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jueves, 28 de febrero de 2019

REFLEXIÓNES SOBRE LA APOSTASÍA EN NUESTROS DIAS



    ¿Qué puede hacer el católico tradicional hoy día? Debe permanecer todavía interesado principalmente en la salvación de su alma.

  San Hilario de Poitiers aconsejó a los católicos de Milán que abandonaran sus iglesias y se reunieran en los bosques y en las cavernas, antes que permanecer bajo el obispo arriano Auxentius: “De una cosa os pido que os cuidéis –del Anticristo.

  Cuando San Atanasio fue informado que todos los obispos estaban en desacuerdo con él: “Esto prueba solamente que todos ellos están contra la Iglesia”.

  En un cierto sentido, el católico fiel no tiene ninguna elección. No puede preguntar con Pilatos, “¿Qué es la Verdad?”, sino que debe aceptar esa “Verdad infalible” que Cristo ha revelado a su Iglesia. Lo que importa es que el católico debe adherirse con todo su corazón, con toda su mente y con toda su alma, a ese mismo cuerpo de la Verdad que es la Verdad de Todos los Tiempos. No es nuestro “derecho”, sino más bien es nuestra “obligación” hacerlo.

  Se sigue, entonces, que el católico debe rechazar todo cuanto en el Concilio Vaticano II se aparta de algún modo del “depósito” de la Fe. Debe rechazar también toda manera ambigua o equívoca de afirmar la Verdad. Debe rechazar también todo cuanto sugiera, aun ligerísimamente, la “innovación”. Si el “Canon”  tradicional de la  Misa es de origen “apostólico” entonces no hay modo alguno de que pueda aceptar un canon sintético de origen puramente “humano”. Todo esto NO es asunto de que “ejercite su libertad personal de conciencia”, es, antes al contrario, asunto de una OBLIGACIÓN  en conciencia –una conciencia bien formada- una conciencia moldeada por ese cuerpo de doctrina tradicional que ha sido “creída por todos, creída siempre y creída en todas partes” desde la época de Cristo. Cualquier tentativa por parte de la nueva Iglesia posconciliar (bien derive de los “papas”, de la jerarquía o del ordinario local) para obstaculizar en esto, es un ataque directo contra su alma.

  El Cardenal San Roberto Belarmino dice: “Es legítimo resistirle (al Papa) si ha asaltado a las almas…Es legítimo, digo, resistirle no haciendo nada de lo que manda y obstaculizando el cumplimiento de su voluntad…”

  Nadie puede ocultarse tras la máscara de la ignorancia. Nadie puede pretender que no es responsabilidad suya conocer su fe. Hacerlo así es parecerse uno mismo a aquellos que fueron incapaces de acudir “al convite de bodas” porque tenían que guardar sus bueyes. Es solamente ante una abrumadora ignorancia de la fe que los nuevos teólogos son escuchados. Es solamente en una sociedad cuyos miembros están satisfechos con los espectáculos de televisión y las revistas ilustradas donde los modernistas pueden ser incluso ser escuchados. Hay que retornar a los autores santificados que a lo largo de la historia nos han sido dados como “ejemplares” por la Iglesia de Todos los Tiempos. Es digno de destacar que, desde el Concilio de Trento, solamente dos Papas han sido canonizados: El Papa Pío V que se expresó con tanta claridad sobre las cuestiones litúrgicas, y el Papa Pío X que hizo lo mismo en el dominio de la doctrina. ¡Rechazar lo que han dicho estos hombres eminentes es equivalente a la apostasía!

  Debemos adherirnos a la Verdad con toda nuestra voluntad.
  San Jerónimo dijo: “Si os salís de la vía un poco,  no constituye ya ninguna diferencia si os dirigís a la derecha o a la izquierda; lo que importa es que ya no estáis en la vía recta”.

  Hay solamente una Iglesia y aquellos que son de convicción “conciliar” han apostatado de ella.

    “Aún en los lugares más elevados, será Satán quien gobierne y decida la marcha de los acontecimientos. Se insinuará inclusive en los cargos más elevados de la Iglesia. Será un tiempo de pruebas difíciles para la iglesia [oficial]. Cardenales oponiéndose a Cardenales, obispos contra obispos… Satán estará atrincherado entre sus filas… la Iglesia estará oculta y el mundo se sumergirá en el desorden.” Nuestra Señora de Fátima

  “Roma devendrá la sede del Anticristo” Nuestra Señora de la Sallette

  Búsquese en las Escrituras.  San Pablo nos advierte de la “Gran Apostasía” que prevalecerá en los últimos días.
No estamos siendo probados más allá de nuestras fuerzas. No hay nada que nos haya impedido nunca ser católicos sino  nuestra propia cobardía.

  Dada las presentes circunstancias, no es obligatorio para los católicos, porque no es posible, recibir los sacramentos tan regularmente como en los antiguos días. Dios no pide lo imposible.Es, sin embargo, esencial que vivan su fe  con plenitud máxima y que se nieguen a participar en las falsas formas de culto y a apoyar a aquellos que han usurpado los indumentos exteriores de la Iglesia Católica. 

Ningún católico puede asistir al Novus  Ordo Missae con buena conciencia (es decir, con una conciencia católica), no importa con cuánta “reverencia” sea dicho. Ningún católico puede enseñar a sus hijos partiendo de los nuevos catecismos “oficiales” de la Iglesia posconciliar. Ningún católico debe asentimiento ciego a los errores del Vaticano II, ni obediencia a los mandatos pecaminosos de nadie, sin que importe su rango eclesiástico. Ningún católico puede esperar conservar su fe sin un considerable sacrificio y sufrimiento. Cristo nos previno sobre un tiempo de gran tribulación, cual no la ha habido desde el comienzo del mundo… (Mateo XXIV, 21). Finalmente, Él nos prometió que  “el que persevere hasta el fin, ese se salvará” (Mateo XXIV, 13). Elevemos nuestra plegaria a fin de que podamos estar entre el “remanente” en quien se conserva la tradición cristiana.

Quien quiera que seáis vosotros que afirmáis nuevos dogmas, yo os suplico que respetéis los oídos romanos, que respetéis esa fe que fue alabada por la boca del Apóstol. ¿Por qué, después de cuatrocientos años intentáis enseñarnos lo que nosotros sabíamos hasta ahora? ¿Por qué presentáis doctrinas que ni Pedro ni Pablo pensaron que fuera oportuno proclamar? Hasta este día el mundo ha sido cristiano sin vuestra doctrina. Yo me aferraré en mi ancianidad a esa fe en la cual fui regenerado cuando era un muchacho» San Jerónimo

Coomaraswamy

lunes, 25 de febrero de 2019

CARACTER DE LA ESPOSA CRISTIANA





El Buen Carácter

   El buen carácter de una esposa cristiana consiste en esa igualdad de ánimo y esa dulzura de trato que debe informar sus relaciones con su esposo, sus padres, sus servidores y todos sus prójimos.

   ¿Pongo buena cara a los contratiempos de toda índole, a las mil pequeñas contrariedades que pueden sobrevenirme?

   La mujer de buen carácter es buena, dulce, paciente, sonríe en todas ocasiones. Con sola su mirada endulza las amarguras y calma la tormenta. Tiene en sus labios una palabra amistosa, de consuelo, para todos los infortunios. ¡Es el ángel de la felicidad doméstica! No deja esto de imponer sacrificios costosos; pero se considera tan dichosa en poder contribuir a la dicha de los demás!

   Su marido y los suyos le profesan un profundo afecto.
   La paz y la felicidad del hogar tienen por causa el buen carácter de la madre de familia.

   La verdadera caridad se ingenia en aparecer siempre amena y complaciente.

   ¿Qué hago para que vayan formándose mis hijos un buen carácter?

   La mujer de mal carácter por su humor variable, vivo, colérico, avinagrado, caprichoso, amable quizá para unos, pero insoportable con frecuencia para los suyos, no puede producir sino males entre los que la tratan.

   Esta mujer, infeliz en sí misma,  está mal vista de todos, por la sola razón de su mal carácter.
   Tales faltas de mal humor pueden no llegar a culpables, pero son con frecuencia las que motivan las culpas, no sólo propias, sino también ajenas, y, lo que es peor todavía, resultan casi siempre la causa deplorable de las discordias y de la desgracia de las familias.

   ¿Cómo puede ser feliz un marido en compañía de una esposa de semejante temperamento?
   Sufrir y hacer sufrir a los otros son para la mujer las tristes consecuencias de un mal carácter.

   ¿Reconozco que me basta tener mal carácter para ser siempre desgraciada y para hacer desgraciados a los que viven conmigo?
   ¿Me dejo llevar de la cólera cuando no veo inmediatamente cumplidos mis deseos? ¿Soy vengativa, imperiosa, quejumbrosa? ¿Domino alguna vez en mi alma el rencor, ese defecto tan común en la mujer, poniéndome en el trance de mentir a Dios, en mi oración: “Padre nuestro… perdónanos nuestras deudas, como  nosotros perdonamos?”

