III
EL JUICIO DE DIOS
Hablábamos ayer del problema formidable de la muerte, y
decíamos que, si considerada con ojos paganos, es la cosa más terrible entre
todas las cosas terribles, a la luz de la fe católica, contemplada con ojos
cristianos, es simpática y deseable, diga el mundo lo que quiera. Porque para
el cristiano, señores, la muerte es comenzar a vivir, es el tránsito a la
inmortalidad, la entrada en la vida verdadera.
La muerte es un fenómeno mucho más aparente que real.
Afecta al cuerpo únicamente, pero no al alma. El alma es inmortal, y el mismo
cuerpo muere provisionalmente, porque un gran dogma de la fe católica nos dice
que sobrevendrá en su día la resurrección de la carne. De manera que, en fin de
cuentas, la muerte en sí misma no tiene importancia ninguna: es un simple
tránsito a la inmortalidad.
Pero ahora nos sale al paso otro problema formidable. Y
ése sí que es serio, señores, ése sí que es terrible: el problema del juicio de
Dios.
Está revelado por Dios. Consta en las fuentes mismas de
la revelación. El apóstol San Pablo dice que “está establecido por Dios que los
hombres mueran una sola vez, y después de la muerte, el juicio”. (Hebr 9, 27). Lo ha revelado Dios por
medio del apóstol San Pablo, y se cumplirá inexorablemente.
Hace unos años murió en Madrid un religioso ejemplar.
Murió como había vivido: santamente. Pero pocas horas antes de morir, le
preguntaron: “Padre: ¿está preocupado ante la muerte, tiene miedo a la muerte?”
Y el Padre contestó: “La muerte no me preocupa nada, ni poco ni mucho. Lo que
me preocupa muchísimo es la aduana.
Después de morir tendré que pasar por la aduana
de Dios y me registrarán el equipaje. Eso sí que me preocupa”.
Habrá dos juicios: el juicio particular y el juicio
final o universal.
Santo Tomás de Aquino, el Príncipe de la Teología
católica, explica admirablemente el porqué de estos juicios. No pueden ser más
razonables. Porque el individuo es una persona humana particular, pero, además,
un miembro de la sociedad. En cuanto individuo, en cuanto persona particular,
le corresponde un juicio personal que
le afecte única y exclusivamente a él: y éste es el juicio particular. Pero en
cuanto miembro de la sociedad, a la que posiblemente ha escandalizado con sus
pecados, o sobre la que ha influido provechosamente con su acción bienhechora,
tiene que sufrir también un juicio universal, público, solemne, para recibir,
ante la faz del mundo, el premio o castigo merecidos. Este segundo juicio, el
universal, será mucho más solemne, mucho más aparatoso; pero, desde luego,
tiene muchísima menos importancia que el puramente privado y particular. Porque
en el juicio particular, señores, es donde se van a decidir nuestros destinos
eternos. El juicio universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente
la sentencia que se nos haya dado a cada uno en nuestro propio juicio
particular. Por consiguiente, como individuos, como personas humanas, nos
interesa mucho más el juicio particular que el juicio universal. Y de él vengo
a hablaros esta tarde. Os voy a hacer un resumen de la teología del juicio
particular, procediendo ordenadamente a base de una serie de preguntas y
respuestas.
1.ª ¿Cuándo se
celebrará el juicio particular? Inmediatamente después de la muerte real.
Después de la muerte real, digo, no de la muerte aparente. Porque, señores, estamos en un error si creemos que en el
momento de expirar el enfermo, cuando exhala su último suspiro, ha muerto
realmente. No es así.
Contemplad los últimos instantes de un moribundo. Su
respiración fatigosa, anhelante; su mirada de asombro a los que le rodean,
porque él se está ahogando, no puede respirar y ve que los demás respiran
tranquilamente. Parece que está diciendo: ¿Pero no notáis que falta el aire?
¿No notáis que nos estamos ahogando? Es él, pobrecillo, el único que se ahoga.
Y llega un momento en que es tanta la falta de oxígeno que experimentan sus
pobres células, que hace una respiración profunda, profundísima, hacia dentro,
y, de pronto, la expiración: lanza hacia fuera aquel aire y queda inmóvil, completamente
paralizado. Y los que están rodeando su lecho exclaman: Ha muerto, acaba de
expirar.
