IV
RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y JUICIO UNIVERSAL
Os hablaba ayer
del juicio particular. De ese juicio que todos y cada uno de nosotros habremos
de sufrir en el momento mismo de nuestra muerte, y en el que contemplaremos la
película sonora y en tecnicolor de toda nuestra vida, de todo cuanto hicimos a
la luz del sol y en la oscuridad de las tinieblas en nuestra niñez, adolescencia,
juventud, edad viril y hasta en los años de nuestra ancianidad y vejez.
Pero ese juicio
particular no basta. El hombre no es solamente una persona particular, sino
también un miembro de la sociedad, y, como tal, debe sufrir un juicio público y
solemne ante la faz del mundo. Esto, que no puede ser más razonable ante la
simple razón natural, nos lo asegura terminantemente la fe. Al fin de los
tiempos tendremos que comparecer todos juntos ante Dios en la asamblea más
solemne y grandiosa que jamás habrán visto los siglos: el juicio final.
Pero antes del
juicio final se producirá otro hecho tremendo, que constituye también un dogma
de nuestra fe católica: la resurrección de la carne. Y ahí tenéis los dos
puntos que, a la luz de la teología católica, os voy a exponer brevemente en la
presente conferencia: la resurrección de la carne y el juicio final.
Moriremos.
Moriremos todos, pero no del todo. Lo mejor de nuestro ser –nuestra alma,
nuestro pensamiento y nuestro amor–no morirá jamás. La muerte no tiene imperio
alguno sobre el alma.
Cuando el
leñador, con los golpes de su hacha, logra derribar el árbol, el pajarillo que
anidaba en sus ramas emprende el vuelo y marcha a posarse en otro lugar, porque
tiene vida propia, independiente, y no sigue las vicisitudes de aquel árbol en
el que estaba circunstancialmente posado.
Algo parecido
ocurrirá con nuestra alma. Cuando la guadaña de la muerte derribe por el suelo
el viejo árbol de nuestro pobre cuerpo, nuestra alma volará a la inmortalidad,
porque tiene vida propia y no necesita del cuerpo para seguir viviendo.
El alma, como
decíamos ayer, comparecerá delante de Dios y será juzgada. Nuestro cuerpo,
mientras tanto, convertido en cadáver, será llevado al cementerio.
No os asuste la
palabra cementerio, señores, porque, cristianamente considerada, no puede ser
más bella, ni más dulce, ni más esperanzadora. ¿Sabéis lo que significa la
palabra cementerio? Proviene del griego “koiméterion”, que significa dormitorio, lugar de reposo, lugar de
descanso.
¡Ah!, en los
cementerios los muertos, en realidad, están dormidos. Están durmiendo nada más,
porque la muerte, que no afecta para nada al alma, tampoco destruye la vida del
cuerpo de una manera definitiva, sino sólo provisionalmente: vendrá la
resurrección de la carne. ¡Los muertos están dormidos nada más!
Los cristianos
deberíamos visitar con frecuencia los cementerios. Es una meditación estupenda,
que eleva el corazón y el alma a Dios. Aquella paz, aquel sosiego, aquella
tranquilidad del cementerio; aquellos epitafios sobre las losas sepulcrales,
cargados de luz y de esperanza; aquellos cipreses que se yerguen hacia el
cielo, señalando la patria de las almas... ¡Cuánta belleza y poesía cristiana, que nada tiene que ver con la
melancolía enfermiza de un romanticismo trasnochado!
La palabra
cementerio no tiene que asustar a nadie; es una palabra dulce, entrañablemente
cristiana: es el dormitorio.
No empleéis nunca
la palabra “necrópolis”, que prefiere la impiedad actual. La palabra necrópolis
significa ciudad de los muertos, y eso
no es verdad. El cementerio no es la ciudad de los muertos. Es el dormitorio, el lugar de descanso.