   Para reformar el carácter además de la oración, podemos señalar cinco medios que son:

1.- El espíritu de Fe, al obligarte a ver a Dios en el prójimo, te impulsará a vigilar tu carácter y tus palabras.
2.- Por medio del espíritu de caridad, amarás a tu prójimo como a ti misma, y procurarás, por ende, tratarle con amabilidad de carácter. Evitarás las suposiciones y comentarios malévolos, celosos o curiosos.
3.- Por el espíritu de abnegación y de humildad, no te creerás tan fácilmente ofendida en la estima y consideración que de los otros esperas.
4.- Una acertada dirección, te ayudará a enmendar tus defectos. Da cuenta al director espiritual de las resoluciones que haces y de tu fidelidad en cumplirlas.
5.- Con la comunión frecuente notarás que Jesús se comunica a ti con su humildad, su bondad, su paciencia y su dulzura.
   ¿Le pido al Señor en mis oraciones el espíritu de fe, de caridad y de abnegación que me son necesarios para la reforma de mi carácter?
   En los días en que comulgo ¿pongo cuidado en hacer que en mí se venere la presencia del Señor, revistiéndome de los encantos de una bondad y de una paciencia a toda prueba?

   A semejanza del piloto cuya vista está puesta en la aguja de la brújula para imprimir dirección a su navío, la mujer de convicción no aparta la vista de Dios, que es el camino, la verdad y la vida, orientadores de su conducta. Esa mujer de carácter y de convicción es también, por regla general, una mujer casta; su fortaleza se halla en razón directa de su castidad, que la fuerza a amar la virtud y a vivir resuelta a todo antes que a doblegarse ante aquello que su conciencia reprueba.

   PLEGARIA
   Os suplico Dios mío, por intercesión de vuestra dulcísima, misericordiosísima y amabilísima Virgen María, que os dignéis enriquecer mi corazón con un carácter conciliador, dulce y amable, pero siempre indisolublemente ligado a mi deberes. Ayúdame a reformar en  mi carácter todo cuanto hay de molesto o pusilánime, y desterrad de él cuanto no sea conforme a vuestro divino beneplácito.

Misión y Virtudes Sociales de la Esposa Cristiana

sábado, 23 de febrero de 2019

EL GRAN MISIONERO DEL CIELO ES EL INFIERNO


EL INFIERNO
Monseñor De Ségur
SI LO HAY – QUÉ ES – MODO DE EVITARLO
Paris, 1875

ASEGURAR LA SALVACION ETERNA POR MEDIO DE UNA VIDA SERIAMENTE CRISTIANA

                ¿Quieres, amadísimo lector, estar aún más seguro de evitar el infierno? No te contentes con evitar el pecado mortal y combatir los vicios y faltas que a él conducen; lleva una buena y santa vida, seriamente cristiana y llena de Jesucristo.
                Haz como las personas prudentes que tienen que pasar por caminos difíciles y rodeados de precipicios, los cuales por miedo de caer en ellos se guardan bien de andar por el borde, donde un simple mal paso podría serles fatal; toman prudentemente el otro lado de la vía, y se alejan tanto como pueden del derrumbadero. Haz, pues, lo mismo; abraza generosamente la hermosa y noble vida llamada vida cristiana, vida de piedad.
                Guiado por los consejos de algún santo sacerdote, imponte un método de vida, en el cuál harás entrar, conforme a las necesidades de tu alma y a las circunstancias exteriores en que te hallares, algunos buenos y sólidos ejercicios de piedad, entre los cuales te recomiendo los siguientes, que están al alcance de todo el mundo:
                Empieza y acaba siempre los días con una oración muy cordial y devota.
                Añade mañana y tarde la atenta lectura de una o dos páginas del Evangelio o de la Imitación, o de cualquier otro libro bueno que tengas a la mano; y después de esta pequeña lectura, guarda algunos minutos de recogimiento y de buenas resoluciones, por la mañana para el día y por la tarde para la noche, pensando en la muerte y en la eternidad.
                Toma la excelente costumbre de hacer la señal de la cruz cuantas veces entres y salgas de tu cuarto. Esta práctica, tan sencilla, en sí misma es muy santificante. Pero pon cuidado en no hacer nunca esta señal con ligereza, sin pensar en ella y por rutina, como hacen muchos: debes hacerla religiosa y gravemente.
                Procura, si los deberes de tu estado te lo permiten, ir a Misa todos los días temprano, a fin de recibir cada día la bendición de Dios, y tributar a N.S.J. los homenajes que le debemos en su augusto Sacramento. Si no te fuera posible, procura al menos adorar al Santísimo Sacramento, ya sea entrando en la iglesia o bien de lejos y desde el fondo de tu corazón.
                Rinde igualmente todos los días y con un corazón verdaderamente filial a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y de los cristianos, algún homenaje de piedad, amor y veneración. El amor a la Santísima Virgen, unido al del Santísimo Sacramento, es una prenda casi infalible de salvación; y ha demostrado en todos los siglos la experiencia que N.S.J concede gracias extraordinarias, durante la vida y al momento de la muerte, a todos aquellos que invocan y aman a su Madre.
                Lleva siempre contigo un escapulario, una medalla o un rosario.
                Adquiere y no dejes jamás el hábito de confesarte y comulgar a menudo. La Confesión y la Comunión son los grandes medios ofrecidos por la misericordia de Jesucristo a todos aquellos que quieren salvar y santificar sus almas, evitar las faltas graves y crecer en el amor del bien y en la práctica de las virtudes cristianas.
                En este punto no puede darse una regla general; pero si puede afirmarse  que los hombres de buena voluntad, es decir, aquellos que quieren sinceramente evitar el mal, servir a Dios y amarlo de todo corazón, son tanto mejores, cuanto comulgan con mayor frecuencia. Cuando uno se encuentra así dispuesto, lo más es lo mejor;  y aunque fuese muchas veces por semana, y hasta cada día, no sería demasiado. Casi todos los buenos cristianos harían muy bien, si pudiesen, en santificar los domingos y fiestas de guardar con una buena Comunión, sin dejar de hacerlo nunca por su culpa. El célebre Catecismo del Concilio de Trento llega a decir que debe recibir los sacramentos todos los meses un cristiano algo cuidadoso de su alma.
                Finalmente, proponte en tu sistema de vida el combatir incesantemente las dos o tres faltas que hayas notado o que te hayan hecho notar en ti: este es el flanco débil de la plaza, y es evidente que por él, en uno o en otro momento, intentará el enemigo sorpresas y golpes de mano. Evita como el fuego las malas compañías y las malas lecturas.
                Ya comprendes, querido lector, que lo que te recomiendo no es una obligación y dista mucho de serlo. Pero repito, si entras en este camino de generosidad y de fervor, y si marchas por él resueltamente, aseguraras de un modo completo el importantísimo asunto de tu eternidad, y estarás cierto de evitar las penas del infierno, como está seguro de evitar las privaciones de la pobreza quien por una prudente y sabia administración aumenta poderosamente su fortuna.
                En todos los casos no dejes de tomar de estos consejos lo que puedas seguir; trabaja por lo mejor; pero por el amor de tu alma, por el amor de tu Salvador, que por ella ha derramado toda su sangre, no te avergüences del Evangelio, y sé cristiano de verás.
                Piensa a menudo, piensa seriamente en el infierno, en sus penas eternas, en su fuego devorador, y te prometo que irás al cielo.
EL GRAN MISIONERO DEL CIELO ES EL INFIERNO
Monseñor De Ségur.
(1875)

martes, 19 de febrero de 2019

¿QUIENES SON LOS QUE SIGUEN EL CAMINO DEL INFIERNO?


EL INFIERNO
Monseñor De Ségur
SI LO HAY – QUÉ ES – MODO DE EVITARLO
Paris, 1875


                Son en primer lugar  los hombres que abusan de la autoridad, en cualquier orden, para arrastrar al mal a sus subordinados, ya por la violencia, ya por la seducción. Les aguarda un “juicio muy duro”. Verdaderos Satanases de la tierra, a ellas van dirigidas en la persona de su padre las terribles palabras de la Escritura: “Oh Lucifer, como has caído de las alturas del cielo?[1]

                Son todos aquéllos que abusan de los dones de la inteligencia para apartar del servicio de Dios a las pobres gentes y para arrancarles la fe. Estos corruptores públicos son los herederos de los fariseos del Evangelio, y caen bajo este anatema del Hijo de Dios:
                “¡Desgraciados de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque cerráis a los hombres el reino de los cielos, donde no entráis vosotros e impedís que los otros entren (…). ¡Desgraciados de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque recorréis tierra y mares para ser un prosélito, y cuando lo habéis ganado hacéis de él un hijo del infierno, doblemente peor que vosotros”[2]

                A esta categoría pertenecen los publicistas impíos, los profesores de ateísmo y de herejía, y la turba de escritores sin fe y sin conciencia, que cada día mienten, calumnian, blasfeman, y de quienes se vale el demonio, padre de la mentira, para perder las almas e insultar a Jesucristo.

                Son los orgullosos que, llenos de sí mismos, desprecian a los demás y les arrojan inhumanamente la piedra; hombres duros y sin corazón, encontrarán, sí a la hora de su muerte no se convierten, un Juez también inexorable.

