Jesucristo sacrificó la vida por sí mismo
El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou
Hubiera faltado al sacrificio de Jesucristo la parte más esencial, si no
hubiese sido enteramente libre y voluntario. Él era dueño absoluto de su vida,
nada debía a la muerte, que no entró en el mundo sino por el pecado; y como su
unión con la Divinidad hacía su humanidad impecable, la hacía también inmortal.
Siendo exento de la muerte, lo era también del dolor, y su cuerpo no podía ser
presa de él sino en cuanto fuese de su beneplácito. Por lo que toca a
humillaciones y oprobios no los merecía por ningún título, antes bien era digno
de todo honor y de toda gloria, pues la persona del Verbo elevaba su alma y
hasta su carne a un rango incomparablemente superior al de los espíritus
bienaventurados.
Fue pues ofrecido, porque Él mismo
lo quiso, como dice el Profeta. Ni tampoco era necesario que se sujetase a
la muerte ni a género alguno de tormento y de ignominia para reparar la gloria
de su Padre, y para rescatar el género humano; para esto bastaba una oración,
una lágrima, un suspiro, una expresión de su deseo. Lo que hizo de más, lo hizo
de su plena voluntad por amor a Su Padre y por amor a nosotros; y esto es lo
que ha hecho su oblación infinitamente preciosa a los ojos de Dios, y la que
debe hacérnosla infinitamente amada. Mi
Padre me ama, dice Él mismo, porque
de mi propia voluntad doy mi vida para recobrarla. Nadie puede quitármela; mas
yo la doy de mi buen grado. Yo tengo el poder de dejarla, y el de volverla a
tomar. De mi Padre he recibido esta comisión. (San Juan X, 17,18). No es una orden la que me ha dado,
sino un simple deseo que me ha manifestado. Me ha dado a conocer que este sería
su beneplácito, y yo he consentido de todo mi corazón. Por este motivo me ama con
tanta ternura, porque mi obediencia es un puro efecto de mi amor para con Él.
Almas interiores ¡qué lección os da aquí Jesucristo! Hay muchos puntos
de moral evangélica que son solamente de consejo y de perfección; hasta la vida
interior con las prácticas que le son propias es de este género. Puede uno
salvarse y llegar a un cierto grado de santidad, sin abrazarla. Mas desde el
momento en que Dios nos la presenta atractiva, desde que nos llama a ella, ¿no
es suficiente su invitación para un alma que prefiere a todo el beneplácito
divino, y que se propone imitar a Jesucristo en lo que tiene de más excelente
su sacrificio? ¿Amarás jamás a Dios como debes amarlo? ¿Merecerá ser de Él
especialmente amada, si le arredra la vista de las penas, de las sujeciones, de
las dificultades, si dice entre sí: Esto no es sino un deseo de Dios, no es una
orden expresa, yo no corro peligro en mi salud aunque rehúse seguir la gracia
que me llama?
Dejemos este lenguaje, y esta conducta para las almas flojas e
interesadas, que no quieren renunciarse para agradar a Dios, y que le sirven
más bien como un amo cuyos castigos temen, y de quien esperan un salario, que
como un padre a quien se obedece por afecto y con solo la mira de complacerle.
Felicitémonos al contrario, de haber tomado este último partido, tan digno de
Dios, tan conforme al ejemplo de Jesús, tan ventajoso de todos modos para
nosotros, y tributémosle continuas acciones de gracias de habérnoslo inspirado
y ayudado a abrazarlo.
En los mismos sentimientos deben estar las personas a quienes Dios ha
llamado al estado religioso. Lo que forma el principal mérito de la obligación
que imponen los votos religiosos, es el ser libre, y el que Dios, dándonos la
vocación, nos deja la elección de responder o no a ella. No negaré que se sirve
muchas veces de motivos tomados de nuestro propio interés, del temor de
perderse en el mundo, del deseo de asegurar la salvación. Pero casi siempre el
amor a Dios es el que decide y determina la voluntad, y por poco que se llenen
después los deberes propios del estado por espíritu interior, el amor se
convierte al fin en motivo dominante. Así que el sacrificio que se hace
consagrándose a la religión, se acerca más o menos al sacrificio de Jesucristo
según las disposiciones que a él nos llevan, y no es un verdadero sacrificio
sino porque es voluntario.
Pero el sacrificio que más se parece a la Pasión del Salvador es el de
ciertas almas escogidas, sobre las cuales tiene Dios sus particulares
designios, y a las que quiere hacer pasar por grandes pruebas. Después de
haberles puesto en el corazón una voluntad firme y generosa de ser enteramente
suyas, las prepara durante algún tiempo. Viene el instante en que declarándoles
sus designios, les muestra la cruz de que quiere cargarlas, y pide su consentimiento,
que por lo común les cuesta dar extremadamente.
Aceptan por fin la cruz, a
pesar de todas las repugnancias de la naturaleza; y si son fieles, tienen la
dicha de expirar en ella, a lo menos en sentido moral, por una muerte total a
sí mismas, que va seguida de una mística resurrección, por la cual entran en
una nueva vida. Este sacrificio no va casi nunca sin cruces exteriores, tales
como sufrimientos corporales, malos tratamientos, calumnias, desprecios y
humillaciones de toda especie. Algunas veces no son los hombres sino los
demonios los ejecutores, que hacen sufrir al cuerpo y al alma exquisitos
tormentos. Como todo esto ha sido propuesto y aceptado de antemano, a lo menos
en globo, estas almas tienen algún derecho de decir como Jesucristo: Que el
Padre las ama, porque se han sacrificado voluntariamente, dejándose inmolar al
gusto de Dios como víctimas, sin abrir la boca para quejarse, y permaneciendo
quietas sobre el altar hasta la completa consumación del sacrificio.