Nunca, señores,
he experimentado esta verdad con tanta fuerza y con tanta suavidad y dulzura al
mismo tiempo como visitando las Catacumbas de Roma. Un grupo de jóvenes
dominicos españoles, que estábamos ampliando nuestros estudios teológicos en la
Ciudad Eterna, acudimos un día, por la mañanita temprano, a las catacumbas para
celebrar la santa Misa junto al sepulcro de los primeros cristianos. Satisfecha
ya nuestra piedad, un guía hispanoamericano –hablaba perfectamente el español–
nos acompañó por aquellos vericuetos subterráneos, y pudimos contemplar por
todas partes los huesos de aquellos
cristianos enterrados allá en los primeros siglos de la Iglesia, en la época
terrible de las sangrientas persecuciones. Y al llegar a un recodo, por encima
del cual se filtraban, a través de una claraboya, las primeras luces del
amanecer, apagó el guía su linterna eléctrica al mismo tiempo que decía:
“Oigan, Padres, oigan el silencio”. Escuchamos con atención, y efectivamente,
no se oía nada; silencio, paz, sosiego, nada más. Y nos dijo el guía: “Duermen,
duermen. ¡Ya despertarán!”
Este es el
sentido católico del cementerio, señores: un lugar de reposo, un dormitorio. Duermen,
pero despertarán al sonido de la trompeta.
Porque sonará la
trompeta, lo dice el apóstol San Pablo (1 Cor 15, 52). La trompeta –aclara el
evangelista San Juan– será la voz de Cristo (Jn, 5, 28), que dirá: “Levantaos,
muertos, y venid a juicio”. E inmediatamente se producirá el hecho colosal de
la resurrección de la carne. Es un dogma de nuestra fe católica, y en este
sentido tenemos seguridad absoluta de
que se producirá la resurrección, puesto que la fe no puede fallar, ya que se
apoya inmediatamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni
engañarnos. Estamos más ciertos, más seguros de que se producirá el hecho de la
resurrección de la carne que de cualquier verdad matemática o metafísica de
evidencia inmediata. El dato de fe no puede fallar. Pero como la fe nunca
contradice a la razón, y la razón nunca puede contradecir a la fe, los teólogos
han encontrado fácilmente los argumentos de simple razón natural, que muestran
la altísima conveniencia y maravillosa armonía del dogma de la resurrección
universal. Os voy a hacer un brevísimo resumen de tales argumentos.
Los principales
son tres, que Santo Tomás de Aquino expone con la maestría sin igual que le
caracteriza. Os voy a hacer un resumen de su magnífica argumentación.
En primer lugar
hay un argumento ontológico, de alta
envergadura metafísica: por ser el alma la forma sustancial del cuerpo.
Señores: El alma
es una sustancia incompleta, y el cuerpo también. Han sido creados y formados
la una para el otro, para completarse mutuamente constituyendo la persona
humana. El alma dice una relación trascendental hacia su propio cuerpo, una
especie de exigencia del mismo, y el
cuerpo encuentra en su propia alma el complemento adecuado que necesita para
vivir. Son dos sustancias incompletas, repito, que al juntarse y unirse
vitalmente constituyen la persona humana. Al separarse se produce un estado de
violencia, un estado antinatural o, por lo menos, no natural, como decimos en
filosofía. Hay una tendencia del alma hacia el cuerpo, y, en cierto modo, del
cuerpo hacia el alma, porque se necesitan y complementan mutuamente. El cuerpo
separado del alma no es una persona humana, es un cadáver, y el alma separada
del cuerpo tampoco es persona humana. La persona humana resulta de la unión
sustancial del alma y del cuerpo, de suerte que, al separarse el alma del
cuerpo, queda rota nuestra personalidad. El alma sin el cuerpo está incompleta,
le falta algo. Por consiguiente, la sabiduría infinita de Dios, que ha puesto
en el alma esta tendencia trascendental a su propio cuerpo, debe reunir otra
vez esos elementos que Él ha creado para que vivan juntos. He ahí una razón
estrictamente filosófica, ontológica, natural. En virtud de la relación
trascendental del alma hacia su propio cuerpo es convenientísimo que sobrevenga
la resurrección de la carne. Una vez más, la razón confirma el dato de fe.