                Son los egoístas, los ricos depravados, que sumergidos en las cenagosas aguas del lujo y de la sensualidad, no piensan más que en sí mismos y olvidan a los pobres. Testigo el mal rico del Evangelio, de quien Dios mismo ha dicho: “Fue sepultado en el infierno”[3].

                Son los avaros, que no piensan sino el amontonar el oro, que olvidan a Jesucristo y la eternidad. Son esos hombres metalizados, que por medio de negocios más que dudosos y por medio de injusticias sórdidamente acumuladas, y de comercios indecorosos, por medio de compras de bienes de la iglesia, hacen o no han hecho su fortuna, grande o pequeña, sobre bases que la ley de Dios reprueba. De ellos está escrito “que no poseerán el reino de los cielos”[4].

                Son los voluptuosos que viven tranquilamente, sin remordimientos, en sus hábitos impúdicos, que se abandonan a todas sus pasiones, no tienen más Dios que su vientre,[5] y acaban por no conocer otra felicidad que los goces animales y los groseros placeres de los sentidos.

                Son las almas mundanas, frívolas, que no piensan más que en divertirse, en pasar locamente el tiempo, gentes honradas según el mundo, que olvidan la oración, el servicio de Dios, los sacramentos de salvación. No tienen cuidado alguno de la vida cristiana, no piensan en su alma, viven en estado de pecado mortal y tienen apagada la lámpara de su conciencia, sin por esto inquietarse. Si el Señor viene de improviso, como les ha predicho, oirán la terrible respuesta que dirige en el Evangelio a las vírgenes necias: “No os conozco”[6] ¡Desgraciado el hombre que no está vestido con el traje nupcial! El Soberano Juez mandará a sus Ángeles que tomen, al instante de la muerte, “al siervo inútil”[7] para echarlo atado de pies y manos, en el abismo de las tinieblas exteriores, esto es, ¡en el infierno!

                Van al infierno las conciencias falsas y torcidas que pisotean, por sus malas confesiones y comuniones sacrílegas, el Cuerpo y la Sangre del Señor, “comiendo y bebiendo así su propia condenación”[8], según terrible expresión de San Pablo. Van las gentes que abusan de las  gracias de Dios, y encuentran modo de ser malos en los más santificantes medios; van los corazones rencorosos que rehúsan el perdón.

                Van, finalmente, los sectarios de la Francmasonería y las víctimas insensatas de las Sociedades secretas, que se consagran, por decirlo así, al demonio, jurándole vivir fuera de la Iglesia, sin sacramentos, sin Jesucristo, y por consiguiente contra Jesucristo.

                No diré que todas esas pobres gentes irán ciertamente al infierno. Dio sí que van, es decir, que siguen su camino. Felizmente para ellos, no ha llegado todavía el fin, y espero que antes de terminar su viaje preferirán convertirse humildemente a arder por toda la eternidad.

                ¡Ay! ¡El camino que conduce al infierno es tan ancho, tan cómodo! Va siempre descendiendo, y basta dejarse ir por él. Nuestro Salvador nos dice literalmente: “El camino que conduce a la perdición es ancho, y son muchos los que lo emprenden”[9].

                Examínate, lector amigo, y si por desgracia tienes necesidad de retroceder, por favor no vaciles, y abandona valeroso el camino del infierno mientras es tiempo todavía.


[1] Is, 14, 12
[2] Mt, 23, 13 y 15
[3] Lc, 16, 22
[4] 1 Cor., 6, 10. Cfr. Ef 5,5.
[5] Filip. 3, 19.  Cfr. Rom., 16, 18.
[6] Mt., 25, 12.
[7] Mt., 25,30
[8] 1 Cor., 11,29
[9] Mt., 7,13.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Encíclica Summi Pontificatus del PP Pío XII (Extracto)



Encíclica Summi Pontificatus del PP Pío XII


14. Como Vicario de Aquel que, en una hora decisiva, delante del representante de la más alta autoridad de aquel tiempo, pronunció la augusta palabra: Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, oye mi voz (Jn 18,37), declaramos que el principal deber que nos impone nuestro oficio y nuestro tiempo es «dar testimonio de la verdad». Este deber, que debemos cumplir con firmeza apostólica, exige necesariamente la exposición y la refutación de los errores y de los pecados de los hombres, para que, vistos y conocidos a fondo, sea posible el tratamiento médico y la cura: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32). 
En el cumplimiento de este oficio no nos dejaremos influir por consideraciones humanas o terrenas, del mismo modo, no cejaremos en el propósito emprendido ni por las desconfianzas, ni por las contradicciones, ni por las repulsas, no nos apartará tampoco de esta determinación el temor de que nuestra acción sea incomprendida o falsamente interpretada. Sin embargo, aun trabajando con cuidadosa diligencia para este fin, nuestra conducta estará animada por aquella caridad paterna que mientras nos ordena trabajar con suma tristeza a causa de los males que atormentan a los hijos, nos manda también señalar estos mismos hijos los oportunos remedios, imitando así al divino modelo de los pastores, Cristo, Señor nuestro, que nos da al mismo tiempo luz y amor: Practicando la verdad con amor (Ef 4, 15)


Comentario: ¿En dónde están los paladines del tradicionalismo? ¿dónde esta los obispos de la FSSPX, o los obispos de la falsa resistencia? Nada que decir de los superiores «tradimodernistas» de la FSSP.  Nadie de ellos expone ni refuta errores públicamente, no vaya a ser que sean considerados radicales o exagerados o los vayan a "excomulgar" la falsa iglesia conciliar. He ahí la cita del papa Pío XII, principal deber de Sumo Pontífice: Dar testimonio de la Verdad; cuanto más no lo será de los sucesores de los apóstoles.

La FSSPX y FSSP han comprometido la Verdad y la Doctrina de Jesucristo. aceptando el Vaticano II y al magisterio modernista. La falsa resistencia favorece el tradiecumenismo, minimiza los errores y herejías del Concilio Vaticano II, y no reprenden los errores de Mons Williamson respecto a la misa nueva o Valtorta. Que cosa mas grave que adulterar la Verdad.

Aquí aplica lo que ya algunos ya hicieron respecto a la Fraternidad San Pío X, SALIRSE, ALEJARSE,  nunca es tarde. Recuerden que los amigos de los enemigos de Jesucristo, no están con Cristo, están contra El. 

  “!Huyamos![de esos grupos tradiecumenistas que comprometen la Fe], no sea que la casa de baños se derrumbe, ya que Cerencio, el enemigo de la verdad, está adentro” (San Irineo).

En vez de Cerencio pueden ustedes ponerle nombre de aquellos que han comprometido la Doctrina Católica favoreciendo al modernismo cloaca de herejías.




 

domingo, 10 de febrero de 2019

SABIDURIA DE DIOS (Ignacianas)




Petición: Dame, Señor, tu gracia para que te conozca y ame por las obras de tu admirable sabiduría.

  Punto 1.- Dios sabe todo lo pasado.
  Cuándo hizo todas las estrellas, cómo las hizo, qué número de ellas hizo, a qué leyes las sometió, con qué propiedades, cuáles han sido sus transformaciones sufridas hasta el presente.
  Dios sabe las lluvias y los vientos, las nieves y los granizos, las escarchas y rocíos que han caído sobre la tierra desde su creación.
  Sabe el número de ángeles de cada jerarquía y coro que sacó de la nada. Y el número de los ángeles caídos en el infierno.
  Sabe todo lo que hasta el presente han hecho todos los hombres muertos y vivos, todos sus pecados y buenas obras.
  Y nosotros, ¿qué sabemos del número sin cuento de nuestros propios pensamientos, deseos, imaginaciones, responsabilidades, méritos o deméritos? Nada.

  Punto 2.- Dios sabe todo lo presente.
  En este momento en que leo esto, sabe Dios el estado de la conciencia de cada alma, sus pecados, sus buenas obras, el grado de gracia, gloria o pena eterna o temporal que en este mismo momento merece.
  Y de tal manera lo sabe, que Él solo lo sabe, por su infinita sabiduría. Él solo y nadie más. Y así, ni lo saben los serafines y querubines, ni lo sabe la misma Virgen María, si no es por revelación de Dios.
  Y por eso es osadía muy grande, juzgar al prójimo, cuyo juicio sólo Dios puede dar.

  Punto 3.- Dios sabe todo lo futuro.
  Hay dos clases de cosas futuras: unas necesarias y otras libres. Las necesarias son las que necesariamente han de verificarse, porque obedecen a las leyes físicas, como son las veces que la tierra ha de girar sobre sí misma y alrededor del sol hasta que acabe el mundo. Estas cosas futuras y necesarias pueden conocerlas los ángeles.
  Pero las libres, como son los actos buenos y malos que cada hombre ha de hacer hasta que muera, eso no lo sabe más que Dios y aquel a quien Dios se lo revele.
  Hemos, pues, de pedirle con toda humildad y confianza que con su poder y sabiduría ordene las cosas para que, teniendo nosotros una vida santa, tengamos una santa muerte y seamos del número de los predestinados por Él escritos en el libro de la vida.

