Debemos estar perfectamente convencidos de la siguiente verdad: El
pecado que Dios no quiere, pero que prevé y permite, entra en el plan de la
Providencia, y sirve para el cumplimiento de sus designios, para su gloria,
para el adelantamiento de su Iglesia, y para nuestra propia perfección: que el
pecado redunda en gloria de Dios, del cual se vale para la manifestación de sus
atributos, de lo cual es la más relevante prueba la Pasión de Jesucristo.
Si la santidad de Dios fue
ultrajada por el pecado de los judíos, ella brilló con todo su esplendor,
porque un Hombre Dios sufrió para hacerle una reparación solemne de todos los
ultrajes que aquella ha recibido por nuestros pecados.
Si parecía ofendida su justicia por los indignos tratamientos hechos al
más inocente, al más santo de los hombres, de otra parte ella ejerce todos sus
derechos, ella se vindica y se satisface plenamente sobre este Cordero sin
mancha sustituido en lugar nuestro, y que se constituyó fiador por los deudores
insolventes.
Si su misericordia aparece como
eclipsada sobre el Calvario, en donde Dios parece que abandona y desconoce su
propio Hijo, desplegase con todas sus riquezas en el perdón que por motivo de
Él concede generosa y gratuitamente al género humano, que de él era indigno.
Si nos parece aún que la sabiduría divina ha faltado a su designio,
viendo a Jesucristo expirar en la Cruz, y sucumbir bajo el poder del infierno y
de la muerte, aguardemos un momento, y esta sabiduría se mostrará con toda su
luz, cuando veamos a Jesucristo triunfar por su resurrección gloriosa, del
diablo y de la muerte, e insultar al uno y a la otra diciéndoles: Oh muerte, yo seré tu muerte; Oh infierno,
yo seré tu destrucción, y yo te arrancaré tu presa. ¿De qué pecado no
sacará Dios su gloria, habiéndola sacado del de los judíos? No puede faltarle
este fin ora sea en este mundo, ora en el otro.
Seamos pues celosos por la gloria de Dios, procurémosla de cuantas
maneras nos sea posible; mas no nos inquietemos por ella, como si pudiesen
dañarla los esfuerzos de los hombres. Todo pecador que no quiere glorificar en
esta vida su misericordia, glorificará en la otra su justicia.
A vista de los escándalos que suceden en la Iglesia, y que hacen como
vacilar nuestra fe, acordémonos tan solo que
aquella es la esposa de Jesucristo, que la adquirió con Su Sangre, y que
la esposa debe participar de la suerte de su esposo. Es necesario que ella
glorifique como Él a Dios por sus sufrimientos, después de los cuales Dios la
asociará a la gloria de Jesucristo. Y aún en este mundo, todos los males que ha
sufrido han redundado por fin en provecho suyo. Seguid su historia, y veréis
que las persecuciones sirvieron para establecerla, que las herejías han
afirmado su fe; que estas han caído y ella ha quedado en pie; que lo que ha
perdido por un lado lo ha ganado por otro, y que en las regiones y en los
tiempos en que es menor el número de sus hijos, son estos más fervientes y más
edificantes. Lo que pasa hoy día en Francia (el autor hablaba sin duda en la época de la revolución),
parece anunciarnos la ruina de la Iglesia en este reino y en todo el resto de Europa.
Recordemos las promesas que se le hicieron, y sin darnos pena por el modo
con que Dios las cumplirá, creamos
firmemente que será fiel a ellas, como lo ha sido en otras épocas las más
borrascosas. Los elegidos serán puestos a prueba, pero ninguno de ellos
perecerá. Terminante es sobre este punto la palabra de Jesucristo.
Desde que alguien se entrega a Dios de un modo especial, está expuesto a
sufrir mucho de su prójimo, contradicciones, calumnias, injusticia de toda
especie, no solo de parte de los perversos, sino de la parte de las gentes de
bien, o de las que pasan por tales. ¿Y por qué admirarnos de esto, cuando
Jesucristo fue la víctima de los falsos devotos sentados en la cátedra de
Moisés? Todo lo que entonces nos sucede, está previsto por Dios, el cual lo
permite por parte de los autores del mal, pero lo quiere con respecto a nosotros
que lo sufrimos. Así lo ha dispuesto todo para su gloria y para nuestra
santificación; y se cumplirán sus designios, si nosotros tomamos a Jesucristo
por modelo de nuestros sentimientos y de nuestra conducta. El objeto que Él se
ha propuesto no puede faltar como no sea por culpa nuestra; y los pecados de
los demás, lejos de perjudicar a nuestra perfección, contribuirán a ella si
queremos: su pérdida será nuestra salud, ¿qué puede haber de más consolador?
En fin nuestros propios pecados, cuyo recuerdo tan a menudo nos
desalienta y nos espanta, pueden en las manos de Dios convertirse en un medio
de santidad, con solo este objeto los ha permitido, quiere de ellos hacer la
materia de sus grandes misericordias; quiere que sirvan para humillarnos, para
desconfiar de nosotros mismos, para redoblar nuestra confianza en Él, aumentar
nuestro amor, hacernos capaces de los mayores esfuerzos de virtud, ya para
expiarlos, ya para repararlos. Sin hablar de los ejemplos de tantos grandes
santos que fueron pecadores, ¡cuántos judíos que habían tenido parte en la
muerte de Jesucristo, se convirtieron después, y formaron la Iglesia de
Jerusalén, la más perfecta de todas! ¿Creeremos que su amoroso arrepentimiento
no hubiese contribuido infinitamente a su santificación? ¿Por qué no habrá de
ser así con nosotros, si después de nuestros extravíos hemos vuelto o volvemos
sinceramente a Dios? De un gran pecador a un
santo hay por lo común menos distancia, que de una vida tibia a una vida
ferviente. Todo depende de la rectitud y de la generosidad del corazón, y de la
correspondencia a la gracia. Es un gran mal el ofender a Dios, pero de nosotros
depende que este mal nos sirva de un grandísimo bien.