El segundo
argumento es de tipo moral. El cuerpo
ha sido instrumento del alma para la práctica de la virtud o del vicio. ¡Cuánta
mortificación exige la práctica del Evangelio, la auténtica vida cristiana! El
cuerpo tiene tendencias que tiran hacia abajo; la virtud, exigencias que tiran
hacia arriba. Y ese contraste, ese antagonismo de las dos tendencias, produce
una lucha terrible, que describe dramáticamente el apóstol san Pablo. Para
practicar la virtud hay que hacer un gran esfuerzo. Hay que mortificar
continuamente las tendencias malsanas del cuerpo. Y es muy justo que el cuerpo
que en la práctica de la virtud ha tenido que mortificarse tanto resucite para
recibir el premio que le corresponde. En realidad fue el alma la que luchó y
triunfó con la práctica de la virtud, pero el cuerpo fue el instrumento del que
ella se valió para practicar sus actos más heroicos. Es justo que también el
instrumento reciba su premio correspondiente.
El mismo
argumento vale para reclamar y justificar la resurrección del cuerpo de los
condenados, ese cuerpo que fue instrumento de tantos placeres prohibidos por
Dios. La inmensa mayoría de los pecados que cometen los hombres tienen por
objeto satisfacer las exigencias de su carne, gozar de los placeres prohibidos.
En realidad fue el alma la que cometió formalmente el pecado, pero lo hizo
empujada, y casi obligada, por las exigencias desordenadas del cuerpo. Justo es
que, a la hora de la cuenta definitiva, resucite el cuerpo pecador para que
reciba también su correspondiente castigo. No puede ser más lógico ni natural.
Hay, finalmente,
un argumento teológico de gran
envergadura. Está revelado por Dios que Cristo triunfó plenamente de la muerte
(1 Cor 15, 55). Triunfó de ella, en primer lugar, resucitándose a Sí mismo,
gloriosamente, al tercer día después de su crucifixión y muerte. Y tiene que
triunfar de ella también en todos sus redimidos, buenos y malos. Porque es de
fe, señores, que Cristo murió por todos, no solamente por los predestinados. Y
como la muerte es una consecuencia del pecado, y Cristo vino a destruir ese
pecado, es preciso que la muerte sea vencida en todos sus redimidos, buenos o
malos, ya que este triunfo sobre la muerte corresponde a Cristo como Redentor
de todo el género humano, independientemente de los méritos o deméritos de cada
hombre en particular.
Estos argumentos,
como se ve, manifiestan la alta conveniencia de la resurrección de la carne a
la luz de la simple razón natural, pero nuestra fe no se apoya en estos
argumentos de razón, aunque sean tan claros, tan profundos y tan convincentes,
sino en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. El cielo y la
tierra pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás. Podemos estar bien
seguros de ello.
Y ¿sabéis cómo
resucitaremos, señores?
Maravillosa la
teología de la resurrección de la carne. En primer lugar, resucitaremos con
nuestros propios cuerpos, los mismos que ahora tenemos. Está definido por la
Iglesia. Inocencio III impuso a los valdenses la siguiente profesión de fe:
“Creemos de corazón y confesamos con la boca la resurrección de esta misma
carne que ahora tenemos, y no otra”. La Iglesia ha repetido reiteradamente
semejante rotunda afirmación.
Señores: Es como
para echarse a reír que alguien, en nombre de una pretendida filosofía o de una
seudociencia trasnochada, se empeñe en poner obstáculos a la resurrección del
mismo cuerpo numérico que ahora tenemos. Es como para echarse a reír o, quizá
mejor, para tener compasión de la estupenda ignorancia que con ello se pone de
manifiesto. ¿Qué es más fácil, señores, sacar una cosa absolutamente de la
nada, produciendo el ser en toda su integridad, sin ninguna materia
preexistente, como ocurrió al principio del mundo con el acto creador, o
recoger nuestras propias cenizas, que son algo tangible y existente, aunque el
viento las haya dispersado a los cuatro puntos cardinales? ¡Si para Dios es
ésta la cosa más sencilla del mundo!