  Punto 4.- Dios sabe todo lo posible.
  No conoce sólo todo lo pasado, lo presente y lo futuro, sino todo lo que no sucederá, pero es posible. Un artista pinta varios rostros en un cuadro o labra varias figuras en mármol, y pronto se repite y las hace semejantes; porque no sabe inventar más. Pero Dios hace innumerables rostros desiguales y puede hacer otros infinitos en nada parecidos a los creados.

  Punto 5.- Dios sabe todo lo que en otras circunstancias hubiera sucedido.
  Dios conoce desde todo la eternidad las infinitas circunstancias diversas y aun opuestas en que podía haberse desarrollado nuestra vida. Pudimos haber nacido infieles, hijos de padres herejes, cismáticos, impíos, inmorales. Dios, que conocía todo eso y pudo habernos criado así, eternamente conoció y escogió las circunstancias en que de hecho hemos nacido, de padres católicos, que nos han dado una educación esmeradamente cristiana. En cualesquiera circunstancia nos hubiéramos podido salvar; pero de hecho, en innumerables circunstancias diversas, nos hubiéramos condenado. Y Dios, con su infinita sabiduría y bondad, nos puso en otras, en las cuales, aunque nos podemos condenar, porque somos libres, pero de hecho en esas circunstancias muchos se salvarán. ¡Qué abismo los de la sabiduría y la misericordia de Dios!
  Nunca agradeceremos a Dios esta bondad tan grande. Y si las circunstancias en que nos ha puesto son difíciles, pensemos que en ellas podemos salvarnos y santificarnos y merecer más que otros.
El pobre piense que rico tal vez se habría perdido. El enfermo que sano tal vez se habría condenado. El que muere joven piense que, si viviera más, tal vez sería para su perdición.

  Punto 6.- Cómo ve Dios todas las cosas.
  Las ve en Sí mismo, que es la causa ejemplar, y la causa eficiente, y la causa final de todas  las cosas.
  La causa ejemplar, porque antes de la creación de las cosas están en Él  como en el modelo al cual han de ajustarse cuando se crean.
  Dios es la causa eficiente de todas las cosas, porque Él las saca de la nada con su  poder creador.
  Dios es la causa final de todas ellas, porque todas las creó para su gloria.
  Dios conoce todas las cosas desde toda la eternidad con una sola idea, en la cual están las ideas de todas ellas.
  Para Dios no hay pasado y futuro: todo es presente desde la eternidad.
  ¡Qué inmensa sabiduría! ¡Qué amor debemos a Dios, porque toda ella la ordena a su caridad y misericordia para con nosotros! ¡Qué motivo de consuelo y temor! De consuelo, porque ve todas nuestras penas y necesidades y en nuestro Padre; de temor, porque ve todos  nuestros pecados y es nuestro Juez.
  ¡Y que insensatez ocultarse para pecar!¿Qué cosa más impenetrable que la conciencia?  ¿Qué abismo más oscuro que el porvenir? ¿Qué sombras más espesas que las de aquello que nunca sucederá?  Pues todo es clarísimo a los ojos de Dios.
Ignacianas

VIGILAD Y ORAD: R.P. RAFAEL OSB



Mientras dormían los hombres vino el ENEMIGO y sembró cizaña en medio del trigo. El primer problema fue que los hombres dormían. El enemigo día y noche nos acecha para hacernos caer. Falta la parte de velar (VELAD) para que no se acerquen los enemigos y destruyan la obra de Dios en nuestras almas. Los católicos de ahora ya no vigilan a los enemigos del alma: Mundo, demonio y carne.

sábado, 9 de febrero de 2019

Santa Teresita y el criminal Pranzini


Cuenta Santa Teresita del Niño Jesús que oyó hablar de un famoso criminal llamado Pranzini, condenado a muerte por crímenes horrendos. El criminal, que había oído en la cárcel su sentencia de muerte, no quería arrepentirse de su vida pasada; no quería confesarse y, por tanto, hacía temer su eterna condenación.

Santa Teresita, que entonces contaba unos catorce años de edad, con el candor y pureza de su alma, llegó a interesarse inusitadamente por Pranzini. Y queriendo ella librarle de la muerte eterna, ofreció a Dios los infinitos méritos de Jesucristo y los tesoros de la Santa Iglesia. Ella estaba persuadida de que por sí misma no lograría nada. Todo lo confiaba en el Amor y en la Misericordia de Cristo en la Cruz. Sintió un convencimiento íntimo de que Pranzini se iba a arrepentir. Mas con el fin de cobrar ánimos para proseguir en la conquista de las almas, hizo esta sencilla oración: 

«Dios mío, tengo la completa seguridad de que perdonáis al desdichado Pranzini: lo creería aunque no se confesase ni diese señal alguna de contrición; tanta es mí confianza en vuestra misericordia Infinita. Pero, Señor, es el primer pecador que os encomiendo; por tanto, os suplico que me concedáis tan sólo una señal de su arrepentimiento únicamente para consuelo de mi alma.»

Su oración fue atendida al pie de la letra. Pranzini salió de la cárcel y fue llevado al cadalso; cuando subió a él no llevaba en su corazón ningún sentimiento de arrepentimiento. Los verdugos lo cogieron, lo llevaron a la guillotina, para poner su cabeza en ella. Cuando, de pronto, Pranzini se para y, tocado de la gracia divina, se vuelve rápido, va donde el sacerdote que estaba cerca de él, le coge el crucifijo que tenia entre las manos y besa por tres veces sus sagradas llagas. Pranzini se había convertido. A los pocos momentos era colocado en la guillotina y su cabeza cortada caía al cesto.

Cuando al día siguiente. Santa Teresita del Niño Jesús leyó en el periódico la conversión de Pranzini lloró de emoción y de agradecimiento a Dios.

Dichoso Pranzini, que tuvo a una criatura tan pura y tan buena que pidiera por él. Esta es la maravillosa comunión de los santos.

jueves, 7 de febrero de 2019

BRILLA RADIANTEMENTE (San Benito de Nursia)



CARTA ENCÍCLICA

FULGENS RADIATUR
DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR
PÍO
POR LA DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XII
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

DE SAN BENITO
 
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
 
Benito de Nursia resplandece fulgente, como astro entre las tinieblas de la noche, y es honor de Italia y de toda la Iglesia. Todo el que examine su ilustre vida e investigue a la luz verdadera de la historia la época tormentosa en que vivió, comprobará sin duda la verdad de aquella divina promesa, hecha por Jesucristo a sus Apóstoles y a la sociedad que fundaba : «Ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi»;yo mismo estaré continuamente con vosotros, hasta la consumación de los siglos [1]

Promesa que no pierde su valor en ningún tiempo, sino que alcanza al curso todo de los siglos, regido por el imperio de Dios. Más aún, cuando con más encarnizamiento los enemigos acometen al nombre cristiano, cuando la nave de Pedro, dirigida por la providencia, es zarandeada por olas cada vez más violentas, cuando todo parece que está para desplomarse y no hay esperanza ninguna de humano auxilio, entonces aparece Jesucristo cumpliendo su palabra, consolando y dispensando aquella fuerza que viene de lo alto, con lo que suscita nuevos atletas, defensores de la causa católica, que le devuelvan su antiguo esplendor, y que, con la ayuda de las gracias celestiales, le comuniquen todavía un mayor perfeccionamiento.

En el número de estos héroes luce con brillante gloria San Benito «bendecido por la gracia y por su mismo nombre» [2] que nació, por un designio providencial de Dios, en un siglo tenebroso, en donde corrían gran peligro no sólo la Iglesia sino también la sociedad civil y la cultura.

El Imperio Romano, que había llegado al culmen de tan grande gloria, y que con la sabia moderación y equidad de su derecho se había incorporado estrecha-mente tantos pueblos y naciones que con razón «hubiera podido llamarse patronato del mundo mejor que imperio»[3], declinaba ya a su ocaso como todas las cosas humanas; porque debilitado y corrompido interiormente y quebrantado en lo exterior por las incursiones de los bárbaros que se precipitaban del septentrión, en las regiones occidentales se deshacía en ruinas.

En tan cruel tormenta y en medio de tanto cataclismo ¿de dónde surgió la esperanza para la sociedad humana?, ¿de dónde le vino auxilio y protección con que poder salvarse del naufragio y conservar al menos los restos de lo que tenía?

Ciertamente, de la Iglesia Católica: porque, mientras todas las obras e instituciones terrenas, por el hecho de apoyarse solamente en la fuerza y en el ingenio humano, al correr de los tiempos nacen las unas de las otras, llegan a su apogeo, y luego por su misma naturaleza pierden lastimosamente su vigor y se desploman desmoronadas; Nuestro divino Redentor ha concedido a la sociedad por El fundada, que goce siempre de una vida divina, y que posea una imperecedera energía; con el cual sostén robustamente fortalecida, de tal manera sale siempre vencedora de las persecuciones, con que a través de los tiempos la combaten los hombres, que de las destrozadas ruinas de sus perseguidores puede sacar, a base de su doctrina y espíritu cristiano, una nueva y más dichosa generación, y constituir sabiamente una nueva sociedad de ciudadanos, pueblos y naciones.