Pero, en realidad, no es así. Han desaparecido sin duda,
las señales o manifestaciones externas de vida: ya no respira; ya no oye, ya no
ve, ya no siente, pero la muerte real
no se ha producido aún. El alma está allí todavía; el cuerpo ha entrado en el
período de muerte aparente, que se
prolongará más o menos tiempo, según los casos: más largo en las muertes
violentas o repentinas, más corto en las que siguen el agotamiento de la vejez
o de una larga enfermedad. El hecho de la muerte aparente está científicamente
demostrado, puesto que se ha logrado volver a la vida por procedimientos puramente naturales y sin milagro alguno, a
centenares de muertos aparentes; tantos, que ha podido inducirse una ley
universal, válida para todos.
Ved lo que ocurre cuando apagáis una vela, un cirio. La
llama ya no existe, pero el pabilo está todavía encendido, está humeante
todavía, y poco a poco se va extinguiendo, hasta que, por fin, se apaga del
todo. Algo parecido ocurre con la muerte. Cuando el enfermo exhala el último
suspiro parece que la llama de la vida se apagó definitivamente, pero no es
así. El alma está allí todavía. Hay un espacio más o menos largo entre la
muerte real y la muerte aparente, que puede ser decisivo para la salvación
eterna del presunto muerto, puesto que durante él se le pueden administrar
todavía los Sacramentos de la Penitencia y Extremaunción.
¡Cuántas veces ocurre, señores, la desgracia de una
muerte repentina en el seno del hogar! Y cuando ya no hay nada que hacer para
devolverle la salud corporal, cuando el médico ya no tiene nada que hacer allí
porque se ha producido ya la muerte aparente que acabará muy pronto en muerte
real, todavía tenéis tiempo de correr a la Parroquia. Llamad urgentemente al
sacerdote para que le dé la absolución sacramental, y, sobre todo, le
administre el sacramento de la Extremaunción, del que acaso dependa la
salvación eterna de esa alma. ¡Corred a la Parroquia, llamad al sacerdote! Ya
lloraréis después, no perdáis tiempo inútilmente, acaso depende de eso la
salvación eterna de ese ser querido. Claro está que esto es un recurso de
extrema urgencia que sólo debe emplearse en caso de muerte repentina. Porque
cuando se trata de una enfermedad normal, la familia tiene el gravísimo deber
de avisar al sacerdote con la suficiente anticipación para que el enfermo
reciba con toda lucidez, y dándose perfecta cuenta, los últimos Sacramentos y
se prepare en la forma que os exponía ayer al hablaros de la muerte cristiana.
Pero cuando sobreviene la desgracia de una muerte
violenta o repentina, hay que intentar la salvación de esa alma por todos los
medios a nuestro alcance, y no tenemos otros que la administración sub conditione de la absolución
sacramental, y, mejor aún, del sacramento de la Extremaunción, que resulta más
eficaz todavía en casos de muerte repentina, puesto que no requiere ningún acto
del presunto muerto, con tal que de hecho tenga, al menos, atrición interna de
sus pecados.
El espacio entre la muerte aparente y la real, en caso
de muerte violenta o repentina, suele extenderse a unas dos horas, y a veces,
más. Pero en el momento en que se produce la muerte real, o sea, en el momento en que el alma se arranca o desconecta
del cuerpo, en ese mismo instante, comparece delante de Dios para ser juzgada.
De manera, que a la primera pregunta, ¿cuándo se realiza el juicio particular?,
contestamos: en el momento mismo de producirse la muerte real.
2.ª ¿Quiénes serán
juzgados? La humanidad en pleno, absolutamente todos los hombres del mundo,
sin excepción. Desde Abel, que fue el primer muerto que conoció la humanidad,
hasta los que mueran en la catástrofe final del mundo. Todos: los buenos y los
malos. Lo dice la Sagrada Escritura: Al
justo y al impío los juzgará el Señor (Ecl. 3, 17), incluso al indiferente
que no piensa en estas cosas, incluso al incrédulo que lanza la carcajada
volteriana: “¡Yo no creo eso!” Será juzgado por Dios, tanto si lo cree como si
lo deja de creer. Porque las cosas que Dios ha establecido no dependen de
nuestro capricho o de nuestro antojo, de que nosotros estemos conformes o lo
dejemos de estar. Lo ha establecido Dios, y el justo y el impío serán juzgados
por Él en el momento mismo de producirse la muerte real. ¡Todos, sin excepción!