Fijaos lo que
ocurre con un electroimán. Aplicado a un montón de basura no recoge, no atare
hacia sí nada más que las limaduras de hierro; las selecciona instantáneamente
y las atrae hacia sí, dejando intacto todo lo demás. Algo parecido ocurrirá con
la resurrección de la carne. El electroimán poderosísimo de la omnipotencia
divina atraerá desde los cuatro puntos cardinales, dondequiera que el viento
las haya dispersado, nuestras propias cenizas y reconstruirá instantáneamente
nuestro mismo cuerpo. El mismo numéricamente, el mismísimo que ahora tenemos,
aunque adornado de espléndidas prerrogativas, como os explicaré en una de mis
próximas conferencias.
Señores: La
química moderna ha logrado desintegrar el átomo. Pero desde mucho atrás
sabíamos ya que dentro del átomo existe todo un verdadero sistema planetario.
Millones y millones de electrones, que, girando vertiginosamente en trillonadas
de revoluciones por minuto, nos dan la sensación de la materia continua, cuando en realidad no existe más que la materia
discreta, o discontinua. El mundo de
la materia se reduce a combinaciones de electrones. No existe más que
electricidad; lo demás son meras ilusiones ópticas. En un pedazo de madera, que
parece compacto y continuo, hay trillonadas de elementos ultramicroscópicos,
que están dando vueltas vertiginosamente, a velocidades fantásticas, dándonos
la sensación de una cosa continua, cuando en realidad no hay más que una danza
gigantesca de electrones.
En el mundo de la
materia no hay más que electrones. La diversidad específica de las cosas
materiales que nos rodean obedece al distinto modo de combinarse esos elementos
tan simples. En el mundo de la materia no hay más que electrones y
combinaciones de electrones.
Ahora bien: la
omnipotencia de Dios, que supo sacar de la nada todos esos electrones, ¿no
podrá volverlos a reorganizar en una determinada forma, aunque estén dispersos
los que pertenecían a nuestro propio cuerpo por los cuatro puntos cardinales
del universo?
Repito, señores.
Es como para echarse a reír ver a tantos pseudosabios racionalistas poniendo dificultades,
desde el punto de vista científico, a una simple y sencilla reorganización de
la materia, que es lo único que se requiere para que se produzca el hecho
colosal de la resurrección de la carne.
No vale objetar
que esa reorganización instantánea de la materia no envolvería dificultad
alguna si una misma y determinada materia hubiera pertenecido únicamente a una
sola y determinada persona sin pasar jamás a otra, pero es del todo imposible
cuando ha formado parte de varias personas distintas, como ocurre, por ejemplo,
en el caso de los antropófagos.
No se sigue
inconveniente alguno de este hecho. Porque, como explica Santo Tomás, para que
se resucite el mismo cuerpo numéricamente no se requiere que se integre a él toda la materia que lo constituyó anteriormente.
Basta con que se recupere la suficiente para salvar la identidad numérica,
supliendo la divina potencia lo que falte. Pues aun en este mundo vemos que el
niño va creciendo y desarrollándose –cambiando totalmente o en parte
grandísima, la materia corporal que lo constituye–, sin que deje de tener
siempre el mismo cuerpo.
Sin duda alguna
que la resurrección de la carne constituirá un gran milagro, que trasciende en
absoluto las fuerzas de la simple naturaleza. Pero la omnipotencia divina lo
realizará con suma facilidad y sencillez. Para el que supo sacar de la nada
todo cuanto existe al conjuro taumatúrgico de su palabra creadora, no puede
ofrecer dificultad alguna la simple reorganización de una materia ya existente,
aunque el viento la haya dispersado por el mundo.
La segunda
cualidad de los cuerpos resucitados será la integridad
perfecta. Ello quiere decir que resucitará sin los fallos y deficiencias
que acaso tuvieron en este mundo deformidades, falta de algún miembro,
etcétera.).
Y ¿por qué así?
