El Interior de Jesús y de María
R.P. GROU
Una de las penas que más sintió Jesucristo, debió ser sin duda la traición de Judas, por la que empezó su Pasión.
Nunca será bastante considerada la caridad y dulzura que usó Jesucristo con aquel traidor, ya antes de cometer su crimen, ya en el momento de cometerlo, ya después de cometido. Desde un principio, y aún antes de escoger a Judas para uno de sus apóstoles, sabía que sería traidoramente entregado por él, y aun así lo admitió en su compañía y en su íntima familiaridad y se aplicó a instruirlo y a formarlo en el ministerio evangélico, manifestándole bondad y hasta una particular confianza, encargando a su custodia el dinero que recibía para su subsistencia y para la de sus discípulos y de los pobres. Además de las señales exteriores de amistad que le daba, no puede dudarse que por medio de su gracia no obrase poderosamente en su corazón. En la última cena le lavó los pies como a los demás apóstoles, y hasta, según el común sentir de los santos padres, y mejor apoyado sobre el relato de los evangelistas, le dio su Cuerpo a comer, y su Sangre a beber.
Jesús sentía más vivamente de lo que podía sentir otro hombre alguno la fealdad de la traición de Judas, mas no se mostró de ella sentido por sí propio, aunque en ello iba nada menos que su vida; solo fue sensible a la ofensa de su Padre, y a la pérdida de aquel infeliz, de quien declaró, que más le hubiera valido el no haber nacido. El Hijo del hombre,dijo,se marcha; mas ¡ay de aquel por quien fuere entregado el Hijo del hombre.Yo conociendo ya anticipadamente la suerte que voy a sufrir, la acepté; no tengo pues por mí el menor sentimiento, solo deploro la desdicha de aquel que me entregará.
Cuando un alma se ha entregado totalmente a Dios, y Jesucristo quiere que tenga con Él una especial semejanza, debe prepararse a sufrir de parte de sus amigos, de sus confidentes, de sus hijos espirituales, infidelidades y traiciones. Mas Dios la predispone a ello muy de antemano por su gracia, y en la pena que por ello siente, le quita insensiblemente todo retorno a sí misma; de manera, que no considera estos malos procedimientos sino por el lado de Dios, y de las personas culpables de ellos. No tiene pues la menor dificultad en perdonarlos, en rogar por los mismos, en prestarles buenos oficios, y en darles señales de amistad. A este grado de perfección llega, cuando por una serie de pruebas y de sacrificios, han quedado extremadamente debilitados y casi extintos en ella el orgullo y el amor propio. Al mirar su semblante y su tranquilo continente se la creyera insensible; pero nada más distante de ella; la gracia no borra la sensibilidad, antes al contrario la torna más delicada y perfecta; pero la desvía de nuestro propio interés, y no la aplica sino al interés de Dios y al del prójimo. ¿Para qué ser sensible a lo que, según los principios de la religión, no es un mal para nosotros? ¿Y cómo no serlo a lo que es una ofensa para Dios, y para el prójimo una terrible desgracia?
Los que se aman a sí mismos son aún más sensibles en estas ocasiones, que los cristianos ordinarios, y no se necesita hacerles una traición como la de Judas para abrir en su corazón una llaga incurable.
Los que aspiran a la perfección, los que por su carácter o por la profesión que han abrazado están obligados a dar ejemplo a los demás, y seguir de más cerca las huellas de Jesucristo, vigilen de continuo sobre su corazón para reprimir sus más ligeros movimientos de sensibilidad, estén en vela perenne contra la aspereza y el resentimiento; no les alimenten con sus reflexiones, sofoquen estos movimientos apenas nacidos, háganse superiores a esas pequeñas incidencias que tan a menudo sobrevienen, a fin de obtener la gracia de vencerse en las grandes, que son raras. ¿Cómo se perdonarán insultos, desprecios, agravios del prójimo, cuando tanto resentimiento se demuestra por una palabra que escapó, por una desatención? ¿Y de cuánta dulzura se necesitará para con los Judas, si ninguna se tiene con las personas a quienes no puede echarse en cara sino ligeras faltas de caridad?