Por el R.P. Grou
1859
Desde el principio de su vida pública el Salvador se atrajo la envidia y
el odio de los fariseos, de los sacerdotes, que no podían sufrir su doctrina, y
aún menos su conducta en la cual hallaban su condenación. No tardaron en formar
el designio de hacerle morir; y si más presto no lo ejecutaron, fue porque no había llegado la hora.
Dios había previsto desde la eternidad aquella malicia y ceguedad de los
judíos, y en consecuencia de esta previsión tenía ya ordenado todo cuanto debía
sufrir su Hijo para su gloria y para la salud del género humano, que había
hecho anunciar por medio de sus profetas. Menester fue que Dios os le
entregase, y conociendo de antemano las intenciones perversas, había resuelto
permitirlo así, porque sabía cuán grande bien debía sacar de tan grande crimen.
Los judíos no tenían otra mira que la de satisfacer su envidia y su
furor, sin penetrar en las miras profundas de Dios, que se servía de sus pasiones
como de un instrumento para cumplir sus propios designios. No es pues de
admirar que Jesucristo dijese a los judíos que le prendieron: Esta es vuestra hora, y la hora del poder de
las tinieblas. Hasta ahora no habéis puesto la mano sobre mí, aunque tan
fácil os era hacerlo, porque no había llegado aún el momento señalado por mi
Padre. Ha llegado ya: obrad libremente contra mí, de concierto con los
espíritus infernales; mi Padre os lo permite. Ni tampoco debe sorprenderos que
respondiese a Pilatos, cuando este hacía valer el poder que tenía de
crucificarlo o volverlo a enviar absuelto: No
tuvierais sobre mí ningún poder, si no lo hubieseis recibido de lo alto. En
el ejercicio de vuestra autoridad no veo sino la de mi Padre, y a ella me
someto. Ni que dijese a los discípulos de Emaús: ¿No era necesario que el Cristo sufriese todo esto? ¿Y por qué era
necesario? Porque su Padre le había preparado este cáliz, que Él estaba
resuelto a apurar hasta las heces.
Era de la mayor importancia el fijar bien este punto que es una de las
principales claves de la Escritura, sin la cual no pudiera tenerse de ella una
plena inteligencia, y la cual nos descubre y desenvuelve toda la serie de los
designios de Dios sobre Jesucristo. Nada sucedió por acaso; todo fue previsto,
todo concertado. Era preciso que Él
fuese el mártir de la verdad y de la caridad; que sellase con su Sangre la
religión que venía a establecer; que el más insigne beneficio fuese pagado con
la más negra ingratitud, y que con esto se levantase a un soberano grado de
excelencia que sin esta circunstancia no hubiera tenido. Decretado estaba en
los consejos de Dios que el Hombre Dios le daría la más grande gloria que
pudiese darle, y para esto era necesario que su Pasión fuese lo que fue en la
reunión de todas sus circunstancias, un desencadenamiento de la rabia de los
demonios y de las pasiones humanas, un conjunto de sufrimientos y de
humillaciones excesivas, una traición, una negación, un abandono de la parte de
sus apóstoles, y sobre todo un abandono interior de parte de su Padre, que
descargaba sobre Él como sobre el mayor de los criminales, todo el rigor de su
justicia.