NdB. Sermón del Cardenal Pie, sin perder nada de su vigencia, esta dirigido a todos los sacerdotes de la incorruptible verdad (sacerdotes de Cristo y de la Iglesia Católica) y a los fieles católicos.
Nos exhorta a defender la verdad en contra de la mentira. Evitar la fatiga de resistir, continuar la lucha para evitar las consecuencias de la imprudente debilidad.
La concesión de mons Fellay y de la nueva FSSPX respecto al Vaticano II, nueva misa, aceptar levantamiento de excomuniones inexistentes y querer ser aceptados como católicos por quienes no lo son; son muestra de concesiones doctrinales y teológicas que la Iglesia Católica nunca haría. Abrid los ojos de una buena vez, no podemos servir a dos Señores. Fellay y sus seguidores atentan contra la Verdad Religiosa, la Verdad Religiosa proviene del cielo, no se puede transigir a la verdad (acuerdos prácticos). Esta flexibilidad en principios es propia del modernismo, que relativiza la verdad y la somete a la mentira.
Los modernistas desde un principio han buscado la ruina de la Iglesia Católica, Fellay con sus acciones no se quedan atrás. Es necesario pues que los sacerdotes de Cristo, de la incorruptible Verdad levanten la poderosa voz de la Doctrina Católica y defiendan nuestra sacrosanta religión, nosotros fieles católicos bautizados en Cristo hagamos otro tanto. No provoquemos la ira de Dios, puesto que El ya lo ha dicho, si la sal pierde su sabor... ya no sirve, sino para ser tirada y pisada.
¡Adelante Católicos Cristeros...!
“Unus Dominus, una fides, unum baptista”
"No hay más que un solo Señor,
una sola fe, un solo bautismo"
(San Pablo a los Efesios, IV, 5)
Un sabio ha dicho que las acciones del hombre son las hijas de su pensamiento, y
nosotros mismos hemos comprobado que tanto los bienes como los males de una sociedad
son fruto de los principios buenos o malos que ella profesa.
La verdad en el espíritu y la virtud en el corazón son dos cosas que se corresponden
casi puntualmente: cuando el espíritu se ha entregado al demonio de la mentira, el corazón
— no obstante que el desorden no haya comenzado por él — está muy cerca de abandonarse
al demonio del vicio.
La inteligencia y la voluntad son dos hermanas, entre las cuales la
seducción es contagiosa: si ven que la primera se ha abandonado al error, corren un velo
sobre la honra de la segunda.
Y porque esto es así, mis hermanos, porque no existe ningún daño, ninguna lesión
en el orden intelectual que no tenga consecuencias funestas en el orden moral y aún en el
orden material, es que concedemos importancia a combatir el mal en su origen, a secarlo en
su fuente, esto es, en sus ideas.
Mil prejuicios se han popularizado entre nosotros: el sofisma, asombrado de sentirse
atacar, invoca la prescripción; la paradoja se vanagloria de haber adquirido carta de nacionalidad
y derechos de ciudadanía.
Los mismos cristianos, viviendo en medio de esta atmósfera
impura, no han evitado totalmente su contagio: aceptan demasiado fácilmente muchos
de los errores. Fatigados de resistir en los puntos esenciales, a menudo cansados de luchar,
ceden en otros puntos que les parecen menos importantes, y no advierten nunca — a veces
porque no quieren percatarse — hasta dónde podrán ser llevados por su imprudente debilidad.
Entre esta confusión de ideas y de falsas opiniones nos toca a nosotros, sacerdotes
de la incorruptible verdad, salir al paso y censurar con la acción y la palabra, satisfechos si
la rígida inflexibilidad de nuestra enseñanza puede detener el desborde de la mentira, destronar
principios erróneos que reinan orgullosamente en las inteligencias, corregir axiomas
funestos admitidos ya por la convalidación del tiempo, esclarecer finalmente y purificar una
sociedad que amenaza hundirse, que envejece en un caos de tinieblas y de desórdenes, donde
no será ya posible distinguir la índole y, menos aún, el remedio de sus males.
