justifica
para los que viven en un ambiente pagano y que hacen loables esfuerzos para
salir de él, es inexcusable para los que viven en un ambiente cristiano y
tienen, con una cierta instrucción, todos los medios a su disposición para
acceder a la sabiduría que hace del hombre una criatura verdaderamente hecha a
la imagen de Dios.
“Todos aquellos que tienen
todavía el celo de la gloria divina - dice nuestro Santo Padre, el Papa San
Pío X - buscan las causas y las razones de la disminución de las cosas
divinas; unos dan una, otros otra, y cada uno según su opinión propone medios
diferentes para defender o restablecer el reino de Dios sobre la tierra. En
cuanto a nosotros, sin desaprobar el resto, creemos que hay que adherir al
juicio de aquellos quienes atribuyen el relajamiento actual de las almas y su
debilidad, con los males tan graves que resultan, principalmente a la
ignorancia de las cosas divinas. Es exactamente lo que Dios decía por boca del
profeta Oseas: «No hay más ciencia de Dios sobre la tierra: la calumnia, la
mentira, el homicidio, el robo y el adulterio desbordan y la sangre sigue la
sangre. He aquí por qué la tierra gemirá y todos los que la habitan serán
debilitados»”.
¡Cuántos creen poder contentarse
con una instrucción religiosa recibida antes de los once años, edad donde uno
no es capaz de poseer perfectamente una ciencia profana! Si bien es cierto que
la religión es natural al hombre y que en la edad donde las pasiones no han
oscurecido todavía la inteligencia, la elevación del alma a Dios es fácil y
espontánea, sin embargo, la verdadera ciencia que funda la convicción que
permitirá resistir a los asaltos interiores y exteriores del demonio y del
mundo es imposible adquirirla en esta época de la vida.
¡De qué crimen se harán quizás
culpables los padres que estiman inútil para los hijos el proseguir su
instrucción religiosa más allá de la profesión de fe1! Se
engañan los que creen que la ciencia de la religión es buena para la infancia,
pero que el adolescente y el adulto deben considerarse eximidos de este
conocimiento, que una cierta práctica de la religión, como la asistencia a una
misa vespertina el domingo, la única comunión pascual, bastan para llevar una
vida cristiana.
Uno no se ha de extrañar más de
ver a los cristianos practicar el estricto minimum pedido por la Iglesia
y viviendo en el mundo como gente sin fe y sin moral.
“La voluntad extraviada y
enceguecida por las malas pasiones - dice San Pío X - tiene necesidad de
un guía que muestre el camino para hacerla entrar en los senderos de la
justicia que cometió el error de abandonar. Ese guía no tenemos que buscarlo
afuera, nos fue dado por la naturaleza: es nuestra inteligencia. Si le falta la
verdadera luz, es decir, el conocimiento de las cosas divinas, será la historia
del ciego conduciendo al ciego; los dos caerán en la zanja”.
Mucho peor aún, muy a menudo
ocurrirá que el adolescente abandonará toda práctica religiosa y no tardará en
dejar toda moral, con gran desolación de los sacerdotes y religiosos que habrán
intentado todo para mantener a estas jóvenes almas en la vía del deber y la
salvación eterna.
Desgraciadamente, si es verdad
que los adultos son cautivados y fascinados más que nunca por todas las
invenciones de la ciencia moderna que arrastran al mundo a una actividad
febril, si es verdad que el espíritu de los hombres es atraído más que nunca
hacia todo lo que cautiva los sentidos, ¿cómo van a resistir los jóvenes esta
atracción si no tiene en el fondo de sus almas y de sus inteligencias una
atracción más poderosa hacia Dios, por un conocimiento más perfecto de las riquezas
insondables de su misericordia, de su poder y de su amor infinito, que nos ha
manifestado haciendo de su divino Hijo nuestro Hermano y nuestro alimento? En
efecto, Nuestro Señor nos enseña que la “la vida eterna consiste en el
conocimiento de Dios y de su divino Hijo Jesucristo”.
¿Vamos a abandonar la vida
eterna, por nuestra ignorancia de las cosas divinas, por seguir las atracciones
de esta vida efímera y caduca?