3.ª ¿Dónde y cómo
se celebrará el juicio particular? En el lugar mismo donde se produzca la
muerte real: en la cama de nuestra
habitación, bajo las ruedas de un automóvil, entre los restos del avión
destrozado, en el fondo del mar si morimos ahogados en él..., en cualquier
lugar donde nos haya sorprendido la muerte real.
Allí mismo, en el acto, seremos juzgados.
Y la razón es muy sencilla, señores. El juicio consiste
en comparecer el alma delante de Dios, y Dios está absolutamente en todas
partes. No tiene el alma que emprender ningún viaje. Hay mucha gente que cree o
se imagina que cuando muere un enfermo el alma sale por la ventana o por el
balcón y emprende un larguísimo vuelo por encima de las nubes y de las
estrellas. No hay nada de esto. El alma, en el momento en que se desconecta del
cuerpo, entra en otra región; pierde el contacto con las cosas de este mundo y
se pone en contacto con las del más allá. Adquiere otro modo de vivir, y
entonces, se da cuenta de que Dios la está mirando. Dice al apóstol San Pablo
que Dios “no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y
existimos” (Hech. 17, 28). Así como el pez existe y vive y se mueve en las
aguas del océano, así, nosotros, existimos y vivimos y nos movemos dentro de
Dios, en el océano inmenso de la divinidad. Ahora no nos damos cuenta, pero en
cuanto nuestra alma se desconecte de las cosas de este mundo y entre en
contacto con las cosas del más allá, inmediatamente lo veremos con toda
claridad y nos daremos cuenta de que estamos bajo la mirada de Dios.
Pero me diréis: ¿El alma comparece realmente delante de
Dios? ¿Ve al mismo Dios? ¿Contempla la esencia divina?
Claro está que no. En el momento de su juicio
particular, el alma no ve la esencia de Dios, porque si la viera, quedaría ipso facto beatificada, entraría
automáticamente en el cielo, y esto no puede ser –al menos, en la inmensa
mayoría de los casos– porque puede tratarse del alma de un pecador condenado o
de la de un justo imperfecto que necesita purificaciones ultraterrenas antes de
pasar a la visión beatífica.
¿Cómo se produce entonces el juicio particular?
Escuchad:
El desconectarse del cuerpo y ponerse en contacto con el
más allá, el alma contempla claramente su propia sustancia. Se ve a sí misma
con toda claridad, como nos vemos en este mundo la cara reflejada en un espejo.
Y al mismo tiempo contempla claramente en sí misma, con todo lujo de detalles,
el conjunto de toda su vida, todo cuanto ha hecho acá en la tierra. Veremos con
toda claridad y detalle lo que hicimos cuando éramos niños, cuando éramos
jóvenes, en la edad madura, en plena ancianidad o decrepitud: absolutamente
todo. Lo veremos reflejado en nuestra propia alma. Y veremos también,
clarísimamente, que Dios lo está mirando.
Nos sentiremos prisioneros de Dios, bajo la mirada de Dios, a la que nada
absolutamente se escapa. Y ese sentirse el alma como prisionera de Dios, como
cogida por la mirada de Dios, eso es lo que significa comparecer delante de Él.
No le veremos a Él, ni tampoco a Nuestro Señor Jesucristo, ni al ángel de la
guarda, ni al demonio. No habrá desfile de testigos, ni acusador, ni abogado
defensor, ni ningún otro elemento de los que integran los juicios humanos. No
veremos a nadie más que a nosotros mismos,
o sea, a nuestra propia alma, y, reflejada en ella, nuestra vida entera con
todos sus detalles. Y al instante recibiremos la sentencia del Juez, de una
manera intelectual, de modo parecido a como se comunican entre sí los ángeles.
Los ángeles, señores, se comunican por una simple mirada
intelectual. No a base de un lenguaje articulado como el nuestro –imposible en
los espíritus puros–, sino de un modo mucho más claro y sencillo: simplemente
contemplándose mutuamente el entendimiento y viendo en él las ideas que se
quieren comunicar. A esto llamamos en teología locución intelectual.
Pues de una manera parecida recibiremos nosotros, en
nuestro juicio particular, una locución intelectual transmitida por Cristo
Juez; una especie de radiograma intelectual firmado por Cristo, que nos dará la
sentencia: “¡A tal sitio!” Y el alma verá clarísimamente que aquella sentencia
que acaba de recibir de Cristo es precisamente la que le corresponde, la que
merece realmente con toda justicia. Y en esto consiste esencialmente el juicio
particular.