Nos place señalar, Venerables Hermanos, breve y compendiosamente, en esta Carta Encíclica, con ocasión del XIV centenario del día en que San Benito, pasados innumerables trabajos por la gloria de Dios y la salvación de los hombres, cambió dichosamente el destierro de este mundo por la patria del cielo, la parte que al Santo le correspondió en esta labor de reconstrucción.
I
«Nacido de un noble linaje de la provincia de Nursia»[4], « fue colmado del espíritu de toda justicia » [5] y de manera maravillosa ilustró la religión cristiana con su virtud, su prudencia y su sabiduría; porque mientras el mundo se había envejecido por sus vicios, mientras Italia y Europa ofrecían el triste aspecto de un campo de batalla, y el monacato no inmune del polvo de este mundo, carecía de fuerzas para oponerse valientemente a los atractivos de la corrupción, San Benito atestiguó, con sus insignes obras y su santidad, la perenne juventud de la Iglesia,.renovó con sus enseñanzas y su ejemplo las costumbres, y defendió con más seguras y santas leyes los claustros. Y no fue sólo eso, sino que él y sus seguidores redujeron del salvajismo a vida civilizada y cristiana pueblos bárbaros, y llevándolos a la virtud, al trabajo y al pacífico ejercicio de las letras y de las artes, los unió en caridad a manera de hermanos.

En su juventud se da en Roma al estudio de las artes liberales; [6] allí ve con dolor de su alma serpear las herejías y todo género de errores, deformando engañosamente muchas inteligencias; ve que las costumbres privadas y públicas están muy decaídas, y que muchísimos principalmente jóvenes, afectados y elegantes, se revuelcan miserablemente en el cieno del placer; de tal manera que con razón pudo afirmarse aquello de la sociedad romana: «Muere riendo. Por eso en casi todo el mundo las lágrimas suceden a nuestras risas»[7]. Pero él, prevenido por la gracia de Dios « no se entregó al placer... sino que... viendo cómo muchos caminaban por las escabrosas sendas de los vicios, se echó atrás al comenzar el camino de este mundo. Despreciados, pues, los estudios literarios, abandonada su casa y la hacienda paterna, deseando agradar a sólo Dios, buscó una manera santa de vida »[8]. Dijo así con gusto adiós no sólo a las comodidades de la vida y a los atractivos del mundo corrompido, sino también a los encantos de un honroso porvenir, a que podía aspirar; y alejándose de Roma, buscó una región silvestre y solitaria, donde pudiese dedicarse a la contemplación de las cosas celestiales. Con este fin llegó a Subiaco, y allí, encerrándose en una estrecha cueva, comenzó a llevar una vida más celestial que terrena.

Escondido con Cristo en Dios [9] se esforzó durante tres años, con fruto abundante, por alcanzar aquella perfección y santidad evangélicas, a las que se sentía llamado por divina vocación. Eran sus ocupaciones huir de todo lo terreno y desear ardientemente sólo lo celestial; conversar con Dios noche y día y pedirle con ardientes plegarias la salvación propia y la de los prójimos; refrenar y macerar su cuerpo con voluntarias penitencias, y tener a raya y reprimir los malos movimientos de los sentidos. De esta manera de vivir y de obrar sacaba su alma tanta dulzura, que se le convirtieron en gran disgusto y hasta casi se le borraron de la memoria todos los contentos que antes había experimentado entre las riquezas y comodidades. Como cierto día el enemigo del humano linaje le molestase con el terrible acicate de la sensualidad, prontamente, con aquel generoso y fuerte espíritu que le caracterizaba, resistió valerosamente, y arrojándose en un espinoso zarzal y entre punzantes ortigas, calmó por completo el incendio interior con los tormentos exteriores que voluntariamente se impuso; y de este modo, victorioso de sí mismo, recibió como premio, el ser casi confirmado en gracia. «Desde aquel momento, según él mismo manifestaba después a sus discípulos, quedó en él tan dominado el espíritu de la sensualidad, que ya no sintió en sí la más mínima molestia... De este modo, libre ya de tentaciones, con toda razón se hizo maestro en la virtud»[10].

Así pues nuestro Santo, retirado durante este largo espacio de tiempo en la cueva de Subiaco y consagrado a una vida tranquila y solitaria, se formó y consolidó en la más alta santidad, y echó los sólidos cimientos de aquella perfección cristiana que habían de servirle de base para construir un alto edificio espiritual. Porque, como bien sabéis, Venerables Hermanos, las más santas obras de celo y de apostolado resultan fútiles y vacías, si no proceden de un alma enriquecida con aquellas virtudes cristianas, las únicas que, elevadas por la gracia sobrenatural, pueden dirigir rectamente las empresas humanas a la gloria de Dios y salvación de las almas. Tal era la íntima y profunda convicción del Santo; por eso, antes de realizar los magnánimos designios que se había propuesto y a los que le inducía la gracia divina, se esforzó por imprimir generosamente en sí mismo aquella forma de santidad que anhelaba comunicar a otros, modelada según la pureza de la doctrina evangélica, y se la pidió a Dios con continuas súplicas.

Al extenderse por todas partes y crecer cada vez más la fama de su preclara santidad, no sólo los monjes que vivían en las cercanías mostraron el deseo de someterse a sus enseñanzas, sino que comenzaron a venir a él muchedumbres de todos aquellos pueblos, ansiosos de oír sus palabras llenas de unción, de admirar sus insignes virtudes y de ver las maravillas que Dios obraba frecuentemente por su medio. Más aún, tanto se difundió aquella viva luz, que irradiaba de la escondida cueva de Subiaco, que hasta llegó a lejanas regiones. Y así «comenzaron a correr hacia él personas nobles y piadosas de la ciudad de Roma que le entregaban sus hijos para que los educase en el servicio de Dios»[11]

Entonces comprendió el Santo que en los designios divinos había llegado la hora de fundar una familia religiosa, y formarla con todo empeño según la perfección evangélica. La obra comenzó con los mejores auspicios; pues fueron muchos « los que reunió en aquel mismo lugar para el servicio de Dios...: de tal suerte que, ayudado por la gracia de Jesucristo, Señor omnipotente, construyó doce monasterios, y puso doce monjes en cada uno, con sus respectivos Superiores; reservándose para sí unos pocos que quiso fuesen educados con mayor esmero a vista suya» [12].

Pero cuando todo —según dijimos— se desarrollaba favorablemente, cuando los frutos de salvación se cogían ya en abundancia y la cosecha futura prometía ser más copiosa todavía, vio el Santo con honda amargura que una negra tempestad, suscitada por funesta envidia y por los deseos de codicia terrena, se abalanzaba sobre la mies que crecía. Sin embargo como los móviles del Santo eran divinos y no humanos, para que aquel odio, dirigido principalmente contra su persona, no se convirtiese lamentablemente en mal para los suyos, «cedió a los envidiosos, reorganizó, cambiando priores y añadiendo algunos religiosos, todos los oratorios que había levantado, y tomando consigo algunos monjes cambió su residencia»[13]. Firme su confianza en Dios y en su ayuda poderosa, partió hacia el Sur y se dirigió a un lugar elevado « que se llama Casino, situado en la ladera de una alta montaña...; hubo allí un antiquísimo templo, donde el pueblo rústico e ignorante, siguiendo una tradición recibida de los antiguos gentiles, daba culto a Apolo. Por los alrededores se habían plantado bosques en honor de los demonios, donde todavía entonces insensatas muchedumbres de infieles ofrecían sacrificios sacrílegos. Apenas llegando allá el Santo, hizo trizas el ídolo, derribó el altar, incendió los bosques y erigió en el mismo templo de Apolo una capilla en honor de S. Martín, y donde estuvo antes el ara de Apolo, construyó un altar dedicado a San Juan; e invitaba a los moradores de aquellos contornos para que abrazasen la fe, predicándoles continuamente»[14].

Casino, como todos saben, fue la demora más importante del Santo Patriarca y el escenario principal de su virtud y santidad. Desde la cima de aquel monte, mientras que casi por todas partes se difundían las tinieblas de la ignorancia y de la inmoralidad, pretendiendo invadirlo todo, resplandeció una nueva luz, que alimentada no sólo por la doctrina y civilización de los pueblos antiguos, sino también por las enseñanzas cristianas, iluminó a los pueblos y a las gentes que vagaban errantes, y los encaminó con seguridad por el camino recto de la verdad. Por eso se puede afirmar con todo derecho que el sagrado cenobio, allí construido, fue el refugio tutelar del más puro saber y de las mejores virtudes, y fue también en aquellos tiempos peligrosísimos « como el baluarte de la Iglesia y defensa de la fe»[15].