Se comprueba entre los hombres
de nuestro siglo una nerviosidad enfermiza, provocada por una actividad de los
sentidos desproporcionados con las fuerzas físicas que Dios nos ha dado. La
radio, el cine y, en general, las invenciones modernas son en buena medida la
causa de ello.
Pero ellas serían un mal menor
si uno supiera usarlas con moderación. Ahora bien, ¿no vemos, al contrario, la
precipitación y la avidez con la cual se persiguen estas sensaciones y estas
impresiones violentas? Las consecuencias se hacen sentir muy claramente en la
inteligencia, que depende en su actividad de nuestro sistema nervioso.
Es así que los chicos y los
jóvenes muestran una gran dificultad para mantener una atención sostenida en
clase, que la gente madura muestra repugnancia a un trabajo intelectual
sostenido, a un esfuerzo de atención prolongado.
¿Qué será entonces cuando se
trate de cuestiones religiosas, en las que los sentidos no tienen más que una
parte reducida, donde será necesario, desde las cosas sensibles, elevarse hacia
las realidades espirituales?
Sin embargo quien negará, dice
el Papa Pío XI, “¡ ... que los hombres creados por Dios a su imagen y
semejanza, teniendo su destino en Él, perfección infinita, y encontrándose en
el seno de la abundancia, gracias a los progresos materiales actuales, se dan
cuenta hoy más que nunca de la insuficiencia de los bienes terrenales para
procurar la verdadera felicidad de los individuos y de los pueblos! Así sienten
más vivamente en ellos esta aspiración hacia una perfección más elevada, que el
Creador ha puesto en el fondo de la naturaleza razonable”.
Para satisfacer esta aspiración
generosa hacia Dios y las realidades eternas, y remediar esta ignorancia de
Dios y de los misterios divinos, ¿qué debemos hacer?
Primero tener el deseo de
adquirir la verdadera sabiduría, la inteligencia de las cosas de Dios.
Además, extraer esta ciencia de
su verdadera fuente, que es la Iglesia.
Por fin, y sobre todo,
entregarnos a la oración.
En efecto, no basta que hable el
sacerdote, que escriba, aún es necesario escucharlo con un deseo sincero de
instruirse.
“Hijo mío - dice el
profeta - no te apoyes sobre tu propia inteligencia ... busca la sabiduría,
mantén la instrucción, no la abandones, pues es tu vida ... Hombres, es a
ustedes a quienes grito; escuchen, pues tengo que decir cosas magníficas”.
Es así que exhorta a los fieles a escuchar su palabra y se coloca como
ejemplo:. “He deseado la sabiduría y me ha sido dada; la he requerido y la
he buscado desde mi juventud”.
Tengamos cuidado de no ahogar en
nosotros, y sobre todo en las almas de los niños, este deseo de conocer y amar
a Dios que está dentro de todo ser humano según estas palabras de San Agustín:
“Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en Ti”.
Como el siervo sediento desea alcanzar la fuente donde podrá apagar su
sed, vayamos nosotros también a la fuente de la sabiduría.
Ahora bien: toda sabiduría y
toda ciencia están en Nuestro Señor Jesucristo, el esplendor del Padre
celestial. De Él ya hablaba el Antiguo Testamento en estos términos: “Venid
a mí, vosotros que me deseáis con ardor, y llenaos de los frutos que llevo:
aquel que me escucha no será confundido”.
Él mismo dice: “Mis ovejas
escuchan mi voz, y las conozco, y me siguen y les doy la vida eterna”. “Aquel
que cree en Mí, cree en Aquél que me ha enviado”.
Y agrega, dirigiéndose a sus
Apóstoles: “Aquél que a vosotros escucha, a Mí me escucha; aquel que a
vosotros desprecia, a Mí me desprecia”.
El colegio de los Apóstoles, que
tiene por cabeza a San Pedro, es la Iglesia. Y la Iglesia continua levantando
su voz por medios de los obispos y de los sacerdotes.