Santo Tomás expone tres argumentos de alta conveniencia: Porque la resurrección
será obra de Dios, que nunca hace las cosas imperfectas; porque es conveniente
que los buenos reciban en la integridad de su cuerpo la plenitud del premio, y
los malos, la plenitud del castigo; y porque deben resucitar todos los miembros
que el alma tenga aptitud natural para informar, con el fin de que no quede
manca, o imperfecta, esa tendencia natural.
Resucitaremos
íntegros. Y según una opinión probable, compartida por gran número de teólogos
y de Santos Padres, los bienaventurados resucitarán en plena edad juvenil,
porque Cristo –modelo de los resucitados gloriosos– resucitó joven, en la
plenitud de su vida, y porque la juventud es la edad más hermosa de la vida y
es conveniente que los eternos moradores del cielo resuciten con un cuerpo
hermosísimo, en el que brillen todos los encantos de una perpetua y radiante
primavera. Repito, sin embargo, que esto no es un dato de fe, sino sólo una
opinión teológica muy bella y razonable.
Sublime el dogma
de la resurrección de la carne. Pero terriblemente trágico lo que ocurrirá
inmediatamente después de producirse ese hecho. La asamblea de todos los
resucitados, buenos y malos, comparecerá delante de Cristo Juez para la
celebración del tremendo drama del juicio universal, en el que vamos a meditar
unos instantes.
Ha sido el mismo
Jesucristo quien se ha dignado describir con toda clase de detalles la escena
del juicio final. No se trata de una opinión teológica más o menos probable.
Son datos de fe. Constan expresamente en el Evangelio.
En él se nos dice
que aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre –la santa cruz, acaso la
misma numéricamente en que se consumó el sacrificio del Calvario–, y
contemplarán todos los resucitados al mismo Hijo del Hombre, que vendrá sobre
las nubes con gran poder y majestad. Y ante Él caerán de rodillas todos los
hombres del mundo, los buenos y los malos, los bienaventurados y los
condenados. Tendrán que ponerse de rodillas ante Cristo glorioso los que en
este mundo le persiguieron, los que le escupieron, los que le clavaron en la
cruz, los grandes perseguidores de la Iglesia, los que intentaron borrar su
nombre de la historia de la humanidad. Santo Tomás de Aquino explica que hasta
los mismos condenados contemplarán aquel día la gloria radiante de Cristo para
su mayor vergüenza, espanto y confusión. Y entonces es cuando se realizará la
separación tremenda y definitiva. No quiero añadir un solo detalle por mi
cuenta. Escuchad las palabras mismas del Evangelio:
“Cuando el Hijo
del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su
trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a
unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las
ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los
que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo...”
Y dirá a los de
la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el
diablo y sus ángeles...”
E irán al
suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-46).
Estos son los
datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que actuará
de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se
cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es
conveniente que examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple
razón natural descubre ante el hecho formidable del juicio final.
La primera de
todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor
Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene
perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro
Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, “se anonadó tomando la forma de
esclavo y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por
lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que
se doble ante Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil.
2, 7-11).
Es necesario, en
efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa compensación
de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta qué
punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso
venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer. Nació como
un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un
pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, “porque no
hubo lugar para ellos en el mesón”. Si San José y la Virgen María hubieran
poseído grandes bienes de fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en
el mesón! Pero eran unos pobres aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que
nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo
después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como un
malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de
privaciones y trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del
señorito, sino las ásperas del obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a
predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los enfermos,
devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los
paralíticos y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y,
a pesar de ello, los escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron
brutalmente: “¡Es un samaritano! ¡Hace los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es
un embaucador de las masas, está soliviantando al pueblo!” Y cuando lograron
crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron burlescamente:
“¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en Ti!” Y
Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y
carcajadas, aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su
muerte infamante en la cruz. Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando
aquellos dolores y humillaciones inefables.