Aquí llevó el Santo Patriarca la vida monástica a aquella forma de perfección a la que aspiraba llegar hacía ya tiempo, valiéndose de sus plegarias, de su meditación y de su experiencia. Y ésta fue, según parece, la misión peculiar y principal a que le destinaba la Divina Providencia; misión que no consistió precisamente en trasladar al mundo occidental el modo de vivir de los monjes orientales, sino más bien en acomodarlo de modo felicísimo al temperamento, necesidades y circunstancias de los pueblos de Italia y del resto de Europa. Y así, a aquella ascética de apacible tranquilidad, que tanto había florecido en los cenobios de Oriente, el Santo añade la infatigable actividad que permita comunicar a los demás los frutos de la contemplación : «contemplata aliis tradere»[16], y recoger no sólo las cosechas materiales de las tierras incultas, sino hacer brotar frutos espirituales con el sudor apostólico. Las austeridades de la vida solitaria, no convenientes para todos y a veces peligrosas también para algunos, las suaviza y las endulza la fraternal convivencia de la casa Benedictina, donde alternando con la oración, el trabajo y el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, la paz imperturbable no sabe de ocio ni de desidia; y donde la acción y el trabajo, lejos de fatigar la mente y el espíritu, disipándolos u ocupándolos en cosas inútiles, los serenan, los vigorizan y los elevan a las cosas celestiales. Porque allí lo que se prescribe no es ni el exagerado rigor de la disciplina, ni la rigidez de las mortificaciones, sino ante todo el amor de Dios y una incesante caridad fraterna para con todos. Porque «de tal manera moderó su regla, que, los fuertes anhelasen todavía más, y los débiles no rehuyesen su rigor... Pretendía más gobernar a los suyos con amor que no dominarlos por el temor»[17]

Y así, viendo en cierta ocasión a un anacoreta que se había encerrado atado con cadenas en una estrecha cueva, para no poder volver a los pecados y a la vida del mundo, lo reprendió suavemente con estas palabras : «Si eres siervo de Dios, no te sujete la cadena de hierro, sino la cadena de Cristo»[18].

Así que, a aquellos métodos de vida propios de los ermitaños y a sus especiales preceptos, que antes por lo general no estaban concretamente determinados, sino que dependían las más de las veces de la voluntad de los Superiores de los cenobios, sucedió la regla monástica Benedictina, monumento insigne de sabiduría romana y cristiana, que regula los derechos, obligaciones y ministerios de los monjes con benignidad y caridad evangélica, y que ha sido y es tan eficaz para estimular tantos a la virtud y conducirlos a la santidad. En esta regla Benedictina se hallan coordinadas la mayor prudencia con la sencillez, la humanidad cristiana con la más esforzada virtud; el rigor se templa con la dulzura, y la conveniente sumisión se ennoblece con la sana libertad. En ella la reprensión es firme, la condescendencia y la benignidad resulta agradable por su suavidad; los preceptos conservan su pleno vigor, pero la obediencia da tranquilidad a los corazones y paz a las afinas; agrada el silencio por su gravedad, pero la conversación se adorna de atrayente gracia; y finalmente, la fuerza de la autoridad se ejercita, pero la debilidad tiene también su ayuda[19].

No Nos admira, pues, que hoy día, todos los hombres prudentes tributen las mayores alabanzas «a la regla monástica escrita por el hombre de Dios..., modelo de discreción, rica por sus máximas»[20]; y Nos es grato exponer aquí brevemente y poner de relieve sus características, en la seguridad de que será agradable y útil no sólo para la numerosísima descendencia del Santo Patriarca, sino también para el clero y para el pueblo cristiano.

La comunidad monástica está constituida y formada a la manera de una familia cristiana, donde, como un padre de familia, preside el abad o superior del cenobio, de cuya autoridad paterna todos dependen enteramente. «Hemos visto que conviene —así se expresa el Santo— para conservar la paz y la caridad, que la marcha del monasterio dependa del arbitrio del abad»[21]. Por eso, todos y cada uno deben en conciencia obedecerle religiosamente[22], y ver y reverenciar en él la misma autoridad divina. En cambio, los que por su oficio han recibido el cargo de gobernar las almas de los monjes y conducirlos a la perfección evangélica, piensen y mediten con mucha diligencia que un día tendrán que dar cuenta de ellas al supremo Juez[23], y por eso, en tan gravísima misión de tal manera se conduzcan, que merezcan un justo premio cuando « en el tremendo tribunal de Dios se habrá de hacer juicio »[24]. Y además, siempre que en algún cenobio haya que tratar negocios importantes, el abad convoque a todos sus monjes, oiga sus pareceres libremente manifestados y considérelos atentamente, antes de tomar la resolución que juzgue más conveniente[25].

Pero ya al principio surgió una dificultad grave y espinosa cuando se trató de aceptar o rechazar a los aspirantes a la vida monástica. Porque acudían a los monasterios para ser recibidos gentes de todas las naciones y de todas las categorías sociales: Romanos y bárbaros, libres y siervos, vencederos y vencidos, y no pocos de la nobleza patricia y de la baja plebe. S. Benito resolvió y decidió la cuestión con alma grande y caridad fraterna; «porque —son palabras suyas— sea siervo o libre, todos somos uno en Jesucristo, y todos siervos de un mismo Señor... Luego para todos ha de ser... igual la caridad; a todos se proponga una misma regla, teniendo en cuenta la perfección de cada uno»[26]. A los que han abrazado su Instituto les manda que « todo.., sea común para todos»[27]; y no por fuerza o coacción, sino por resolución generosa y espontánea. Todos además se han de obligar a hacer vida estable en el cenobio; de tal manera que sean sus ocupaciones habituales no sólo la oración y la lectura[28], sino también el cultivo de los campos[29], las artes fabriles[30], y las obras espirituales del apostolado. Porque «la ociosidad es enemiga del alma, y por eso, en los tiempos establecidos, los monjes se dedicarán a los trabajos manuales... »[31]. Sin embargo lo más principal, lo que todos han de procurar con la mayor diligencia y cuidado, es que «nada se anteponga al servicio divino»[32]

Porque «aunque sabemos que Dios está presente en todas partes... sin embargo, debemos sobre todo creer esto sin la menor duda, cuando asistimos al Oficio divino... Pensemos, por consiguiente, cómo se debe estar en presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y estemos de tal modo mientras salmodiamos, que nuestra mente concuerde con nuestra voz»[33]

En estas normas principales de la regla Benedictina, que hemos ido en cierta manera como gustando, no sólo se admira con toda claridad su prudencia, su oportunidad y su maravillosa adaptación a la naturaleza humana, sino también su grande importancia. Porque mientras en aquella edad bárbara y agitada no sólo se tenía en poco el cultivo de los campos y el ejercicio de las artes mecánicas y liberales, la afición de las letras y el estudio de las ciencias sagradas y profanas, sino que todos las habían lastimosamente abandonado; en los cenobios benedictinos se formó un gran número de agricultores, artífices y doctos, que no sólo trabajaron cuanto pudieron por conservar incólumes los vetustos monumentos del saber antiguo, sino que llevaron a los pueblos antiguos y nuevos, muchas veces en lucha entre sí, a la paz y a la concordia y a una diligente actividad; y les trajo de nuevo, con éxito feliz desde la barbarie, que volvía a resurgir, de las devastaciones y rapiñas, al trato humano y cristiano, a saber soportar el trabajo, a la luz de la verdad, al restablecimiento de las formas sociales, reguladas por la sabiduría y la caridad.

Pero hay más todavía; porque lo principal en la vida Benedictina es que todos, mientras que con sus manos o con sus inteligencias están ocupados en diversos trabajos, cada uno debe aspirar con empeño a dirigir su intención continuamente a Jesucristo, a inflamarse en su más perfecto amor. Porque ni las cosas terrenas, ni todo lo de este mundo puede saciar el corazón del hombre creado por Dios para poseerlo; antes al contrario, todos esos seres han recibido del Criador la misión de estimular y encaminar al hombre, como por escalones, a la posesión del Sumo Bien. Por lo cual, es muy necesario «no anteponer nada al amor de Jesucristo»[34]; «amar a Jesucristo sobre todo»[35], «nada absolutamente preferir a Jesucristo, para que El nos conduzca a la vida eterna»[36].

Juntamente con este amor ardentísimo al Redentor Divino, ha de darse la caridad al prójimo; a todos hemos de abrazar como hermanos y ayudarlos con todos los medios. Por eso, mientras los odios y las rivalidades excitan y empujan a los hombres unos contra otros; mientras robos, muertes e infinitas desgracias y miserias son la consecuencia de aquellas turbias agitaciones de pueblos y de sucesos, S. Benito da a sus seguidores estos santísimos preceptos: «Recíbanse con solícito cuidado los pobres y especialmente los peregrinos, porque en ellos particularmente se recibe a Jesucristo»[37]. «A todos los huéspedes que se presenten hay que recibirlos como a Cristo, porque El ha de decir: Fui huésped y me recibisteis»[38]. «Ante todo y sobre todo hay que cuidar de los enfermos, y servirlos como al mismo Jesucristo, porque El ha dicho: Estuve enfermo y me visitasteis»[39]

Y así, animado e impulsado el Santo por esta perfectísima caridad para con Dios y para con el prójimo, concluyó y perfeccionó su obra, y cuando jubiloso y lleno de méritos percibía las celestes auras de la felicidad sempiterna, y saboreaba anticipadamente sus suavidades, « seis días... antes de su muerte, manda que le abran la sepultura. Enseguida, víctima de la fiebre, comenzó a sentir sus ardientes efectos; al sexto día, agravándose cada vez más la enfermedad, se hace transportar por sus discípulos al oratorio, y allí se prepara para el último trance, recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor; y mientras los discípulos sostenían en sus brazos aquellos débiles miembros, el Santo, levantando sus manos al ciclo, se puso en pie, y entre las palabras de su plegaria exhaló el último suspiro»[40].