Concluiremos, entonces, que
aquél que desee adquirir la ciencia de Dios, debe escuchar al sacerdote que
dispensa la enseñanza de la Iglesia.
Ahora bien, el sacerdote
dispensa esa enseñanza de varias maneras: por la predicación dominical, la de
los días de fiesta, por las instrucciones de cuaresma, por sus conversaciones y
sus visitas a domicilio, en las cuales aconseja, refuta los errores, indica el
camino de la verdad. Debe combatirse la costumbre que tienen algunos fieles de
elegir, sin motivo razonable, para cumplir su obligación dominical, la misa del
domingo en la que no hay predicación.
Además, el sacerdote enseña
mediante el catecismo a los chicos y a los adultos.
A propósito: que los padres
recuerden el grave deber que tienen de enviar a sus hijos al catecismo, aún al
catecismo de perseverancia. La instrucción religiosa no es menos indispensable
para el chico que sigue sus estudios en una escuela laica que para aquél que es
alumno de una escuela católica.
Que los padres hagan todo lo que
esté a su alcance para suplir aquello que le falta al colegio. Es esta una de
sus obligaciones más esenciales.
Hemos podido comprobar con
alegría que más fieles serviciales se ponían a disposición de los Padres para
ayudarles en la enseñanza del catecismo. Que sepan cuán agradable a Dios y a la
Iglesia es su generosidad, y que atraen sobre ellos las bendiciones del cielo.
Otro modo de enseñanza de la
Iglesia es aquel que se cumple por la prensa, ya se trate de libros, revistas,
diarios u otras publicaciones, que nutren y esclarecen la inteligencia y le dan
el conocimiento de las cosas divinas.
El libro de oro de la ciencia de
Dios es, ante todo, el libro de las Sagradas Escrituras.
“Que los obispos - dice
Pío XII - alienten todas las iniciativas emprendidas por los apóstoles
celosos, con el fin loable de excitar y mantener entre los fieles el
conocimiento y el amor de los libros santos”.
Favorezcan, entonces, y
sostengan estas piadosas asociaciones que se proponen difundir entre los fieles
los ejemplares de las santas letras, sobre todo de los Evangelios, y vigilen
que la piadosa lectura se haga todos los días en las familias cristianas ...
Como lo dice San Jerónimo: “La ignorancia de las Escrituras es la ignorancia
de Cristo”. Si hay algo que tiene el hombre sabio en esta vida y que lo
persuade, en medio de los sufrimientos y de los tormentos de este mundo, de
mantener la identidad de su alma, estimo que es en primer lugar la meditación y
la ciencia de las Escrituras.
De todo corazón animamos a
nuestros fieles a adquirir esta excelente costumbre, aconsejada por nuestro
Santo Padre el Papa, de leer en familia algunos extractos de estos libros
inspirados.
Queridísimos hermanos, no descuiden
nada de lo que pueda darles un conocimiento más profundo de nuestra santa
religión y del autor de toda gracia, Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué fuerza, qué
consolación! ¡Qué esperanza en las tribulaciones y en las pruebas, qué fe
cristiana que nos lleva ya a las realidades eternas!
Al deseo de la ciencia de Dios,
a la preocupación de abrevar de las fuentes de la verdad, es necesario unir la
oración, la del ciego sobre el camino de Jericó, a quien Jesús preguntaba lo
que deseaba: “¡Señor, que vea!”. Con qué acento hubo de pronunciar este
pobre enfermo estas palabras: “¡ ... que vea!”. Y no se trataba, sin
embargo, más que de la visión de las cosas pasajeras.
¡Podríamos repetir estas
palabras con una insistencia y un corazón que muevan la misericordia de Dios!
En esta Santa Cuaresma,
esforcémonos por rezar con más humildad, con más contrición -”Dios no
desdeña el corazón contrito y humillado”- a fin de que la luz de la
sabiduría y de la ciencia se levante en nuestras almas como una aurora de paz y
de bendición, esperando que el día del Señor nos encuentre para siempre en
posesión de la eternidad bienaventurada.
Monseñor Marcel Lefebvre
(Carta Pastoral -Dakar- 25/enero/ 1948)