Y después de su
muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue
persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos
arrojados a las fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados...,
y eso no en una época determinada de la historia, sino –con mayor o menor
intensidad– siempre y en todas partes. Y todavía hoy, tras el terrible telón de
acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la indiferencia o la
complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía
quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan de
rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales
enemigos: desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde
Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo
internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y
reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo
grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una
segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud
ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
En este mundo,
señores, suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y escarnecida,
suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de
las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y
conocidos, que renuncio a poner ninguno.
No os escandalice
este hecho, señores. No os cause extrañeza alguna, porque tiene una explicación
clarísima a la luz de la teología católica y aún del simple sentido común. Ha
sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos: en este mundo
triunfarán siempre los malos, y los buenos serán siempre perseguidos. ¡Siempre!
No os escandalice
esto, que la explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica de la
infinita justicia de Dios. ¿Os extraña esta afirmación? Tened la bondad de
escucharme un momento.
No hay hombre tan
malo que no tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que no tenga algo de
malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo poco
bueno que tienen y ha de castigar a los buenos lo poco malo que hacen. Esto es
cosa clara: lo exige así la justicia de Dios.
Ahora bien: como
los malvados, en castigo de sus crímenes, irán al infierno para toda la
eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y
como los buenos han de ir al cielo para toda la eternidad, Dios comienza a
castigarles en esta vida lo poco malo que tienen, con el fin de ahorrarles
totalmente, o en parte, las terribles purificaciones ultraterrenas.
Ahí tenéis la
clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal de que
un hombre malvado acabará en el infierno para toda la eternidad, es que siendo
efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral,
etc., triunfe en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis
envidia por sus triunfos, tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para
toda la eternidad! Dios le está premiando en este mundo lo poquito bueno que
tiene y le reserva para el otro el espantoso castigo que merece para toda la
eternidad. ¡No tengáis envidia de los malvados que triunfan, tenedles profunda
compasión!
En cambio, no
tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos que en este
mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones. Tenedles más bien,
una santa envidia; porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las
claras que Dios les castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas
faltas y flaquezas para darles después el premio espléndido de sus virtudes en
la eternidad bienaventurada.
Los Santos,
señores, veían con toda claridad estas cosas. Iluminados por las luces de lo
alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizá
Dios les quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban,
reservando para el otro el castigo de los muchos defectos que su humildad
multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario: cuando el mundo les perseguía,
cuando les pisoteaban, levantaban sus ojos al cielo para darle rendidas gracias
a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el cielo, por toda
la eternidad.
Esto que los
Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que aparezca con la
misma evidencia palmaria ante la humanidad entera.
Es preciso que se
desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el fracaso de los
buenos. Tiene que haber un juicio universal y lo habrá. Entonces volverán las
cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que
verdaderamente han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad.
Esto que acabamos
de decir en términos generales, podría concretarse en infinitos casos
particulares. ¡Cuántas veces el justo e inocente aparece ante los hombres como
culpable y pecador! Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen,
virtudes heroicas ignoradas o perseguidas...
Las cosas no
pueden quedar así. En el juicio particular se hace justicia a todos, pero
únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya
otro segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiante ante todos la
inocencia ultrajada de los justos.
Y, al contrario,
¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los más
vulgares malhechores! El caballero “intachable” que tenía tratos con una mujer
que no era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por
comerciante “inteligente”; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como
modelo y ejemplar de buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con
edificante piedad después de haberse callado, a sabiendas, un pecado grave en
la confesión; los crímenes conyugales perpetrados en el seno del hogar al
amparo de las tinieblas... Todo aparecerá a la faz del mundo el día de la
cuenta definitiva.
Y los pecados
colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las injusticias
sociales, los negocios fabulosos, las recomendaciones injustas, las
maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios
permite tamañas monstruosidades? Sencillamente porque habrá un juicio final en
el que Dios mismo echará abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas
enmascarados y pronunciará el anatema eterno sobre tantos crímenes impunes.
Estas son,
señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin
esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del juicio universal. Nuestra
fe, sin embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de
Jesucristo. Lo ha revelado Él: habrá un juicio universal y habrán de comparecer
en él todos los hombres del mundo, sin excepción.