Nuestra época grita: “¡Tolerancia! ¡Tolerancia!" Se admite que un sacerdote debe
ser tolerante, que la religión debe ser tolerante. Mis hermanos: en primer lugar, nada iguala
a la franqueza, y yo vengo a decirles sin rodeos que no existe en el mundo más que una sola
sociedad que posee la verdad, y que esta sociedad debe ser necesariamente intolerante.
Pero antes de entrar en materia, y para entendernos bien, distingamos las cosas, determinemos
el sentido de las palabras y no confundamos nada.
La tolerancia puede ser o civil o teológica. La primera no es de nuestra incumbencia,
y yo me permito sólo una palabra al respecto: si la ley pretende decir que ella autoriza
todas las religiones porque ante sus ojos todas ellas son igualmente buenas, o aun hasta
porque el poder público es incompetente para tomar partido sobre este tema, la ley es impía
y atea; ella profesa, no ya la tolerancia civil tal como vamos a definirla, sino la tole-rancia
dogmática, y — por una neutralidad criminal — ella justifica en los individuos la indiferencia
religiosa más absoluta.
Por el contrario, si, aunque reconociendo que una sola religión es buena, ella tolera
y permite el libre ejercicio de las otras, la ley en cuestión — como otros lo han observado
antes que yo — puede ser sabia y necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos en que
es necesario decir, con el famoso condestable: "Una fe, una ley“, habrá otros donde es preciso
decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: "Conceded a todos la tolerancia civil,
aunque no aprobando todo como indiferente, sino sufriendo con paciencia lo que Dios sufre“.
Pero dejo de lado este campo erizado de dificultades y, ateniéndome a la cuestión
propiamente religiosa y teológica, expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de tolerancia hacia las personas.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio. Por eso, mis hermanos, por la necesidad misma de las cosas, la intolerancia es necesaria
en todo, porque en todo hay bien y mal, verdad y falsedad, orden y desorden; en todas
partes lo verdadero no soporta lo falso, el bien excluye el mal, el orden combate el desorden.
¿Qué más intolerante, por ejemplo, que esta proposición: “dos y dos son cuatro“? Si
usted viene a decirme que dos y dos son tres, o que dos y dos son cinco, le responderé que
dos y dos son cuatro.
Y si usted me dijera que no impugna mi manera de contar, pero que
mantiene la suya, y que me pide ser tan indulgente con usted como usted lo es conmigo,
permaneciendo yo totalmente convencido de que tengo razón y que usted está equivocado,
posiblemente yo me callare, en rigor, porque después de todo me importa muy poco que
haya sobre la tierra un hombre para el que dos más dos sean tres o cinco.
Sobre un cierto número de asuntos, donde la verdad fuera menos absoluta o las consecuencias
fueran menos graves, yo podría hasta cierto punto transigir con usted. Seré conciliador
si usted me habla de literatura, de política, de arte, de ciencias amenas, porque en
todas estas cosas no hay un modelo único y determinado. Ahí lo bello y lo cierto son, más o
menos, convenciones; y, por lo demás la herejía, en esta materia, no incurre en otros anatemas
que los del sentido común y del buen gusto.
Pero si se trata de la verdad religiosa, enseñada o revelada por Dios mismo; si va en
ello vuestro destino eterno y el de la salvación de mi alma, por consiguiente ninguna transacción
es posible. Me encontrareis inflexible, y debo serlo. Es condición de toda verdad el
ser intolerante, pero siendo la verdad religiosa la más absoluta y la más importante de todas
las verdades, es por lo tanto también la más intolerante y la más exclusivista.
continuará...
“Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377, y en español por ediciones Río Reconquista, año 2006 – Fraternidad Sacerdotal San Pío X)