II
Después que el santísimo Patriarca con piadosa muerte voló al cielo, la Orden monástica por él establecida, no sólo no decayó ni amenazó ruina, sino que pareció ser siempre guiada, sostenida y perfeccionada con el ejemplo siempre presente de su Fundador; es más: de tal manera se consolidó con su celestial patrocinio, que fue incrementándose a lo largo del tiempo.

Qué feliz importancia tuviera la pujante vitalidad del Instituto Benedictino en aquella vieja edad, y cuántos y cuán grandes fueran los beneficios que acarreara también en el transcurso de los siglos venideros, es bien lo reconozcan todos aquellos que imparcialmente examinan con fidelidad histórica los acontecimientos humanos y los juzgan con rectitud. Porque, además de que, como ya hemos dicho antes, los religiosos benedictinos fueron casi los únicos que, a través de aquellos obscuros tiempos y en medio de tan gran ignorancia de los hombres y aniquilamiento de las instituciones, conservaron incólumes los códices de las diversas ciencias que transcribieron y comentaron con suma diligencia; ellos fueron también los que principalmente ejercitaron las artes, las ciencias y la enseñanza, promoviéndolas de todas las maneras. De suerte que en verdad, así como la Iglesia Católica, principalmente en los tres primeros siglos de su vida, fue consolidada y acrecentada de modo admirable con la preciosa sangre de sus mártires, y en aquel mismo tiempo, lo mismo que en el subsiguiente, salvó sin menoscabo la integridad de su doctrina divina, ante los ataques y los engaños de los herejes, por la labor valiente y sabia de los Santos Padres, así también puede realmente asegurarse que el Instituto Benedictino y sus florecientes monasterios fueron suscitados por la providencia e inspiración divina, precisamente para que, al derrumbarse el Imperio Romano y mientras las hordas salvajes afluían por todas partes, impelidas por su bélico furor, el pueblo cristiano reparase los daños sufridos y, amansados los pueblos nuevos con la verdad y la caridad evangélicas, fueran conducidos, por su solícita e infatigable labor, a la concordia fraterna, al trabajo fecundo, y por último, a la virtud que se rige por los preceptos de nuestro Redentor y se nutre con su gracia.

Porque así como en los tiempos pasados las legiones romanas, que luchaban para sujetar todos los pueblos al imperio de la Alma Ciudad, avanzaban por las vías consulares, así también entonces los innumerables ejércitos de monjes, cuyas armas «no son carnales, sino que son poderosísimas en Dios»[41], fueron enviados por el Sumo Pontífice para que propagasen eficazmente hasta los últimos confines del orbe el pacífico Reino de Jesucristo, no por medio de la espada, ni de la fuerza o de la muerte, sino con la Cruz, con el arado, con la verdad, con la caridad. En donde quiera, pues, que estos inermes ejércitos, integrados por heraldos de la religión cristiana, por obreros, por agricultores y por maestros de las ciencias divinas y humanas, ponían sus pies, allí el arado roturaba las tierras incultas y enmarañadas, surgían centros de las ciencias y de las artes, y los hombres, de la vida salvaje pasaban a la de ciudadanos de un pueblo civilizado, teniendo ante los ojos, como ejemplar, la luz del Evangelio y de la virtud. Innumerables apóstoles, encendidos en caridad celestial, recorrieron desconocidas y turbulentas regiones de Europa, las regaron con su generoso sudor y sangre, y pacificados sus moradores les llevaron a la luz de la católica verdad y santidad. De tal suerte que realmente puede afirmarse que aunque Roma, engrandecida ya por muchas victorias, hubiera impuesto el derecho de su imperio por todas partes, sin embargo gracias a ellos «fue menos... lo que le sometió el empuje bélico que lo que sujetó la paz cristiana»[42]

Porque no solamente Inglaterra, Francia, Holanda, Frisia, Dinamarca, Alemania y Escandinavia, sino también no pocos de los pueblos eslavos se glorían del apostolado de estos monjes, y los tienen como un timbre de gloria, considerándolos autores esclarecidos de su civilización. Cuántos Obispos no ha dado esta Orden, que o rigieron con sabio gobierno las Diócesis ya constituidas, o fundaron no pocas nuevas y las fecundaron con su trabajo. Cuántos maestros y eximios doctores, que organizaron renombrados centros de estudios y de artes liberales, y no solamente ilustraron las inteligencias de muchísimos, ofuscadas por los errores, sino que hicieron crecer y progresar por todas partes las ciencias sagradas y profanas. 

Cuántos, en fin, fueron los varones insignes que brillaron por su santidad, que alistados en la Orden Benedictina, alcanzaron con valeroso esfuerzo la perfección evangélica, y con el ejemplo de sus virtudes, con la predicación sagrada y con los admirables prodigios realizados en nombre y en virtud de Dios, propagaron por todos los medios el Reino de Jesucristo; :muchísimos de estos monjes, como bien sabéis, Venerables Hermanos, o estuvieron adornados con la dignidad episcopal, o brillaron también entre la majestad del Sumo Pontificado. Sería cosa larga enumerar aquí, uno por uno, los nombres de estos Apóstoles, Obispos, Santos y Sumos Pontífices escritos ya con letras de oro en los anales de la Iglesia; por lo demás, brillan con tan fúlgido esplendor, desempeñan un papel tan importante en el curso de la historia, que fácilmente son conocidos por todos.

Hemos por consiguiente juzgado muy oportuno que estas cosas, indicadas como de paso con ocasión de estas conmemoraciones seculares, se mediten atentamente y revivan con fúlgida luz a los ojos de todo el mundo, a fin de que todos no sólo saquen de ellas el provecho de alabar y exaltar los esclarecidos fastos de la Iglesia, sino también de conocer los documentos y las normas de un santo modo de vida que de ellas se derivan, para seguirlas con resolución y energía.

Porque no solamente los tiempos pasados recibieron de este Patriarca y de su Orden innumerables beneficios; sino que también los nuestros tienen muchas e importantes cosas que aprender de él. Y en primer lugar —como no podemos ni dudar— aprendan los que forman parte de su numerosa familia, a seguir cada día con más intenso fervor sus huellas y a poner en práctica, con su propia vida, los ejemplos y las normas de su virtud y de su santidad. Porque así sucederá ciertamente que no solamente responderán con ánimo resuelto y actividad fecunda a la divina vocación, que un día los llamó a la vida monástica; no sola-mente, en la paz de una conciencia tranquila, trabajarán y se ocuparán antes que nada de su eterna salvación, sino que también podrán consagrarse a la común utilidad del pueblo cristiano y a promover la gloria divina con copiosos frutos.

Y además, si todas las clases sociales con diligente consideración estudiasen la vida de San Benito, sus normas y sus preclaros hechos, no podrán menos de sentirse estimuladas por su suavísimo y al mismo tiempo eficacísimo influjo; y espontáneamente reconocerán. que también nuestro siglo, agitado y atormentado por tantas y tan inmensas ruinas morales y materiales, por tantos peligros y calamidades, puede encontrar en este Santo el necesario remedio.

Ante todo recuerden y atentamente consideren que los fundamentos más seguros y firmes de la sociedad humana son los principios augustos de la religión y sus normas de vida; los cuales, una vez demolidos o debilitados, es natural que casi necesariamente poco a poco se derrumbe cuanto se relaciona con el recto orden, con la paz, con la prosperidad de los ciudadanos y de los pueblos. Esto que, como hemos visto, tan abundantemente atestigua la historia de la Orden Benedictina, ya lo había previsto aquella ilustre inteligencia que en los remotos tiempos paganos profirió este pensamiento: ... «Vosotros los Pontífices, ... con el culto de los dioses, guardáis mejor la ciudad, que los muros que la rodean»[43]. Y suyas son también estas palabras: «...Sin ellas (la santidad y la religión) la vida humana se perturba y se origina gran confusión; y no sé si, suprimido el culto de los dioses, desaparecerían la misma fidelidad y amistad entre los hombres y aquella virtud que sola ella sobresale entre todas las otras: la justicia»[44].

Lo primero y más importante de todo es, por consiguiente, reverenciar a la Suprema Divinidad, y obedecer sus leyes santísimas, tanto en privado como en público; si se las desprecia, no hay ciertamente poder humano que dé frenos suficientes para cohibir y debidamente refrenar las pasiones desbordadas del pueblo.Pues es la religión la única que da base segura a una vida de rectitud y de honradez.