Pero todavía
concretó mucho más Nuestro Señor Jesucristo en el anuncio y descripción del
juicio final. Se dignó revelarnos, con todo detalle, la sentencia misma que
pronunciará en aquella tremenda asamblea mundial. Hela aquí, tomada
textualmente del Evangelio:
“Entonces dirá el
Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión
del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve
hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me
acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y
vinisteis a verme”.
Y le responderán
los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te
dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”
Y el Rey les
dirá: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a Mí me lo hicisteis”.
Y dirá a los de
la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el
diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y
no me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no
me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.
Entonces, ellos
responderán, diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o
peregrino, o desnudo, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos?” Él les
contestará diciendo: “En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con
uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.
E irán al
suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna”. (Mt 25, 34-46).
Señores: esto es
dogma de fe, son palabras de Cristo, no son opiniones inventadas por los
teólogos, no son “cosas de curas y de frailes”, como dicen insensatamente los
incrédulos. Son cosas de Cristo, están en el Evangelio, se cumplirán al pie de
la letra.
Es conveniente,
señores, que meditemos un poco en el verdadero significado y alcance de esa
fórmula divina del juicio universal.
Sería un error
pensar que en el juicio final se nos examinará exclusivamente sobre la práctica
de las obras de caridad. Es cosa clara e indiscutible, que tanto en nuestro
juicio particular, como en el juicio universal, se nos juzgará acerca de todo
el conjunto de la Ley de Dios, sin excluir ninguno de sus mandamientos. Pero no
olvidemos que, en cierta ocasión, los escribas y fariseos preguntaron al mismo
Cristo: “Maestro, dinos: ¿Cuál es el primero y más importante de los preceptos
de la Ley? Y Jesucristo contestó, sin vacilar: Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y
el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como
a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas” (Mt 22,
35-40).
Con esta
respuesta, Cristo quiso poner de manifiesto que, ante todo y sobre todo, la ley
evangélica es una ley de caridad. Por eso aludirá a ella especialísimamente en
la fórmula del juicio universal. Se nos examinará, sin duda alguna, de toda la
ley y los profetas; pero, ante todo, y sobre todo, de la caridad, que es su
resumen y compendio.
Se nos
preguntará, principalmente, si hemos dado de comer al hambriento y de beber al
sediento; si hemos visitado a los enfermos y presos; si hemos vestido al
desnudo y hospedado a los peregrinos; si hemos enseñado al que no sabe,
corregido al que yerra y dado buenos consejos al que los necesitaba; si hemos
consolado al triste y hemos sufrido con paciencia los defectos de nuestros
prójimos.
Señores, ante
todo, y sobre todo, la caridad. Hay mucha gente que está completamente
equivocada; son legión los que han falsificado el cristianismo. No sin alguna
razón nos echan en cara por esos mundos de Dios a los católicos españoles que
hemos falsificado el catolicismo, que lo hemos transformado en una serie de
cofradías y capillitas, de procesiones y desfiles espectaculares, y nos hemos
olvidado de la verdad, de la justicia y de la caridad. Esto es lo que habría
que hacer, sin omitir aquello, como dice el Señor en el Evangelio. Todo aquello
está muy bien. Benditas cofradías, benditas procesiones, benditos escapularios
y medallas. Pero esto sólo, ¡no! Esto sólo, no es el catolicismo.
El catolicismo
es, ante todo, y sobre todo, caridad, amor, compenetración íntima en Cristo de
los de arriba y de los de abajo y de los del medio: “Ya no hay judío ni griego;
ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer; todos sois uno en
Cristo” (Gal 3, 28).
Este es el
verdadero cristianismo. Ante todo, y sobre todo, caridad. Que hay muchos
cristianos, señores, que pertenecen a todas las cofradías, que andan cargados
de escapularios y de medallas y no tienen caridad. Y cometen con ello un
gravísimo escándalo, porque hacen odiosa la religión a los fríos e indiferentes
y esterilizan la sangre de Cristo sobre tantos y tantos desgraciados.