4.ª ¿Cuánto tiempo
durará? El juicio particular será instantáneo. En un abrir y cerrar de ojos
se realizará el juicio y recibiremos la sentencia. Y esto no es obstáculo para
su claridad y nitidez. Aunque el juicio durase un siglo, no veríamos más cosas,
ni con más detalle, ni con más precisión que las veremos en ese abrir y cerrar
de ojos. Porque al separarse del cuerpo, el entendimiento humano no funciona de
la manera lenta y torpe a que le obliga en este mundo su unión con la pesadez
de la materia. Así en la tierra, nuestro entendimiento funciona de una manera discursiva, razonada, lentísima, por lo
que conocemos las cosas poco a poco, por parcelas, y así y todo, no vemos más
que lo superficial, lo que aparece por fuera; no calamos, no penetramos en la
esencia misma de las cosas. Pero el entendimiento, separado del cuerpo, ya no
se siente encadenado por la pesadez de la materia, y entiende perfectamente a
la manera de los ángeles, de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista,
sin necesidad de discursos ni razonamientos.
Santa Teresa de Jesús, la incomparable doctora mística,
tuvo visiones intelectuales altísimas, como puede leerse en el libro de su Vida, escrito por ella misma. Y, en una
de ellas, Dios le mostró un poco lo que ocurre en el cielo, en la mansión de
los bienaventurados. Ella misma dice que acaso no duró ni siquiera el espacio
que tardamos en rezar un avemaría. Y a pesar de la brevedad de ese tiempo, se
espantaba de que hubiese visto tanta cantidad de cosas y con tanto detalle y
precisión. Es por eso. En aquel momento le concedió Dios una visión
intelectual, a la manera de los ángeles, y contempló ese panorama deslumbrador
de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista. Lo vio clarísimamente todo
en un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Esto nos ocurrirá a cada uno de
nosotros en el momento en que nuestra alma se separe del cuerpo y tengamos
nuestro juicio particular.
5.ª ¿Y qué veremos
en ese tan corto espacio de tiempo?
Señores, ésta es la parte más importante de mi
conferencia de esta noche, en la que quisiera poner toda mi alma.
Escuchadme atentamente. ¡Muchacha que me escuchas a través de la radio!, la
frívola, la mundana, la amiga del espectáculo, de la diversión, del cine, del
teatro, del baile. ¡Cómo te gustaría ser una de las primeras estrellas de la
pantalla, aparecer en los grandes cines, en la primera página de las grandes
revistas cinematográficas, y que todo el mundo hablara de ti como hablan de
esas dos o tres, cuyo nombre te sabes de memoria, y a las que tienes tanta envidia!
¡Cómo te gustaría! ¿verdad?
Pues mira: no sé si lo has pensado bien. Porque resulta
que eres efectivamente la protagonista de una gran película; de una gran
película sonora, en tecnicolor y en relieve maravilloso: no te puedes formar
idea. Y eso que te digo a ti, muchacha, se lo digo también a cada uno de mis
oyentes, y me lo digo con temblor y espanto a mí mismo.
Todos somos protagonistas de una gran película
cinematográfica, señores. Todos en absoluto. Delante de nosotros, de día y de
noche, cuando pensamos y cuando no pensamos en ello, está funcionando una
máquina de cinematógrafo. La está manejando un ángel de Dios –el de nuestra
propia guarda– y nos está sacando la película sonora y en tecnicolor de toda
nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento mismo del nacimiento. Y,
a partir de aquel instante, recogió fidelísimamente todos los actos de nuestra
infancia, y de nuestra niñez, y de nuestra juventud y de nuestra edad madura, y
recogerá todos los de nuestra vejez, hasta el último suspiro de la vida. Todo
ha salido, sale y saldrá en la película sonora y en tecnicolor que nos está
sacando el ángel de la guarda, señores, por orden de Dios Nuestro Señor. No se
escapa el menor detalle. Es una película de una perfección maravillosa.
El cine de los hombres ha hecho progresos inmensos desde
que se inventó hace poco más de un siglo. Desde el cine mudo, de movimientos
bruscos y ridículos, hasta la pantalla panorámica, el tecnicolor y el relieve,
el progreso ha sido fantástico. Sin embargo, el cine de los hombres es
perfeccionable todavía, no reúne todavía las maravillosas condiciones técnicas
que se adivinan para el futuro; el cine de los hombres todavía tiene que
progresar mucho.