Pero aún hay otra cosa que el santísimo Patriarca enseña y advierte y de la que nuestra edad tanta necesidad tiene, es decir : que Dios no sólo ha de ser honrado y venerado, sino también amado como Padre con profundo amor. Como este amor se encuentra hoy tan lamentablemente entibiado y enervado, síguese de ello que muchos más buscan las cosas de la tierra que las del cielo; y lo hacen con tan desordenada competencia, que no rara vez engendra alborotos y fomenta rivalidades y odios acérrimos. Ahora bien, siendo Dios eterno el autor de nuestra vida, y viniéndonos de El innumerables beneficios, es deber de todos amarle con amor sumo, y a El preferentemente enfocar y dirigir nuestras personas y cosas. Y es necesario que de este amor divino brote la caridad fraterna hacia los prójimos, a los que hemos de considerar como hermanos en Jesucristo, sea cual fuere la estirpe, la nación y la clase social a que pertenecieren; de manera que de todas las gentes y de todas las clases de la sociedad humana se forme una familia cristiana, a cuyos miembros no debe separar demasiado el interés de la propia utilidad sino unir amigablemente la aportación del mutuo socorro.

Si estos principios, con los que en otro tiempo S. Benito iluminó, restauró, reanimó y redujo a costumbres mejores a aquella turbulenta y desquebrajada sociedad, se propagan ampliamente y se ponen en vigor, entonces sin duda alguna que también nuestro siglo podrá salvarse fácilmente de este pavoroso naufragio, rehacerse de los daños materiales y espirituales, y curar oportuna y felizmente sus inmensas llagas.

Pero además, Venerables Hermanos, el legislador de la Orden Benedictina nos da una lección que ciertamente hoy se proclama con toda libertad, aunque muchas veces no se lleva a la práctica con el acierto que sería conveniente y oportuno—, que el trabajo humano no es una cosa indigna, odiosa y molesta, sino algo decoroso y agradable. Porque una vida de trabajo, ya sea en el cultivo de los campos, o en las artes manuales, o en los estudios, no humilla los espíritus sino que los ennoblece; no los reduce a servidumbre, sino más bien y con más verdad los hace en cierto modo superiores y señores de aquello mismo que les rodea y que en su trabajo manejan, El mismo Jesús adolescente, cuando todavía estaba escondido en la casa de Nazaret, en el taller de su padre nutricio, se dignó ejercer el oficio de carpintero, y con su sudor divino quiso consagrar el trabajo humano. 

Adviertan por lo tanto, no sólo los que se dedican al estudio de las letras y de las ciencias, sino también los que se afanan en los trabajos manuales para ganarse el sustento diario, que hacen una cosa nobilísima, con la que no solamente atienden a su provecho particular, sino que colaboran para el bien de toda la sociedad. Háganlo, sin embargo, como el Patriarca S. Benito enseña : con los ojos y el corazón levantados al cielo; no por fuerza, sino con amor; y finalmente, aun cuando defiendan sus derechos legítimos, procuren hacerlo no con envidia de la suerte ajena, no desordenada y turbulentamente, sino con maneras pacíficas y justas. Y recuerden aquella sentencia divina : «Mediante el sudor de tu rostro comerás el pan»[45]; precepto éste que ha de ser obedecido por todos los hombres y cumplido con espíritu de expiación.

Ante todo no olviden que, de las cosas terrenas y caducas, ya sean las conseguidas con el estudio o investigación de la inteligencia, ya las elaboradas con arte fatigoso, hemos de aspirar con ímpetu cada vez mayor a las cosas celestiales y a aquellas que han de permanecer para siempre, pues solamente después de haberlas alcanzado podremos gozar de una paz verdadera, de un descanso sereno y de una felicidad sempiterna.

La reciente e inhumana guerra, cuando tan lastimosamente se extendió por las tierras de la Campania y del Lacio, llegó, como sabéis, Venerables Hermanos, hasta la sagrada cumbre de Monte Casino; y aunque Nos, con nuestras exhortaciones, súplicas y protestas no dejamos de hacer lo que pudimos para que no se infligiera ningún daño a nuestra santa religión, a las bellas artes y a la civilización misma, sin embargo aquella ilustre morada de la cultura y de la piedad, que se había levantado sobre el oleaje de los siglos, como un faro de luz victoriosa sobre las tinieblas, cayó convertida en un montón de ruinas. Y así, mientras las ciudades, pueblos y aldeas de alrededor se veían reducidos a montones de escombros, diríase que el mismo monasterio Casinense, casa madre de la Orden Benedictina, como que había de tomar parte en el luto de sus hijos y participar de sus desgracias. Casi nada quedó intacto, excepto el sagrado sepulcro donde piadosísimamente se conservan los restos del Santo Patriarca.

Y todavía hoy, en donde antes se erguían magníficos monumentos, quedan paredes medio caídas, se amontonan tristes escombros cubiertos de maleza. Para habitación de los monjes se ha construido allí cerca una pequeña casa que no se puede comparar con la anterior. Mas ¿por qué no esperar que al celebrarse el décimo cuarto centenario de aquel día, en que el piadoso varón consiguió la felicidad de los santos, después de haber iniciado y concluido esta tan gran obra; por qué, decimos, no esperar que, con los esfuerzos de todos los buenos, y en primer lugar de aquellos que disponen de abundantes riquezas, y las ofrecen con ánimo generoso, sea restituido a su prístino esplendor lo antes posible este antiquísimo archicenobio? 

Una generosidad semejante es ciertamente como una deuda que la civilización debe a S. Benito: porque si hoy resplandece la sociedad con tan gran luz de ciencia, si se goza con la posesión de los monumentos literarios de la antigüedad, en gran parte debe agradecérselo a él y a su laboriosa descendencia. Por eso esperamos que el éxito responderá completamente a Nuestros votos y esperanzas; y sea esta obra, no solamente un deber de restauración y reparación, sino también un auspicio de tiempos mejores, donde el espíritu de la Orden Benedictina y sus oportunísimas enseñanzas florezcan cada día con mayor vigor.

Animados con esta suavísima esperanza, os damos de todo corazón, tanto a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y a todo el pueblo encomendado a vuestros cuidados, como a toda la familia de monjes, que se gloría de este gran legislador, maestro y padre, en prenda de las gracias celestiales y como testimonio de Nuestra benevolencia, Nuestra Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 21 de marzo, festividad de San Benito, del año 1947, noveno de Nuestro Pontificado.
PÍO PP. XII

Notas
[1] Math., XXVIII, 20.
[2] S. Greg. M., Lib. Dial.,II, Prol.; PL, LXVI, 126.
[3] Cf. Cic., De Off., II, 8.
[4] S. Greg. M., Lib. Dial., II, Prol,, loc. cit., 126.
[5] Ibídem, II, 8; loc. cit., LXVI, 15o.
[6] Ibidem, II, Prol.: loc. cit., 126.
[7] Salvian., De gub. mundi, VII, I; PL, LIII, 130.
[8] S. Greg. M., Lib. Dial., II, Prol.; loc. cit., 126.
[9] Cf. Col., III, 3.
[10] S. Greg. M., Lib. Dial., II, 3; loc. cit., 132.
[11] S. Greg. M., Lib. Dial., II, 3; loc. cit., 140.
[12] Ibídem, loc. cit., 140.
[13] Ibídem, II, 8; loc. cit., 148.
[14] S. Greg. M., Lib. Dial., loc. cit., 152.
[15] Pius X, Litt. Apost. Archicoenobium Casinense, d. d. X Febr. a. MDCCCCXIII.
[16] S. Thom., II-IIae q. 188, a. 6.
[17] Mabillon, Annales Ord. S. Bened.; Lucae 1739, t. I, p. 107.
[18] S. Greg. M., Lib. Dial., III, 16; PL, LXXVII, 261.
[19] Cf. Bossuet, Panégyrique de S. Benoît; Œuvres compl., vol. XII, París 1863, p. 165.
[20] S. Greg. M., Lib. Dial., II, 36; PL, LXVI, 200.
[21] Reg. S. Benedicti, c. 65.
[22] Cf. Ibídem, c. 3.
[23] Cf. Ibídem, c. 2.
[24] Ibídem, c. 2.
[25] Cf. Reg. S. Benedicti, c. 3.
[26] Ibídem, c. 2.
[27] Ibídem, c. 33.
[28] Cf. Ibídem, c. 48.
[29] Cf. Ibídem, c. 48.
[30] Cf. Ibídem, c. 57.
[31] Ibídem, c. 48.
[32] Ibídem, c. 43.
[33] Ibídem, c. 19.
[34] Reg. S. Benedicti, e. 4.
[35] Ibídem, c. 5.
[36] Ibídem, c. 72.
[37] Ibídem, c. 53.
[38] Ibídem, c. 53.
[39] Ibídem, c. 36.
[40] S. Greg. M., Lib. Dial., II, 37; PL, LXXVII, 202.
[41] 2Cor, 10, 4.
[42] Cf. S. Leo M., Serm. I in natali Ap. Petri et PauliPL, LIV, 423.
[43] Cic., De nat. Deor., II, c. 40.
[44] Ibídem, I, c. 2.
[45] Gen., III, 19.