Señores: ante
todo, y sobre todo, la caridad. La salvación del mundo, la salvación de esta
sociedad pagana y alejada de Dios, no podrá venir de otra manera que por una
auténtica y desbordada inundación de caridad por parte de todos los católicos
del mundo. Mientras no practiquemos la caridad no seremos auténticamente
cristianos, no podremos llevar al mundo el auténtico mensaje de Cristo. La
caridad por encima de todo.
¡Ah!, pero no
olvidemos que la caridad, la reina de todas las virtudes, no puede venir en suplencia
de la justicia, otra virtud fundamentalísima. La caridad no puede ser el
paliativo que encubra los fraudes de la justicia, sobre todo de la social;
tiene que venir a completarla, a darle su último toque, su esplendor y su
brillo cristiano. Hay que practicar la justicia social en la forma proclamada
en estos últimos tiempos por los grandes Papas, Vicarios de Cristo en la
tierra. El obrero, el trabajador tiene derecho a comer, no en plan de limosna,
no en plan de caridad: en plan de estricta justicia social. El obrero, señores,
por su mera condición de persona humana, por el solo hecho de haber nacido,
tiene derecho a percibir –a base de su trabajo– el jornal suficiente para vivir
él, su mujer y sus hijos.
La doctrina
social de la Iglesia está bien clara: salario familiar, participación en los
beneficios de la empresa, introducción progresiva en el contrato de trabajo de
elementos del contrato de sociedad. Y el empresario, el patrono, que pudiendo
incorporar esta doctrina a su empresa o negocio –aunque sea, naturalmente,
disminuyendo sus pingües ganancias– no lo hace, es un mal católico y está
quebrantando uno de sus más gravísimos deberes.
Claro está que el
obrero tiene, por su parte, la obligación de trabajar. Porque es preciso
reconocer que se está abusando demasiado al proclamar exclusivamente los
derechos de los obreros, sin hablarles jamás de sus deberes. Es preciso
proclamar bien alto que los obreros tienen derechos indiscutibles por exigencia
de la ley natural: tienen derecho al salario suficiente, tienen derecho a
comer. ¡Pero tienen también obligación de trabajar! No es lícito boicotear a la
empresa, dejar de trabajar y exigir un salario individual o familiar que no se
ha ganado honradamente con el trabajo estipulado. ¡Que trabaje el obrero y que
el patrono le dé el salario que necesita para atender a sus necesidades! Los
dos tienen que cumplir sus deberes para que puedan reclamar sus derechos. Eso
es lo que pide y exige la justicia más elemental y hasta la verdadera caridad
cristiana.
¡Ah, si practicáramos
todos la verdadera justicia social, completada por la más entrañable caridad
cristiana! ¡Qué pronto cambiaría la faz del mundo! Serían imposibles los
conflictos sociales, los cataclismos internacionales, la amenaza continua de la
guerra.
Cumplidas todas
las exigencias de la justicia social, todavía queda un amplio margen para la
caridad cristiana. ¡Cuántos sufrimientos y dolores se pueden aliviar, cuántas
lágrimas enjugar con el pañuelo de la caridad cristiana!
¡Ricos que me
escucháis! Tenéis en vuestras manos un gran instrumento de salvación. Utilizad
esas riquezas para granjearos amigos en el cielo, como dice Nuestro Señor en el
Evangelio. Utilizad esas riquezas para practicar, con mano espléndida, la
limosna al necesitado, como pide la caridad cristiana. Justicia social, sin
duda alguna; pero ella sola no basta. La justicia puede mitigar las luchas
sociales, pero nunca podrá realizar la unión de los corazones. Es preciso
completar la justicia con la caridad cristiana. Y entonces, sí, señores. Cuando
los de arriba y los de abajo y los del medio practiquemos la gran virtud, de la
que están pendientes toda la ley y los profetas, seremos auténticamente
cristianos y alcanzaremos, en el juicio final, la dicha inefable de estar a la
derecha de Jesucristo para oír de sus labios divinos la sentencia suprema que
habrá de hacernos felices para toda la eternidad. Así sea.