¡Ah! Pero el cine de Dios es acabadísimo, perfectísimo,
absolutamente insuperable. No le falta un detalle: lo recoge todo con
maravillosa precisión y exactitud.
En primer lugar, los actos
externos, los que se pueden ver con los ojos y tocar con las manos. Vuelvo
a hablar contigo, muchacha frívola y mundana. Aquel día, con tu novio, ¿te
acuerdas? Nadie lo vio, nadie se enteró. Pero delante de vosotros estaba el
cine de Dios; y en primer plano, en película sonora y en tecnicolor, está
recogido todo aquello. ¡Y lo vas a contemplar otra vez en el momento de tu
juicio particular!
Es inútil, señores, que nos encerremos con llave en una
habitación, porque delante de nosotros se nos metió aquel operador invisible
con su aparato cinematográfico, y lo que hagamos a puerta cerrada y con la
llave echada está saliendo todo en su película sonora y en tecnicolor. Es
inútil que apaguemos la luz, porque el cine de Dios es tan perfecto, que
funciona exactamente igual a pleno sol que en la más completa oscuridad.
Pero no recoge solamente las acciones. También capta y
recoge las palabras, porque el cine
de Dios es sonoro. Ha recogido fidelísimamente todas las palabras que hemos
pronunciado en nuestra vida, absolutamente todas: las buenas y las malas. Las
críticas, las murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades,
aquellos chistes de subido color, aquellas carcajadas histéricas en aquella
noche de crápula y lujuria... ¡Todo absolutamente ha sido recogido! Y en
nuestro juicio particular volveremos a oír claramente todo aquello. Y aquellas
carcajadas, aquellos chistes, aquellas calumnias, aquellas blasfemias,
resonarán de nuevo en nuestros oídos con un sonsonete terriblemente trágico.
Pero oiremos también, sin duda alguna, los buenos consejos que hemos dado, el
dulce murmullo de las oraciones, los cánticos religiosos, las alabanzas de Dios...
¡Cuánto nos consolarán entonces!
¡Ah! Pero lo verdaderamente estupendo del cine de Dios
es que no solamente recoge las acciones y las palabras, sino que, además,
penetra en lo más hondo de nuestro entendimiento y de nuestro corazón, para
recoger los sentimientos íntimos de
nuestra alma, o sea todo lo que estamos pensando y lo que estamos amando o
deseando. ¡Cuántos pensamientos obscenos, cuántos contra la caridad! ¡Cuántas
dudas caprichosas, cuántas sospechas infundadas, cuántos juicios temerarios! ¡Cuántos
pensamientos de vanidad, de altanería, de orgullo, de exaltación del propio yo,
de desprecio de los demás! Y las desviaciones afectivas, los perversos amores.
¡Dios mío! Aquel casado que pasaba por persona honorabilísima... y resulta que,
además de su mujer, tenía dos o tres amiguitas; aquella joven que parecía tan
modosita y se entendía con el jefe de su oficina... Todo saldrá en el cine de
Dios.
Y los odios y rencores, la sed de venganza, la envidia
terrible que corroe el corazón. Y la indignación contra la providencia de Dios
cuando permitió aquel fracaso, que no era, sin embargo, más que un pequeñísimo
castigo de nuestros pecados... Absolutamente todo, señores, ha sido recogido en
la pantalla de Dios y lo veremos en nuestro propio juicio particular.
Pero hay una cosa mucho más sorprendente todavía que
viene a poner el colmo a la maravillosa perfección del cinematógrafo de Dios. Y
es que no solamente recoge todo cuanto hemos hecho, dicho, pensado, amado o
deseado, sino también lo que no hemos
hecho, habiéndolo debido hacer: los pecados de omisión, o sea todas
aquellas buenas obras que omitimos por respeto humano, por cobardía, por pereza
o por cualquier otro motivo bastardo. Aquellas escenas que deberían figurar en la pantalla y no figuran, por extraña paradoja
figurarán también, pero en plan de omisión. “Aquel domingo no pude ir a misa
porque me marché de excursión”. “El ayuno y la abstinencia obligaban únicamente
a los frailes y a las monjas”. “Estaba muy atareado, me absorbían las
ocupaciones, no tenía tiempo de entregarme a las prácticas piadosas”. ¡Ah las
omisiones! Y el padre que no corrige a sus hijos, el que se limita a decir
malhumorado: “A mí, ¿quién me mete en líos? Que hagan lo que quieran. Ya van
siendo mayorcitos”. Eso no se puede hacer. Tiene la obligación gravísima de
educar a tus hijos. Tienes la obligación de corregirlos, y si no lo haces,
pecado de omisión: saldrá en la pantalla y lo verás en tu juicio particular.
