EL INFIERNO
Monseñor De Ségur
SI LO HAY – QUÉ ES –
MODO DE EVITARLO
Paris, 1875
Son en primer
lugar los hombres que abusan de la
autoridad, en cualquier orden, para arrastrar al mal a sus subordinados, ya por
la violencia, ya por la seducción. Les aguarda un “juicio muy duro”. Verdaderos
Satanases de la tierra, a ellas van dirigidas en la persona de su padre las
terribles palabras de la Escritura: “Oh Lucifer, como has caído de las alturas del
cielo?[1]
Son todos aquéllos
que abusan de los dones de la inteligencia para apartar del servicio de Dios a
las pobres gentes y para arrancarles la fe. Estos corruptores públicos son los
herederos de los fariseos del Evangelio, y caen bajo este anatema del Hijo de
Dios:
“¡Desgraciados de
vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque cerráis a los hombres el reino
de los cielos, donde no entráis vosotros e impedís que los otros entren (…).
¡Desgraciados de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque recorréis
tierra y mares para ser un prosélito, y cuando lo habéis ganado hacéis de él un
hijo del infierno, doblemente peor que vosotros”[2]
A esta categoría
pertenecen los publicistas impíos, los profesores de ateísmo y de herejía, y la
turba de escritores sin fe y sin conciencia, que cada día mienten, calumnian,
blasfeman, y de quienes se vale el demonio, padre de la mentira, para perder
las almas e insultar a Jesucristo.
Son los orgullosos
que, llenos de sí mismos, desprecian a los demás y les arrojan inhumanamente la
piedra; hombres duros y sin corazón, encontrarán, sí a la hora de su muerte no
se convierten, un Juez también inexorable.
Son los egoístas,
los ricos depravados, que sumergidos en las cenagosas aguas del lujo y de la
sensualidad, no piensan más que en sí mismos y olvidan a los pobres. Testigo el
mal rico del Evangelio, de quien Dios mismo ha dicho: “Fue sepultado en el
infierno”[3].
Son los avaros, que
no piensan sino el amontonar el oro, que olvidan a Jesucristo y la eternidad.
Son esos hombres metalizados, que por medio de negocios más que dudosos y por
medio de injusticias sórdidamente acumuladas, y de comercios indecorosos, por
medio de compras de bienes de la iglesia, hacen o no han hecho su fortuna,
grande o pequeña, sobre bases que la ley de Dios reprueba. De ellos está
escrito “que no poseerán el reino de los cielos”[4].
Son los voluptuosos
que viven tranquilamente, sin remordimientos, en sus hábitos impúdicos, que se
abandonan a todas sus pasiones, no tienen más Dios que su vientre,[5]
y acaban por no conocer otra felicidad que los goces animales y los groseros
placeres de los sentidos.
Son las almas
mundanas, frívolas, que no piensan más que en divertirse, en pasar locamente el
tiempo, gentes honradas según el mundo, que olvidan la oración, el servicio de
Dios, los sacramentos de salvación. No tienen cuidado alguno de la vida
cristiana, no piensan en su alma, viven en estado de pecado mortal y tienen
apagada la lámpara de su conciencia, sin por esto inquietarse. Si el Señor
viene de improviso, como les ha predicho, oirán la terrible respuesta que
dirige en el Evangelio a las vírgenes necias: “No os conozco”[6]
¡Desgraciado el hombre que no está vestido con el traje nupcial! El Soberano
Juez mandará a sus Ángeles que tomen, al instante de la muerte, “al siervo
inútil”[7]
para echarlo atado de pies y manos, en el abismo de las tinieblas exteriores,
esto es, ¡en el infierno!
Van al infierno las
conciencias falsas y torcidas que pisotean, por sus malas confesiones y
comuniones sacrílegas, el Cuerpo y la Sangre del Señor, “comiendo y bebiendo
así su propia condenación”[8],
según terrible expresión de San Pablo. Van las gentes que abusan de las gracias de Dios, y encuentran modo de ser
malos en los más santificantes medios; van los corazones rencorosos que rehúsan
el perdón.
Van, finalmente,
los sectarios de la Francmasonería y las víctimas insensatas de las Sociedades secretas,
que se consagran, por decirlo así, al demonio, jurándole vivir fuera de la
Iglesia, sin sacramentos, sin Jesucristo, y por consiguiente contra Jesucristo.
No diré que todas
esas pobres gentes irán ciertamente al infierno. Dio sí que van, es decir, que
siguen su camino. Felizmente para ellos, no ha llegado todavía el fin, y espero
que antes de terminar su viaje preferirán convertirse humildemente a arder por
toda la eternidad.
¡Ay! ¡El camino que
conduce al infierno es tan ancho, tan cómodo! Va siempre descendiendo, y basta
dejarse ir por él. Nuestro Salvador nos dice literalmente: “El camino que
conduce a la perdición es ancho, y son muchos los que lo emprenden”[9].
Examínate, lector
amigo, y si por desgracia tienes necesidad de retroceder, por favor no vaciles,
y abandona valeroso el camino del infierno mientras es tiempo todavía.