Y de manera semejante podríamos ir recordando los
deberes profesionales, los deberes privados y los deberes públicos. Las
autoridades mismas, que por negligencia, por respeto humano, por no meterse en
líos, no se preocupan de hacer cumplir las leyes de policía encaminadas a
salvaguardar la moralidad pública; esos espectáculos inmorales o centros de
perversión que no clausuran, debiendo clausurarlos, de acuerdo con la ley de
Dios y las disposiciones de la misma ley civil. Todo sale en la pantalla y de
todo se les pedirá cuenta en el formidable tribunal de Dios.
¿Qué más, señores? ¿Qué más puede salir en la pantalla
del cine de Dios, que recoge incluso las escenas que no se realizaron, los
pecados de simple omisión? Pues aunque parezca inverosímil, todavía hay más.
Porque esa película de nuestra propia vida recogerá también los pecados ajenos, en la parte de culpa que
nos corresponda a nosotros.
¡Qué terrible responsabilidad, señores! ¡Empujar al
pecado a otra persona! ¿Qué pensaríais, señores, de un malvado que cogiese una
pistola y se pasease con ella por las calles más céntricas de la ciudad,
disparando tiros a derecha e izquierda y dejando el suelo sembrado de
cadáveres? Es inconcebible semejante crimen en una ciudad civilizada. ¡Ah, pero
tratándose de almas eso no tiene importancia ninguna! ¿Qué importa que esa
mujer ande elegantísimamente desnuda por la calle y que a su paso vaya con su
escándalo asesinando almas, a derecha
e izquierda? ¡Eso no tiene importancia ninguna: es la moda, es “vestir al día”,
es el calor sofocante del verano, es que “todas van así, no he de ser yo una
rara anticuada!”, etc. Pero resulta que Dios ve las cosas de otro modo, y a la
hora de la muerte esa mujer escandalosa contemplará horrorizada los pecados
ajenos en la película de su propia vida. ¡Cuánto se va a divertir entonces
viéndose tan elegante en la pantalla!
Y el muchacho que le dice a su amigo: “Oye vente
conmigo; vamos a bailar, vamos a ver a fulanita, vamos a divertirnos, vamos a
aprovechar la juventud”, y le da un empujón a su amigo, y este monigote, para
no ser menos, para no “hacer el ridículo”, como dicen en el mundo, acepta el
mal consejo y se va con él y peca. ¡Ah!, en la pantalla de la vida del primero
saldrá el pecado del segundo, porque el responsable principal de un crimen es
siempre el inductor. Y aquella vecina que le decía a la otra: “Tonta, ¿no
tienes ya cuatro hijos? ¿Y ahora vas a tener otro? Deshazlo, y se acabó.
Quédate tranquila, un hijo menos no tiene importancia alguna”. Pero ante Dios,
ese mal consejo fue un gravísimo pecado, que dio ocasión a un asesinato
cobarde: el aborto voluntario. Y ese crimen ha quedado recogido en las dos
películas: en la de la aconsejante y en la que aceptó el mal consejo y cometió
el asesinato.
¡Ah! ¡La de cosas que se verán y se oirán en la película
de la propia vida, señores! ¡Cuántos pecados ajenos que resulta que son propios,
porque con nuestros escándalos y malos consejos habíamos provocado su comisión
por los demás!
Y no olvidemos, señores, que hemos de comparecer ante
Aquel que, por causa de nuestros pecados, murió crucificado en el Calvario.
Hay en la Sagrada Escritura una página preciosa, de un
dramatismo sobrecogedor. Es el relato del encuentro de los hijos de Jacob con
su hermano José, constituido virrey y superintendente general de todo Egipto.
Aquel José a quien, por envidia, habían vendido a aquellos mercaderes
madianitas. Como sabéis por la Historia Sagrada, los mercaderes se lo llevaron
a Egipto y pasaron sobre él todas aquellas vicisitudes tan emocionantes, hasta
que llegó a ser el virrey de Egipto, el privado del Faraón, el dueño de las
vidas y haciendas de todos los ciudadanos. Y cuando llegan aquellos años de
carestía y de hambre anunciados por José al interpretar los sueños del faraón,
y los hermanos de José, por orden de su padre Jacob, llegan a Egipto a comprar
trigo, porque en Israel se morían de hambre, y en Egipto había trigo en
abundancia, José les reconoció al punto. Y cuando después de aquellos
incidentes preliminares dramáticos, que es preciso leer directamente en el
Sagrado Texto, se decide José a darse a conocer a sus hermanos, y les dice, por
fin, rompiendo en un sollozo: “Yo soy José, vuestro hermano, a quien
vendisteis. ¿Vive aún mi padre Jacob?” Dice la Sagrada Escritura que sus
hermanos “no pudieron contestarle, pues se llenaron de terror ante él” (Gén,
45, 3). No pudieron responderle, porque cuando vieron que estaban delante de
José, a quien habían vendido criminalmente y que ahora era el amo de Egipto y
podía ordenar que les matasen a todos, fue tal el terror que se apoderó de
ellos, que la voz se les anudó en la garganta y no acertaron a pronunciar una
sola palabra.
¡Ah, señores! Cuando estas gentes que ahora, colocándose
al margen de toda moral, de toda preocupación religiosa, ríen a carcajadas por
los caminos del mundo, del demonio y de la carne, burlándose de los
Mandamientos de la Ley de Dios y vendiendo a Cristo, como los hijos de Jacob
vendieron a su hermano José; cuando en el momento en que su alma se separe del
cuerpo comparezcan intelectualmente delante de ese mismo Cristo, a quien
traicionaron y vendieron como precio de sus desórdenes, y cuando oigan que les
dice: “Yo soy Cristo, vuestro hermano mayor, a quien vosotros crucificasteis”.
¡Ah, señores!, el terror más horrendo se apoderará de ellos, pero entonces será
ya demasiado tarde. Un momento antes, mientras vivían en este mundo, estaban a
tiempo todavía de caer de rodillas ante Cristo crucificado y pedirle perdón.
Pero si llega a producirse la muerte real, si el alma se separa del cuerpo sin
haberse reconciliado con Dios, eso ya no tiene remedio para toda la eternidad.
La sentencia del juicio, señores, será irrevocable,
definitiva. Por dos razones clarísimas:
La primera, porque la habrá dictado el Tribunal Supremo
de Dios. No hay apelación posible. En este mundo, cuando un tribunal inferior
da una sentencia injusta, el que se cree perjudicado puede recurrir al tribunal
superior. ¡Ah!, pero si la sentencia la da el Tribunal Supremo, se acabó, ya no
se puede recurrir a nadie más. Este es el caso de la sentencia de Dios en el
juicio particular.
La segunda razón es también clarísima. Sólo cabe el
recurso contra una sentencia injusta. Ahora bien: en el juicio particular, el
alma verá y reconocerá rendidamente que la sentencia que acaba de recibir de
Dios es justísima, es exactamente la que merece. No cabe reclamación alguna.
Y esa sentencia justísima e inapelable será de ejecución
inmediata. Es de fe, lo ha definido expresamente la Iglesia Católica. El
Pontífice Benedicto XII definió en 1336 que inmediatamente
después de la muerte entran las almas en el cielo, en el purgatorio o en el
infierno, según el estado en que hayan salido de este mundo. En el acto, sin
esperar un solo instante.
Y no es menester que nadie le enseñe el camino; ella
misma se dirige, sin vacilar, hacia él. Santo Tomás de Aquino explica hermosamente
que así como la gravedad o la ligereza de los cuerpos les lleva y empuja al
lugar que les corresponde (v. gr., el globo, que pesa menos que el aire que
desaloja, sube espontáneamente a las alturas; un cuerpo pesado se desploma con
fuerza hacia el suelo); de modo semejante, el mérito o los deméritos de las
almas actúan de fuerza impelente hacia el lugar del premio o del castigo que
merecen, y el grado de esos méritos, o la gravedad de sus pecados, determinan
un mayor ascenso o un hundimiento más profundo en el lugar correspondiente.
Vale la pena, señores, pensar seriamente estas cosas.
Vale la pena pensarlas ahora que estamos a tiempo de arreglar nuestras cuentas
con Dios.
En nuestro Museo del Prado, de Madrid, hay un cuadro
maravilloso del pintor vallisoletano Antonio de Pereda que representa a San
Jerónimo haciendo penitencia en el desierto. Está desnudo de cintura para
arriba. En su mano izquierda sostiene una tosca cruz, que se apoya sobre el
libro abierto de las Sagradas Escrituras. Y, apoyándose con su brazo derecho
sobre una roca, escucha el Santo con gran atención el sonido de una misteriosa
trompeta enfocada a sus oídos. Es la trompeta de Dios, que, al fin del mundo,
convocará a los muertos para el juicio final. San Jerónimo se estremecía al pensar
en aquella hora tremenda, y como resultado de su meditación, se entregaba a una
penitencia durísima, a un ascetismo casi feroz.
A nosotros no se nos pide tanto. No se nos exige que nos
golpeemos el pecho desnudo con una piedra, como hacía San Jerónimo. Basta
simplemente con que dejemos de pecar y tratemos en serio de hacernos amigos de
Cristo, que será nuestro juez a la hora de nuestra muerte. Santa Teresa del
Niño Jesús, que amaba a Cristo más que a sí misma, exclamaba llena de gozo:
“¡Qué alegría, pensar que seré juzgada por Aquel a quien amo tanto!” Nadie nos
impide a nosotros comenzar a saborear desde ahora tamaña dicha y felicidad.
En cambio, señores, el que está pisoteando la sangre de
Cristo, el que prescinde ahora entre risas y burlas de los Mandamientos de Dios
y de la Iglesia, sepa que tendrá también que ser juzgado por Cristo. Y entonces
caerá en la cuenta, demasiado tarde, de que su tremenda equivocación no tiene
ya remedio para toda la eternidad.
Señores: Estamos a tiempo todavía. Abandonemos
definitivamente el pecado. Procuremos entablar amistad íntima con nuestro Señor
Jesucristo, para que cuando comparezcamos delante de Él, de rodillas, con
reverencia, ciertamente, pero al mismo tiempo con inmenso amor y confianza,
podamos decirle: “¡Señor mío y Amigo mío, tened piedad de mí!”.
Estaba muriéndose Santo Tomás de Aquino, el Doctor
Angélico, en el monasterio benedictino de Fosanova, en donde, sintiéndose
gravemente enfermo, hubo de hospedarse cuando se encaminaba al Concilio II de
Lyon. Pidió el Santo Viático, y cuando Jesucristo sacramentado entró en su
habitación, no pudieron contener al enfermo los monjes que le rodeaban. Se puso
de rodillas y exclamó, con lágrimas en los ojos: “Señor mío y Dios mío, por
quien trabajé, por quien estudié, por quien me fatigué, de quien escribí, a
quien prediqué: venid a mi pobre corazón, que os desea ardientemente como el
ciervo desea la fuente de las aguas. Y dentro de unos momentos, cuando mi alma
comparezca delante de Vos, como divino Juez de vivos y muertos, recordad que
sois el Buen Pastor y acoged a esta pobre ovejita en el redil de vuestra
gloria”.
Señores: Nosotros no podremos ofrecerle al Señor, a la
hora de la muerte, una vida inmaculada, enteramente consagrada a su divino
servicio, como se la ofreció Santo Tomás de Aquino, pero pidámosle la gracia de
poderle decir con profundo arrepentimiento: “Señor: El mundo, el demonio y la
carne, con su zarpazo mortífero, me apartaron muchas veces de Ti. ¡Ah, si ahora
pudiera desandar toda mi vida y rectificar todos los malos pasos que di, qué de
corazón lo haría, Señor! Pero siéndome esto del todo imposible, mírame con el
corazón destrozado de arrepentimiento. Ten piedad de mí”.
Y nuestro Señor Jesucristo –no lo dudemos, señores–, en
un alarde de bondad, de amor y de misericordia, nos abrazará contra su Corazón
y nos otorgará plenamente su perdón.
Para asegurarlo más y más llamemos desde ahora en
nuestro auxilio a la Reina de cielos y tierra, a la Santísima Virgen María,
nuestra dulcísima Madre. Invoquémosla todos los días de nuestra vida con el
rezo en familia del Santo Rosario, esta plegaria bellísima, en la que le
pedimos cincuenta veces que nos asista a la hora de nuestra muerte. Que venga,
en efecto, a recoger nuestro último suspiro y que Ella misma nos presente delante
del Juez, de su divino Hijo, para obtener de sus labios divinos la sentencia
suprema de nuestra felicidad eterna. Así sea.